Vatur se paseaba inquieta por las tierras bajas de su reino, donde abundaban las plantas, en especial los lirios azules y blancos. Una alfombra verde cubría el suelo como un manto que se extendía por todo el reino, y frondosos árboles con troncos oscuros dejaban caer sus hermosas ramas, repletas de vivaces hojas color caramelo, que danzaban con la brisa. Entre la primera y la tercera estrella de la constelación de Orión, casi nunca amanecía por completo. El lugar siempre estaba bañado por una extraña luz clara, la que anuncia la noche, la que se cuela entre la penumbra y la mañana.
La diosa llevaba un amplio vestido color turquesa, sin mangas, que se ceñía a su figura solo en la parte superior, con una falda amplia, que jugaba con la brisa, y del mismo tono con que se teñía el cielo al llegar la noche. Tenía el cabello suelto y una pequeña flor que colgaba de su mano. Amaba aquellas estrellas: eran su creación y, a su vez, una historia tan triste como la creación de su raza. Oscura, maldecida… y, por sobre todo, desdichada. Había habitado en ella, casi desde su creación. Era la vista más bella desde la Tierra y sus estrellas podían distinguirse claramente. Ella lo imaginaba como un gran faro para sus hijos. Era visible a lo largo de toda la noche durante el invierno en el hemisferio norte, y el verano en hemisferio sur. La galaxia estaba compuesta por tres estrellas y Vatur vivía justo en la estrella del medio, como el centro del cuerpo, el centro para que sus hijos no perdieran el norte. Un punto de luz al cual ellos siempre podrían mirar.
Ella era justa y firme y debía serlo si no quería que el mundo cayera en una época sombría otra vez. Los años más peligrosos para los oscuros habían sido antes del año 2100. Vatur debió forjar a mano dura la paz en la que ahora vivían. Había tenido que ser severa por el bien de todos. Y en esos años creó el mito de su maldad, aunque nunca había lastimado a uno de los suyos porque sí. El caos reinaba en la Tierra: humanos y oscuros peleaban sin tregua; los dioses estaban aterrados; las Moiras no podían predecir lo que sucedería, logrando que los seres de la oscuridad con los seres de la luz se enfrentaran sin tregua, hasta que ella logró el armisticio. Esto les había dado sosiego a todos por un tiempo, pero pronto vinieron los ángeles. Bajaron y arrasaron con la humanidad y, ahora, siglos después, ella no había previsto que volverían. En su primera venida habían destruido el mundo y tanto humanos como oscuros sufrieron por igual. Unos siglos más tarde volvían a la carga y nadie sabía por qué. Había consultado a los oráculos, pero ellos parecían tan confundidos como ella.
La diosa caminaba recordando el comienzo… y, tomándose la cabeza, suspiró. Vatur había odiado el nombre que los humanos le habían puesto a sus hijos, los malditos. Le dolía el alma cuando los llamaban así. Cada uno de ellos era la creación más pura de su alma y, aun así, lo había soportado estoicamente, sin tomar represalias. Muchos dioses habían lastimado a su propia gente, incluso habían permitido grandes matanzas en su nombre, pero Vatur nunca habría aceptado algo así. Nadie mataría a otro igual en su nombre, nunca por las causas que los humanos promulgaban. Había dictado reglas, sí, pero jamás había actuado sin pensar. Una de las únicas reglas importantes era que nunca debían mezclarse. Eso pondría en riesgo a los humanos, pero, sobre todo, pondría en riesgo a sus nacidos. Era la única ley que firmemente se había mantenido por siglos y cualquiera que no la cumpliera era culpable de perversión. No podía permitir que los humanos los acusaran por algo más y se levantaran en su contra, otra vez. Por eso, cualquiera que incumpliera esa regla en especial moriría, sin vuelta atrás. No podía permitirlo.
Vatur debía mantener ese balance y por eso creó la Sociedad. Había discutido con Ben decenas de veces por el nombre que le darían, pero al final él tenía razón: era mejor que le temieran. Si los amedrentaban, nunca se acercarían. Los humanos solían inmiscuirse en todo aquello que les causaba curiosidad, pero no se metían con aquello a lo que temían. Y así fue cómo la Sociedad tomó ese nombre.
Aunque ella no podía controlar a todos los oscuros que había en la tierra, tenía a seres como sus hijos, Irizadiel y Nicolás y otros, que le eran fieles para velar por ella. Incluso había humanos a los que protegía. La diosa no era injusta y cuidaba de todos aquellos que así lo querían. Muchos humanos se unieron a su causa luego de ser acusados de brujería, perversión o posesión. La diosa había encontrado muchos aliados en la época de la caza de brujas, en la que alquimistas y hechiceros eran comúnmente acusados y ejecutados por la Iglesia. Vatur los había cubierto bajo sus alas, como si fueran sus hijos, protegiéndolos de la Inquisición. Los había cuidado y defendido como suyos y generaciones de humanos la veneraban. Se decía que ella podía detectar el cambio mínimo en un oscuro, incluso algo tan pequeño e insignificante como la alteración en el color de un aura. Eso hacía que ella los condenara, aunque realmente no pudiera percibirlo. Para eso estaban sus hijos y sus aliados más cercanos.
