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PERO AL CORONEL la idea de Kramer le pareció descabellada y sugirió un poco de sensatez.

—Escuche, Tromp, usted sabe cómo les funciona la cabeza. Si un hombre es blanco, automáticamente se convierte en rico. Da igual que usted y yo veamos que no tiene ni dos céntimos con los que pagar el alquiler. Para ellos, el blanco es el color del dinero.

—Cierto —admitió Kramer, lanzando su cerilla al patio de la Brigada—. Pero eso pasa con los ladronzuelos.

—¿Y estos, qué son? De acuerdo, saben disparar y conducir y saben salir corriendo, pero ¿qué más podemos decir de ellos? Que son idiotas, como los demás. ¿Sabe lo que me vino muy bien hoy? Almorcé con el general de brigada y hablamos de este tema. “Hans”, me dijo, “¿a dónde creen que van? Deténganse un momento y enfoquen esto como es debido. Dígame a cuántos casos de robo a mano armada en negocios pequeños se han enfrentado y cuántas veces dieron con un testigo que les ayudase a encontrar a los culpables”. Me vi obligado a admitir que en todos mis años de experiencia, sólo en dos ocasiones y que, en las dos, el testigo había sido europeo. El resto de las veces actuamos gracias a las informaciones recibidas una vez que los ladrones empezaban a gastarse el dinero o a emborracharse y presumir en las cantinas ilegales. “Eso es lo que ocurre siempre que se investiga un robo”, dijo el general de brigada, y le aseguro que me hizo sentir como un tonto.

—¿En otras palabras, señor?

—Cuando se trata de un asesinato, buscamos el motivo —dijo el coronel con un tono de voz circunspecto—, pero en el caso del robo, el motivo lo tenemos delante de las narices. Quieren dinero, así que matan y roban para conseguirlo, todos los días y en todo el país. ¿La vida? Para ellos la vida no tiene valor. Sin embargo, usted empieza a querer ver algo nuevo en este asunto, como si se tratase de un caso en el que hubiera que preguntar: “¿Para qué matar a este hombre?”.

Kramer observó a un pájaro alzar el vuelo desde el único rosal para picotear los frutos de la palmera, mientras su pitillo se convertía en ceniza sin que él se diera cuenta.

—A ver, ¿existe alguna implicación personal que yo no conozca? —preguntó el coronel, riendo suavemente y dándole un leve codazo. Pero la astucia brillaba en sus ojos.

—¿Lo dejo hasta que alguien empiece a hablar y me dedico al caso Bergstroom?

—No. La gente corre peligro mientras esos locos anden sueltos, no me entienda mal. Marais puede continuar realizando las labores rutinarias. Suena duro, pero si hay que imponer prioridades, en ese caso sólo hay una víctima. Además, empiezo a tener mis dudas sobre lo de la serpiente. Nuestro querido Stry…

—Dos, si contamos a Stevenson.

—Lo suyo hoy es poner peros, ¿no? Creo que piensa demasiado. Dígale a Zondi que se mueva e intente sacar algo del otro lado. Esa es nuestra única oportunidad. Usted hágale el seguimiento.

—¿Y quién le hará el seguimiento a Marais?

—Yo no —dijo el coronel, y se marchó a su despacho.

No había estado tan mal la charla.

Wessels aguardaba a Kramer con una foto en la mano, sacada de uno de los libros de fichas que debía repasar.

—Tengo a un posible sospechoso, señor —dijo con ansia.

—¿Y quién es cuando está en su casa?

—Gosh Twala, hombre bantú de cuarenta y tres años.

—No he oído hablar de él. Venga.

Recorrieron el pasillo y entraron en el despacho de Kramer. Zondi tenía los pies cómodamente apoyados en el archivador.

—Eh, tú, levanta. Gosh Twala, ¿lo conoces?

—De poca monta, jefe.

—¿Haciendo qué?

