XIV

EN EL MISMO TABURETE que había ocupado Martha Mabile, ahora reposaba Peter Andrew Shirley, lánguido e impertérrito a pesar de todo lo que se le había dicho durante las seis horas anteriores.

Kramer nunca había visto a un hombre ocultar su sentimiento de culpa de manera tan completa. Hasta los inocentes mostraban signos de tensión cuando empezaban a sentir un miedo salvaje ante cualquier nadería. Sin embargo, aquel acto inconsciente con los calzoncillos había demostrado más allá de toda duda que aquel hijo de puta con mucha labia tenía mala conciencia.

Si lo apretaba lo bastante, explotaría salpicando a todos con la asquerosa podredumbre de una confesión entre sollozos. Pero, hasta el momento, los hechos lanzados contra él habían rebotado sin afectarlo.

Kramer, que ahora trabajaba solo, lo intentó de nuevo.

—Usted adelantó el reloj de su madre antes de despertarla y adelantó el reloj de la criada en la puerta de su choza. Lo hizo para recuperar los veinticinco minutos perdidos mientras causaba la muerte de Sonja Bergstroom por estrangulación. —Como si hubiese dicho por contagiarle la tos ferina—. Tuvo la oportunidad de retrasar ambos cronógrafos. Y para que nadie notara que llevaba veinticinco minutos de retraso, se inventó un largo camino de vuelta con paradas que explicasen el tiempo consumido. Aunque en realidad, condujo de vuelta a casa del tirón y con prisa.

—Cronógrafos es una gran palabra, viniendo de usted —comentó Shirley—. Debo contárselo a mi padre. Le hará gracia.

—¿Qué más cosas le harán gracia? ¿Pensar que su hijo es un asesino? ¿Qué utilizó a su madre para librarse de las sospechas retrasando su llegada a un interrogatorio con trampa?

—Desde luego le hará gracia que alguien pueda llegar a sugerir que yo sería capaz de hacer esas cosas que usted dice y luego no tomar precaución alguna, más allá de manipular los cronógrafos, para ocultar mis huellas. Nadie a quien le interese su propia seguridad sería tan tonto.

—Yo veo gente de esa todos los días.

—Oh, dígame, ¿dónde, teniente Kramer?

—En la carretera, en sus coches deportivos. Conduciendo a velocidades que resultan excesivas sin el debido cuidado y la necesaria atención, que confían su propia seguridad al hecho de que los otros conductores obedezcan la ley y hagan lo que deben hacer.

—¡Es usted todo un filósofo!

—Sí. Eso parece resumir la filosofía de un mierdas que mata a una chica y luego espera que todos los demás hagan lo que deben hacer. Pero Monty Stevenson no hizo lo que debía hacer, ¿verdad que no?

—¿Qué?

—Fue su propia actividad irregular lo que llamó nuestra atención sobre el caso, aunque con el paso del tiempo habríamos acabado por fijamos.

—¿Cuántas cosas más tenemos en común el pobre Monty y yo? —preguntó otra vez Shirley tan frío como siempre.

—Desde luego no el semen.

Se equivocó al elegir el momento para soltarlo. Shirley cerró el pico y no volvió a decir nada hasta casi la medianoche.

Que fue cuando Kramer recordó que se las veía con un posible liberal.

—¿Cuál es su actitud hacia los bantúes? —preguntó.

—Son personas.

—Ya. ¿Con sentimientos y todo eso, igual que usted y yo?

—Eso dicen.

No se podía esperar mucho más, teniendo en cuenta que hablaban en una comisaría de Policía.

—¿Y si ahora le digo que hay un bantú dispuesto a hacer una declaración que confirma su manipulación de los relojes?

Shirley se rió. Su risa fue burlona y estridente.

—Entonces ¿cree que es un títere?

—Por supuesto, y lo siento por él. El perjurio es…

—¿No será usted amable con los bantúes porque tiene mala conciencia debido a lo que le hizo a uno de ellos?

—Si permite que se lo diga, tiene usted unas ideas muy primitivas.

—El bantú se llama Aaron.

—¡No me diga que también es judío! ¡Imposible! ¿Un Sammy Davis en Trekkersburgo?

—¿Le gustaría conocerlo?

—Me encantaría.

Kramer telefoneó a Zondi y le pidió que subiera con el hombre. Se dieron tanta prisa que pareció cuestión de segundos que la puerta de la sala de interrogatorios se abriera de par en par y los dejase a la vista, bajo la dura luz del pasillo.

