XI

WESSELS PARECÍA INCÓMODO con su nueva sahariana beige y sus pantalones cortos, muy blanco en las rodillas y rosa en la nuca, donde la maquinilla para cortar el pelo se había entretenido; con aspecto de algo salido de un paquete de Lucky Strike.

—Vamos, hijo —dijo Kloppers, que quería cargar el furgón y volver a la ciudad antes de que anocheciera. Había estado diez minutos quejándose del estado en que se encontraban las luces del automóvil.

—Sí, estoy seguro de que es él —murmuró Wessels.

La cabeza del cuerpo que yacía a sus pies tenía unas orejas ligeramente salientes y, cuando Nxumalo la sujetó de forma correcta, la parte de atrás, aplastada.

Kramer tocó la cazadora con la punta del pie.

—Parece del mismo color, aunque creí que era un poco más oscura.

—Bien. Ahora el otro.

Wessels se acercó a la bandeja de metal que ya ocupaba su lugar en la parte de abajo del furgón y se llevó los dedos al nuevo flequillo que le habían dejado.

—La camisa, sí, pero la cabeza… pudo haber sido cualquiera.

—Gracias —dijo Kramer, y volvió junto a Zondi, que estaba apoyado contra el Chevrolet.

—Está bastante seguro del conductor y menos del otro. No habían empinado el codo.

Zondi levantó la vista hacia el elevado terraplén por el que el viejo De Soto había caído desde un tramo de carretera con curvas muy cerradas a otro igual pero a un nivel inferior, estrellándose de morro para acabar dando vueltas de campana.

—No es tan difícil —comentó.

—Ya, todos sabemos que eres una especie de experto en estos asuntos, aunque tú tuviste la suerte de no romperte el puñetero cuello.

—¿Ha venido el señor Strydom?

—¡Qué va! Los verá más tarde en el depósito. Pero eso es lo que parece: debían venir a toda mecha, pensando que por aquí no habría más tráfico.

Zondi suspiró con satisfacción. Le habían prometido la oveja muerta y ya la tenía guardada en el maletero.

Kramer cogió los pases y el permiso de conducir que estaban sobre el capó y volvió a mirar los nombres: Mpeta y Dubulamanzi. Aquellos dos tendrían las respuestas adecuadas y los papeles necesarios para pasar cualquier tipo de inspección al azar.

—Este Dubulamanzi es un nombre que aparece por todas partes, ¿no? Incluso en los barcos de vela del embalse.

—Significa “el que abre las aguas”, jefe. Además es el nombre del jefe que machacó a los ingleses en Isandhlwana y Rorke’s Drift.

—Ya. Pues vaya forma de rebajarse es esa de que al final un ladronzuelo acabe llamándose como él. ¿Pensaste alguna vez que podía tratarse de él?

—Conducía bien. Recuerdo la época en que tenía un taxi pirata: los de uniforme lo persiguieron seis veces. Mpeta no es más que un chalado. Muchos se alegrarán cuando sepan que ha muerto.

—Si hubiese usado armas en ocasiones anteriores, lo tendríamos fichado.

—No teníamos pruebas. ¿Recuerda el asunto de la cervecería? ¿Cuando dispararon a un viejo en medio de una pelea y todo el mundo salió corriendo? Aquella vez los confidentes dijeron que había sido él, pero Sithole y yo no conseguimos que hablase ni una sola persona.

—¿Por qué crees que los confidentes no han captado nada acerca de esos dos? Están en pleno Peacevale.

—Tal vez sean más listos de lo que pensamos. No se gastan el dinero, prefieren esperar.

—No ha estado mal lo del cambio al De Soto: es el último cacharro en el que se me ocurriría intentar huir. Es esa mezcla de inteligencia y estupidez lo que no entiendo de estos dos, aunque supongo que precisamente eso es con lo que contamos.

—Ya ha terminado, jefe —dijo Zondi mientras señalaba a Tomlinson, de Huellas, que había completado el juego de fotografías del escenario del crimen.

Se acercaron a los restos del accidente en el momento en que Kloppers arrancaba, llevándose a Wessels con él. El engreimiento de aquel chaval ponía a Kramer de los nervios.

—Siento dejarlo ya, señor, pero la luz es mala —dijo Tomlinson—. Ya puede examinarlo usted si quiere.