—Robando coches. Le cayeron ocho años en el sesenta y seis por eso. El caso lo llevó Sithole.

—¿Y últimamente?

—Lo último que supe de él es que trabajaba en el ladrillar.

—¡Ese es el paraíso de los pillos! Pero también significa que habrá perdido eficacia para llevar a cabo asaltos exigentes y cosas similares.

Zondi asintió y dijo:

—Es un trabajo terrible, muchos hombres acaban mal. Pero el problema de Twala es que le dijo a Sithole quién le compraba los coches e hizo caer a tres más. Ahora nadie le compra nada. Está acabado.

—Pues estoy casi seguro de que era él quien conducía el coche —dijo Wessels—. Lo pude ver más tiempo que al otro y tiene la parte de atrás de la cabeza igual de aplastada, y la forma en que le sobresalen las orejas.

—¿Qué dices, Zondi? ¿Merece la pena ir a por él?

—Es un buen conductor y tiene muchos permisos.

—¿Necesitas ayuda?

Zondi negó con la cabeza, se puso el sombrero y se fue con aire desenfadado.

—¿Qué hago ahora, señor? —preguntó Wessels mientras Kramer se recostaba en su silla y se quedaba mirando a la pared.

—Creo que va siendo hora de que se quite esa peluca y se vista.

—¿Señor?

—Es lo más parecido a un testigo que tenemos, así que he hablado con el coronel para que, de momento, lo transfieran a nuestra unidad, ¿le parece bien?

—Muy bien, señor.

—Pues lo quiero de vuelta dentro de una hora. Váyase.

Cuando Wessels abandonaba el despacho, sonó el teléfono. Kramer lo ignoró un rato y luego descolgó. Habían encontrado un Ford amarillo, matrícula NTK 4544, abandonado a menos de un cuarto de milla del café. Los de huellas estaban en ello.

LOS CALLEJONES QUE DIVIDÍAN la manzana posterior al Juzgado habían sido lo que más le gustaba a Marais de Trekkersburgo, si tenía que gustarle algo. Eran como los cortavientos de las plantaciones, que zigzagueaban aquí y allá y se entrecruzaban, sin planificación aparente pero haciendo sentir al que los usaba que sí la había. Mientras que las columnas y adornos de escayola, y los anuncios colgantes de sofisticada caligrafía rechinando en sus soportes, lo convencían de que se encontraba en medio de una película de los tres mosqueteros.

Pero se había hartado de aguantar hijos de puta que se las daban de superiores y habían conseguido estropearlo todo. Le habían destrozado la mañana y su sándwich de queso, y ahora también le estropeaban la tarde.

Aquellos callejones ya no le parecían románticos: no eran más que callejas mugrientas entre oficinas de vestíbulos vacíos y prohibidos y tiendas que vendían jarrones agrietados y cucharas sucias que guardaban en vitrinas, mientras que la fugaz imagen de una secretaria altanera pintándose las uñas le resultaba tan molesta como el desagradable olor a tinta de la multicopista.

Se detuvo un momento para observar a una vieja bruja negra aplastar un cartón que había sacado de una pila de basura a la espera de ser recogida. Lo pisoteó, caminó despacio por encima de él y luego lo añadió a un montón tan grande que iba a ser incapaz de levantarlo. La montaña de cartón se levantó y Marais pudo ver que bajo ella llevaba una carretilla casera. Era verdad lo que decían: algunos empezaban a usar el cerebro, en vez del trasero.

Marais se estaba entreteniendo a propósito, aunque no quisiera admitirlo. Intentaba retrasar su entrada en el vestíbulo del número 22, que quedaba enfrente, preguntándose si la vieja bruja estaría cometiendo una infracción para luego perderse en las vertiginosas legalidades de cómo se establece la propiedad de la basura entre el momento en que se desecha y se recoge. No le servía de nada: iba a tener que seguir adelante con su trabajo y terminarlo.