Vatur no podía controlarlos a todos. Tanto Nicolás como Ben, y muchos más, eran los encargados de detectar a los perversos, aquellos que ponían en riesgo la vida de todos, aun sin saberlo. Se restregó los ojos y suspiró cansadamente.
Ella sabía que Nicolás sufría por eso. Muchas veces había recurrido a ella preguntándole por el futuro. ¿Qué pensaría si Sal supiera que era él quien levantaba o bajaba el pulgar? ¿Qué pensarían? Ahora eso era más evidente. Nicolás había creado lazos, pero aun así no había contado todo y Vatur se encontraba inquieta. La Tierra se veía ínfima ante sus ojos estrellados. Alguien carraspeó a su espalda y la bella diosa se giró para encontrar allí a su eterno amante. Ben siempre sería su amante. Hacer de él algo más implicaría ponerlo en riesgo, pero le había otorgado inmortalidad. Aunque esta no funcionara con seres de alto rango, Ben no moriría como un simple oscuro. Sonrió y caminó hacia él sintiendo el reconfortante cariño que le brindaba. Cuando sus ojos se encontraron con los de ella, Ben torció la boca haciendo una mueca de preocupación.
—¿Qué es lo que apena a mi bella diosa? —Susurró él junto a su oreja cuando ella lo abrazó.
—Creo que lo sabes mejor que yo.
—¿Hermes ha hablado contigo?
—Más que eso… —se alejó un poco para estudiar su rostro y sonrió con tristeza—. Me informó que Phillipe no está bajo su «custodia», que está en un lugar «guardado» y que la única forma de que el nefilim vuelva será si se entrega a Nicolás.
—Y eso no sucederá, nunca —dijo Ben, apretando los dientes. Nicolás no tenía relación de sangre con él, y, por más que al semidiós le molestara, Ben lo trataba como a un hijo. Había conocido a Vatur hace mucho tiempo atrás y su amor por su obra lo había llevado a estar cerca de ella, hasta el punto de que terminó enredado amorosamente con la diosa. Ni siquiera había pensado en aquello, pero aquí estaba, y no importaba qué ocurriera, él estaría al lado de la dama de los oscuros. Había pasado mucho tiempo. Otros le habían advertido a la diosa sobre el peligro que él representaba, pero, como siempre, Ben había roto los patrones y había defendido a la diosa contra Hermes una vez. Como era de imaginar, el mensajero de los dioses lo mató, dejándolo desangrarse en los brazos de ella. Vatur lo miró y comenzó a disculparse cuando le dijo: «moriría por ti cien veces». Y fue en ese momento que ella entendió que no había nada que ella no haría por él. Lo trajo de las sombras hasta la vida nuevamente, y él nunca se alejó de su lado.
—Los ángeles se pusieron en pie de guerra. Dicen que nadie manda en el Cielo ahora, por lo que ellos han tomado el mando.
—No importa lo que digan. Aún luchamos. —Ben acarició el rostro de Vatur como solo un amante sabía. Besó sus suaves labios y se regocijó cuando las manos de ella envolvieron su cuello. Separó su boca para susurrarle al oído—: Encontré dónde está Mikela. —Vatur lo alejó para verle los ojos. Sus ojos nunca mentían. En su mundo, él no llevaba gafas y su cabello estaba despeinado. Lucía unos pantalones livianos y una camiseta en tonos azules, perfectos para el eterno verano de su reino.
—¿Se lo has dicho?
—Primero a ti, mi diosa, primero siempre a ti. —Ella sonrió—. El ataque de los ángeles fue en búsqueda de algo…
—Ven conmigo —extendió su mano para que la tomara. Comenzaron a caminar en silencio hasta el templo de la diosa. Los jardines lo invadían y lo ocultaban. Las historias decían que cuando el templo fue forjado era brillante como la constelación que habitaba; pero tiempo después de la desaparición de Lemuria, la diosa estaba tan triste que se había opacado. Todo allí se había tornado gris oscuro, casi marchito. Sus hijos, conmovidos por el dolor de su madre, le trajeron restos de lo que había quedado de la tierra sagrada: semillas y flores, que fueron creciendo por todo el lugar. Entraron en un amplio atrio con una fuente en el centro y Vatur se sentó a un lado y comenzó a mojar la punta de sus dedos. Ben se sentó junto a ella, sin decir nada hasta que la diosa volvió a mirarlo.
—Buscan la chispa de la vida.
