VIII

EL MUSEO SE ABRÍA al público a las diez. Strydom llegó a las nueve y utilizó la puerta lateral para entrar. No sólo tenía que ocuparse de los que habían llegado durante la noche al depósito, sino que además debía visitar a los pacientes que pertenecían a la Policía y estar presente durante los castigos corporales. En otras palabras, aquella era su única hora libre hasta la noche.

—Ah, ya está aquí —dijo Bose—. Quería tenerlo todo listo antes de que llegara.

—Lo siento, pero consulté con el magistrado y no me llevó tanto como esperaba. Dice que podemos hacer lo que queramos, que adelante. ¿Cómo va?

—Es una preciosidad —declaró Bose sin orgullo, mientras continuaba retirando secciones del molde.

El yeso había atrapado hasta el último detalle de las escamas y Strydom aplaudió encantado. Bose enroscó a la criatura de una forma tan realista que incluso un lego en la materia podía ver que aquella iba a ser una reproducción perfecta.

—Le vendrá bien una pequeña mano de pintura —murmuró Bose—. Hasta dentro de unos meses no habrá vitrinas nuevas.

Strydom ya se había dejado cautivar por las salas privadas del museo, donde no corría el tiempo, y estuvo a punto de preguntar si alguna vez contrataban jubilados cualificados para rellenar pájaros o cosas similares. El asombro devolvió sus pensamientos al momento inmediato.

—Bonita y reluciente —comentó.

—Es vaselina. Evita que se pegue a la escayola. El hecho de que los colores se apaguen tan rápidamente es uno de los motivos principales por los que nos decantamos por los moldes. Bueno, Python regius, nos han dado permiso, así que ha llegado la hora de tu operación.

Strydom, que sentía ganas de abofetearse a sí mismo por no haber acudido a los canales adecuados desde el principio y ahorrarse toda la ansiedad sufrida, dijo despreocupadamente:

—Es una pitón rey, ¿no?

—Real. Deben haberla importado del norte y les habrá costado un dineral. Aunque, cuidándolas como se merecen, su esperanza de vida las convierte en una buena inversión. Son muy tímidas y excelentes como mascotas.

—¡No, gracias!

—Cualquier animal —le recordó Bose con una sonrisa traviesa— puede adoptar un comportamiento firmemente defensivo si se considera amenazado. Por lo general, nuestra amiga la pitón real se enrosca formando una bola casi perfecta, en cuyo centro protege su cabeza. Literalmente se la puede hacer rodar con el pie. Es un buen truco.

—Me pregunto si formaría parte de su espectáculo.

—No lo creo. Cuando se las domestica, dejan de hacerlo. Disculpe un momento.

El reptil muerto yacía estirado panza arriba sobre la mesa con cubierta de cinc. Strydom soltó su bolsa y se acercó a examinar los espolones pélvicos, junto a la cloaca.

—Son un vestigio de extremidades traseras —explicó Bose mientras desenrollaba una manta de lona llena de instrumentos para la disección—. La familia Boidae tiene un anillo pélvico muy reconocible, que le mostraré. El macho usa los espolones para acariciar a la hembra durante el cortejo. Parece que la hembra no los usa en absoluto.

—Vaya, nunca había pensado en su faceta de amantes —Strydom se rió. De hecho, en ese momento se dio cuenta de que había vivido toda su vida rodeado de serpientes sin pararse un minuto a pensar en ellas. Excepto, quizás, cuando las mataba con su palo de golf.

—Ni yo —dijo Bose mientras escogía un escalpelo grande.

Pero la curiosidad de Strydom se había despertado.

—¿Y cómo es que las perdieron? Siempre pensé que las patas eran un paso hacia arriba en la escala evolutiva.

—Pero para excavar no sirven de mucho. Se cree que las serpientes provienen de unos lagartos que hace más de un millón de años empezaron a excavar, perdieron el uso de las patas y volvieron sin ellas a la superficie. Hay algunos indicios más que nos llevan a esa teoría.

Se notaba que Bose estaba encantado de contar con un alumno tan atento, por eso Strydom decidió que aquel era el momento de hacer una pregunta que antes podría haber parecido impertinente.

—He estado preguntándome por qué sigue echándole la culpa a la chica si no puede estar seguro de que no fuese la pitón la que atacó primero. ¿O sí puede?

—¡Ajá! ¡La falacia de Tarzán! Venga a este extremo y observe los dientes. ¿Ve lo grandes que son y que se inclinan hacia atrás? Ahora compárelos con los dos colmillos de esta víbora de aquí.

Strydom obedeció.

