Eran las diez de la mañana y el sol brillaba en lo alto. Había recorrido la mansión de punta a punta sin poder dejar de replantearme una y otra vez lo que había hecho hace días atrás. Algo de lo que tal vez, algún día, me arrepentiría. Después del ataque, la ciudad era un caos. La S.A. había logrado contener el desastre a tiempo, pero las autoridades humanas estaban recelosas de nosotros. Por suerte, todo había sido aclarado y las cosas se iban calmando de a poco.
Hero estaba demasiado inquieto e inseguro después de la pelea; no lo demostraba, y menos a Sal, pero yo podía sentirlo. Habíamos hablado con él durante horas. Intentaba explicarle su nuevo don, hacerle entender que podría ayudarnos a todos. Una noche me dijo: «Tal vez la diosa me ha abandonado, o tal vez se ha olvidado de todos nosotros».
¡Debía ayudarlo! Él incluso se había planteado abandonar la S.A. y no podía permitirlo. Sal no me lo perdonaría nunca. Tenía que encontrar un modo de que confiara en mí, que entendiera que, a veces, la diosa tiene misteriosas formas de actuar, pero que no nos había abandonado. Él era muy hábil, uno de los mejores, y yo sabía de antemano que no podría conformarlo con explicaciones burdas y simplonas, que debía mostrarle algo sólido. Algo que comprobara que aquello por lo que luchábamos no era un capricho, y eso sería la mayor muestra de confianza que podía darle. Unos días atrás, lo había llamado y lo conduje a mi habitación, el único sitio que nadie más conocía. Le mostré viejos escritos sobre mi civilización, la de mi madre y mi hermana. Cosas que no le había mostrado a nadie, nunca. Si bien no había nada en esos papeles añejos que me delatara, el nerviosismo me había colmado por completo cuando Hero comenzó a inspeccionar los manuscritos. Había perdido el hábito de confiar en los demás, en mostrarme a los otros sin miedo a que alguien saliera lastimado. Después de que se marchó, me invadió la duda y me pregunté cuánto me conocían mis asesinas. ¿Acaso alguien me conocía? No lo sabía a ciencia cierta, pero con Hero no había tenido más opciones, pues necesitaba imperiosamente que creyera en la causa de mi madre y, aunque parezca extraño, aun para mí, quería que él confiara en mí.
Cualquier persona normal me hubiera bombardeado a preguntas, pero no Hero. Cuando trabajamos juntos durante los días posteriores, había esperado algún atisbo de curiosidad, aunque esas preguntas nunca llegaron. Aún no lograba descifrar si era porque no había entendido nada de lo que había visto o en realidad había entendido todo. No lo sabía. Hero no era como los demás. No contaba sus pensamientos, casi no hablaba de sí mismo, tan solo trabajaba de forma eficiente como una máquina. Eso me ponía los pelos de punta. Automáticamente me pasé una mano por el cabello y noté que estaba un poco más crecido que lo habitual, pero después de lo que había ocurrido, cortármelo era el menor de mis problemas. Lentamente, me alejé de la cocina, recorrí el pasillo con calma y me arrastré agotado hasta el ala más desolada de la casa.
Subí las escaleras con cierta languidez y miré hacia la puerta de entrada. Me detuve un momento en el descanso y apoyé las manos en la barandilla que daba a la fabulosa entrada de dos pisos, donde colgaba una araña de cristal de unos tres metros. La observé con detenimiento pensando que había olvidado la cantidad de años que llevaba viviendo en esta hermosa casa. La araña fue lo primero que coloqué cuando llegué, era uno de los pocos vestigios de mi civilización lemuriana que podía mostrar sin temor a ser descubierto. Todos admiraban aquella rara y majestuosa pieza, pero ninguno conocía su historia, el poder inmenso que la había creado. Adoraba ver los colores que creaba por la mañana, la conjunción del cristal y los rayos del sol me traían viejos recuerdos de un mundo totalmente diferente al que conocía.
