EL JUEVES TRAJO CONSIGO algunas mejoras. Antes de que el sol saliera por completo, Piet ya estaba fuera pegando tiros con su nuevo rifle de aire comprimido.
—Escúchalo —dijo la viuda Fourie cuando Kramer entró con el café de los dos y se sentó en la cama.
Otra botella oscilante que estallaba colgada de la cuerda que la sostenía, en el viejo granero.
—¿Qué tal pasó la noche? —preguntó Kramer, a quien nada habría despertado.
—Durmió más, pero al principio aún tuvo una o dos pesadillas. Ojalá lo hubieses oído para contar con tu opinión.
Kramer hizo ademán de abandonar el cuarto y ella le lanzó una almohada.
—Dime la tuya —le pidió mientras se tumbaba a su lado, totalmente vestido.
Una mantis religiosa cruzó el alféizar de la ventana de un extremo al otro.
—Bueno, son esos libros.
—Ya.
—Verás, cuanto más los leo, más me convenzo de que Piet tiene complejo de Edipo.
—¡Jo!
—No, espera. Los médicos no siempre llevan razón.
—Vale, vale. Tienes toda la mañana, hasta las ocho.
La viuda Fourie encajó la almohada bajo su cabeza y miró al techo, alto y anticuado, con sus adornos de escayola, como una tarta nupcial, mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas.
—Verás, Piet tenía esa edad cuando ocurrió, ¿entiendes? —Sí.
—Eso es lo que los libros llaman obsesionarse debido a un acontecimiento traumático. Para que ocurra basta con la pérdida de un ser querido. A esa edad, era normal que Piet sintiera celos de… ya me entiendes.
—De su padre.
—Sí, y también era natural que quisiera librarse de papá deseando su muerte.
—Mmm.
—Esto no lo has oído antes porque es una parte nueva que encontré en La jaula costillar. Dice que el niño comprende que si el padre descubre lo que siente surgirán los problemas. Que el padre castigará al hijo, algo fácil de hacer porque es mucho más grande. El niño mezcla dos cosas: la atracción por la madre y el miedo de que el padre le corte… ya sabes.
—¿El tondo?
—¡Vaya con las palabritas que te enseña Mickey!
—Eso, échale la culpa a un pobre cafre —dijo mientras le daba un leve codazo.
—Tromp, hablo en serio, escucha mi razonamiento. Por eso, en los ejemplos clásicos, el niño intenta ser muy amable con el padre, como si quisiera resarcirlo por desear su muerte. Dicen que eso se aprecia en un chico normal cuando, en una etapa posterior, pasa a adorar a su padre.
—De manera que si se queda atascado en ese punto, desarrolla una actitud falsa de aprecio hacia su padre cuando en realidad…
—¡Eh! Estamos hablando de Piet, así que eso no viene al caso.
—Hablamos de Piet —confirmó Kramer.
—¿Y sabes qué creo que le pasa? Que piensa que es un asesino.
Kramer se incorporó tan de repente que el café se le derramó sobre la camisa.
—¿Qué mierda de tontería es esa?
—Y por eso ejerces un efecto sobre él del que tanto hablan los médicos. Ellos no lo entienden, pero yo sí. Piet sabe a quienes detienes y lo que les ocurre en Pretoria.
—¿Quieres decir…? —Kramer se giró mientras se quitaba la camisa manchada y la sustituía por otra que había cogido en la maleta que guardaba en el armario. Luego volvió a mirarla y le dijo—: Escucha, yo también he leído esos libros y lo que dicen sobre los psicópatas. Aceptaré todas esas tonterías durante un minuto sólo para señalarte que, según ellos, la edad importante va hasta los cinco años. Durante esos años ¿hubo problemas con Piet? ¿No lo tuviste siempre a tu lado? ¿No lo abrazabas y le enseñabas a sentir empatía y todo eso? Tú misma me contaste que sólo buscaste la ayuda de una chica cuando tuviste que trabajar después de morir tu marido. Antes de eso, Piet…
La viuda Fourie lo miraba con la boca abierta.
—¿No te referías a eso? —preguntó mientras se acercaba a ella y le cogía la taza vacía.
