HABÍAN HECHO ESPACIO sobre el escritorio del coronel. Al poco, llegó un ayudante del museo y depositó sobre él una gran bandeja esmaltada cubierta con una variedad de trozos y pedazos llenos de color.
—Pero es lo más asqueroso que he oído en mi vida —dijo el coronel, retrocediendo ante el hedor a amoniaco de la serpiente—. ¡Cuesta imaginar que alguien pueda hacer algo así!
—Eso es lo mejor —murmuró Kramer, acercándose para observar la demostración.
—¿En el calor del momento, Tromp?
—Puede ser, señor. O el cabrón sabía de serpientes.
—Querían verlo y voy a mostrárselo —dijo Strydom.
—Y yo les aseguro que los hechos hablan por sí solos —añadió Bose.
A veces resultaba difícil decidir cuál de los dos hacía el papel serio en aquella pareja de cómicos.
—Lo que ocurrió fue que el señor Bose comentó que la fallecida debía tener unos brazos muy fuertes para lograr romper la médula espinal —dijo Strydom—. Tuve que explicarle que era de constitución ligera tirando a media y que sus manos habían aparecido en el lugar en que deberían estar: cerca de cada uno de los extremos del reptil. Entonces descubrimos…
—Por medios empíricos —intervino Bose.
—Sí, haciendo la prueba nosotros mismos con un pedazo de cuerda, descubrimos que cuando se sujeta una serpiente de igual longitud a cada lado, no se tiene demasiada fuerza en los brazos.
—El momento decisivo es cuando los brazos comienzan a describir un ángulo obtuso en el codo y el factor de apalancamiento disminuye —explicó Bose—. De ahí la dificultad de abrir al máximo cualquier extensor.
—Gracias —dijo el coronel, que era bueno con el público en general.
—Pero, por motivos de seguridad, ¿la joven continuaría sujetando los extremos? —preguntó Kramer.
—Cierto —admitió Bose—. Tenía que controlar tanto la cabeza como la cola en un esfuerzo por…
—Luego descubrimos que los tejidos estaban ligeramente dañados donde las manos de ella habían agarrado a la pitón —continuó Strydom—. No tanto en la zona de la cola, donde la presión se había ejercido en la dirección de las escamas, pero desde luego sí detrás de la cabeza, una vez retirado el exceso de sangre.
—Y que había daños considerables en otros dos puntos mucho más próximos a la curva central del cuerpo. Por eso les remitimos a esta sección del pulmón derecho, que muestra graves contusiones e incluso indicios de desgarramiento.
—Este es el hígado, que también muestra contusiones —dijo Strydom.
—Y fíjense, por favor, en el deplorable estado del esófago —intervino Bose.
Marais chasqueó la lengua.
—¿Y se usó mucha fuerza? —preguntó el coronel.
—Una cantidad considerable —respondió Strydom—, tal y como establecimos con la ayuda de otra serpiente, cuando se hubo descongelado. Por eso tardamos tanto. Para ocasionar los mismos daños hubo que machacarla, apretar hasta que el brazo entero temblaba. O el asesino era un tipo muy grande o estaba medio loco en ese momento, como cuando no somos conscientes de la fuerza que tenemos.
—Podría ser —dijo Kramer—. Sin embargo ¿no es posible que sólo intentara quitársela de encima a la chica?
—¿Y el resto de las pruebas, Tromp?
—Eso no lo sé —respondió Strydom—. Pero ¿usted se quita la corbata tirando con fuerza de cada extremo? ¡Nunca! Y él tuvo que tirar de esa forma porque, como ya explicamos antes, la médula…
—También nos gustaría que prestaran atención a esta muestra de piel que tomamos en uno de los puntos donde se produjeron daños considerables.
—¿Sí, señor Bose?
—Observarán que las puntas de los dedos se hundieron profundamente.
—Y si hubiesen pertenecido a la fallecida, sus uñas, que eran muy largas y puntiagudas, habrían atravesado la piel —declaró Strydom con aire triunfal, mirando a su alrededor.
Luego Bose salió de la habitación, pidió al ayudante que retirase la bandeja y se despidió.
—En marcha —dijo Kramer.
MIENTRAS, A NUEVE manzanas de distancia hacia el Este, un coche amarillo arrancaba, daba la vuelta a la esquina y se adentraba en Claasens Street.