—Se habrá fijado en que ninguno de ellos está diseñado para masticar. Las serpientes no mastican su alimento, se lo tragan entero. Lo más parecido a la masticación lo encontramos en la comedora de huevos, la Dasypeltis seabra, que tiene un saliente especial en la columna que apunta hacia el interior, rompe la cáscara del huevo y le permite regurgitar los trozos de cáscara. Pero dígame, ¿por qué cree usted que tiene dientes la pitón real?

Estaba claro que la pregunta tenía trampa, así que Strydom respondió a regañadientes.

—¿Para morder?

—Así es.

—Ya había pensado en eso. Es posible que la chica fuera más rápida.

—¿Más rápida que la serpiente? En contra de las creencias simiescas de Lord Greystoke, las constrictor empiezan por atacar, como el resto de las serpientes, y no por rodear a su víctima y apretar. Los dientes son para retener, para agarrar su presa con fuerza. Una vez la tienen bien sujeta, se enroscan alrededor de ella y, si pueden, intentan mantener la cola anclada a un objeto fijo para…

—Eso ya lo sé —dijo Strydom—. Pero ¿aprietan con mucha fuerza?

—Suficiente para provocar asfixia al inmovilizar el aparato respiratorio. Puede haber también estrangulación o no, pero desde luego no son dadas a estrujar algo hasta convertirlo en una masa sanguinolenta, como les gusta hacernos creer a los que escriben novelas de aventuras.

Strydom oyó a medias el final de la frase y no sonrió. Se anticipaba a las preguntas que le haría el público de la sala de conferencias.

—El grado de presión siempre nos interesa —dijo—. Ha habido casos en los que, durante el orgasmo, el macho humano sin darse cuenta ha provocado la muerte de la mujer apretando con las manos. ¿Puede ser más específico?

—Desde luego. Si una boa pequeña formara un ocho alrededor de sus muñecas, le resultaría prácticamente imposible soltarse y sus manos se hincharían rápidamente. Y hablo de un hombre con una fuerza normal. Sería como unas esposas vivientes.

—O una ligadura viviente —comentó Strydom muy serio mientras Bose abría a la pitón de un extremo al otro y despegaba la piel, dejando a la vista las capas exteriores de músculo.

—No está tan putrefacta como pensábamos —dijo el científico.

Strydom volvió a mirar. Condicionado por tantos años de hacerle lo mismo al Homo sapiens, había esperado ver idéntico surtido lustroso de órganos emparejados expuestos ante él en el orden dispuesto por Dios.

—Ya veo que sólo se ha enfrentado a las ranas —comentó Bose al fijarse en el movimiento de las espesas cejas—. Esta forma es la ideal para fines digestivos ya que, a todos los efectos, se trata de un intestino recto, sin curvas, aunque por lo demás resulta un poco justo.

—¿Sólo hay uno de cada?

—Como usted dice, a veces sólo hay uno. A veces están colocados uno detrás del otro, otras veces, el derecho es mucho más grande y está mejor desarrollado que el izquierdo y, por supuesto, es mucho más alargado. Observe cómo este pulmón se extiende hasta ocupar más de la mitad de la longitud del cuerpo. Pero déjeme meter un poco las narices para ver si fue su chico o la joven a punto de morir quien ocasionó los daños.

—Encantado —respondió Strydom, a quien ya había dejado de preocuparle el reloj.

LA GENTE DECÍA QUE Pedro, la tortuga gigante de la reserva de aves, había compartido el exilio de Napoleón en la isla de Santa Elena. Tenía aspecto de haber llevado una vida complicada. En su negra concha había salpicaduras de excrementos de garceta que medían un centímetro de grosor y su boca se torcía permanentemente hacia abajo.

Kramer sabía cómo se sentía. Empatizaba con ella.

Pero, de todos modos, decidió despertar a Zondi. Así que se bajó del Chevrolet, donde había estado dormitando inquieto, se sacudió los pantalones y se acercó al banco. Lo de aquel puñetero era asombroso: se dormía sin más, se quedaba frito tan pronto se tapaba con su sombrero de paja de ala corta, aunque la nueva red de carreteras se había cargado el valor de aquel sitio como retiro tranquilo durante el día.

Kramer levantó el sombrero y dejó que el fuego repentino del sol le quemara los párpados al otro.

—He estado muy cómodo en el banco, jefe —dijo Zondi, totalmente despierto.

—Ya. Y el coche nuevo olía como tú dijiste.

—Entonces no estará tan bien.

—Estoy peor de lo que crees.

Zondi abrió los ojos y se incorporó.

—¿En qué sentido? —preguntó.

—Acabo de encender la radio para ver cómo iba la cosa en Peacevale.