—Ahí lo tiene —dijo Kramer—. Ese es Aaron.

Shirley se giró en el taburete y miró sin interés a la solemne figura vestida de cocinero. Luego fue entornando los ojos lentamente hasta que los abrió de golpe.

—¡Él! —dijo con un grito ahogado.

Y se volvió hacia Kramer como si hubiese visto un fantasma, en lugar de un negro viejo y desconcertado.

—NUNCA HABÍA VISTO nada parecido, señor —dijo Wessels mientras seguía a Kramer de vuelta a su despacho—. Se ha venido abajo por completo.

—Sabía que tenía algo de conciencia. Que sólo era cuestión de encontrar la forma de abrirse camino hasta ella.

—Parecía más muerto de miedo que arrepentido por…

—Ah, dejemos eso ahora. Explíqueme qué es esa historia de los psicópatas, es más de mi estilo.

Wessels le repitió el mensaje de Gardiner y terminó justo al llegar al despacho.

—Ya.

—Al subteniente Gardiner también le llamó la atención que el pistolero tuviese tiempo de coger las monedas.

—Algo que no hizo en la tienda de Lucky —dijo Kramer, dejándose caer fatigosamente en la silla y bostezando.

—¿No, señor?

—Allí… perdón… las monedas se las llevaron unos ladrones de pacotilla.

El bostezo contagió a Zondi, que esperaba en su rincón a que alguien lo llevase en coche a casa, y luego a Wessels.

—En el Munchausen fue la primera vez que cogieron las monedas —murmuró Zondi, olvidando las formalidades—. ¿No resulta raro? Sin embargo, lo que a ellos no les servía, las monedas, a nosotros sí nos sirve.

—Sí, eso es verdad —admitió Wessels—. Al menos alguien ha sacado algo en limpio de todo esto.

Con otro bostezo, les deseó las buenas noches y se marchó.

—¡Zondi! —exclamó Kramer.

Le había alcanzado con la fuerza del rayo.

LA TIENDA PRÓXIMA a la estación, que vendía cigarrillos a cualquier hora y bajo luces muy brillantes, estaba vacía de clientes.

Un coche con dos hombres se detuvo con un chirriar de ruedas frente a su puerta y uno de ellos se bajó de un salto.

Kramer tuvo suerte de que no le pegaran un tiro al cruzar el umbral.

—Guarda eso, Fred, y ven aquí —ordenó al hombre chaparro y temporalmente agobiado que llevaba mandil y con ambas manos sujetaba una Beretta de calibre veinticinco.

—¡Madre de Dios! No lo haga otra vez, señor Kramer. Es peligroso.

—¡Ven aquí! ¡Date prisa!

Fred, diminutivo de Fernando y algo más, se dio prisa en acudir mientras su familia, que escuchaba la radio en la habitación del fondo, salía a mirar qué pasaba.

—¿Quiere que Fred le ayude en algo?

—Sí, quiero que me digas dos cosas. Hoy he hablado por teléfono con la hermana María, ya sabes, la hija del señor Funchal, y ella me contó que Da Gama se ocupa ahora de llevar los negocios de la familia. ¿Cuál es la razón?

—¿La razón? No entiendo bien.

Un adolescente larguirucho de bigote aterciopelado se acercó y le soltó a su padre una frase larga y apremiante en portugués.

—¿Entiendes ahora lo que te he preguntado?

—Le he dicho a mi padre que no hable —dijo el joven.

—Pues hablarás tú —respondió Kramer, agarrándolo por el cogote y sacándolo afuera, al coche.

Dentro del cual, su actitud cambió mientras Zondi daba vueltas por la otra punta de la ciudad.

—Así que la muerte de Funchal los hizo sospechar, ¿no?

—Dijeron que si hubiese sido un accidente, una enfermedad repentina o algo parecido, habrían acudido directamente a la Policía.

—¿Para decimos qué?

—Pero cuando leyeron que esos negros ya habían hecho lo mismo en la reserva y que un policía los había visto en el exterior del café, tuvieron que creérselo. Luego leyeron que los negros habían muerto y ya no seguirían investigando. Eso los hizo empezar a hablar de nuevo.

—¿Quién dijo que habíamos dejado de investigar? Habríamos parado si no hubiésemos deducido que había un tercer cómplice, algo que ocurrió gracias a un buen trabajo de huellas, eso es todo.