Kramer no quería. Lo frenaba una extraña reticencia a saber más, a confirmar lo que ya era mucho más que una simple sospecha. Por una vez, la verdad no lo atraía en absoluto y se preguntaba por qué.

—Hazlo tú —le dijo a Zondi.

—Sí, a mí tampoco me gustaría meter las manos ahí —admitió Tomlinson mientras le ofrecía un cigarrillo a Kramer—. La sangre no me gusta demasiado.

Luego le pasó el mechero y permanecieron un rato en silencio, mirando más allá de la colina y escuchando cómo afinaban sus notas los insectos nocturnos.

—¿Aún tiene que hacer el croquis? —preguntó Kramer.

—Será una verdadera pérdida de tiempo. Por suerte, el sargento del puesto de ahí abajo ya ha hecho las mediciones. ¿Sabe? El otro día vino un miembro del público para ver fotos de sospechosos y le sorprendió que incluso un negro al que matan en un callejón reciba tanta atención. Buen tipo, procede de Alemania, pero sólo lleva aquí seis meses. Le mostramos el expediente del carnicero y se quedó asombrado al ver tantos planos, croquis, fotografías, etcétera. Dijo que tal vez podría ayudarnos a solucionar nuestros problemas con las retículas. Las Leicas proceden de allí, ¿no?

Zondi acababa de sacar algo del coche y lo depositaba sobre la hierba.

—¿Qué? Ah, sí, eso creo.

—¿Ocurre algo, señor? ¿Es su instinto que…?

—Estoy cansado —dijo Kramer.

Zondi había dejado algo más sobre la hierba. Parecía una lata de café pequeña. Y él se mostraba tan contento como un niño con zapatos nuevos.

—No me extraña —comentó Tomlinson—. En cuanto termine aquí, me largo a casa de cabeza.

En ese momento, Kramer quiso saberlo.

Caminó ladera abajo, saltó por encima de un pequeño aloe y se detuvo junto a la figura agachada de Zondi. Sobre la hierba se veía una pistola del calibre veintidós y cañón largo, con la culata rajada y envuelta en cinta adhesiva, y un fajo de billetes que estaban siendo cuidadosamente contados.

—¿Cuánto hay? —preguntó mientras Zondi volvía a dejarlos en la lata.

—Ochenta y seis rands, algo de cambio y una moneda que no conozco.

Se la entregó para que la viera.

—¿Centavos? Es una moneda portuguesa.

—¡Vaya!

—Seguramente la guardarían en la caja para que les diese buena suerte o algo así. Ya lo preguntaré. ¿Dónde estaba todo esto?

—Escondido dentro del asiento delantero, del lado del copiloto. No era fácil de encontrar, pero se soltó durante el accidente, así que cuando presioné el asiento desde arriba, oí que se movía. También había esto.

Y Zondi sacó una caja pequeña de balas del calibre veintidós, de alta velocidad, que depositó junto a la pistola.

—Me pregunto a dónde pensaban ir con todo esto —murmuró Kramer, comprendiendo que su reticencia a enfrentarse a la verdad se debía a que había resuelto un problema sin proporcionar auténticas respuestas.

Su estado de ánimo debía ser contagioso. Zondi soltó la lata y se levantó con aire de cansancio, limpiando la hierba y los pedazos de parabrisas pegados a sus pantalones. Allí permanecieron los dos juntos, repasando por última vez un escenario tan mundano y familiar durante sus años de uniforme —cumplidos por separado— que su reaparición actual como algo importante les parecía una jugarreta. Los cristales, los cromados retorcidos, los tapacubos y los zapatos abandonados, los harapos y un filtro del aire, el olor a aceite, combustible y ácido de batería, el tufo sutil de una muerte accidental…

De repente, Kramer agarró el brazo de Zondi y señaló.

GARDINER COMPRENDIÓ a qué se refería el teniente en cuanto abrió la doble puerta de la cámara principal. Aquellos pies, de los que colgaba una etiqueta con el nombre de Mpeta sobresaliendo con desenvoltura, eran extraordinariamente pequeños.

—Ya son más de las siete —incordió Kloppers por encima de su hombro—. Olvidé decirle a Nxumalo que se quedara, así que si necesita ayuda, supongo que tendré que ayudarle yo.