Wessels, oculto en la estrecha entrada de una barbería en ruinas, se encogió de hombros. No podía vencerlos a todos. Acababa de ocurrírsele que podían haber programado una entrega a la vuelta de la esquina cuando se encontró encajonado por una figura que se tambaleaba.
—¡Buenos días, señorito! ¿El señorito disfruta del sol?
Era Rex du Plooi, el camello mestizo, que a esas horas ya iba tambaleándose y sujetaba una botella vacía pegada a la oreja, como si escuchara el mar. Muchos blancos creían que los mestizos constituían una mezcla de los peores rasgos de cada raza cuya sangre corría por sus venas. Wessels había descubierto que, en la mayoría de los casos, eso no era más que pura difamación. Pero en el caso de Rex parecía verdad y sólo hacía falta un poco de vino barato para convertirlo en una especie de cóctel Molotov listo para explotar en cualquier momento.
—Sí, eso mismo, Rex. Estoy disfrutando del sol.
—Muy bien, señorito. Eso está muy bien.
Seguramente se le había dado bien la noche y, si lo interrogaba con mano izquierda, podría obtener buenos resultados. Pero en el estado en que se encontraba Rex, un solo paso en falso podría significar la muerte de uno o del otro.
El miedo crepitó agradablemente en su interior, intensificando su capacidad de percepción.
—Parece que tú también has hecho un buen viaje, ¿eh, Rex?
—¿Señorito?
—He dicho que parece que te han ido bien las cosas.
—¿Y cómo le van a usted, señorito?
—Ya te lo he dicho.
—Pero de este lado no da el sol, ¿lo ve? Por eso me preocupa encontrarlo en este sitio sucio y frío, con el suelo lleno de caca de perro y gomas.
Wessels miró hacia abajo. No se había fijado en los excrementos ni en los condones usados. Incluso había pisado más de uno.
—El sol está en la cabeza de cada uno, Rex, ya deberías saberlo.
—Pero usted tiene los ojos muy grandes, señorito.
—¿Por qué lo dices?
Wessels pensó que ya sabía la respuesta: había metido demasiado la nariz en una de las entregas de Rex y lo que el camello pretendía no era sólo emplear una táctica dilatoria. Así que no dudó un segundo antes de hundir cada uno de sus pulgares en los ojos del otro y salir por patas.
Vaya, ahora sí que se había cargado su tapadera por completo, pero aún tenía la posibilidad de anotarse un último tanto.
Continuó corriendo para volver a Claasens Street dando un rodeo y esquivando el escaso flujo de peatones hasta que divisó el coche amarillo aparcado en doble fila al otro lado.
Aunque ahora dentro sólo estaba el conductor.
Un conductor cuya actitud vigilante confirmó sus sospechas sin asomo de duda: el pasajero había bajado para hacer la entrega en aquel mismo momento. Lo más importante era ver de qué callejón o edificio emergía y echarle otra ojeada a la matrícula.
Wessels continuó por su lado y se acercó tanto como se atrevió sin delatarse. Luego se ocultó tras un camión que estaba aparcado. Otra vez le sonrió la suerte porque los rayos del sol caían en un ángulo que permitía ver los números grabados en relieve de la placa trasera, a pesar del barro. Había leído 4544 cuando oyó un rápido bocinazo y levantó la mirada justo a tiempo de ver la mano del conductor apoyarse de nuevo en el volante. El cabrón empezaba a inquietarse.
Luego, ni el petardeo de un coche consiguió distraer a Wessels mientras se concentraba en identificar las letras del distrito que precedían al número. Parecía que eran de Trekkersburgo, pero debía asegurarse. Lo eran: NTK.
“¡Maldita sea!”, exclamó Wessels para sí. En los tres segundos que le había llevado hacerlo, el pasajero estaba de vuelta en el coche, que salía disparado hacia Peacevale. En su opinión, había presenciado algo imposible.
Pero no tuvo tiempo de darle más vueltas. En ese momento, al otro lado de la calle, alguien empezó a gritar: “¡Policía!, ¡llamen a la Policía!”, y cruzó para ver qué pasaba.
KRAMER RECIBIÓ LA NOTICIA del atraco en el Café Munchausen cuando terminaba de darle instrucciones a Marais.
—Espera un segundo. A ver, sargento, ¿lo ha entendido? Quiero una lista de todos los que estuvieron esa noche en el club y que compruebe todas las coartadas. Quiero que se concentre en los que se apartaron de su grupo, los que estuvieron solos o algo parecido. Bueno, Zondi, ¿qué querías?