—Eh, ¿a dónde se cree que va? —retumbó una voz a su espalda, haciéndolo resbalar en la alfombrilla de fibra de coco.

Era Goldstein, el abogado, que le gritaba desde su oficina, en el segundo piso de la casa de enfrente.

—Estoy investigando —respondió Marais con rigidez.

—¿En esa casa? Hijo mío, no sabe en qué lío se mete. De dos a cuatro, el amigo que vive ahí mantiene una consulta muy especial.

—Ese no es mi problema.

—¡Dígame que me toma el pelo! ¡Dígame que no tiene un corazón tan duro! ¿Arrancaría a un hombre del abrazo de su…?

—¡Oh, déjalo ya, Ben! —gritó otra voz, ahora directamente por encima de su cabeza.

Ben saludó con su puro a quienquiera que fuese.

—¿Quién es el memo que está ahí abajo? —preguntó perezosamente la voz de arriba.

—Mañana, en la sala A del Tribunal, te despedazaré poco a poco —gritó Ben con fingida confianza—. No te retrases, ¿me oyes?

Luego frunció los labios, le lanzó un beso a su rival oculto y cerró la ventana.

Marais, que tenía cosas más importantes que hacer, se largó de allí y nunca más volvió.

ZONDI AGUARDABA IMPACIENTE bajo una de las cuatro altísimas chimeneas. El polvo de los ladrillos era algo terrible: no sólo recubría el suelo, la arenilla también saturaba el aire.

El capataz salió de su oficina, sacudiendo una sandalia para librarse de una piedra que se había encajado entre los dedos gordos y rosados de sus pies, y le hizo señas.

—La próxima vez te traes una notita, ¿me oyes?

—¿El teniente se lo ha explicado?

—No, claro que no. No estaba, aunque había otro europeo que te conoce, así que supongo que puedo permitírtelo. Pero es que no quiero que cualquier negro se crea que puede aparecer por aquí, hacer lo que le dé la gana y crearme problemas con mis hombres. ¿Twala? ¿Era ese?

—Sí, por favor, señor. ¿Está trabajando hoy?

—¿Y cómo quieres que lo sepa yo? Pregúntaselo a su caporal negro. Él es quien me da la lista de los que han faltado.

—¿Dónde lo encuentro?

—¿Al caporal?

—Sí, señor.

Tanto retraso empezaba a preocupar a Zondi. Había notado las miradas hurañas y concentradas que le dirigían aquellos hombres andrajosos que empujaban las carretillas llenas de ladrillos procedentes de los hornos. Muchos de ellos lo conocían y pronto la alerta habría llegado al rincón más alejado del ladrillar.

—Oye, mira, no estoy aquí para hacerte a ti el trabajo. Pregúntale a ese viejo de ahí —dijo el capataz mientras terminaba de examinar la identificación de Zondi y se la devolvía.

El viejo no cooperó mucho más. Tiró de la desgarrada chaqueta para cubrir las quemaduras del pecho, que parecían salpicaduras de alquitrán, tan densas eran las cicatrices, y murmuró algo acerca del horno número nueve.

—¿Le he hecho una pregunta sencilla a un hombre tonto? —ladró Zondi.

—¿A quién buscas?

—A Twala.

—Sí, ese es de los malos, lleva cuidado con él.

—¿Quieres ver cómo lo llevo?

El abuelo sonrió, dejando a la vista los tres dientes de delante que aún conservaba, y empezó a andar para guiarlo, brincando ágil con sus piernas arqueadas sobre los escombros de los ladrillos desechados.