—Tranquilo —respondió Gardiner mientras palpaba la planta de cada pie para comprobar su humedad—. Puedo hacerlo desde aquí.

Luego se rió de la cara del otro.

—Mi mujer está más que harta de todo esto —dijo Kloppers.

—Páseme el rodillo, por favor. Gracias.

—¿Qué dice la suya?

—De todo.

—¿Cuánto tiempo le llevará exactamente?

—Un minuto o dos, sargento. Luego tendré que ir al despacho para usar la lupa.

Gardiner tiró mal la primera vez y cogió otro molde.

—¿Han progresado algo con la joven de la derecha?

—Creo que la cosa va marchando. Marais pasó esta tarde por la cantina y me contó que ya ha comprobado la primera lista de sospechosos obvios y que ningún miembro del club o sus invitados habían tenido que ver, que contaban con coartadas irrefutables. Los ha visto a todos, excepto a uno que no estaba pero al que los otros han eximido de toda sospecha. Así que supongo que ahora tendrán que empezar a escarbar en el pasado escabroso de la joven.

Kloppers tocó la etiqueta que decía “Stevenson” y durante un instante pareció interesarse de verdad.

—Las cosas nunca son tan sencillas —comentó.

KRAMER PENSABA DE OTRA MANERA. Poco a poco la ira iba llenando el vacío dejado por la partida de Zondi hacia Peacevale, llevando consigo el curioso conocimiento de que Mpeta había pisado el escalón trasero de Lucky, descalzo además. Un vacío que nada, ni ideas ni conjeturas, podía llenar sin que antes se introdujera nueva información en él. La llamada de Gardiner también lo había paralizado.

Así que no le importó recuperar algún sentimiento y permitió que fuera creciendo al alimentarse de las líneas de palabras mecanografiadas que tenía delante. Marais resultaba asombrosamente eficiente en algunos aspectos, pero en otros era un verdadero imbécil.

—¡Por Dios! —dijo Kramer en voz baja.

—¿Señor? —respondió Marais, que había esperado pacientemente a recibir su palmadita en la espalda.

—Esta parte de la declaración de Shirley que empieza diciendo: “Quizás esté en esa nota por algo que…”.

—¿Sí? Shirley quiso corroborar que su actitud personal hacia el fallecido era…

Y se detuvo, consciente de que algo iba mal.

—No ha transcrito la pregunta que usted hizo, pero esta respuesta me hace pensar que a Shirley se le permitió saber que no teníamos ningún as oculto en la manga, e incluso el contexto exacto de nuestra investigación. Por casualidad, ¿conspiraba usted para ayudar a un sospechoso?

Marais se puso colorado y dijo:

—¡No era mi intención ayudarlo, señor!

—Ah, ¿no? ¿No le dio la oportunidad de inventarse cualquier porquería que le viniese bien? ¿Sabiendo que no podríamos verificar su versión con el muerto?

—Pensé que así contaría la verdad, señor, en serio. Como si ya lo supiéramos y estuviésemos fingiendo para comprobar…

—¡Marais! Ni se lo pensó, ¿verdad?

Kramer tuvo tiempo de encender un Lucky antes de escuchar la dolorosa confesión: Marais no había pensado.

—Pero ¿de verdad importa, señor?

—¿Necesita preguntármelo?

—Yo no iba de nuevas. Ya tenía sus primeras declaraciones y su coartada anotada en mi cuaderno. Su madre dice que la hizo enfadar porque la despertó a las doce y veinticinco para contarle que no se había divertido nada esa noche y que pensaba levantarse muy temprano para reunirse con unos amigos que estaban en la montaña.

—La hora es muy exacta.

—Lo tengo todo aquí, señor. La madre dice que se enfadó y que por eso cogió el reloj de la mesilla para ver qué hora era. Dice que toma pastillas para dormir y no le gusta que la despierten.

—Ya.

—Y Martha, la mujer bantú, dijo que el señorito la había despertado llamando a la puerta de su choza. Quería que le preparara el desayuno temprano, así que le pidió el despertador que ella siempre usa, lo puso para que sonara a las seis y volvió a entrar en la casa. Al cerrar la puerta de su choza, a la luz del patio vio que eran las doce y media pasadas, sólo uno o dos minutos. Se levantó a las seis, le preparó el baño para y cuarto, le dio el desayuno a las siete y lo vio salir de la propiedad a las siete y media.

