XIII

EL ARREBATO EN LA OFICINA pareció sobresaltar tanto a Wessels como a Zondi.

—¡Maldito negro soplón! —estalló Marais, dándose la vuelta con el puño levantado.

—Alto ahí, sargento —dijo Kramer con calma—. La criada no llegó a hablar a Zondi del botón. Por su expresión puede verse que no tenía ni idea.

—Entonces ¿cómo…?

—De primera mano. Por la señora Shirley. Ella se ha chivado al general de brigada.

Zondi emprendió una discreta retirada.

—Vuelve aquí —ordenó Kramer.

Marais tomó aire para protestar, pero el siguiente comentario lo obligó a expulsarlo.

—Yo creo que lo hizo usted muy bien, aunque ella se queje como una posesa.

—¿Señor?

Kramer le hizo un gesto para que se sentara de nuevo y luego dijo:

—Cuéntemelo todo desde el principio.

—Su actitud fue muy agresiva cuando entré en el domicilio —comenzó Marais después de una pausa prolongada para concentrarse—. Quería ver la orden de registro, pero reculó cuando le dije que sólo se emitían en circunstancias sospechosas. Lo cierto es que fue la criada quien le dijo lo del botón.

—¿Sí?

—Primero Zondi se equivocó al guardarlo en el bolsillo que no era y después…

—Ah, no. ¿Qué hizo luego mamá Shirley?

Marais vaciló y dijo:

—¿Quiere oírlo paso a paso? Pero ya le he dicho que incluso con el error del botón estoy convencido de…

—Hasta el último detalle —interrumpió Kramer.

—De acuerdo. Subió las escaleras para llamar a la criada y que ella me trajera las camisas. En ese momento continuaba bajo sospecha, así que deliberadamente permití que creyera que me iba a dar esquinazo. Pero luego la seguí y me la encontré en la habitación del sospechoso en un estado de completa agitación, diciendo que no sabía dónde estaban las camisas de vestir.

—¿Cuánto tardó en seguirla?

—Unos segundos, señor. Luego llamó a Martha, la criada, para que le dijera dónde podía encontrarlas. Examiné las camisas y comprobé que todas estaban como debían estar, sin botones nuevos ni nada que indicase que se habían cambiado todos los botones. En total, eran cinco camisas y la criada verificó que se trataba del número correcto. Por tanto, quedé convencido de que el botón no pertenecía a ninguna de las camisas del sospechoso.

—¿Cuál era la actitud de la madre?

—Agresiva, señor.

—¿Y nerviosa?

—No me lo pareció. Es que creo que siente una especie de rencor hacia mí, no sé por qué.

—¿Y está totalmente seguro de que no le dio tiempo a esconder una camisa y avisar a la criada de que sólo quedaban cinco?

—La criada trabajaba al otro extremo del pasillo. Resultaría imposible alcanzarla en el intervalo que le concedí.

—Pero la criada, al ver que sólo había cinco camisas, podría limitarse a convenir que era el número correcto, al no desear enfrentarse a su jefa o, como usted mismo ha dicho, al ser de las que agradecen su suerte.

—Esas dos no se tienen ningún aprecio, señor. Eso se lo aseguro.

—¿Zondi?

—No muestra respeto, señor.

Marais dirigió hacia él su pulgar levantado y le guiñó el ojo.

—¿Dónde estaban las camisas, sargento?

—En un estante del armario.

—¿Resultaba fácil verlas?

—Ya sabe cómo son esas mujeres, señor. No sabría por dónde empezar a buscar sin…

—Así que podría tratarse de una operación de camuflaje —dijo Kramer—. Ya se habían ocupado de la camisa y ese número con la criada fue sólo para convencerle de que ella no sabría ni por dónde empezar, etcétera. Su actitud hacia la criada también pudo tratarse de un numerito para hacernos creer en la imposibilidad de que ella conspirase con la negra.