Zondi le contó lo que sabía. Estaba embrollado pero fue suficiente.
Luego Zondi lo trasladó en plena hora punta nueve manzanas de distancia hacia el Este en dos minutos. Dejaron el Chevrolet tirado en la calle al llegar a Claasens Street, que estaba completamente atascada, y se abrieron hueco entre la multitud apiñada a la puerta del café.
—¡Madre mía! —exclamó Kramer.
A través de la amplia puerta de entrada vio a Wessels, a los agentes de uniforme Smit y Hamlyn, y a una anciana arrodillada sobre un cuerpo, mientras un extranjero alto observaba.
—Esto es algo más que un tiroteo, jefe —murmuró Zondi mientras hacía una señal con la cabeza.
—Testigos —dijo Kramer.
—Bien —respondió Zondi, y se volvió hacia la multitud.
Al entrar Kramer en el café, Wessels se le acercó y le hizo un breve relato de lo que había visto y oído, añadiendo que la víctima murió enseguida debido a la herida de bala recibida en la cabeza.
—Ya. Dígale a Smit que salga y abra camino para Kloppers y el médico. Será mejor que Hamlyn se quede en la puerta.
—¿Y yo, señor?
—¿Qué ocurre con la matrícula?
—Se la he pasado al centro de control, señor.
—Bien. Empiece por interrogar al personal no blanco. ¿Cuántos hay?
—Sólo un cocinero y un camarero.
—Pues hágalo mientras la cosa esté reciente. Ya sabe lo rápido que se agotan esas memorias.
Kramer se sentó a una mesa junto a la cristalera, cogió una pajita del vaso que las contenía sobre el mantel a cuadros y observó la habitación. No era nada especial. El típico café. El típico café, ya estuviese regentado por indios, griegos, italianos o portugueses. Paredes amarillas, suelo de baldosas azules, mesas de madera, sillas de metal cromado, grandes ventiladores eléctricos, fotos de puestas de sol y montañas de cimas nevadas, una máquina de discos, menús en soportes de plástico, todo tan normal y sencillo como su comida, que el aroma a perritos calientes y sopa volvía apetecible. La muerte del hombre lo hacía diferente.
La impresión general desaparecería y en su lugar surgirían mediciones tediosas y exactas, notas sobre sus rarezas y rasgos exclusivos, fotografías a patadas y el requisito de que todo aquello cuadrase con lo que podía haber pasado. Con lo que había pasado.
El retablo alrededor del cuerpo cambió. La anciana se sentó sobre sus delgados talones y el extranjero se santiguó.
Lo que distinguía al Munchausen de muchos otros cafés era la entreplanta o galería que se alzaba por encima de la cabeza de Kramer y que reducía la altura del techo, haciéndola más acogedora. O habría resultado más acogedora si su estructura no pareciera tan endeble y poco segura. Debía comprobar qué había allí arriba. Además, el mostrador no era muy grande y quedaba medio escondido en el rincón más alejado, con la caja registradora encima y detrás, vitrinas para el tabaco. Junto a la caja, en el lado más próximo, un expositor festoneado con paquetes de celofán llenos de patatas fritas, biltong, barritas de ternera seca y otras golosinas. El expositor podía ocultar la vista de la puerta. Comprobaría eso antes.
Sorteando al muerto y sus dolientes, Kramer se situó detrás de la caja registradora abierta. La visibilidad era buena. Entonces se fijó en que desde aquella posición también podía verse la puerta de la cocina, situada a su derecha, y supuso que al encargado le gustaba vigilar tanto a sus clientes como a sus empleados sin tener que moverse mucho.
Comprobó que a la entreplanta se llegaba por un único tramo de escaleras de madera pegadas a la pared más alejada y separadas por una mampara. El tercio que quedaba a la izquierda parecía ser un pequeño despacho y en el resto había tres mesas más. Pero estaba claro que se usaban para servir comidas de más clase, lo cual dedujo por las servilletas, dobladas como mitras, y la decoración, que incluía redes de pesca, grandes bolas de cristal y viejas botellas de vino con camisas de paja.
Volvió a mirar a la calle.
Wessels salió de la cocina y se acercó.
—El cocinero preparaba los almuerzos que los chicos venían a recoger para sus jefes, el camarero lo ayudaba y la señora Funchal, la anciana, estaba preparando algo especial. Me equivoqué, señor, también hay un lavaplatos negro que ha ido a la clínica a que le saquen una muela.
—Pero ¿qué vieron?