—¡Yo nunca he dicho que mi Piet fuese un psicópata!
—Pero van juntos, Edipo y un principio de…
—Sólo en el caso de los psicópatas, ¡no seas idiota! ¡Escúchame, por favor!
—De acuerdo —respondió Kramer, dando un golpe con la taza al dejarla sobre el tocador—. Piet cree que es un asesino. ¿A quién ha matado?
—A… a su propio padre.
—¡Ostras!
—Ponte en su lugar. Es pequeño y desea que se muera su padre y así tenerme para él solo. ¿Y qué pasa? Que su padre se muere. ¿Qué otra cosa puede pensar un niño? Ya sabes que en sus cabezas reina la magia, que pueden tener amigos imaginarios o temer las cosas más raras. ¿Por qué, entonces, no puede ser que cuando las cortinas se mueven por la noche piense que se trata del fantasma de su padre que vuelve para…?
Kramer se abotonó lentamente la camisa, luego se ocupó de los puños y se hizo el nudo de la corbata.
—Tienes razón, la otra noche cuando fui a su cuarto, lo que asustaba a Piet eran los fantasmas —admitió para añadir con una sonrisa socarrona—: por eso le he traído el rifle, para que les pegue un tiro.
EL CORONEL SE CERNÍA sobre la página del artículo principal de La Gaceta, cuyo titular decía en letras grandes “Serpientes y víboras” y un texto breve de introducción añadía: “Las serpientes matan 35 000 seres humanos al año. Una de esas víctimas murió trágicamente en Trekkersburgo esta semana. Pero los colmillos no siempre son lo que parecen, según nos cuenta K. Madison, nuestro corresponsal especializado en temas científicos”.
Luego se oyeron los susurros de siempre, la llamada a la puerta y los alegres saludos con que todos los días, a las ocho y media, daba comienzo la conferencia de prensa.
Anunció que dos varones bantúes, implicados en el brutal ataque al Café Munchausen, habían muerto en un accidente de tráfico mientras huían y que tanto el dinero como el arma de fuego habían sido recuperados. Luego continuó con los detalles de dos robos en domicilios que habían afectado a propiedades por valor de unos doscientos rands en cada caso y remató dando la cifra total de muertos en una pelea entre grupos rivales de negros que había tenido lugar el fin de semana anterior en el valle del Tugela: cuarenta y dos de un bando y treinta y ocho del otro, con noventa chozas quemadas.
—¿Eso es todo, coronel Muller? —preguntó el periodista eficiente, mientras guardaba su cuaderno y se dirigía hacia la puerta.
—Eso es todo —confirmó—, pero me gustaría que el caballero de La Gaceta esperase un momento, por favor. Me interesa saber quién es ese tal Madison.
—Yo —dijo uno de ellos.
—Pero usted es el señor Keith, ¿no?
Los demás reporteros intercambiaron miradas y salieron pitando de la habitación. Se oyeron sus carcajadas en el pasillo.
—Ah… me llamo Keith Madison, señor. Tal vez se produjo algún malentendido cuando me presenté.
—Ya veo. Crónica científica, además de negra.
—También me ocupo del cine y la agricultura.
—Qué bien —dijo el coronel—. Y ahora dígame ¿qué es lo que pretende con este artículo?
—¿En qué sentido?
—¿Cómo es que las cosas no son lo que parecen?
—Es una cuestión de actitud. Por ejemplo, como habrá usted leído ahí, me enteré sin lugar a dudas de que sólo aquí, en el Oeste, donde podemos comer tanta carne como gustemos, no tenemos costumbre de comer serpiente. Aportan proteínas a millones de personas en Asia, Sudamérica, África y sobre todo en la India.
—¿De veras? ¿Y no le parece que resulta de mal gusto?
El periodista soltó una risotada y exclamó:
—¡Oh, por el amor de Dios, señor!
—¿Cómo dice?