—Entonces cabría esperar algún tipo de reacción la primera vez que se habló del botón, pero pareció que ni siquiera había oído a la criada cuando lo dijo.

—¿Quiere decir como un tic?

Marais asintió con su cabeza de tarugo.

—Me parece que ve usted muchas películas —dijo Kramer mientras se levantaba y empezaba a pasear—. Limitémonos a las cosas que ocurren en la vida real. Tenemos un asesino y proteger a un asesino es algo que siempre hacen las mujeres: esposa, madre, novia. Los hombres también lo hacen, pero sólo por dinero. Mamá Shirley fue el primer miembro de la unidad familiar en ser interrogado.

—Sí.

—Cuando el interrogatorio terminó, ¿tuvo la oportunidad de instruir a la criada sobre lo que debería decirle?

—Mmm, supongo que sí. Fue a buscarla a la cocina.

—¿Pudiendo haber hecho sonar el timbre?

—Yo no vi ningún…

—Y Shirley, antes de declarar ante usted, ¿estuvo fuera del alcance de su oído y posiblemente en compañía de su madre?

—Fue a pedir que nos hicieran un té.

—Señor, ¿puedo decir una cosa? —pidió permiso Wessels—. Todo esto sugiere que la coartada fue preparada sin pararse a pensar. ¿No es posible que Shirley y ella la hubiesen acordado desde el principio?

Kramer se dio la vuelta y dijo, con una sonrisa:

—¿Le diría usted a su mamá que ha hecho una cosa como esa?

—¡No, nunca!

—Pero no olvide que es su madre, ¿no sería ella capaz de adivinar que usted se había metido en un lío?

—Las madres lo saben todo —dijo Zondi.

Y todos los presentes se mostraron de acuerdo con la afirmación.

Luego Marais se rascó la cabeza para demostrar que su inseguridad no llevaba aparejada la crítica y dijo:

—Pero ella insulta al hijo todo el tiempo y deja caer que no se preocupa por él en absoluto.

—Eso también lo dijo Martha —saltó Zondi—. Que la señora enseguida llamaba mentiroso al señorito y lo mandaba fuera de su vista. Eso cuando era pequeño y se portaba mal.

—¿Qué madre no hace lo mismo en algún momento?

—Parecía una mujer muy dura, teniente.

—Cuando están tan arriba, todas son duras. ¿Es que no lo ven? Si lo que intenta es engañamos, ¿no le conviene eso todavía más?

—Es verdad —dijo Wessels.

Kramer volvió a sentarse y se puso a tamborilear con los dedos sobre el escritorio, consiguiendo que los otros se removieran incómodos en sus sillas.

—Los dos que faltan, ¿qué más hay? —preguntó, señalando a Zondi para que terminase su turno primero.

—Nada especial. Me habló de cuando el hombre era pequeño y hacía tonterías con el tirachinas.

Wessels se rió y dijo:

—Apuesto a que no te contó que en una ocasión le lanzó piedras a su choza cuando ella estaba en la cama con un tipo. Me lo dijo un viejo agente bantú de la comisaría local. ¿Eso cuenta como antecedentes de violencia, señor?

—¿Salió alguien herido? —preguntó Kramer, sonriendo pero interesado.

—Oh, sí, y se armó un buen lío, pero para cuando llegaron los de uniforme, el tipo se había pirado con sus heridas de guerra. Lo de siempre: se encontraba en la propiedad de forma ilícita y sin permiso. Dicen que… ¿Qué ocurre, señor?

—Marais, ¿recuerda el aparcamiento dónde Stevenson tenía su plaza? ¿No cree que un pijo como Shirley…?

—¡Caramba! ¡Qué buena idea, señor! En la entrada hay un negro vigilando y la gente siempre se fija en los coches deportivos. ¿La hora a la que se marchó?

—Eso mismo. Encuéntreme a ese negro.