Si entrecerraba los ojos, podía imaginar a mi madre allí, entre los lemurianos, contándoles historias, hablando con ellos del poder de la creación. La tristeza se agolpó en mi pecho. Los humanos no aprecian al sol como deberían, cubren los cielos con grandes edificios, con el esmog, no saben lo que es vivir en la oscuridad, tener que recluirse en las sombras y desear, como un sediento ansía el agua, que el sol toque tu piel. Suspiré cansado, alejando los pensamientos tristes. Estaba demasiado agotado como para pensar en eso ahora. Aún mis energías no volvían por completo. Había curado a Hero los días previos a la batalla, pero, si él seguía vivo, era gracias a mi hermana que había sanado la mayor parte de sus heridas. Y aun sabiendo que mis energías eran escasas, no había dudado en curarla a ella también cuando la vi lastimada. Es mi hermana. Me consolaba pensar que estaba viva y dormía segura en mi habitación, al resguardo de cualquier ataque. Sus heridas eran graves, pues los ángeles que la habían atacado cuando estaba junto a Phill se habían asegurado de desgarrar los músculos que sostenían sus alas, de modo que no pudiera seguirlos por mucho tiempo. Lo único bueno que había sacado de esta batalla era ver a Irizadiel, eso me había iluminado el alma. No la veía hace siglos, ni siquiera podía contabilizar cuántos. Recuerdo que fue justo después de que los atlantes destruyeran parte de la Tierra, cuando mi madre, disgustada, regresó a sus aposentos en el reino en las alturas, y mi hermana fue reclamada por los ángeles. Esa fue la última vez que la había visto. Lucía tan cambiada la niña con la que había correteado; ahora, la hermosura que ella desplegaba podría cegar a un dios o a un semidiós como yo.
Me arrastré con un paso lento hasta la zona menos concurrida de la mansión, pues necesitaba descansar, estaba física y mentalmente extenuado. Después de la batalla, tras la noticia de la desaparición del nefilim, Sal había salido en su búsqueda, a mis espaldas, y yo no había podido detenerla. Una parte de mi entendía su necesidad de encontrarlo. La había dejado ir a regañadientes, pero esta vez me había adelantado y había enviado a Carim y a Eva con ella. Debía admitir que Hero no estaba del todo feliz con mi decisión, pero él tampoco era nadie para retenerla; aún no la había marcado. Cuando volvieron, habría querido regañarla, pero en cuanto la vi no pude hacer más que consolarla. Se veía abatida, al igual que Irizadiel, incluso lloraron juntas un buen rato.
Me fui a mi cuarto y en cuanto entré me quedé helado. Irizadiel dormía boca abajo con sus alas desplegadas, su cabello desparramado sobre la cama como lenguas de miel esparciéndose a raudales, tenía una mano cerca de la cara y la expresión pacífica. Su cuerpo estaba sanando, de a poco. Pronto sus músculos estarían fuertes para volar. Habían pasado dos semanas desde el ataque, todo estaba tranquilo por ahora, aunque en mis entrañas sabía muy bien que eso no dudaría mucho. Nunca lo hacía.
Sonreí de lado cuando noté una leve sonrisa en sus labios. Todo esto era muy extraño para mí, nunca nadie había entrado en este cuarto. Era mi lugar, casi como una parte de mi alma. Estaba lleno de recuerdos de MU, viejos cuadros, tablillas con historias que había recuperado de un viejo paleontólogo que conocí siglos atrás. Cada una de esas cosas me hacía sentir en casa.
Me desabroché los botones de las mangas de la camisa intentando apartar el cansancio que me abrumaba. Aún había cosas que me inquietaban, cosas que no sabíamos. Por ejemplo, no tenía la mínima idea de por qué Hero comenzó a ver fantasmas y a sentir a los ángeles y caídos. Debía de ser alguna nueva habilidad que había despertado, o algún don que mi madre le había entregado. Pese a todo lo que había investigado, no encontré pruebas de algo parecido. Hero, por su parte, no lo estaba tomando muy bien que digamos y me negaba a dejarlo solo en esto. Se había vuelto alguien cercano a mí, algo parecido a un amigo, y eso me agradaba. No pensaba dejar que se entregara a la locura.
Atravesé el cuarto sin hacer ruido para no despertar a Irizadiel. Abrí lentamente las puertas acristaladas que daban al balcón y tomé una gran bocanada de aire con sabor a perfume floral. Sonriendo, me adentré en el recinto lleno de plantas. Mi madre había tomado el hábito de reunirse conmigo en este lugar. Le gustaban las flores que crecían en las grandes macetas, por eso me esmeraba para que siempre estuvieran florecidas. Las plantas me recordaban a los jardines de Lemuria, donde no había cercos ni límites; donde todos vivíamos en paz y armonía, no había familias en MU, ya que todos eran hijos de todos, hermanos de todos, hijos de una única madre que amaba y veneraba a sus hijos dándoles las más bellas enseñanzas.