—¿La chispa… —tartamudeó Ben— de la vida? —Vatur bajó su mirada nuevamente hacia el agua que danzaba entre sus largos dedos.
—Hace eones, cuando la Tierra era solo una imagen en la mente de los dioses, cuando solo existía el caos, fue creada la materia, una tan pura que irradiaba luz y vida. Los dioses la dividieron para así poder, cada uno de ellos, crear a sus semejantes. Aquella materia fue dividida tras una lucha por el poder de poseerla. La llamaron la chispa de la vida. De ella se dice que fue creada Gea o Gaîa. Se dice que la creación de Gea surgió de las temibles profundidades del Tártaro, y que Eros surgió de Erebos, que se extendía por debajo de Gaîa. Se dice que en ese momento fue cuando Erebos y Vatur originaron el éter y a Hemera, llamada luz del día. En esos tiempos, el día y la noche eran eternos, por lo que la creación de esta luz mortecina provocó que Gaîa comenzara a engendrar sus propios hijos. Y así surgió el cielo estrellado llamado Urano. Levantó altas montañas desde donde contemplar a su madre Gaîa, le envió también una lluvia fértil para alimentarla y de allí crecieron las plantas, las flores, los ríos, los lagos y los océanos, pero no estaba todo completo, pues había algo que faltaba. Cuando el dios de la creación, el que no tiene nombre, vio a Gaîa tan bella y exuberante decidió crear al hombre y los surematu, seres inmortales. Los hombres tendrían una corta vida y podrían vivir tanto a la luz del sol como a la de la luna, podrían engendrar generaciones que amaran a Gaîa, y permanecerían en la tierra tanto tiempo como las Moiras lo decidieran; mientras que, los surematu vivirían sin riesgo una vida larga y, aunque no podrían engendrar hijos, podrían ser más fuertes y recolectar así las enseñanzas para pasarlas a los humanos de generaciones futuras. Fue en ese momento en que dioses y diosas pelearon, se dividieron entre los que amaban la luz sobre Gaîa y los que amaban el cielo y las estrellas. Se decía que la inmortalidad de los surematu los llevaría a creerse dioses, mientras que los humanos vivirían en peligro constante. Las razas se dividieron y así decidieron que los humanos podrían habitar el día, mientras que los surematu habitarían las tinieblas.
Los pueblos se separaron y los surematu fueron encerrados y les fue negada la luz. Se dijo que Urano y Gaîa habían creado tres cíclopes primitivos: ARGES, ASTÉROPES y BRONTES, quienes tenían un solo ojo redondo; eran inmortales y representaban, respectivamente, el rayo, el relámpago y el trueno. Ellos servirían para custodiar y dar sentencia. Así fue como Vatur finalmente engendró a los hecatónquiros o centimanos, tres hermanos con cincuenta cabezas y cien brazos cada uno, que se llamaron: COTO, BRIAREO y GIGES. Ellos custodiarían a los oscuros. Vatur fue precavida, pues sabía que vendrían por sus hijos debido a la envidia hacia su raza, por lo que una noche engendró a TÁNATOS, la muerte; a HIPNO, el sueño; y a otras divinidades como las HESPÉRIDES que eran celosas guardianas del atardecer, cuando las tinieblas empiezan a ganar la batalla de la luz diurna. Y a NÉMISES, la justicia divina, perseguidora de los desmesurados y protectora del equilibrio. Cuando los ángeles cayeron en la primera venida, se aventuraron contra todos aquellos que creían que poseían parte de la chispa. Por eso fue escondida por siglos de los ojos de los avaros ángeles rebeldes que buscaban el caos.
Vatur levantó la cabeza y observó a Ben, que tenía la mirada perdida.
—La chispa que me concedieron era tan poderosa como el resto y, cuando los ángeles no lograron doblegar a los otros dioses, vinieron por mí. Buscaron y buscaron, destrozando todo a su paso; por eso, cuando llegó a mí la visión de ellos acechándome nuevamente en la segunda venida, decidí colocarla en un sitio donde nunca la verían, donde nunca la buscarían. —Ben la observó y ella sonrió—. Allí, frente a sus ojos, ellos vigilaban a los humanos día a día durante la eternidad, sin saber que ahí radicaba la fuerza, el poder y la dicha. La chispa aún vive, late, inerte, esperando, siempre esperando…
—Nicolás ¿lo sabe? —Ella negó con la cabeza y tomó la mano de su amado.
—No, pero creo que eso es lo que buscaban…
—Entonces están más cerca de lo que pensábamos.
—Mucho más cerca.
—¿Qué pasaría? ¿Dónde?
—Forjé la casa con roca y magia, escondí la chispa de vida bajo la casa. Y allí ha habitado, inerte, a la espera de nuevos dueños.
—¿Qué riesgos corremos?
—Permitiría crear cualquier tipo de ser y otorgarle vida o inmortalidad. Quien la posea podrá crear una nueva raza.