—Yo… quiero decir, nosotros no pretendemos nada. Sólo nos agarramos a los tópicos. La ciudad está obsesionada con las serpientes. La muerte de esa joven ha sido el punto de partida. A los ecologistas les preocupa que la gran matanza de serpientes que se está llevando a cabo pueda desequilibrar…
—Permita que sea franco con usted, señor Madison, no me gusta su forma de enfocarlo. ¿Escribió usted también las cartas? ¿Las de los supuestos expertos que cuestionan que la muerte pudiese haber sido causada de la forma descrita en la edición del martes?
—Oh, no, esas son auténticas. Parece ser que la Python regius no tiene…
—¡Vaya!
—Está bien, coronel. Usted ha sido franco y yo también voy a serlo —dijo el periodista, con el aire desafiante de un hombre que está en su momento cumbre—. Se están haciendo muchas preguntas. Primero, Eva sufre un accidente mortal. Después, Monty Stevenson se suicida en una celda de la comisaría. Luego sus hombres empiezan a interrogar a todo el mundo. Y ustedes no realizan declaración alguna acerca de ninguna de las muertes. Son cuatro cosas que no suman dos y dos.
—¿Y?
Visto su farol, el periodista se alejó sigilosamente, consciente de que sólo tenía derecho a recibir información relacionada con los incendios o los accidentes de tráfico.
Pero el coronel llamó a Kramer por la línea interna y le dijo:
—Tromp, sean cuales sean sus teorías sobre la banda de Peacevale, ahora mismo está desmantelada y el asunto queda aplazado hasta que cierre el caso Bergstroom. No voy a escuchar nada de lo que me diga, ¿está claro? Quiero que ponga a todos sus hombres a ello, hoy mismo, y que usted supervise la investigación hasta que se efectúe un arresto o yo quede convencido de que se ha hecho todo cuanto era posible.
Colgó el auricular con mano firme y acercó la bandeja del correo de entrada. La extraña indiferencia de Kramer hacia el caso de la chica y su obsesión por la banda lo desconcertaban… aunque durante un breve instante había sentido algo que le resultó imposible precisar.
—LO SIENTO, JEFE, no hay cucharillas —dijo Zondi al entrar con una bandeja y entregar a Kramer, Marais y Wessels sus tazas de té antes de retirarse al rincón con su taza alta de latón, llena hasta el borde con cinco cucharadas de azúcar.
Marais se aclaró la garganta haciendo mucho ruido.
—No, es mejor que Zondi lo oiga —dijo Kramer antes de dar un sorbo—, porque creo que puede ayudarnos a decidir si podemos eliminar a Shirley y cerrar esa lista. Hasta entonces no tiene sentido seguir otras iniciativas.
—¿Ayudarnos? —preguntó Marais.
—Los criados pueden decir más de una familia que su propio médico, abogado y abortista juntos.
—Mmm.
—¿Sería tan amable de resumirle la situación al agente Wessels, por favor?
Marais resumió la declaración del señor Shirley.
—¿Sólo cuenta con la palabra de una madre, sargento? —preguntó Zondi.
—No seas idiota —respondió Marais—. A eso se refiere tu jefe. La criada también afirma que la despertó a los cinco minutos de esa hora. ¿Mentiría ella?
Zondi se encogió de hombros.
—Es que no creo que Mickey saque gran cosa de esa Martha, señor. En mi opinión es de las leales, de las que agradecen su suerte. La señora Shirley me contó que está con la familia desde que su único retoño tenía cinco años, después de probar con muchas otras niñeras que no sirvieron de nada. Luego la nombraron cocinera, para que no los dejara.
—¿Y bien, Zondi? —le dio entrada Kramer mientras aceptaba el lápiz mojado que Wessels le ofrecía para revolver.
—Es posible, si su vida ha sido muy buena, que cuente una mentira, pero resulta difícil explicarle a tu criada por qué debe hacerlo. Además, una persona negra tiene más miedo de la Policía.
—A mí eso me parece un argumento a favor de hacer lo que dice el sargento Marais: aceptar la prueba —intervino Wessels.
—Cierto, agente, pero el sargento Marais y yo ya hemos sufrido una experiencia esta semana que nos ha dado una lección sobre las pruebas proporcionadas por las mujeres, ¿no es así?