Kramer iba a enviar a Zondi con Marais, pero el sexto sentido del muy condenado lo había hecho desaparecer sin que nadie se diese cuenta. Algo que, dadas las circunstancias, no era de extrañar.

MARAIS VOLVIÓ A INTENTARLO. Aquel negro le estaba dando problemas. Y los clientes del aparcamiento se daban cuenta.

—¿Estuviste o no de servicio el sábado por la noche?

—Que no.

—Pues tu jefe dice que sí.

—¿Lo dice el gerente? Pero él sabe que el turno cambia el domingo.

—Entonces ¿quién estaba de servicio a las doce y media? ¿Eso lo entiendes?

Marais señaló la posición exacta de las agujas en su reloj de piloto, que dejó al ayudante encantado y por el que le ofreció tres rands.

—¡Contéstame!

—A esa hora, señor, yo estaba de servicio.

—¡Alabado sea Dios!

—Amén, aleluya —murmuró el ayudante, poniendo los ojos en blanco.

Marais lo agarró por las solapas.

—¡Óyeme!

—Pero eso ya es el domingo, señor, no el sábado.

—Así que eres un listillo, ¿no? ¿Te crees muy listo? Pues voy a decirte una cosa: quedas arrestado.

—¡No!

Que se ocupara de él el mono mascota del teniente.

KRAMER SE VIO PILLADO con las manos en la masa.

—Wessels me ha contado que ha tenido usted una idea para cargarse la coartada —dijo el coronel mientras se sentaba en la esquina del escritorio—. Pero lo que decía ahora no me ha parecido relacionado con esta investigación.

—Hace cosa de media hora que se fue Marais, señor. Si no le importa esperar un momento, podría escuchar directamente el resultado de su gestión.

Kramer apartó la mano con disimulo del auricular que acababa de colgar.

—¿Y con quién hablaba usted? —insistió el coronel.

—¿Ahora? Con una monja que conozco.

—¿Y permite que lo llame al trabajo?

La sonrisa de Kramer agradó al coronel y ambos relajaron la tensión.

—Era una de las hijas de Funchal. Quería comprobar lo de la moneda portuguesa que encontramos ayer en el coche y pregunté por Da Gama. Pero ahora se ha hecho cargo de los negocios y se encuentra en Durban. Por eso ella misma me dijo, después de preguntarle a su abuela, que su padre guardaba una en la caja registradora porque la había bendecido un arzobispo o algo así.

—Lo cual zanja el asunto por completo —dijo el coronel.

—Sí.

—¿Y qué me dice del botón? No he tenido noticias suyas y Wessels parece pensar que la madre podría no estar tomándonos el pelo.

—Huele, señor. Huele mal. Y no estoy nada convencido sobre el tiempo que de verdad estuvo a solas en el dormitorio antes de que Marais la acompañara. Eso de que deliberadamente dejó que creyera que le daba esquinazo suena a…

—Hablando del rey de Roma… —dijo el coronel al ver entrar a Marais, colorado y de mal humor.

—Tengo abajo al mozo del aparcamiento, señor, y necesito que Mickey lo interrogue. No hay quien lo entienda.

—Sí. ¿Está aquí? —preguntó el coronel.

Wessels entró en ese momento y preguntó:

—¿Quién?

—Zondi.

—No lo sé, señor.

—¿Y usted, teniente? —gruñó el coronel—, ¿o lo tiene haciendo una prueba de balística en el laboratorio?

Justo entonces Zondi cruzó el umbral a toda máquina.

—¿Dónde has estado?

—¿Coronel?

—Explica tu ausencia de este despacho.

—He estado en casa de los Shirley, señor.

—¿Qué? ¿A qué has ido?

—A efectuar un arresto.

El coronel se puso en pie de un salto.

—¡No! ¿A quién has arrestado, loco?

—Oh, sólo a la madre del señorito.