—¡Hombre, no!

—Calma, no ha pasado nada. Pero ¿sabes ese caso del que se ocupa el sargento Marais? ¿El de la serpiente? Pues el prisionero se ha suicidado.

LAS VÉRTEBRAS QUEDARON a la vista.

—Son bonitas, ¿eh? —se entusiasmó Strydom.

—Las articulaciones son a rótula, a no menos de cinco grados de libertad.

—No es de extrañar que puedan retorcerse como lo hacen.

—Pero dentro de un límite —dijo Bose, diseccionando con cuidado—. Cada articulación puede doblarse unos veinticinco grados de un lado al otro, aunque en vertical sólo unos pocos grados. Por eso tiene tantas, como si dibujáramos un círculo utilizando muchas líneas rectas diminutas. En el eje vertical sólo puede curvarse hasta un límite antes de partirse. La médula espinal queda comprimida, llegan los espasmos… Mmmm.

Strydom estiró el cuello para ver mejor.

Bose extirpó una sección de la columna y la situó bajo la luz especial que usaba para pintar y que tenía la misma temperatura de color —significara lo que significase eso— que las luces de neón de las vitrinas.

—Puede verlo usted mismo con la lupa —dijo a Strydom, pasándosela—. Verá que la médula ha sido desgarrada en vez de comprimida, pero…

—Sí, ya lo veo, como las sorpresas navideñas, esas que se abren tirando una persona por cada lado.

—Lo que exonera a su chico. Cuando usted dijo que andaban mal de espacio, pensé que el hombre se habría pasado y provocado una fractura al intentar doblar la pitón, pero dudo mucho que la haya utilizado para jugar con ella como si fuera una soga y ver qué equipo tira más fuerte.

—Oh, no. Él no. Es un buen trabajador, nunca hace el tonto.

—Pues entonces nos queda la desafortunada joven. Debía tener un par de manos excepcional.

—¿Eh?

—Para tirar u oponer resistencia a un tirón de esa forma. Debió de ser una batalla larga, pero creo que puedo proporcionarle una explicación respetable para sus colegas forenses.

—Ah, ¿sí?

—Indíqueles que las serpientes son incapaces de cumplir con su legendaria habilidad de realizar rápidas incursiones campo a través persiguiendo a los guardas de caza —dijo Bose—. La verdad es que se cansan enseguida, debido a su lento ritmo de oxigenación de la sangre. Casi aletargado, si se me permite la expresión. En cuanto a su velocidad máxima, yo diría que el mejor sprint de una mamba ronda las cuatro millas por hora, aunque sea irse por las ramas.

—¡Ya entiendo! Bergstroom tira de un lado para hacerla girar y quitársela de encima, pero el pánico la lleva a tirar también del otro extremo y durante un segundo la serpiente empieza a desplomarse, aunque se recupera.

Bose asintió despacio después de pensárselo bien y luego le contestó:

—¿Quiere que le redacte una exposición más detallada para incluirla como nota a pie de página, por ejemplo?

—No sabe cómo se lo agradecería. Por favor. Pero ¿cuánto tiempo pudo durar la cosa? ¿Un minuto?

Su mentor tuvo el detalle de ocultar la sonrisa, aunque sus grandes ojos grises la filtraron.

—El metabolismo de la Python regius no es como el… —Bose se detuvo y empezó de otra manera—: El proceso de asfixia por constricción es siempre bastante rápido y sí, como usted dice, tres o cuatro minutos serían o podrían ser suficientes. Pero en lo relativo a la lucha, yo creo que haría falta cinco veces más tiempo para agotar a la serpiente.

Strydom hizo los cálculos y luego recuperó la imagen del camerino: aunque estaba desordenado, sucio y no había nada en su sitio, desde luego no mostraba señales de que allí se hubiese producido una lucha prolongada. Incluso seguía en pie el taburete que se encontraba justo al lado del cuerpo. El espejo no estaba recto, pero parecía que ya lo habían instalado torcido.

Y, de alguna forma, eso lo llevó a pensar lo impensable.

EL CORONEL HABÍA ROTO su regla de plástico. Dejó cada mitad a un lado del vade y cogió la nota.

—¿De dónde sacó papel y lápiz? —preguntó a Kramer.

—Se lo proporcionó Ben, que lo representaba.

—¿Y dice que ocurrió anoche? ¿Muy tarde?

—Sí, en la celda.

—¿Cuál fue el motivo de su conversación?