Zondi, que iba solo en el asiento delantero, miró por el espejo retrovisor, colocado para reflejar el rostro tenso del chaval.

—No respondes a las preguntas que no te gustan, ¿verdad? —dijo Kramer a la vez que encendía un cigarrillo.

—Las respondo todas, señor.

—Entonces ¿de quienes hablamos?

—De los hombres de nuestra comunidad.

—¿Y sospechaban de Da Gama?

El Chevrolet dejó atrás otra manzana, pasada la mezquita.

—Te voy a ser muy sincero —dijo Kramer, lo que mereció un rápido giro de la cabeza de Zondi—: para nosotros, los habitantes de este país, un portugués vende batidos y biltong. Pero Mozambique no era un puñetero café gigante, ¿verdad que no? ¿Eh? ¿Qué estás estudiando?

Las manchas de tinta en los dedos del chico se veían incluso a la luz de las farolas.

—Ingeniería.

—Entonces entiendes lo que te digo, ¿no?

—Da Gama…

—Sí, ¿a qué se dedicaba antes, en Lourenço Marques?

—¿Cuándo?

—Antes de que el FRELIMO se hiciese… ¡Oye, nada de jueguecitos conmigo!

—El FRELIMO —repitió el joven, como si detectara ironía en la palabra—. Un día, al poco de que los refugiados empezaran a cruzar la frontera y luego el Transvaal, el señor Funchal llevó a ese hombre al salón de té de mi padre y le contó que era hijo de un viejo amigo. Le pidió que lo acogiésemos porque lo había perdido todo en la toma de poder. Lo sentimos mucho por él y nos pareció buena persona. Pero, claro, nosotros éramos ciudadanos sudafricanos, por eso no supimos nada hasta que empezaron a llegar otros hombres de Mozambique.

—¿Conocían a Da Gama?

—No, por eso mismo sospechamos.

—¿Venía de otro sitio? ¿O lo que quieres decir es que tenía un trabajo que…?

El chico miró a Kramer y le dijo:

—Pero aquí la gente los conoce. Incluso usan unas iniciales para llamarlos que ahora no recuerdo.

Zondi rodaba en punto muerto, intentando pillar hasta la última palabra y encontrarle sentido.

—Policía secreta —dijo Kramer, y volvió a bostezar.

Mientras el Chevrolet recuperaba su velocidad.

LA HERMANA MARÍA, con una bata muy bonita que un cinturón ceñía con fuerza, abrió la puerta de los Funchal.

—Lamento despertarla, hermana, pero mi ayudante acaba de pasarme una información que el señor Da Gama debería conocer también. Está relacionada con…

—Yo también lo lamento, pero el señor Da Gama continúa en Durban. Pasará allí la noche.

—Ah, ¿de veras?

—¿No le vale la palabra de una monja? —preguntó, con el mismo sentido del humor amable del que había hecho gala por teléfono.

—Es que…

—Hace sólo una hora que llamó… no, menos incluso. Estoy medio dormida y me despisto. Sí, hará cosa de unos treinta y cinco minutos, y me dijo que continuase adelante con los preparativos del entierro, que él se ocuparía de que todos los encargados pudiesen acudir el lunes.

—Dios la bendiga —dijo Kramer y le echó una carrera a Zondi hasta el coche.

—Al Munchausen. Y písale bien. Si no fue a través del servicio de caballeros, entonces Gardiner ha pasado algo por alto.

—Pero, jefe, habría matado a muchos hombres para llevar a cabo su plan.

—Él no los ve así. No tiene problema.

—Quiero decir que lo que hacemos ahora puede ser una tontería. Corremos de un lado a otro y ¿cuándo pensamos?

—¿Sobre qué?

—No todo encaja. Dubulamanzi y Mpeta… ¿cómo los conoció?

—Él mismo nos lo contará.

—¿Ya a arrestarlo sólo porque sospecha de él?

—Sí.

Media manzana antes de llegar al Munchausen, Zondi redujo la velocidad al máximo, luego apagó el motor y tiró del freno de mano donde se detuvo.

—¿A qué viene esto?

—El cafre borracho echará antes un ojo —dijo Zondi mientras salía y empezaba a andar haciendo eses, pero sin exagerar demasiado.

Volvió corriendo de puntillas, sin hacer ruido.

—Se ve luz por la rendija bajo la puerta de la cocina, jefe, y he visto los pies de un hombre moverse dentro.