Cruzaron bajo un paso elevado y Zondi se dio cuenta que estaba justo detrás de la cámara de cocción, con las entradas de los hornos, redondas y bajas, embutidas en sus curvos muros a intervalos de veinte metros. El abuelo le indicó que los que estaban tapiados esperaban a que el calor aportase su dureza a los ladrillos. Los hombres que sellaban el número ocho dejaron de trabajar al acercarse Zondi y se hicieron a un lado para permitirle el paso. La no disimulada repugnancia que les producía les impidió darse cuenta de que el cemento resbalaba de sus paletas. Un rostro, encapuchado con un saco para proteger los hombros de la carga, miró hacia otro lado con rapidez, pero no antes de que Zondi reconociera a un destilador de alcohol ilegal que había sido muy famoso y al que había metido entre rejas y dejado sin negocio. La verdad es que con tanto fuego y tantos peligros, aquel lugar se parecía bastante al infierno, pensó con seriedad. Era mejor cavar zanjas todo el día bajo el sol.

Habían introducido un cable eléctrico en el horno para proporcionar luz mientras se apilaban los ladrillos y Zondi lo siguió solo, ya que el abuelo de repente había perdido las ganas de presenciar la confrontación.

Pero no se produjo. El caporal, al que encontró dormitando detrás de una pila terminada, juró que Twala no había ido a trabajar aquella mañana y llamó a los hombres de su equipo para que lo verificaran.

Todos estuvieron de acuerdo en que aquello era verdad de la buena y añadieron que les daba mucha pena que el policía hubiese ido hasta allí para nada. Además, bien pensado, el Twala que les había descrito no se parecía en nada al que ellos conocían. Tal vez debería buscarlo en la fábrica de aluminio o en la planta de montaje de automóviles.

Ahí se pasaron de la raya.

Zondi salió y miró a su alrededor. Se fijó en que a la entrada del horno número ocho le faltaban aún las últimas seis hiladas de ladrillos y sacó la pistola.

—Terminad de cerrarla —ordenó a los hombres.

Nadie se movió.

Con la mano izquierda agarró a uno de ellos, lo obligó a darse la vuelta y lo lanzó contra los demás.

—¡Cerradla! —gritó.

La entrada al horno sólo tenía cinco ladrillos de ancho y se tardaba muy poco en acabar de cerrarla, menos aún si nadie se fijaba en los detalles.

Al poco, el horno escupió un Gosh Twala aterrado.

DESDE LA CUESTA DEL FERROCARRIL, las laderas eran de un verde exuberante e intenso, y se veían pocas casas desde la carretera, aunque Marais distinguía tejados aquí y allá, tras los setos y matorrales de bambú. En los amplios céspedes crecían los hibiscos y las hortensias. Sus enormes ramos de pálidos colores señalaban el acceso a gran número de los caminos de entrada. Para cumplir con su parte de tan exuberante planificación, el municipio había plantado cañas de indias de colores encendidos en las isletas y franjas centrales de la carretera.

Casi todo el tráfico estaba formado por camionetas de reparto de las mejores tiendas, motos que entregaban los pedidos de bebidas alcohólicas y pequeños coches ingleses llenos de perros y niños con pedigrí.

Excepto las niñeras, que jugaban con los niños a su cargo en los jardines donde podían hablar con sus amigas, no se veía a nadie más.

Marais se arrepintió de no haber llevado un mapa. Luego vio a un encargado del mantenimiento de las alarmas antirrobo pasar en su furgoneta y lo detuvo para preguntarle por dónde debía ir.

La casa era la número 34 y además tenía un nombre —Glenwilliam— en hierro forjado sobre la verja. El camino de acceso era largo y giraba a la derecha bajo unos ficus enormes: hasta que Marais no alcanzó el final de la cuesta que trazaba el tramo recto no surgió ante sus ojos la casa de dos pisos oculta entre el destello plateado de los abedules.

En el garaje sin puertas que habían excavado bajo un elevado terraplén cubierto de plantas del desierto, descansaban tres coches. Un Jaguar pequeño, un Datsun cupé de color ciruela y un Land-Rover tradicional con barra de remolque para la motora de al lado, lo cual dejaba una plaza vacía, aunque con manchas de aceite que indicaban que otro automóvil había pasado en ella la noche. Miró el reloj: sólo eran las cuatro y veintisiete. El señor Shirley no habría llegado a casa aún, así que esperaría un par de minutos. Las casas de semejante tamaño solían conseguir que se sintiera pequeño.