—¡Vaya, ahora ya entiendo por qué duda usted! —exclamó Marais.
Aunque parezca irónico, aquel también fue un momento de iluminación para Kramer. Hasta entonces, aún distraído por los asesinatos de la banda, había participado de oído en aquella reunión, permitiendo que una línea de ataque se desarrollara sin cuestionarla. Y sin embargo ahora la duda negativa se apoderó de él, lo cual resultaba aún más irónico.
—Un momento —dijo, y salió al balcón que daba al patio para sopesar si iniciar la retirada o el avance.
La esposa de un exjuez era algo muy distinto a una hostelera cutre. Sin embargo, eso no garantizaba que no mintiera para proteger a su hijo. Un hijo que había sido específicamente mencionado en relación con la muerte de la fallecida. Un hijo único que no tenía más coartada que la proporcionada, con sospechosa precisión, por su madre y por una criada sobre la que se podía influir. Y uno de los requisitos básicos de cualquier investigación era poder eliminar todo motivo de sospecha.
Muy sencillo.
Esperó. Pero no sintió nada. Todo permaneció en el interior de su cabeza, como insípidas piezas de jugar a las damas arrumbadas en su caja cuando el tablero se dispone para jugar al ajedrez.
—Ah, prefiero no saberlo —murmuró Kramer para sí, y comprendió que esa era la verdad.
Entonces se acordó del botón.
—Pero, teniente —protestó Marais medio minuto después—, ¿no deberíamos ocuparnos antes de las relaciones? ¿Quiere que me ocupe de la camisa a estas alturas? ¿Cuando sólo ella esté en casa?
—Rutina de eliminación —respondió Kramer, apoyando los pies sobre el escritorio—. Un hecho que le dará bastante juego.
—Sí, es posible.
—Aprovéchelo. Zondi, tú ve a buscar el botón a la caja fuerte mientras el sargento Marais va a por su coche. Usted, Wessels, es especialista en trabajar de incógnito. Vaya a destapar algo.
—¿Cómo qué, señor?
—Antecedentes. Venga, pongamos esto en marcha.
Una vez vacío el despacho, decidió que el problema de Peacevale se parecía mucho al truco de los trileros, sólo que aquí había que adivinar dónde se ocultaba el arma.
MARTHA ABRIÓ LA PUERTA principal tras el temeroso golpe de Marais con el enorme llamador de bronce.
—¿Está la señora?
—Está acostada, señor. Creo que está dormida. ¿Desea que la moleste?
—Espera un… ¿Dices que está dormida?
Martha asintió.
—¿Crees que le importaría que entrase un minuto a ver una cosa? Seré muy rápido.
La criada no parecía nada convencida cuando se oyó un crujido y un golpe sordo procedentes de la habitación que quedaba sobre el vestíbulo. Marais metió la mano en el bolsillo para que el tacto del botón en su funda de plástico le aportase seguridad, como si fuera una pata de conejo.
No estaba.
—Ya viene la señora —dijo Martha.
—Oiga ¿está mi hombre en la puerta de atrás como le dije?
—Allí hay un hombre, sí.
—Pues vaya corriendo y pídale que le dé el botón. Vamos. Y tráigamelo. ¡Andando!
—Oh, ya veo que ha vuelto para husmear —dijo la señora Shirley desde las escaleras—. ¿A dónde te crees que vas, Martha? No has terminado de limpiar el polvo, ¿verdad que no?
El tono con el que se dirigía a la criada disipaba de inmediato cualquier sospecha de trato liberal entre ellas.
—Oiga, señora Shirley…
—¿Martha?
—Tiene un hombre en la puerta de atrás y quiere que le pida un botón, señora.
—¿Un hombre en la puerta de atrás?
—Es mi negro —aclaró enseguida Marais—. Tenía sed así que lo mandé por la cocina a pedir agua.
Martha levantó las cejas ligeramente pero no dijo nada para no abochornarlo más.
—¡No te quedes ahí, mujer!
Mientras Martha subía las escaleras con el plumero en la mano, la señora Shirley, más parecida a una bruja que a un dragón con su larga túnica negra de andar por casa, descendió hasta el último escalón sin hacer ruido.