Una punzada de dolor me atravesó el pecho y sentí un nudo en el estómago. Todo eso se había perdido cuando los atlantes se creyeron dioses y jugaron con algo que nunca debió llegar a sus manos. Recordaba, como si fuera ayer, la noche en que el cielo se tiñó de colores brillantes: primero, se volvió de color blanco, como si un gran relámpago lo hubiera surcado de lado a lado; después, de a poco, se fue volviendo rojo y, luego, una luz cegadora nos cubrió matando a casi todos. Pocos se salvaron. Un día soleado la diosa había anunciado el triste presagio y los había alentado a huir por sus vidas. Los que se fueron llevaron consigo las enseñanzas de la diosa, pero ella no abandonó MU. Ni ella ni nosotros. Nos quedamos allí esperando el final. Los que habían huido se escondieron en las tierras bajas del sur. Sabíamos que no había esperanzas. Los atlantes se habían equivocado y todos pagaríamos por eso. Sabiendo que el final se acercaba, los lemurianos nos tomamos de las manos y mi madre se unió a nosotros llorando por el destino de la civilización que tanto amaba. Irizadiel y yo la imitamos. Entonamos un bello canto que hablaba de amor, de paz y allí, al borde del mar, presenciamos el fin de la civilización de MU… Cuando llegó, arrasó con todo, menos con nosotros tres como testigos. Vatur lloró durante horas de rodillas en la arena y cuando su llanto cesó nos elevó hasta sus condominios, más allá de los ojos del hombre.
Cerré las puertas detrás de mí dejando atrás el dolor por mi gente y me dirigí hacia las exóticas rosas Osirias entregadas a mi madre por el dios egipcio Osiris. Los colores se extendían en todo su esplendor, las plantas hacían lucir este lugar como una selva tropical. Me agaché para acariciar uno de los pétalos, tan frágiles y hermosos como las alas de mi hermana. Sabía que sus heridas cerrarían, aun la herida que más me preocupaba, aquella herida que no podía ver, pero no estaba seguro de haberla sanado por completo. La pérdida de Phillipe era una llaga que no podía curar. Pocos dioses menores podían curar a un ángel, pero yo no era solo un dios menor, era el dios menor, hijo de la diosa Vatur y de un mensajero de los dioses que había embaucado a su madre para engendrarme. Genial combinación. Nunca le había contado a nadie cuáles eran mis poderes, mucho menos quién era. Aunque, a decir verdad, lo único que sé a ciencia cierta es quién soy. Nunca había logrado dominar por completo lo que creía que eran mis poderes, pues muchos de ellos se habían desarrollado con los años sin que me diera cuenta, incluso algunos se habían potenciado más que otros, sin que realmente supiera cómo lo había hecho. Tomé una regadera y la llené con agua fresca, comenzaba a sentirme mejor mientras dejaba que la energía natural de las plantas me revitalizara. Comencé a rociar cada una de las macetas paulatinamente. Era un acto tan terrenal que, por un momento, me hacía olvidar la carga que llevaba sobre mis hombros, porque nadie sabía mejor que yo que ser un semidiós no era todo diversión.
Ahora la casa estaba tranquila. Zell estaba muerto, pero aún no sabía quién era. ¿Quién lo había enviado a matar a Salomé? No dudé de la colaboración de mi padre. Él debía de estar detrás de todo esto. Estaba seguro. Me acerqué a un rincón cerca de la puerta y encendí la pequeña radio; era antigua, pero funcionaba. El silencio comenzaba a agotarme también, todos dormían, menos yo. Siempre era así. Porque los dioses no duermen, los semidioses tampoco lo hacen, y ese era uno de mis secretos, el cual, personalmente, pienso que es una mierda. Estaba claro que los dioses son jodidamente controladores, por eso nunca dormían. Lo que nunca entenderé es por qué sus hijos no podemos dormir por más cansados que nos encontremos. Pasar una noche despierto está bien, pero pasar la eternidad del mismo modo no es divertido. Pocos saben sobre mis noches solitarias, uno de ellos era Clif, mi mayordomo y mano derecha en la casa. Él es el encargado de proveerme de cuanto juego y tecnología encuentre para evitar mi aburrimiento.
Cuando terminé de regar cada una de las macetas, me senté en el banco de madera con las piernas abiertas, apoyé los codos en las rodillas y elevé el rostro hacia el cielo, disfrutando del único lugar donde el sol se cuela entre las plantas mientras sonaba la canción de María Callas. La Traviata invadía el lugar. Cerré los ojos y me preparé serenamente para hablar con mi madre.
—Madre —murmuré suavemente cerrando los ojos. Siempre lo hacía cuando la llamaba y la diosa respondía y esta vez no fue distinta. La vi centellear en la oscuridad y sonreí.