Marais acababa de acomodarse en el asiento cuando una negra de mediana edad golpeteó la ventanilla.

—La señora desea saber si el señor sería tan amable de entrar, por favor —dijo con voz suave y sin miedo.

—¿Está segura?

—He hecho té especialmente para recibirlo. No tenga miedo del perro. Sólo muerde a los que no conoce, jamás muerde a alguien si yo lo acompaño al interior de la casa.

—¡Mmm! —dijo Marais, a quien no le gustaba aquel gruñido sordo que salía del pecho lobuno del animal.

Olvidó comprobar si estaba bien peinado en el espejo retrovisor antes de bajarse del coche, así que lo hizo en una de las ventanillas y siguió a la mujer.

Pensó que más criados deberían trabajar en sitios como aquel, así no se quejarían tanto. Lo pensó mientras se fijaba en los pliegues de grasa que caían sobre cada uno de los codos y la forma de andar, torpe y pesada, de la negra.

En el vestíbulo, alguien había puesto espadañas sobre una cómoda de madera y una alfombra que no se agarraba bien a un suelo tan pulido como aquel.

También lo decepcionó la habitación a la que lo llevaron: en las paredes no había cuadros, ni sofás blandos y enormes, ni pistolas de bandoleros. Sólo unas sillas de mimbre pintadas en crema, una mesa grande con flores amontonadas encima y varios jarrones para colocarlas. La criada se marchó.

Y su señora entró un minuto después, adelantando una mano llena de anillos, al final de un brazo muy estirado. Su edad lo desconcertó: el cuello arrugado recordaba a un árbol viejo, pero el rostro era tan suave como una talla de madera a la que le hubiesen aplicado una mano de albayalde puro sin tapaporos, por lo que aparecía el gris en las líneas buriladas a cada lado de la boca.

—Oh, Martha ha logrado persuadirlo para que entre. Me alegro.

El apretón de manos fue un simple roce.

—Soy su madre.

—Encantada de conocerla, señora Shirley. ¿Sabía que iba a venir?

—Peter me llamó justo cuando me preparaba para salir a jugar al bridge. ¡Estos hijos! Insistió en que debería estar aquí por si él se retrasaba un minuto o dos.

—Oh, lo siento.

—No sea ridículo. No se debe tomar a los invitados a la ligera. Aunque usted no sea exactamente un invitado.

—No, exactamente no. Pero tampoco creo que podamos decir que vengo por un asunto de negocios.

—Le aseguro que jamás recibiría aquí a uno de sus clientes. Y eso que mi hijo lo ha intentado más de una vez, señor…

—Sargento Marais.

—¿De qué brigada? En una ocasión conocí a un coronel, creo que era en una cena. Mi marido es juez retirado, por cierto.

—Homicidios y Robos, señora.

—Siéntese, sargento. Me hace desfallecer verlo ahí de pie.

Desfallecido era como se sentía Marais. Aquel no era la clase de recibimiento que había esperado. La señora Shirley empezó a clavar las flores en los pinchos que sobresalían de una pieza redondeada de plomo.

—¿Y esto se debe a ese hombrecillo repelente y sus espantosos asuntos? ¿Qué demonios le hizo a esa joven para que nos empachen con esas horripilantes historias sobre víboras bufadoras o lo que fuera?

—Nuestro trabajo consiste en averiguarlo —respondió Marais, sentándose en el borde de una silla que crujió.

—¿Pero resulta verdaderamente necesario? —preguntó la mujer mientras cogía unas tijeras de podar para descabezar unas rosas.

—Hay que hacer respetar la ley, señora Shirley.