—Esa criada no está aquí a su entera disposición.
—Lo siento. ¿Es la única…? —comenzó a decir Marais, antes de detenerse al comprender la locura de sus deplorables palabras.
—¡Qué impertinencia! No lleva ni cinco segundos en esta casa y ya intenta interrogarme.
—No, de verdad, señora. No quería presionarla ni nada de eso.
—Cuando mi esposo, el juez Shirley, se toma sus vacaciones anuales y no recibimos visitas ni invitados, el personal doméstico general se toma también las suyas. Martha es perfectamente capaz de ocuparse de las necesidades de Peter y mías, pero no de las de todo el Cuerpo de Policía de Sudáfrica. ¿Le ha quedado claro?
—Sí, señora, y le pido disculpas.
—Y este es un momento totalmente ridículo para venir por aquí. Es casi imposible que mi hijo esté en casa a mediodía.
—No me importa. Sólo he venido para ver una cosa. —Ah.
—Me envía el teniente. Puede llamarlo por teléfono si lo desea.
—Bueno, ¿qué es lo que quiere ver?
—Es la rutina de eliminación. Quiero ver camisas. Y lo haremos también con todos los demás.
—Muéstreme la orden de registro.
La mujer se movió para situarse frente al pie de las escaleras. Marais lo había visto hacer en las películas del Oeste. De repente se sintió más alto y más seguro de sí mismo.
—Las órdenes de registro, señora Shirley, sólo las firma un magistrado cuando existen pruebas claras o si nos vemos entorpecidos al intentar seguir el proceso normal de eliminación por motivos que nos puedan resultar sospechosos.
O algo parecido. Pero funcionó. Casi pudo ver cómo se le bajaban los humos.
—¿Qué clase de camisas? ¿No querrá verlas todas?
—No, las de esmoquin.
—Supongo que se refiere a las de vestir.
—A esas. Así que iré a…
—Usted, joven, no pondrá un pie en esta casa más allá de donde está. Soy perfectamente capaz de traérselas yo misma.
Y ascendió las escaleras en silencio.
Dejando a Marais ruborizado y confuso, con una sensación de desánimo que se hizo aún más profunda cuando metió ambas manos en los bolsillos y se dio cuenta de que en la izquierda apretaba el botón.
—Oh, mierda —dijo al comprender que Zondi, obedientemente, se lo habría guardado en el bolsillo de la chaqueta que él había dejado en el asiento del coche, a su lado, y que la posibilidad de culpar al muy cabrón por su propia metedura de pata se había esfumado.
Eso le proporcionó el impulso necesario para correr tras la madre de Shirley y asegurarse de que no intentaba nada raro.
ZONDI Y EL PERRO se midieron mutuamente con una mezcla de profundo desprecio y algo de respeto.
Se habían quedado sentados así, frente a frente, plato para el agua contra taza de plástico, desde que la señora Shirley había bajado para asegurarse de que ambos permanecieran en el patio. Le había pasado el agua a Zondi sin una palabra antes de volver a desaparecer. Aquel era un sitio raro.
Luego Martha Mabile volvió junto a él.
—¡Lárgate! —le dijo al perro. Este se marchó con el rabo entre las piernas a tumbarse bajo una enredadera que venía desde el garaje y ocultaba el patio al exterior.
—Así es la vida —dijo Zondi, que había reconocido en ella todos los indicios de la buena feligresa.
—¿Está metido en un lío el señorito? —preguntó.
—¿Crees que me lo cuentan a mí? —preguntó Zondi, riéndose con acritud—. ¡Ja! Yo sólo soy el chófer del sargento. Tal vez haya robado algo.
—¡No hables así del señorito! ¿Tú qué eres? Un burro holgazán que lleva a otros hombres sobre su espalda. Yo estoy con el señor desde que era así de pequeño, muy pequeño, y es un hombre amable.
—¿Cómo se llama?
—Señorito Peter. Pero lleva muchos años siendo el señorito a secas.
Zondi volvió a sonreír, divertido por la costumbre que exigía a las niñeras dejar de llamar a los niños por su nombre en cuanto tenían edad de no recibir órdenes de ellas.