—¿Qué?

—¿Ve ese coche sobre el que me apoyé para no caerme? El motor aún está caliente.

—Entonces ha vuelto.

—¿Y está haciendo café?

—Eso mismo. ¿Había más luces?

—No, sólo esa. No hay candado en la puerta principal y creo que se abrirá sin problemas.

—Así que espera compañía. Venga, vamos juntos.

—¿Y el plan?

—Yo voy a por él. Tú espera fuera y sigue al amigo cuando entre. ¿Qué pasa? ¿Quieres que intentemos detenerlos a la vez?

LA PUERTA SE ABRIÓ con sólo empujarla y Kramer se detuvo para comprobar que el hombre continuaba en la cocina. Allí seguía y también oyó el ruido de la taza al posarla sobre el platillo. Cuando estuviera añadiendo el agua hirviendo: ese sería el momento oportuno.

Avanzó hasta recorrer la mitad del camino y se detuvo para escuchar. Los sonidos tomaron forma y reconoció palabras que alguien cantaba en voz baja, palabras que para él no tenían significado alguno porque eran en portugués. Pero le dieron la garantía final que necesitaba.

En la cocina se oyó un fuerte chasquido y la canción se acabó. La tetera eléctrica pitaba llamando al tarro de café.

Alcanzó la puerta en tres zancadas.

El agua borboteaba en el pico de la tetera.

Kramer irrumpió en la cocina y clavó la pistola en la espalda del hombre.

En ese momento vio que el hombre era negro y llevaba un pañuelo alrededor de la mandíbula, como si le doliesen las muelas. ¡El lavaplatos!

Que atacó a Kramer con una habilidad impresionante e inesperada, sin emitir el más leve sonido. Y al que sólo una taza de agua hirviendo arrojada a la cara logró detener antes de que algún otro cuello resultase roto sin dejar rastro de cardenales o de otro tipo.

Kramer arrastró al asesino al café y, mientras lo hacía, se dio cuenta de que había perdido el arma y dos tazas yacían rotas en el suelo, a su espalda.

Pero ya era demasiado tarde.

Arriba y frente a ellos, se abrió el cerrojo de un rifle. Un sonido deliberado e inquietante que hizo levantar la cabeza al lavaplatos —la luz de la calle la rozó un segundo— y recibir la bala entre los ojos. Las rodillas le fallaron y cayó al suelo.

Antes de que el cerrojo se abriera de nuevo, Kramer ya estaba detrás del mostrador.

—Te mataré —dijo la voz de Da Gama desde la oscura entreplanta.

—No te queda otra —respondió Kramer—. No te preocupes, lo entiendo.

—¿Policía? —preguntó Da Gama.

—FRELIMO.

—¿Ha muerto tu testigo?

—Sí.

Para entonces, Kramer ya había tirado del pesado cadáver para colocarlo tras el aglomerado del mostrador y hacerse un escudo con él.

Da Gama, obligado a destruir y salir huyendo en el menor tiempo posible, empezó a disparar hacia el mostrador. El aglomerado era lo bastante denso para ralentizar las balas de alta velocidad y permitir que se alojasen en el lavaplatos.

De todos modos, era cuestión de tiempo y Kramer tenía la esperanza de que Zondi se diera cuenta de ello.

Zondi cerró la puerta con cuidado después de entrar, esperó a que un disparo resonase en sus oídos y pasó el cerrojo inferior para que quienquiera que estuviese allí arriba no recibiese refuerzos.

Ya llevaba la PPK amartillada, así que pudo avanzar hasta la mitad del local sin hacer ruido alguno.

Estaba claro que el teniente se encontraba atrapado detrás del mostrador, pero no vio una forma segura de llegar hasta él.

—¡Y encima me haces esto! —gritó el teniente hacia la entreplanta—. ¡Encima esto! ¡Encima!

Un rifle de mayor calibre efectuó su primer disparo por encima de la cabeza de Zondi, arrancando de la caja registradora el cartel de “Sin venta”. Pronto daría en el blanco.

—¡Encima, encima, encima! —gritó el teniente—. No hay esperanza en la izquierda. No hay esperanza en la izquierda. ¿Me entiendes?

Zondi se entristeció al pensar que un hombre bueno pudiese perder la cabeza de aquel modo. Y entonces lo entendió.

—¡Eso es! La derecha, Da Gama, ahí es donde…

La bala provocó un ataque de tos en el rincón.