Totalmente aturdido, Kramer se lo quedó mirando tan fijamente como los demás, pero en su expresión percibió un engreimiento dirigido sólo a sí mismo, como si una diferencia de opinión hubiese quedado perfectamente aclarada a favor de aquel cabrón chiflado.

MARTHA MABILE SE SENTABA, con las manos juntas y descansando sobre el regazo, en el taburete de la sala de interrogatorios, muy alejada de su entorno.

Por eso los hombres, que se encontraban de pie y no le prestaban atención, hablaban como si Martha no estuviese presente.

—¿Que yo te ayudé? —preguntó Kramer.

—Sí, fue lo que dijo sobre el amor de una madre, teniente.

—¡Oh, no! —objetó Marais.

—¿Te refieres a lo de compartir los riesgos del engaño?

—Exacto. También fueron sabias las afirmaciones del sargento Marais, porque tiene buen ojo y nos dijo que no veía aprecio entre la señora y la criada. ¿Por qué seguía la criada en la casa? Es lista y puede conseguir trabajo en otra parte.

—Muchas niñeras acaban pasando a ser cocineras —metió baza Marais, a quien silenció el ceño fruncido del coronel.

—Entonces pensé: “¿Qué me contó esa mujer? Que el niño tenía hambre y ella le daba de comer, que se lastimaba y ella lo cuidaba, y una cosa que demuestra su afecto: cuando era malo, ella lo castigaba”.

—¡Eso es lo que hacen las niñeras, imbécil!

—Marais…

—Disculpe, coronel.

—Y cuando el niño —continuó Zondi con un tono de cauto respeto— le dice a la señora que su niñera le pega, es la palabra de la niñera la que se tiene por cierta, como ocurre siempre con la palabra de una madre, tenga razón o no.

—¿Y las demás niñeras? —preguntó Wessels.

—No lo querían porque no veían nada bueno en él, pero los ojos de Martha sabían ver más allá.

—¿De manera que fingía que el niño era suyo?

—He conocido muchos casos, coronel. Incluso entre las mujeres con hijos propios que deben permanecer en los bantustanes.

—Eh, ¿saben a qué me recuerda esto? —dijo Wessels de repente—. ¿Se acuerdan de cuando nos tocaba ir a jugar al rugby a alguna escuela de pijos? ¿Los gritos de ánimo? Eran de ancianas negras que miraban desde el otro lado de la alambrada y los animaban diciendo: “Número siete, corre, corre”.

—¿Qué? —gritó Marais—. Según lo recuerdo, no paraban de pegar unos gritos endemoniados. ¿Y se acuerda de cómo se iban los del equipo contrario sin siquiera mirarlas por si los acusábamos de ser defensores de los cafres? Ah, lo siento, coronel.

Kramer se dio la vuelta para quedar frente a Martha, cuyo rostro seguía tan impasible como cuando la habían introducido en la habitación.

—Zondi, ¿me estás diciendo que Shirley le contaba sus problemas a esta mujer, como si fuera su madre?

Martha se rió con suavidad.

—No, no lo entiende, señor. Esta es la cocinera que lo cuida y le da de comer. ¿No se sentiría avergonzado?

—¡Ahí quiero ir yo a parar! ¿Cómo sabría ella tomar las medidas de las que le acusas?

—Y no sabe leer ni escribir —añadió Marais—, porque me lo dijo el propio Shirley. ¿Qué va a saber de los procedimientos de la Policía?

—No, quiero que me lo explique ella —decidió Kramer.

Martha le dijo algo a Zondi al oído. Él le dio una palmadita en el hombro y se dirigió al coronel.

—No domina muy bien el inglés. Pide que yo sea su intérprete.

—De acuerdo, oigámosla.

—Sólo en afrikáans —le recordó Marais mientras sacaba su cuaderno de notas— y en primera persona.