—¿No tienen cocinero?

—Cocina ella, señor. Antes era la niñera. ¿Por?

—Seguramente se iba a levantar a las seis de todos modos.

—En muchas de esas casas, los domingos la gente no se levanta hasta después de que llegan los periódicos de Johannesburgo, así que los criados también se lo toman con calma. El dragón, por ejemplo…

—¿Quién?

—Perdón: la señora Shirley. Durmió profundamente hasta justo antes de almorzar. Los domingos no desayuna, “se reserva”, como dice ella, para las cenas de amigos o en el club.

—¿Dónde andaba el marido todo ese tiempo?

—El exjuez se encuentra en la reserva de caza de Umfolozi.

—Exjuez. Vaya.

—Del Tribunal de apelación —dijo Marais con mucha labia.

Kramer le lanzó una mirada feroz.

Tenía que echar a suertes entre darle una buena patada en el culo al cabrón aquel o intentar meterle algo en la cabezota. Menos satisfactorio, aunque más juicioso, fue que saliera cara en vez de cruz.

—Sargento, acerque el taburete de Zondi y siéntese. Usted y yo vamos a charlar un ratito. De momento, quiero que se olvide de lo de la nota de suicidio. Si Shirley está limpio, no tendrá importancia; si no lo está, puede resultar una ventaja parecer un memo cuando el otro se cree muy listo.

—Ah… Gracias, señor.

—Bien. Vamos, siéntese. Parece que ese hombre lo tiene impresionado.

—Es cortés, incluso amable. Escucha de verdad cuando se le habla.

—¿Ha conocido algún coolie que no haya intentando hacerle la pelota de esa forma?

—¿Qué? —preguntó Marais escandalizado.

—Y esa parte en la que cuenta que fue a la choza de la criada en busca de su despertador y para decirle que se iba por la mañana… ¿por qué no le pegó un grito sin más? ¿Acaso se trata de un liberal?

—Puede que del Partido Progresista. En su posición, no podría ser de nada prohibido.

—Mire, no estamos hablando de política. Esto no es la División de Seguridad. Le he hecho una pregunta sencilla. ¿Sí o no?

—A la negra la trata… bueno, tal vez sea algo liberal, aunque no de una forma sospechosa.

—¿Desde cuándo el liberalismo no es sospechoso, mientras no se demuestre lo contrario? —preguntó Kramer, sin ser capaz de acertar con el cenicero—. Nueve de cada diez veces descubrirá que se trata de un memo universitario que no es capaz de montárselo con las suyas y utiliza el liberalismo para agenciarse la compañía de mujeres que automáticamente se sienten halagadas por su interés. ¿Sí o no?

Marais asintió y luego dijo, con una sonrisa optimista:

—No puede ser así con la criada, teniente. Tiene la constitución de un buzón de correos y es lo bastante mayor como para…

—¡Oiga, no tenemos tiempo para bromas! Estamos investigando un asesinato. Buscamos el motivo y toda esa mierda. ¿Me sigue o no me sigue?

—Lo siento, señor.

—Y con tanta vida social como ha hecho, ¿se ha tropezado con alguna joven que conozca al tal Shirley?

—Sólo una. Las coartadas de las otras ya habían sido comprobadas. Dijo que Shirley no es de su gusto, que se parece demasiado a un gato: sólo hace lo que tú quieres que haga si le agrada a él. Añadió que ella ni se dignaba a mirarlo.

—Resulta interesante que estuviera esperando una cita a ciegas.

—Me sorprendió. Habla como un mujeriego, pero parece que les resulta desagradable.

—¿Y esa tal Eva, la señorita Bergstroom, no tenía la piel oscura?

—Tenía… sí… un buen bronceado. Pero su identificación…

—¿Será demasiado sutil para usted la pregunta? Me refiero a lo que ella parecería a ojos de él.

Kramer observó cómo los albores del entendimiento propagaban su tono rosado desde el cuello de Marais hacia arriba. Al final resultaba que el hombre no era tonto del todo. Y no es que fuera tan grave por su parte, teniendo en cuenta los hechos.