—¡Santo cielo! ¿Pretende decirme lo que la ley debe hacer o no hacer cuando llevo treinta años casada con ella? Lo que quiero decir es si resulta necesario, si le exigen que acose a Peter de esta manera.

—¿Qué? Sólo hago lo que se me ha ordenado: reunir las narraciones de lo que hicieron los miembros presentes en el club aquella noche. Por desgracia, señora Shirley, aún no hemos encontrado a nadie que viera a su hijo salir de allí o que sea capaz de verificar lo que le ocurrió a partir de la medianoche.

—¿Eso es todo? —preguntó la señora Shirley con irritación.

—¿Cómo?

—Estoy segura de que Martha y yo recordamos perfectamente su vuelta a casa el sábado por la noche.

—Ah, ¿sí?

—¿O únicamente le interesa lo que pueda decir él?

Marais se irguió ligeramente para mirar por la ventana. Aún no había llegado el otro coche.

—Si no le molesta, se lo agradecería —respondió, sacando su libreta para reforzar su postura—. Cuanto más, mejor, ya sabe.

La fría mirada de la mujer le entró por los ojos y bajó por su columna vertebral.

Desde luego, aquel no era su día.

LA PUERTA ESTABA CERRADA y Zondi acudió a abrirla en mangas de camisa, haciendo amago de sonreír al ver quien era.

—¿Ha habido suerte? —preguntó Kramer al entrar en la sala de interrogatorios y echarle un vistazo a lo que se apoyaba contra la pared.

Gosh Twala había cambiado mucho desde la última foto, como si se la hubiese hecho uno de esos bribones de postín del centro y ahora todos los retoques se hubieran borrado. Tenía las mejillas hundidas y no le brillaban los ojos, mientras que la piel mostraba ese aspecto apagado —como el de un encerado que no se ha limpiado bien— que indica la pobreza absoluta de cualquier negro.

—Jura que no se ausentó del trabajo los días en cuestión y dice que su caporal lo jurará también.

—¿Es eso cierto, Twala?

—Sí, sí, por favor, amo. Es la pura verdad.

—Sé que ese caporal es un mentiroso —dijo Zondi.

—Así que podría haberse escaqueado.

—Es posible.

Pero por la forma en que Zondi lo dijo, Kramer supo que ni estaba convencido ni interesado.

—¿Por qué lo has traído?

—Surgieron dificultades, jefe. Al capataz le gustan mucho las formalidades.

—Ah, ¿sí?

—Además, quiero saber por qué se ocultó de mí. Dice que fue porque alguien gritó su nombre en la oficina y los otros chicos le dijeron que yo estaba allí.

—Tuve miedo —dijo Twala, levantando las manos como un mendigo.

—¿Y en los bolsillos?

—No había nada.

—Por supuesto, negará todo conocimiento de los robos.

Zondi asintió.

—¿Qué dice el agente Wessels? ¿Lo ha visto?

Zondi asintió de nuevo. La apatía volvía a apoderarse de todos: seguían sin resultados. En el Ford amarillo no había aparecido ni el más mínimo rastro de una huella o de cualquier otra cosa.

—¿Le has hecho saltar ya?

—No, jefe —respondió Zondi, e hizo que Twala saltara de un lado a otro, de forma que se le cayera cualquier cosa que hubiese ocultado en el interior de su propio cuerpo, un truco que empleaban en la cárcel para esconder el tabaco y que enseguida se había adaptado para el hachís.

Entonces se abrió la puerta y Sithole dijo:

—Disculpe, teniente, pero han encontrado un coche.

—Eso ya lo sé, hombre —respondió Kramer muy irritado—, así que, largo.

Observaba una mancha escarlata que se propagaba sobre el asqueroso jersey que Twala llevaba pegado al cuerpo.

—¿Se lo has hecho tú, Zondi?

—No. ¡Déjame ver! Es una herida de arma blanca, jefe.