—AÚN NO SÉ POR QUÉ se ha armado tanto jaleo con el señorito —empezó diciendo Martha—. Pero cuando vi que venían policías a la casa y que eran de la Brigada de Investigación Criminal, me entró el miedo por él. Tuve miedo por ciertas cosas en las que me había fijado el fin de semana que acaba de pasar. Lo primero fue que el señorito Peter viniera a llamar a mi puerta. Suele llamarme desde la puerta de la cocina. Tenía miedo de que viese que Aaron, mi marido, estaba durmiendo conmigo, porque no tiene permiso para entrar en la propiedad. Por eso acudí corriendo a la puerta y cuando me pidió el despertador se lo di enseguida para que no entrase. Me pareció raro que no me mandara cambiar la hora a mí, porque eso es algo que he aprendido a hacer. Al cerrar la puerta me fijé en que eran poco más de las doce y media y comenté con Aaron que el señorito había regresado pronto para ser fin de semana. Aaron me dijo que el reloj no funcionaba bien porque según su reloj de bolsillo era casi la una. Luego nos reímos porque yo le dije: “Ese chisme viejo no sirve para nada”, y él me lo discutió, afirmando que tenía muchos rubíes.

El coronel se limitó a decir: “¡Dios!”, y las dos voces continuaron:

—Por la mañana le hice el desayuno al señorito y se lo serví en el comedor. Mientras él estaba en el baño fui a ordenar su habitación. Desde pequeño, siempre deja la habitación desordenada y la ropa tirada por el suelo. Cogí la ropa sucia y me fijé en que a su camisa le faltaba un botón que debía encontrar y coser. Pero aunque busqué una y otra vez por todo el cuarto, no lo encontré, así que pensé que había vuelto a estar con alguna chica. Presume conmigo de esas cosas para hacerme ver que ya es un hombre. Le cepillé la chaqueta, que tenía una mancha blanca, y también me fijé…

—¿Qué pasa, Zondi?

—Dice que esta parte no es para los oídos de los jefes blancos. Que será mejor saltarla porque es demasiado tímida y le da vergüenza.

—Dile que no nos enfadaremos.

Zondi, con aspecto de estar incómodo él también, la convenció para que continuara.

—Tenía la camisa del señorito, su camiseta y sus calcetines. Y entonces me di cuenta de que me faltaban sus calzoncillos. Miré por todas partes. Y luego hice una cosa sin pensar, porque había hecho lo mismo muchas veces en el pasado.

—Continúe —dijo el coronel.

—Cuando se estaba haciendo un hombre, le gustaba esconder el pijama debajo del colchón cuando se lo quitaba por la mañana. A mí me habían dado instrucciones de que el pijama debía guardarse bajo la almohada después de hacer la cama, así que busqué sin descanso hasta que descubrí que tenía esa costumbre. Creo que lo hacía porque cuando soñaba por la noche derramaba su semilla y…

—Vale, sáltate esa parte, Zondi.

—Encontré los calzoncillos bajo el colchón y estaban manchados de semen. Pero hacía mucho tiempo que el señorito no se avergonzaba de eso, así que me pregunté por qué se comportaría de ese modo. Luego recordé lo que había dicho Aaron sobre el reloj, aunque al parecer había despertado a la señora a la hora correcta. Después vino la Policía y me preguntaron la hora una y otra vez, por eso me di cuenta de que el reloj era importante. Podía elegir contar sólo lo que el señorito me dijo o también lo que dijo Aaron. Pero como esto no le causará problemas a Aaron prefiero decir…

—¿Y el botón? —preguntó Marais dejando caer el bolígrafo.

—Ella tuvo tiempo de sobra para moverse en el piso de arriba —dijo Kramer—. Buscó corriendo la camisa, engañó a mamá Shirley en cuanto al número de prendas y todo eso lo hizo sin saber qué demonios estaba pasando allí.