SIGUIENDO LA COSTUMBRE, habían situado el cuerpo del carnicero en un rincón de la sala, tapado por una sábana. En el suelo y frente a él, un plato ya medio lleno con los donativos en efectivo para el bienestar de la familia y el entierro.

Zondi, que había acudido no sólo para mostrar sus respetos, añadió un billete de un rand a los demás y se retiró.

—Esto no acaba aquí —dijo la viuda con resentimiento, el rostro oculto por una tela negra.

El sacerdote blanco de la Iglesia de Inglaterra, que había mostrado a Zondi su permiso para entrar en Peacevale —¡como si a él le importara!—, se la llevó a otra habitación, donde habían apartado las camas para dejar sitio a los dolientes. Había muchos hombres, casi todos pequeños comerciantes vestidos con chalecos y brazaletes negros que sujetaban el sombrero a la altura del pecho y hablaban en voz muy baja.

Evitaron la mirada directa de Zondi y él se enfadó, aunque no estaba seguro de si con ellos o con él mismo.

—Cuidaos, hermanos —dijo.

—Igualmente —respondieron en un murmullo.

Aquel no era lugar para hacer preguntas.

En el exterior, a la luz de la farola de la esquina, los niños jugaban en el patio. Se detuvo a observarlos.

—¡Cuidado, que viene! —gritaron, y echaron a correr chillando hacia las sombras, chocando contra las vallas de latón, derribando cubos y haciendo graznar a las aves de corral. Su pánico tenía el entusiasmo de lo ficticio. Aún le quedaban unos años de ser el coco, pero así se jugaban los mejores juegos nocturnos.

Zondi gruñó y agitó los brazos, logrando que se desperdigaran y se alejaran de allí, desgañitándose encantados.

Luego ascendió por el desgastado terraplén hasta la entrada donde había aparcado el coche, preguntándose qué hacer a continuación para agilizar su búsqueda del tercer hombre, el que venía del coche, el verdadero asesino. Porque eso deducía, gracias a sus conocimientos de aritmética, del rompecabezas de la huella de la planta del pie. Además, Mpeta no había sido una elección demasiado convincente como pistolero.

Vio a dos jóvenes mirando hacia dentro por la ventanilla del conductor y estaba a punto de hacerlos salir pitando con un buen impulso de miedo genuino cuando se dio cuenta de que el más alto de los dos era Jerry, el hijo mayor de Beebop Williams. Lo estaba buscando.

—¿Te gustan los coches? —preguntó Zondi.

—Mucho, sargento.

—¿Quién es este, Jerry?

—Su padre es el muerto que está dentro. Se llama Thomas.

—¿También trabajabas en la tienda de tu padre?

—Voy en sexto curso —respondió Thomas con orgullo.

—Pero en el colé hay vacaciones, ¿no? ¿O es que es tanta tu educación que el trabajo en la tienda te supera?

—Trabaja para otro hombre, junto al mercadillo. Le hace todas las cuentas.

—Antes trabajaba para mi padre —añadió Thomas, mientras dibujaba números sobre el polvo del parachoques—. Pero él dijo que yo no era un niño blanco, de los que van gratis a la escuela, y que debía ganarme el dinero para las cuotas y los libros. Que a él los repartos podía hacérselos un chaval menos listo. Ahora he de irme. Saludos a tu familia, Jerry, y gracias por caminar mañana a mi lado.

Se refería al entierro y eso le afectó a la garganta de una forma que lo hizo salir corriendo.

—Si no te da vergüenza que piensen que te he arrestado —le dijo Zondi a Jerry mientras abría la puerta con llave—, puedes venir conmigo en el coche. Pasaré por delante de tu casa.

Riéndose de puro placer, Jerry se subió al asiento, saltó sobre él para probar el efecto de los muelles y empezó a toquetear cuanta palanca y botón encontraba. Tiró de una anilla de acero que vio en la parte inferior del salpicadero y se quedó desconcertado al comprobar que estaba soldada.

—Es para las esposas —explicó Zondi, arrancando muy despacio por si los entusiastas más jóvenes estuviesen bajo el coche examinando su subestructura.

Lo irregular del camino, lleno de rodadas hechas por los autobuses durante las lluvias recientes, les obligó a ir despacio el resto de la cuesta. Eligió el momento con mucho cuidado.