Luego, la voz del teniente, que más parecía un graznido, dio comienzo a otra retahíla de insolentes memeces.

—¡Para! ¡Alto! Haré lo que sea. Retrocede y me callaré. ¡Alto! Ahí mismo. ¡Vamos, dispara, cabrón! ¡Dispara! Tienes mi autorización.

Y Zondi disparó hacia arriba, a través del delgado piso de la entreplanta, agrupando las balas con cuidado y reservando la novena por si aún la necesitaba después.

Más que nada por frugalidad, como se demostró luego, porque primero se oyó el ruido seco de algo al caer que rebotaba y a continuación un único ruido apagado.

—Santo Dios —dijo el teniente mientras intentaba avanzar tambaleándose y se le veían los sesos—. Espera a que el coronel se entere de la que has armado esta vez.

PIET APOYÓ SU RIFLE de aire comprimido en el árbol bajo el que se sentaba Kramer y se tumbó junto a él, en la hierba.

—Cuéntamelo otra vez —rogó.

—¿El qué?

—Me da lo mismo.

Kramer no estaba de humor para contar historias. La pierna, escayolada hasta la mitad, le dolía de un modo irritante. Incluso después de llevar una semana entera en Blue Haze.

—Pues entonces cuéntame algo gracioso.

—¿Qué?

—Algo sobre Mickey.

—¿Zondi? Él es un hombre y tú eres un niño.

—Vale, ya lo sé. Cuéntame cuando Zondi creyó que Gama te había dado en la cabeza y entonces tú te limpiaste parte de los sesos del otro y le dijiste que eras tan listo que a veces lo que te sobraba te salía por las orejas.

—¿Quién te contó eso? —preguntó Kramer enfadado—. ¿Tu madre?

—Mickey, cuando vino a ayudamos con tus maletas y tus cajas. También me contó cómo lo fuiste guiando según los destellos de los disparos y que, si abríais las ventanas de arriba, el humo subiría dando la sensación de que salía volando. Pero ¿no vas a hacer el chiste que hiciste en ese momento?

—Bueno, mira… si ya lo sabes.

—No importa.

—Y en realidad no tiene gracia, porque al muerto una sola bala le voló casi toda la cabeza. Por eso debes tener mucho cuidado con esa cosa.

—Cuéntame otra vez lo que hizo el granuja ese.

—Ostras —suspiró Kramer, y luego se dio cuenta de que no tenía escapatoria alguna—. El granuja se llamaba Ruru y había trabajado con Da Gama en un tipo de cuerpo especial de la Policía.

—Como tú y Mi…

—Eso. Así que cuando los terroristas se hicieron con el poder en Lourenço Marques, huyeron y llegaron aquí, donde… no, no fue así. Primero vino Da Gama y manipuló a un viejo para que lo convirtiera en una especie de hijo suyo, porque el viejo…

—¿Funchal?

—Porque Funchal era rico y raro, no le gustaba andar divirtiéndose por ahí, y le tenía miedo a Da Gama. Luego llegó Ruru y trabajó de lavaplatos en su café. Gama y Ruru planearon matar al viejo para, más adelante, engañar a toda la familia y dejarlos sin sus establecimientos. Ruru era negro, así que podía internarse entre los negros de Peacevale para encontrar a los hombres, a los gánsters que los ayudarían.

—¿Por qué?

Piet siempre hacía esa pregunta.

—¿Qué te dije la última vez?

—Porque les prometieron un montón de dinero y se dieron cuenta de lo listo que era Ruru.

—¡Pues no me lo vuelvas a preguntar! Total, que Ruru y esos dos, Dubula y Mpeta, empezaron matando tenderos en Peacevale.

—¿A Lucky?

—¡Eso te lo ha tenido que contar tu madre!

Muy sensatamente, Piet no dijo nada más y simuló prestar toda su atención a una mariquita.

—El caso es que al final llega el día en que creen que Ruru va a robar un… un local de la ciudad en el que hay mucho dinero, porque él les cuenta lo rico que es el señor Funchal. Esperan frente al café, oyen el disparo, arrancan el coche y lo abandonan. Luego regresan andando a donde Ruru les había dicho que los iba a esperar en un De Soto viejo. Ellos no lo saben, pero ese De Soto será su ataúd con ruedas.

—Esta es la parte que más me gusta.