—Nada. Oyeron el ruido y la señora Funchal le pidió al cocinero que saliera a ver qué pasaba. Ninguno de ellos se dio cuenta de que había sido un disparo. El cocinero sacó la cabeza para mirar. No había nadie en el café. Sacó aún más la cabeza para ver si el señor Funchal, el hijo de la anciana, sabía qué había pasado. Vio la caja abierta y la mano del señor Funchal. Lo arrastraron hasta donde está ahora.
—¿Y ese? —preguntó Kramer mientras señalaba con la cabeza al hombre que seguía de pie junto al cadáver.
—Es Da Gama, el sobrino. Cuando entré, él gritaba llamando a la Policía. Estaba arriba, en la entreplanta, trabajando en el despacho. También pensó que era el petardeo de un coche y no bajó de inmediato. Lo hizo salir el grito de su tía.
—Entonces ¿la primera que gritó llamando a la Policía fue ella?
—Sí, señor. No llegué a tiempo de evitar que lo movieran, pero allí es donde estaba.
Wessels señaló hacia la izquierda de donde se encontraba Kramer.
—¿Dónde le dio la bala?
—En medio de los ojos, señor. No es tan alto como usted y creo que el asesino disparó desde la altura de su propio hombro y desde el otro lado del mostrador, porque de otro modo habría atravesado esto y no encuentro ningún agujero.
Wessels hizo una demostración de lo que quería decir, sujetando un arma imaginaria en el ángulo adecuado al mostrador entre la caja y el expositor.
—Eso parece, pero será mejor que esperemos a oír las sabias palabras del doctor Strydom.
—El cabrón fue muy rápido, señor.
—Sí, por lo visto. ¿Cuánto se llevó?
En ese momento se acercó el hombre alto, muy afectado, y se sacó el sombrero con timidez. A Kramer le sorprendió que tuviera un pelo tan rubio, cuando por lo demás coincidía con el tipo de hombre que parecía haber sido el muerto, aunque no bajo y alegre como él, sino su gemelo delgado y deprimido. Sus ojos tenían la dureza de quien está acostumbrado a sufrir.
—Es mi tío —dijo.
—¿Es usted el señor Da Gama?
—Mario Da Gama. ¿Y usted el jefe de Policía?
—Soy el teniente Kramer, de Homicidios y Robos.
—Eso mismo ha sido —dijo Da Gama con amargura.
—¿Sabe cuánto falta?
Da Gama se acercó a la registradora.
—¡No la toque! —advirtió Kramer.
—Ufff… Ochenta, cien. Debo comprobarlo en el registro de caja. No fue mucho. —Negó con la cabeza.
—Parece que ha llegado alguien, señor —comentó Wessels—. Oh, deben de ser los parientes, que ya se han enterado.
—Los llamé yo —dijo Da Gama—. Vienen a llevarse a la abuela. ¿Quieren que consulte ahora el registro?
—Sí, ya voy. Wessels, vaya a decirle a Smit que deje pasar a dos mujeres, pero sólo para que salgan enseguida llevándose con ellas a la anciana, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
—No se preocupe. Puedo traer aquí el registro —se ofreció Da Gama.
—Es menos complicado si voy yo —respondió Kramer, deseoso de abandonar la planta inferior antes de que se produjese una escena emotiva.
Siguió a Da Gama escaleras arriba hasta la entreplanta, sintiéndose como si saliera a la cubierta de un barco, porque una fuerte brisa entraba por unas ventanitas que daban a la calle.
—Huele a comida barata —explicó Da Gama al fijarse en cómo el otro levantaba las cejas—. El olor de las hamburguesas asciende y puede dar al traste con el trabajo de muchas horas. Esta zona es para los clientes que piden las especialidades.
—Ah, ¿sí?
—Los platos especiales de la casa que hace la abuela. A veces los sirvo yo. Sólo por las noches.
—Eso está muy bien.
—Oh, tengo que sacar el rollo de la caja, jefe. ¿Cómo lo hago sin tocarla? Debo presionar al menos una tecla.
—De acuerdo, hágalo —dijo Kramer, desencantado con las cajas registradoras como fuente de huellas dactilares incriminatorias.
Aunque pensó que sería mejor asegurarse de que Da Gama no lo manoseaba todo, así que se acercó a la barandilla de la entreplanta. Se extendía más allá de lo que había pensado y, sin llegar a asomarse por encima, sólo veía el mostrador y un trozo pequeño de suelo vacío. Agradeció que fuera así, porque le bastaba con oír cómo se llevaban a la anciana a la fuerza.