—Dime, Jerry, ¿dónde te encontrabas tú cuando Yankee Boy estaba con tu padre? —preguntó mientras esquivaba a tres temerarios desnudos hasta el ombligo y sin permitir que el chaval sospechara que sabía lo de la paliza—. Supongo que estarías con las chicas de enfrente, las que hacen la ropa. ¿O fue con las otras, las que la lavan en el arroyo?

—Sí —respondió el joven con un grito ahogado.

—¿Con cuáles?

—Con las que hacen la ropa.

—¿Quieres que le dé una vuelta a la cima?

—Por favor, ¡sería algo especial!

—Y a cambio ¿te acuerdas de lo que viste?

Jerry dejó caer un brazo hacia atrás, colgando por encima del respaldo del asiento, cruzó las piernas desnudas, apoyó un pie en el salpicadero y empezó a silbar entre dientes.

—No se acuerda —regañó Zondi con afecto, sin querer dejar al chaval sin su sueño cumplido—. Y eso que parece listo y despierto, como si yo fuese su chófer y él un mandamás blanco.

Su copiloto volvió a reírse con placer.

—Cuando el que se llama Sithole me interrogó, dijo que yo tenía una visión muy clara de las cosas pero que hablaba demasiado.

—Intentas huir de mí. La verdad es que tienes una memoria muy, muy mala.

—¡Ja!

—¿De qué color era el coche?

—Rojo, sargento. Recuerdo cuando se detuvo porque pensé que tendría problemas si entraban en la tienda de mi padre y él me pedía que buscase cosas del setenta y ocho. El coche no era tan bueno, ¿entiende? Luego el tonto de la puerta de al lado, el que trabaja para Thomas, se acercó en la bici y me dijo que mi padre me llamaba a gritos desde atrás.

—¿Y?

Zondi le pasó uno de los dos cigarrillos que acababa de encender y Jerry se recostó, mientras le daba rápidas caladas y cerraba los ojos.

—Cruzo y veo que hay un hombre en el coche. Voy por el lateral para que mi padre no me vea. Allí hay dos ancianas charlando y al otro lado, un viejo con una carreta tirada por un burro. El autobús acaba de arrancar llevándose a la gente y una mujer con un bebé a la espalda rehace su maleta, que se había abierto cuando la tiraron desde el techo del autobús.

—Mmm, después de todo no tienes tan buena memoria.

—Déjeme terminar —dijo Jerry indignado, recostándose otra vez—. Estoy en la carretera, luego desciendo por el sendero con mucho cuidado, por si mi padre anda buscándome otra vez. Así que voy muy agachado, como un perro, entre las malas hierbas, rodeando el coche estropeado. Echo una ojeada. ¡Sí! Veo un brillo blanco y sé que es la camisa de mi padre. Pero vuelvo a mirar y veo que es uno de esos hombres que salen del hospital cuando los médicos han terminado con ellos y los echan fuera. Busca comida entre la basura y yo me escondo por si mi padre sale para echarlo de allí. Luego, cuando se ha ido a buscar a otro sitio, yo avanzo otra vez como un perro y llego hasta la puerta, apoyo la mano en el pomo, lo giro tan despacio que nadie lo oye y entro. Allí está Yankee Boy Msomi, lo saludo y charlamos un rato. Es un buen amigo.

Zondi aceleró al entrar en la carretera asfaltada, llevó la aguja del cuentakilómetros al límite legal y luego lo sobrepasó, mientras bajaba la ventanilla para sacarle el mayor partido a la ráfaga de aire. El brazo que colgaba tras el asiento volvió adelante y Jerry se agarró al asa del salpicadero, pegó la frente al parabrisas y empezó a chasquear la lengua, insistiendo para que fueran más rápido.

Tardó medio kilómetro en darse cuenta de que se habían pasado su desviación.

—¿Vamos antes a otro sitio? —gritó esperanzado.

—Si no tienes miedo.

—¿Yo? ¡Soy un hombre!

Otra persona lo acompañó a casa más tarde, desde el depósito de cadáveres. Iba muy hundido, aunque la experiencia lo había enriquecido sustancialmente.