—Stevenson esperaba que Ben pudiera librarlo de los cargos. Dice que le insistió mucho en que lo arreglara sin llegar a los tribunales, como si se tratara de un caso civil o algo así. Ben le explicó la diferencia, le dijo que tendría que comparecer hoy ante el tribunal para solicitar la fianza, pero que no duraría mucho y la conseguiría sin problemas. Le preguntó a Ben si estarían presentes los periodistas y Ben le dijo que eso nunca se sabía y que intentar sobornarlos no serviría de nada.

—¿No se habría opuesto a que saliera bajo fianza?

—Marais ha conseguido nueva información. ¿Sabía usted que…?

—Luego me lo cuenta, Tromp. Antes acabemos con esto. Tendré que llamar a Ben Goldstein yo mismo. La viuda ya anda hablando de acoso policial a su marido. ¿Qué demonios hizo usted ayer en su casa? La doncella dice que oyó cómo lo amenazaba con un palo de escoba.

—Cuentos chinos. En cuanto a su mujer, lo odia a muerte.

—Ya no le hace falta, Kramer. Ahora puede conservar un amable y cariñoso recuerdo de él. Usted ya se ha enfrentando antes a una situación similar.

—Sí.

—Está orgulloso de sí mismo, ¿eh? Pues échele otra ojeada a esto. ¡Tenga!

El coronel Muller lanzó la nota al regazo de Kramer mientras caminaba enojado hacia la ventana.

En una carilla, con buena letra pero cada vez haciendo más fuerza con el lápiz, había escrito:

Estoy harto de ti y de los aires que te das. No obedeceré la orden de ponerme en pie ante el tribunal y enfrentarme a esa clase de publicidad. ¿Por qué iba a hacerlo? Te demostraré que aún puedo ser un hombre libre. Sólo lo siento por Jeremy.

Y por detrás, con rasgos finos y apresurados:

¿Por qué no habla con Shirley, teniente Kramer? ¡¡¡Aunque tal vez me haya acordado de esto demasiado tarde!!!

M. S.

Así que Stevenson se había dado cuenta de que la pluma era un arma de doble filo, pensó Kramer con una sonrisa.

—¿Le parece motivo de risa? —estalló el coronel—. Le obligó a cagarse de tal forma que lo último que hizo fue intentar colaborar. Garabatea eso por la parte de atrás y luego ¿qué hace? Se saca los calcetines apestosos, los anuda varias veces y se los mete a la fuerza garganta abajo. Me han dicho que debió empujar hasta donde le alcanzó el dedo. ¡Dios santo!

—Sí, pero creo que fue el vómito posterior lo que hizo que la lana se sellara de esa forma —musitó Kramer mientras repasaba la última línea.

—¿Dónde está el médico del distrito? Eso es cosa suya.

—Nadie lo sabe, señor. Su mujer dice que pasó mala noche.

—¡Vaya! ¡Qué pena, hombre! Pase lo que pase, ocúpese de que sepa lo de la reunión de las once. Los quiero a usted, al médico del distrito y a Marais aquí como un clavo.

—De acuerdo. Mientras, llamaré a Ben de su parte. —Kramer, más que ofrecer su ayuda, la impuso—. Esto es cosa mía, así que usted no se preocupe.

Y salió de la habitación al tiempo que el coronel lo miraba con recelo y decía por enésima vez: “¡Dios santo!”.

AQUELLO IBA A SER UNA ESPECIE de adivinanza. Shirley no era el nombre de pila de la señora Stevenson. El suyo era Trudy. Y luego, Winifred Amelia.

—Llévame a Miami —dijo Bix Johnson, desconcertando a Marais, quien le había pedido que le mostrase dónde se guardaban las cosas en El Tipi.

—Luego tendremos que repasar la lista de los socios —dijo Marais, demostrando imaginación—. Es la clase de tipo que prefiere usar los nombres de pila, ¿verdad?

—Cierto, cierto.

Marais estaba encantado con su uso ingenioso del presente: necesitaba que el rencor del pianista se mantuviese fresco un rato más.

—¿Y dice que está seguro de que no tenía amigas o conocidas que respondan a ese nombre?

—Será una broma, sargento. Sólo conseguía que Eva se sentara con él porque era el jefe.

—Vaya, aquí únicamente están las iniciales —se quejó Marais, mientras pasaba las hojas de la lista de socios.

—Alto. Retroceda una página. Ahí lo tiene: Shirley.

—Y pone señor, así que debe de ser un hombre.

—¡Dése prisa! —dijo el enigmático Johnson.

Marais se dio tanta prisa como pudo y tomó nota de dos números de teléfono y una dirección antes de repasar el otro libro, el que se guardaba cerca de la entrada. Shirley había acudido al club el sábado por la noche.