—Vaya patinazo, ¿no?

Entonces Twala empezó a decir que únicamente se había defendido, que la culpa la había tenido el otro por beber demasiado y que no lo había matado, sólo le había dado una lección. El resto lo dijo todo en zulú.

Al final de la parrafada, Sithole volvió a asomar la cabeza y dijo:

—Disculpe, teniente, pero se trata de un coche que ha sufrido un accidente, con gente dentro.

TODO CAMBIÓ cuando Peter Shirley llegó por fin a casa en su MG deportivo, pidiendo todo tipo de disculpas por el retraso de media hora, pero un par de idiotas sin gusto habían estado a punto de volverlo loco poniéndole pegas a una tapicería que les iba perfectamente.

—No es precisamente lo que yo consideraría una profesión —dijo con desdén la señora Shirley, aceptando el picotazo del hijo en la mejilla levantada.

Después se retiró, para gran alivio de Marais.

Shirley tampoco era como se lo había imaginado. Marais y él compartían una complexión media, tirando a baja y robusta, pero en lo demás seguían caminos separados. Shirley llevaba el pelo diez centímetros más largo, tenía buen tipo pero se le notaba algo blando y sus ojos no habían visto nada. Además, se comía las uñas. Su madre tenía que haberle echado zumo de aloe o mostaza, eso habría acabado con semejante costumbre antes de que fuera demasiado tarde. Con todo, parecía buena gente.

—Veo que no ha tomado el té —dijo Shirley en cuanto se quedaron solos.

—Bueno, es que estábamos charlando. Su madre, la señora Shirley, me contaba lo que había hecho usted.

—Me alegro, aunque lamento haberlo dejado plantado con el dragón. Si le parece bien, le pediré a Martha que nos traiga otra tetera.

—Pero ¿no tenía usted prisa?

—No es cuestión de vida o muerte. Y por Martha no se preocupe. Es una ricura.

Marais se levantó y estiró las piernas. Luego se acercó al centro de flores, que estaba sin terminar, con las flores más largas situadas a un lado en vez de en el centro.

Shirley sólo estuvo fuera dos minutos y cuando volvió venía atiborrándose de pastel de chocolate. Le pasó la fuente a Marais para que eligiera uno.

—¡Qué pinta! Gracias.

—También lo ha hecho Martha. Hace de todo. Eso sí, he intentado ayudarla a mejorar su alfabetización, pero no quiere.

—Los mejores saben cuál es su sitio.

—En eso podríamos no estar de acuerdo —contestó Shirley, sonriendo amablemente—, pero naturalmente usted ve una cara de la comunidad africana mucho más sórdida de la que pueda ver yo. Eso contribuye a tergiversar algo las cosas.

—En mi opinión, un cafre es un cafre, se mire del lado del que se mire.

Shirley se rió y se atragantó con una miga del pastel, por lo que él mismo se golpeó la espalda con fuerza.

Luego entró Martha con el té recién hecho y Marais quiso darle las gracias en sesotho, la única lengua bantú que hablaba. La mujer se rió satisfecha y se marchó con su andar tambaleante.

—Cuando era niño sabía hablar zulú —comentó Shirley—, pero me temo que ya no me acuerdo de nada. ¿Leche?

—Y tres de azúcar, por favor.

—Es una pena que el viejo se haya ido de caza. Se habrían llevado genial, usted y él. Tienen muchas cosas en común.

Marais asintió, halagado porque al menos había alguien que lo consideraba tan válido como cualquier otro que buscara justicia. Luego se tomó el té a toda prisa para sacar la libreta y no causar más molestias.

Shirley lo miró atentamente, con la barbilla apoyada en una mano, y dijo:

—Dígame, ¿en qué puedo ayudarle exactamente?

—Comprenda que esto es simple rutina: dígame qué hizo el sábado por la noche.