MARAIS SEGUÍA INTENTANDO justificar su técnica mientras Kramer salía del edificio en respuesta al bocinazo que Zondi había efectuado desde la calle.

—Escuche, mañana a primera hora empezaremos de cero —dijo Kramer—. Ahora, voy a hacer que ese de ahí fuera me acerque a casa.

—Buena suerte —respondió Marais, deteniéndose a apretar las pinzas con las que sujetaba el pantalón para andar en bici.

Kramer supo perfectamente a qué se refería Zondi.

—Sí. No hay muchos, pero los he visto —dijo mientras ponían rumbo a casa. Los dos necesitaban dormir—. Los negros de las reservas y del quinto pino a los que dan el alta pero no tienen pasta para volver a casa. Viven de la caridad ajena y de revolver en la basura hasta que los de uniforme los detienen por vagabundeo y presentan cargos.

—Esos mismos. Muchos llegan descalzos y muchos se van sin zapatos: los venden para comprar golosinas y refrescos en el hospital; además, están las enfermeras negras que obligan a los hombres a pagar por las palanganas para lavarse.

—Zondi, esto me gusta.

—¿Dónde se ve más a menudo a esas personas, jefe? En la parte de atrás de las tiendas, donde dejan la basura. ¿Hasta que punto se fijan en ellos los demás? No demasiado. Es posible que por dentro te sientas mal, pero nadie tiene dinero suficiente para ayudar a todo el mundo. ¿Y si le digo que esta noche un joven identificó a Mpeta como uno de esos que rebuscan entre la basura y que lo vio haciéndolo tras la carnicería?

—¡Vaya, vaya, vaya!

—Espere: aún hay más. Para asegurarme, primero fui a ver al comandante del puesto, quien me dijo que no habían tenido ningún prisionero que respondiese a su descripción, en cuanto a la altura y todo lo demás. La verdad es que creo que últimamente los están dejando un poco en paz. Para asegurarme del todo, fui a ver a tres personas que habían estado en los escenarios de otros incidentes, quienes recordaron haber visto un hombre de esas características, con grandes vendajes en los brazos, al que no se habían vuelto a encontrar. Uno dijo que no se fijaba en los perros así que, ¿para qué hacerle una pregunta tan rara?

Zondi reprimió un bostezo y cerró con fuerza los ojos para aclarar la vista. Frente a él, el camino se hacía más ancho, se bifurcaba, se estrechaba, cruzaba las verjas de la reserva y terminaba de forma abrupta tras la oficina del supervisor para convertirse en un temblor continuo de baches y tierra. Luego también se acabaron los árboles, sólo quedaron las interminables hileras de casas de dos habitaciones, como las del Monopoly, que con su yuxtaposición indicaban dónde estaba el camino a seguir. Kramer se dio cuenta de que continuaba contando con atención cada una de las hileras que dejaban atrás.

Una puerta se abrió y se cerró enseguida en la hilera de enfrente, cuando se detuvieron ante la 2137.

—Ahí dentro hay dieciséis —dijo Zondi, sonriendo—. Creen que el señor Chas-Chas viene a hacerles una vista.

Kramer hizo una mueca al oír el evocador apodo del siempre ajetreado supervisor y murmuró:

—Pero ¿tú qué opinas?

—Exactamente eso, jefe, que es un centinela. Esas tiendas no son como las de los blancos, que cierran con candado por la parte de atrás. Son lugares donde los niños entran y salen, donde los ayudantes olvidan cerrar las puertas y donde los hombres salen a tomar el sol. Por eso, a la hora de atracar existe el peligro de que alguien entre por atrás y vea al atracador. Pero si se cuenta con un centinela que pueda mendigar y entretener a cualquiera que tenga intención de entrar, es mucho mas seguro. Y ese hombre puede huir por su cuenta.

—Uf, está a medio cocer.

—Es posible, jefe, pero la levadura es la sangre.

La luz de las velas aportó calidez a la ventana del 2137 e hizo que la mano de Zondi manipulase el manillar de la puerta. Sus tripas rugieron.

—Condenado caníbal —dijo Kramer.

Y puso en marcha el coche convencido de que todo aquello podría reorganizarse por la mañana, junto con unos cuantos destinos, si fuese necesario. La fatiga también tiene su punto de euforia.