Martha se ablandó y le pasó media naranja.
—Sí, sí, sí, aunque era un auténtico bribón de pequeño. Me alegro mucho de que haya crecido. Cogía su escopeta de perdigones o el tirachinas y disparaba a todas partes, se subía a los árboles, se caía y se hacía daño, siempre tenía hambre, me daba mucho trabajo y me causaba problemas. Y era cruel con los otros niños que venían aquí a jugar y yo tenía que azotarle con fuerza.
—¿La señora te dejaba pegarle?
—¡Shhhhh! ¡Se volvería loca si se enterase de que lo tocaba! Pero ¿sabes cómo lo hacía? Le pegaba en las plantas de los pies para que ella no viera las marcas.
Zondi aplaudió su astucia con una carcajada.
—¿Y él nunca le contó a su madre lo que le hacías?
—Claro, muchas veces. Pero yo decía: “¿Yo, señora? ¿Quiere despedirme?”. Y ella contestaba: “Otro cuento, Peter… sal de mi vista”. Cuento es la palabra que emplea cuando se refiere a una mentira.
—¿Y ese niño es ahora, de verdad, un buen hombre?
Martha se rió y escupió una pepita.
—Siempre está con chicas jóvenes —respondió—. Y anda tranquilo.
Entonces Marais gritó desde el camino de acceso:
—¡Mickey! Venga, hombre, ¿dónde demonios te has metido?
—Deberías pegarle en la planta de los pies —le confió Martha en un susurro.
LA NOTA SE ENCONTRABA sobre el vade del coronel, con la punta del abrecartas apoyada en medio, como si se tratara de un pez plano venenoso.
—El general de brigada ha llegado al extremo de ponerlo por escrito, Kramer.
—Ah, ¿sí?
—Creí que la amable llamada telefónica de esta mañana bastaría para que usted se tomase un interés personal en el caso.
—¿En qué sentido no ha sido así, coronel?
—Aquí el general de brigada dice que acaba de mantener una conversación muy desagradable con un amigo del ministro de Justicia.
—¿Mmm?
—El juez Shirley, exjuez del Tribunal Supremo y marido de una señora muy enfadada, según él. En estos momentos, el juez viene en coche desde Zululandia para reunirse con el general de brigada a las cuatro y media. Parece que uno de sus hombres ha estado en su casa y se ha convertido en una verdadera molestia.
—¿Puede decirme cómo?
—Sí. Entró por la fuerza y amenazó a la señora Shirley para que le mostrase unas camisas que quería comparar con un botón.
—¿Qué?
—¿Sabe qué creo que ocurrirá a continuación, Kramer? Que permitiremos que Zondi, nuestro amiguito negro, arreste a los sospechosos blancos. En esas estamos.
El abrecartas traspasó el papel.
—¡Eso me ofende, coronel!
—No tanto como a mí que uno de mis oficiales superiores haya considerado adecuado enviar a un subordinado sin experiencia en su lugar para realizar una investigación tan delicada. ¿Ofender? ¡Me parece que esa no es la palabra más oportuna!
Sin pedir permiso, Kramer se hizo con la nota de un tirón.
—Ya veo que lo que el general de brigada quiere es una justificación completa de nuestros actos antes de que llegue el juez —comentó.
—Eso es casi irrelevante. Usted afirma que Shirley llama mucho la atención pero, por lo demás que me cuenta, aún le queda mucho por hacer, eso si aceptamos que va usted en la dirección correcta. Por ejemplo, ¿qué procedimiento se ha seguido en la pensión de la fallecida para saber si en su vida tenían espacio las amistades masculinas?
—Espere, iré yo mismo a ver a la señora.
—¡Santo cielo! —vociferó el coronel—. ¿Es que ahora ya no sabe ni leer? Nadie se acercará a ella, a Shirley o a la casa hasta que el general de brigada…
Entonces él también leyó entre líneas.
Y Kramer murmuró:
—Puede que, al final, Marais haya sido el hombre adecuado para la misión, señor. Pronto estará de vuelta.