—¡Dios mío! ¡Menuda velada! Tenía fichada a una enfermera monísima que estaba deseando olvidarse un rato de tanta cuña, pero no apareció.

—Habernos pedido que la buscáramos —bromeó Marais.

—¡Lo recordaré para la próxima! La verdad es que se trataba de una cita a ciegas. La esperé en la residencia de enfermeras, pero no se presentó. Le dejé una nota, por si algo la había retenido en el trabajo, suele pasar, y me fui a esperarla al Tipi. Al cabo de un rato fue apareciendo la gente de siempre, pero yo no estaba de humor y me senté en una de las mesas para dos personas que tiene Monty. La chica podría llegar en cualquier momento y no estaba dispuesto a que alguno de esos tipos le pusiera las manos encima.

—¿Ha dicho Monty? ¿Tenían mucha confianza?

—Le decoré el local. Yo le hice el veinte por ciento de descuento y él me hizo socio de por vida. No está mal el cambio, ¿verdad?

Marais tomó otro pedazo de pastel. En la fuente quedaban dos, uno para cada uno.

—¿Y después, señor Shirley?

—Vi la primera actuación de Eva y decidí quedarme a ver la segunda.

—¿Aún podía llegar la enfermera?

—Para entonces ya me había olvidado de ella, sinceramente. Le había atizado bien al vino peleón y ese segundo pase… ¡me parece que esto no es digno de su libreta! Toma nota a una velocidad increíble.

—Porque antes de entrar en el cuerpo trabajé en los juzgados.

—¿De verdad? Eso no debe ser muy corriente. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí: terminó la actuación, yo me moría por hacer pis y me fui pitando al baño de caballeros. Cuando salí, parecía que todo el mundo se había marchado, excepto Monty, que tenía problemas con ese idiota que se desayuna todos los días a los del Mau Mau. Le aseguro que no tenía intención de verme metido en eso, así que me largué hacia el otro lado y llegué a la puerta sin problemas. Fue un alivio. Ese hombre…

—¿Y los de la banda?

—También se habían ido. Siempre salen corriendo, debería verlos.

—¿Y la hora?

—No sabría decirle exactamente. ¿A y cinco? Algo así.

Marais dejó la taquigrafía para anotar eso en mayúsculas.

—¿Aún no ha terminado, sargento? ¿Algún ser querido y cercano se ha dedicado a ensuciar mi nombre?

Marais miró hacia la puerta y sonrió.

—Casi. Es que Stevenson nos dejó un mensaje en su nota de suicidio que decía: “¿Por qué no hablan con Shirley?”.

—¡Qué curioso!

—¿No le dice nada?

—No. ¿Y a usted?

—La verdad, me tiene perplejo. Lo mismo le ocurre al teniente… y al coronel. ¿No tendría algo que ver con Eva… con la señorita Bergstroom?

Shirley le sirvió una segunda taza de té a Marais mientras lo pensaba. Luego se sirvió otra para él.

—¡Ah! Creo que ya lo tengo. Quizás esté en esa nota por algo que Monty me confió esa misma noche, algo muy secreto. Vio que estaba solo y se acercó para charlar. Pedimos una botella y después de poner a caldo a las mujeres en general, dijo que aquello no iba por la señorita Bergstroom porque creía mantener, y cito, “una hermosa relación” con ella. ¿Conoce a la mujer de Monty? Dios, es increíble. Pobrecito Monty. También era una especie de ricura, a su manera.

Marais pasó las hojas de su libreta hasta encontrar las notas de lo que le habían contado la señora Shirley y la criada.

—Ahora repasemos rápidamente lo ocurrido después de que abandonase el club, para acabar con todo esto de una vez —dijo.

Ni un solo detalle dejó de coincidir con lo que ya le habían contado a Marais. Shirley llegó a casa a las doce y media, después de un viaje en coche de veinte minutos desde la ciudad. Más o menos a la una ya estaba durmiendo. Así de sencillo.