Vatur estaba vestida con un hermoso vestido negro, con cuencas blancas desperdigadas sobre la tela como si fueran la noche y las estrellas. Sus ojos, de increíbles tonos negros y grises, se enmarcaban en su cara con forma de corazón, una mezcla de muchas razas sin representar a ninguna. Volví a sonreír y abrí los ojos.
—La he encontrado —susurré sonriendo. La diosa me observó alegre, desvió su mirada hacia el cielo y, como no habló, esperé paciente. Era consciente de que debía de estar escuchando más allá de mi voz. Nunca había comprendido cómo había mantenido su cordura oyendo tantas voces a la vez, tantas súplicas y pedidos. Con los años, había descubierto que podía oír los pensamientos de mis asesinas, y no se lo había confesado porque tampoco era un don constante. Era algo extraño, como si mi mente se abriera tan solo a cosas que debía escuchar. Ahora, mirando a la mujer que me había traído al mundo, podía vislumbrar parte de la carga que significaba ser la diosa de los oscuros. La diosa que había visto morir a su pueblo y, aun así, nunca había tomado venganza contra el panteón atlante. Bajó sus ojos hacia mí, aún sonriendo. Quería preguntarle qué había oído. Pero sabía la respuesta: El futuro es cambiante. Tan cambiante que hay cosas que ni yo me atrevía a compartir.
—Lo sé, Nicolás —musitó con una sonrisa aún más amplia que llegó a sus ojos, y mi corazón se avivó.
Ante la seguridad que mi madre me brindaba, sentí mi confianza caer en picada y me retorcí las manos. Siempre me sentía como un niño en su presencia. Nunca nadie me había visto dudar, ¡no podía permitírmelo! Pero ella era mi madre y cada una de mis dudas se reflejaba en mi rostro como si fuera un cristal. Mi semblante demostraba la amargura y la incertidumbre que sentía.
—¿Qué debo hacer? Estoy perdido madre —balbuceé cabizbajo. Era duro para mí confesárselo.
—Nunca has estado tan nervioso como ahora —dijo, y le eché un vistazo rápido. Ella arrugó la frente frunciendo el ceño, como si buscara entender mis palabras y me estudió unos segundo sin decir nada. Me froté las manos pensando en cómo empezar a explicarle la maraña de sentimientos que me abrumaban—. ¿Por qué ahora? —Preguntó.
—No lo sé, simplemente… —¿Qué diría? Sabía que Irizadiel estaría aquí por poco tiempo, Sal había conseguido una pareja y las demás seguirían su camino. ¿Qué ocurriría si ellas decidieran abandonar la S.A.? ¿Qué haría yo? Era ilógico, pero después de tantos siglos me sentía solo. Estoy solo, confirmó mi voz mental y cerré los ojos buscando componer mi postura.
—Te sientes solo —susurró Vatur, la dulzura colándose en cada una de sus palabras, y asentí sin ser capaz de mirarla a los ojos. Ella, al igual que yo, podía oír cosas. Podía escuchar todo aquello que no me atrevía a decirle y, aun así, esperaba paciente a que le contara mis miedos. Pero ¿cómo podía alguien como yo caer en la miseria mundana de sentirme solo? Pensé en mi padre y la pena me agarrotó el estómago.
—No te sientas mal por eso… —sus palabras eran compasivas y bondadosas, la sensación de amor me inundó el alma, levanté la mirada y vi su expresión calma y comprensiva.
—¡Es mundano sentirme así, madre! Es casi una bajeza y te pido perdón —gruñí enojado conmigo. Bajé nuevamente la cabeza clavando los ojos en el suelo. ¿Por cuántas cosas había pasado ella y, sin embargo, nunca había caído? Incluso dejó ir a sus hijos para seguir su destino y ni siquiera una vez me había reclamado nada.
—¡Oh, Nicolás! —Susurró haciéndose eco de mis pensamientos—. No hay nada malo en sentirse mal por estar solo. —Ella avanzó frente a mí, se agachó hasta quedar a la altura de mis ojos y me acarició la mejilla como cuando era un niño.
—Sí, puede ser —concedí—. Pero no hay nada bueno en pensarlo cuando sabes que no cambiará. —Solté una risita amarga, y ella me observó entrecerrando los ojos y una pequeña sonrisa pendiendo de sus labios.
—Nunca has dudado de mi palabra, ¿por qué ahora? —Sentí su energía rozándome, acariciándome y envolviéndome.
—¡No dudo de tus palabras, madre! —Admití—. Dudo de mi fortaleza. Me siento perdido —confesé. ¿Qué estaba sucediendo? Había puesto en peligro a las chicas por creer que sabía lo que debía hacer, cuando los destinos planeaban otra cosa.