Zondi le habló a Martha en zulú y luego confirmó que esa había sido la secuencia de los hechos, aunque su jefa había estado casi a punto de pillarla.

Marais sufrió un ataque de su viejo problema y se largó corriendo al tigre.

Martha dijo algo más.

—Pregunta si ahora puede saber qué chica ha denunciado a su señorito —tradujo Zondi—. Esta no tiene un pelo de tonta.

—Lo que necesitamos —dijo Kramer emergiendo a la superficie— es que su marido testifique en cuanto a la hora. ¿Dónde vive? Habrá que ir a buscarlo a Durban, imagino.

—Ah, no, teniente. A él lo detuve primero.

—¿Eh? ¿Y eso?

—La historia que contó el jefe Wessels sobre el hombre que estaba en la choza con ella me sonó un poco rara, porque me había dado cuenta de que es una buena feligresa y no anda por ahí regalando favores.

—¿Y dónde estaba el hombre? Sólo tuviste…

—En la casa de al lado, en el número treinta y dos. Le dije que esta vez no habría problema con el delito por entrar sin permiso si estaba dispuesto a ayudarnos.

—Muy bien —dijo el coronel. Y entonces se dio cuenta de que eran las cuatro y media.

HABÍAN ENVIADO A MARAIS solo a buscar a Shirley para interrogarlo, así que Wessels se acercó corriendo a la cantina para tomarse un refresco de cola.

Se lo estaba bebiendo en la puerta, deleitándose en lo que sabía y debía guardar para sí de momento, cuando el subteniente Gardiner le hizo señas para que se acercase. Pero al darse cuenta de que Wessels estaba armado y no podía entrar, se acercó él.

—¿Cómo marcha el caso? —preguntó Gardiner.

—Ya yendo, señor.

—Entonces ¿han encontrado al tercer hombre?

—Ah, se refiere a ese. Hoy no hemos tenido tiempo para ocupamos de ese asunto. Cuando salí de la Brigada hacia aquí, la intuición del teniente empezaba a decirle que quien disparaba era el tipo de la puerta de atrás. —Las cejas de Gardiner hicieron lo que tenían que hacer—. Sí. Entonces surgió el problema de qué pasaba con el copiloto y Mickey dijo: “¿Y si se esconde debajo del salpicadero?”.

—Debo estar borracho —dijo Gardiner.

—No. Es lógico hasta para un negro. Usaban coches viejos, de esos que tienen ventanillas pequeñas y la parte metálica de las puertas llega hasta muy arriba. Además en Peacevale no hay aceras que eleven a los peatones ni casas de dos pisos. Y, como dice Kramer, el número de personas dentro de un vehículo se cuenta por las cabezas a la vista. Si de repente una desaparece, lo normal es que pensemos que hemos dejado de mirar en esa dirección durante un momento.

—Hablemos en el callejón —dijo Gardiner, empujando a Wessels con un amable golpecito en la tripa—. Ahora que puedo oírlo mejor, intente explicármelo.

—Es muy sencillo, tal y como lo explicó él. El que va por detrás cubierto de vendas, quizás oculta el arma bajo ellas, llega al escenario por su cuenta y caminando. Los otros dos aparcan frente a las tiendas y el copiloto se agacha y oculta la cabeza. Es el conductor quien mantiene la vigilancia hasta que el tráfico de peatones se detiene, luego pega un bocinazo, como yo mismo oí, aunque los cafres están tan acostumbrados a hacer ruidos de toda clase que ninguno se fija en eso. Y los disparos los…

—¿Y el de la pistola?

—Para entonces, para cuando suena la bocina, ya ha encontrado una tienda que no está vigilada por detrás. Entra, echa un vistazo para asegurarse de que no haya clientes, mata al tendero, coge la pasta y sale por detrás mientras todo el mundo se queda delante viendo cómo el coche arranca a toda velocidad. Aunque ese coche se tropiece con un control de carretera, ellos no llevan ni el dinero ni el arma, así que no deben preocuparse. Más tarde se reúnen los tres.