—Ruru ya ha ocultado bajo el asiento el arma, una pistola normal, sin mira telescópica, y la cantidad exacta de dinero que Gama dirá que falta. Después, para asegurarse de que no continuemos investigando, Ruru también incluye la moneda portuguesa en la lata y la mezcla con otras monedas, para que no resulte tan… ya sabes.

—¿Obvio?

—Eso. No lo olvides, justo antes de que el coche se detuviese frente al Café…

—¡Eso me lo sé de carrerilla! Gama bajó y vació la caja registradora. Luego llamó a… no, alto. El señor Funchal estaba sentado junto a su caja registradora. Dubula lo veía y cuando comprobó que ningún cliente entraba en el café, tocó la bocina. En ese momento, Gama, que no veía lo que había bajo él, supo que era seguro gritarle desde arriba al señor Funchal y pedirle que mirase dentro de la registradora. El señor Funchal abrió la caja, vio que estaba vacía y miró hacia arriba, hacia Gama, para preguntarle qué estaba pasando allí. Gama ya lo tenía en el punto de mira, le apuntaba justo entre las cejas y…

—¿Quién cuenta la historia aquí, tú o yo? —preguntó Kramer, y le dio una colleja.

—¡Abusón!

—Pasamos ya a Dubula y Mpeta huyendo hacia las afueras, donde la carretera describe esas curvas tan cerradas que no quedan tan lejos. Ruru les pide que paren y entrega a cada uno grandes tacos de papel envueltos en harapos y les dice que deben contar su paga.

—¡Él va en el asiento de atrás!

—Correcto. Y cuando se inclinan para mirar el dinero…

—¡Que no es más que papel!

—Les hace esto en el cuello.

Piet se incorporó e intentó imitar el movimiento.

—¿Es verdad? —preguntó—. ¿De verdad eso mata?

—¡Oh, no! —mintió Kramer riéndose, porque había visto que la viuda Fourie se acercaba hacia ellos con dos cervezas en la mano y el chaval al que estaba corrompiendo era su hijo.

—¿Y después?

—Ruru hace lo que ya ha hecho muchas veces y finge un accidente para que nadie se dé cuenta. Luego él y Gama se van a ver cómo son los negocios de Durban y…

—¿Por qué no habían encendido la luz en el café cuando tú hiciste el ridículo?

—¡Cuidadito con lo que dices! ¿Para qué querían la luz si arriba, en la entreplanta, había muchas ventanas? La luz habría llamado la atención sobre ellos y aquel era su lugar de reunión. Verás, Gama era blanco y…

Gracias a Dios. El condenado Piet había perdido el interés, por fin.

Entonces el chico levantó la mirada y le dijo:

—¿Es cierta esa historia? Ya sabes, ¿totalmente cierta?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque al final todo el mundo ha muerto y cómo…

—¿Qué pasa aquí? ¿Seguís con vuestras historias?

—Sí, mamá, ahora me hablaba de serpientes.

La viuda Fourie se paró en seco.

—¡Tromp! ¿No le habrás contado…?

—De las serpientes que se ocultan entre la hierba, mamá, y lo peligrosas que son.

—Gracias a Dios —dijo ella mientras se sentaba y le pasaba a Kramer uno de los vasos, antes de sonreír.

—¿El que ha venido era Zondi?

—Se acercó para ver cómo estabas, me parece que Klip Marais no le gusta demasiado, y para decirte que no van a procesar a Martha.

—Luego os veo —dijo Piet, echándose el arma al hombro y poniendo rumbo al granero.

Kramer empezó a pasar la mano despacio por la rama del árbol que quedaba justo encima de su cabeza.

—¿Qué ocurre? —preguntó la viuda Fourie—. No me digas que mi árbol preferido tiene bichos.

—No. Estaba pensando que, después de tanta cosa, sólo ahorcarán a uno.

—¿A Peter? ¿A Peter Shirley? Pero si es un enfermo mental.

—No. Los expertos dicen que es capaz de diferenciar el bien del mal.

La viuda Fourie le hizo una mueca y luego dio un sorbo a su bebida.

—¿Te has fijado en Piet? —preguntó.

—¿Ahora qué?

—Ya no te llama tío Tromp.

—¿No?

—¿Y sabes por qué?

—¿Porque soy el casero?

—Porque creo que te quiere.

—Piet —dijo Kramer mientras se levantaba agarrándose al árbol— no es más que otra condenada serpiente oculta entre la hierba.

— FIN —