Se concentró en la coronilla de la curiosa mata de pelo rubio de Da Gama y en ver dónde ponía las manos, pero le pareció que tenía cuidado.
—Bueno ¿qué me cuenta? —preguntó cuando llegó el historial de las ventas de la mañana.
—No fue un buen día, jefe. Veintiún rands, más el fondo de caja. Pase.
Entraron en el pequeño despacho, lleno hasta arriba de facturas viejas y otras cosas que deberían haber tirado años antes. Su peso aún daba más la impresión de que el suelo cedería en cualquier momento.
En su esfuerzo por encontrar el registro de caja, Da Gama provocó pequeñas avalanchas sobre el abarrotado escritorio y se hizo daño al dar un manotazo para evitar que se cayese también un taco de albaranes clavados en un pinchapapeles.
Kramer se sentó a horcajadas en la más grande de las dos sillas y esperó, fijándose en los cuadros de sagrados corazones y corderos ensangrentados, y preguntándose a qué sabría el agua del recipiente atornillado junto a la puerta.
—Ochenta y siete rands, y puede que cincuenta céntimos —dijo Da Gama, mientras rodeaba con un círculo la cifra total, escrita en el reverso de la guía telefónica.
Kramer no pudo evitar una breve risa. Eso era calderilla. Aquellos cabrones chalados lo habían vuelto a hacer.
MARAIS SE HABÍA DEJADO encantar por los modales de Shirley.
Normalmente, un acento como aquel lo ponía en guardia y no sin razón, pensaba él. Una vez, cuando era un poli novato, había acudido a un aviso de robo en una casa enorme y elegante, donde le habían dicho que sus ocupantes no iban a ser molestados dos veces en la misma noche y que hiciera el favor de volver a la mañana siguiente. Los hay que…
Pero Shirley había sido todo lo contrario por teléfono: cortés, amable y encantado de ayudar en la investigación, aunque no imaginaba cómo. El único inconveniente había sido encontrar el momento adecuado para reunirse, porque ya tenía un buen número de compromisos inaplazables para la tarde. Luego se les ocurrió quedar a las cuatro y media, hora a la que Shirley se dejaría caer por casa para cambiarse a toda velocidad antes de acudir a tomar un cóctel en casa del juez Greenhill. Sí, el del Tribunal Supremo, ese mismo.
Así que, sintiéndose mucho menos intimidado por tener que relacionarse con la alta sociedad de Trekkersburgo, Marais decidió realizar visitas sorpresa al resto de los nombres de la lista. En Correos habían sido muy amables al facilitarle las direcciones que pertenecían a los números de teléfono de las empresas y negocios que había conseguido.
Si todos eran así, no le iría mal.
APARENTEMENTE DOMINADO por la pena, Da Gama insistía en contarle a Kramer la historia de su vida, o algo parecido. En realidad, Kramer no le hacía caso, sino que pensaba en lo que podría contarle Strydom cuando hubiese terminado de examinar el cadáver.
Aunque se enteró de que el tío José, además de ser un hombre excéntrico y encantador que poseía nueve salones de té y sentía la necesidad de trabajar en el más humilde de todos, había vivido en Sudáfrica casi toda su vida. En contraste con Da Gama, quien había desperdiciado varios años en Mozambique antes de ser expulsado del país. De hecho, de no haber sido por el tío José, que no tenía hijos y cuyas hijas eran todas monjas, Da Gama no habría sabido a quién recurrir. Pero el hombre lo había aceptado con los brazos abiertos, lo había vestido e incluso le había encontrado empleo. Sin duda aquel hombre era un santo.
—Ya —dijo Kramer, pensando que al menos el puñetero ya había dado un paso en la dirección correcta.
—¿Y qué ocurre ahora, jefe?
—Dígale a uno de mis hombres cómo quiere que cierre el local y luego váyase con su familia.
—No son esas nuestras costumbres —murmuró Da Gama, mientras hacía girar el sombrero en sus manos, sujetándolo por el ala—. Además, el sacerdote viene de camino. Debo esperarlo.
—Pues espere en su despacho, ¿de acuerdo? Lo siento, pero este agente tiene que tomar varias fotos y usted andaría por el medio.
—Está bien —dijo Da Gama, y se fue arriba.
—¿Cómo va? —preguntó Gardiner, deteniéndose a su lado mientras cambiaba el objetivo de la cámara.