Gardiner negó con la cabeza.

—No es pura imaginación, señor. Parece que el teniente había avisado al tal Lucky, por ejemplo, y resulta que a él no lo mataron cerca de la caja registradora, sino cerca del escaparate, como si hubiese visto el coche y lo estuviera observando. Además, el doctor Strydom dijo que le habían disparado al volverse, pero al volverse hacia el asesino, no para huir de él. ¿No habría retrocedido Lucky hacia la caja registradora si el asesino hubiese entrado por delante? Piense en la de veces que ese coche habrá parado en distintos lugares en los que las puertas traseras estarían cerradas. Y piense, también, que podrían haber atracado la tienda de discos, en lugar de la carnicería. Puede que fuera esa su intención. ¡A conformarse con lo que haya!, lo llama Kramer.

—¡Qué retorcido! —se rió Gardiner.

Tres prisioneros, a los que llevaban a las celdas, pasaron entre ellos.

—Y hay otra cosa en relación a Lucky: su tienda se construyó tan por encima del nivel del suelo que es posible que viera al pasajero oculto y no sintiera el peligro inmediato. Luego oyó un ruido, se giró y el disparo le dio la señal al coche…

—Vale, vale, ya lo capto —dijo Gardiner mientras le pasaba su vaso al pequeño ayudante negro—. Pero hay varias cosas que no encajan. Me parece bien para lo ocurrido en Peacevale, pero es imposible que el asesino pudiese atacar desde atrás en el café. Yo mismo dibujé los planos.

—Acaban de sacarlos. Kramer trabaja con la teoría de que entró por la ventana del baño, salió por la puerta del servicio de caballeros y bajó las escaleras. Admito que cuando el coche se fue, ni se me ocurrió pensar en sellar la zona. ¡Demonios!

—No, hombre, no pudo tener tiempo, por más que se esforzara, para llegar a la puerta del servicio antes de que el negro sacara la cabeza de la cocina.

—El teniente también lo ha pensado. Pudo permanecer de pie tras la puerta de la cocina cuando ésta se abrió.

—¿Y cuánto tardó usted en entrar por delante?

—Ah, verá, todo esto no es idea mía. La última sugerencia de Mickey dice que se les ocurrió un plan mejor y por eso fueron a la ciudad, para ponerlo a prueba en un sitio fácil. Se limita a copiar una idea anterior de Kramer, y se cree muy listo.

—Sin embargo, es posible que algo de razón tenga y no debamos dejar a un lado esa idea.

Wessels miró el reloj con prisa mal disimulada.

—Capto las indirectas, Wessels —le recriminó Gardiner—. Pero ha sido usted quien no ha parado de hablar, cuando yo me había acercado para pedirle que le diera un recado a Kramer y así ahorrarme el viaje de ir a verlo yo.

Wessels asintió y agitó su refresco para quitarle el gas y beberse de un trago lo que le quedaba.

—Dígale que será mejor que pille pronto al otro condenado psicópata para que el grupo éste pueda dormir tranquilo.

—¿Qué grupo, señor?

—Tenemos aquí esta noche no menos de cinco portugueses, todos haciendo preguntas sobre el Munchausen. Me los pasan a mí para que les cuente lo del accidente de coche, la huella plantar y todo lo demás, pero por su actitud parece que creen que los engañamos. Ya sabe, se lanzan miraditas. Y los chicos están empezando a cogerles manía. Sería una pena que nos viésemos obligados a prohibir la entrada de personas de fuera, si esto sigue así.

No parecía uno de esos mensajes que Kramer fuese a recibir con indulgencia, pero Wessels prometió transmitirle hasta la última palabra. Luego regresó corriendo al edificio de la Brigada a tiempo de ver a Marais guiando escaleras arriba a un joven muy tranquilo y de lo más sereno.