—¿Usted qué cree?
—He oído decir que Wessels podría identificar a uno de ellos.
—Sí, pero parece que no pudo verlos bien. Aun así, lo he enviado a la Brigada para que mire las fotos de los fichados. —¿Y Zondi?
—Nada.
—Pues vamos a repasar lo ocurrido —dijo Gardiner, y se situó detrás del mostrador para tomar una perspectiva más amplia.
Pero Kramer se negó a sucumbir a la apatía de hombros caídos que empezaba a impregnar el local. Tal vez una buena ojeada al cadáver le devolviera la sensación de cumplir con un objetivo.
Caminó con energía y se situó junto a Strydom, con cuidado de no quitarle la luz.
José Funchal tenía un agujero en el punto donde confluían sus espesas cejas que parecía hecho con un atizador al rojo vivo. Lo siguiente que llamaba la atención eran los párpados llenos de cardenales, el cigarrillo quemado sobre el grueso labio superior y la barba incipiente en la mejilla de Bullmastiff. Como única joya, llevaba un sello de oro con el mismo diseño que el de Da Gama. Su ropa estaba recién lavada pero, sin duda, había sido adquirida en un mercadillo. Lo cual encajaba con la leyenda.
—¿Ha perdido la fe en mí? —preguntó Strydom.
—Como siempre.
—Otra vez del calibre veintidós.
—Sí. Bonito agujero, ¿no? Perfectamente redondo.
—La bala ha entrado desde el ángulo correcto con una precisión casi total, a ras de suelo, lo que puede proporcionarle una idea de la altura del agresor. Debió disparar nada más verlo.
—Así que es el de siempre, ¿no, doctor? ¿El que mide alrededor de un metro setenta y ocho?
—Sí, eso nos deja con sólo unos millones de sospechosos —dijo Strydom mientras cerraba su libreta y señalaba con la pluma la zona alrededor de la herida.
—No hay marcas de pólvora ni de humo. La distancia de siempre, más o menos un metro.
—Digamos que un metro veinte, con el mostrador.
—Podemos decir lo que usted quiera, Tromp, pero así no los cogeremos.
Strydom se puso en pie e hizo un gesto con el que pedía disculpas por el comentario.
—Cierto, pero demuestra la sangre fría que tienen los muy cabrones. Sin advertencias, sin luchas, disparan sin más. Hay otra cosa que no entiendo: tienen buena puntería. ¿Dónde han practicado?
—¿Acaso pretende añadir un problema más a los que ya tiene?
—No, hablo en serio.
Se acercaron a una mesa y se sentaron, a la espera de que llegase Kloppers. Strydom se puso a tamborilear con los dedos en su libreta.
—En realidad se refiere a que disparan una sola vez y se largan.
—Tienen que hacerlo así. La velocidad es importante —dijo Kramer.
—Sí, pero en cuanto a la puntería… piense, por ejemplo, en el carnicero: dispararon el arma del veintidós a pocos centímetros de él y la bala entró desviada. En el caso de Lucky, le dieron en el momento en que se giraba, y la bala del treinta y ocho entró en el cráneo por el lado izquierdo y desde abajo. Sólo uno de los otros disparos se acercó un poco a la chiripa de este.
—¿Sí? ¿Y cómo define chiripa? ¿A hacer algo bien y luego esperar a que todo el mundo opine?
Strydom se rió y dejó a un lado la servilleta de papel con la que había estado enredando.
—De acuerdo, usted gana cuando se trata de usar las palabras —dijo—. Pero en cuanto a la práctica, ¿sería capaz de obtener el mismo resultado con un arma del veintidós en la mano a un metro veinte de distancia?
Kramer negó con la cabeza.
—Dígame, Tromp, detrás de su actitud se oculta algo. ¿Qué es?
Antes de que encontrase la respuesta adecuada, o algo que se le acercara bastante, entró Kloppers con su portafiambres de metal.
—Doctor, si el crimen fuese un deporte, ¿cómo calificaríamos a estos desgraciados? ¿Cómo campeones?
—¡Desde luego!
—¿Y qué hace un campeón de boxeo antes de su primer gran combate?
—¡Ya entiendo! Compite por premios cada vez mayores, pero empieza desde abajo.
—No. Se busca unos buenos sparrings y trabaja para mejorar sus puntos débiles. Piénselo.
Strydom continuaba en la misma postura cuando Kramer se giró para mirarlo desde la calle.