—¿Existe algún motivo fascista de los buenos para que no me quede un rato a ensayar unos blues, sargento?

—No es mi piano —respondió Marais, encantado de intercambiar comentarios ingeniosos con aquel tipo.

BIG BEN GOLDSTEIN parecía Nerón después de haber cobrado la indemnización del seguro contra incendios. Su ropa era la más cara, la manicura, de las que costaban cincuenta céntimos por cutícula y su expresión, de regocijo mal disimulado.

Lo que llevaba a algunos a pensar que no era totalmente honesto: no sólo a los que no eran honrados, sino también a los que se dejaban llevar por prejuicios anticuados. Ben era tan honrado que a veces hasta dolía, aunque no le dolió demasiado decirle a Trudy Stevenson que no podía hacer nada por ayudarla.

—Por eso, querida, lo dejamos aquí, ¿de acuerdo? No se preocupe, no le enviaré factura. Si hubiese sido sólo Monty, tendría motivos. Pero sabiendo lo que sé, ya no puedo representarla. ¿Me entiende?

—Está muerto y él era la única otra persona que lo sabía. ¿Qué pueden demostrar?

—Yo no los pondría a prueba.

—¡Me ha tendido una trampa!

—Vale, vale, pues le he tendido una trampa. Mejor que lo haya hecho yo a que ocurriera delante de un juez. Si la Policía está dispuesta a dejar así las cosas, mucho mejor. Vuelva mañana, si sigue interesada en hablar tan pronto de los detalles, de la liquidación y todo eso. Pero yo en su lugar me iría a ver a un médico para que me diese unas pastillas. Elspeth, querida, ¿puedes acompañar a esta dama a la puerta?

La señora Stevenson liberó su codo de un tirón.

—Hijo de puta —le siseó a Ben.

—Las demandas de paternidad no son de mi competencia, señora.

—¡Vaya! —exclamó la deliciosa Elspeth, a quien habían dejado plantada—. Ha sido como descorchar una botella de champán.

La puerta de la calle se cerró de un portazo.

—No, ha sido la señora Rata abandonando su ratonera —dijo Ben con tristeza, y empezó a marcar el número de la Brigada. Tenía que darle las gracias al hueso duro de roer ese por la advertencia.

—SÓLO SI ESTÁ RELACIONADO con el asunto que nos traemos entre manos —advirtió el coronel cuando Kramer volvió a entrar en su despacho—. Luego tendremos que empezar sin Strydom.

Kramer se sentó y dijo rotundamente:

—Yo tenía razón. Nosotros no tuvimos la culpa de que Stevenson se desmoronase. Fue su mujer.

—¿Qué? —exclamó Marais muy sorprendido—. ¿De dónde se ha sacado eso, señor?

—Sargento, si le pego un tiro en el trasero con una escopeta del calibre doce, ¿sería capaz de decirme qué perdigón le da primero?

Desolado, Marais hundió la cabeza en el periódico.

—Tal vez deberíamos calmamos todos un poco —sugirió el coronel al cabo de un rato—. Le daremos dos minutos más al médico del distrito. Cuente, Tromp.

—¿Señor?

—¿El sargento Marais no oiría antes el disparo?

—Sí, ya, supongo que fue la letra.

—¿Sí?

—Supusimos que la nota de suicidio terminaba con las iniciales del hombre, M. S. Pero en ellas el trazo del lápiz era fino, así que tenía que estar afilado. Por eso volví a leerlo de nuevo como si eso hubiese sido lo primero que escribió: “¿Por qué no habla con Shirley…?”, y me di cuenta de que era una especie de mensaje que quería que me pasaran. “Demasiado tarde” pudo haber sido una referencia a la hora de la noche. Usted mismo utilizó la palabra “tarde”, coronel. Tenía prisa por compartir su idea, pero al escribirla su situación se concretó, ¿de acuerdo?

—¿Quiere decir que la nota de suicidio era sólo lo que escribió del otro lado? —preguntó el coronel.

—Eso es. Fíjese en lo claro y decidido que resulta: es un hombre que tiene un control total de sí mismo porque por fin sabe qué debe hacer. Hay que tenerlo muy claro para hacer lo que hizo. Con los calcetines.

—Pero ¿por qué no la firmó?

—No era necesario. Usted esperaba que me lo tomara como algo personal, coronel, ¿por qué? Porque el tono es muy personal, estoy de acuerdo. Pero ¿le dimos órdenes Marais o yo alguna vez? Claro que no. Su comparecencia para conseguir la fianza no era más que un simple hecho y eso tenía que explicárselo bien su abogado: es seguir el procedimiento. ¿Y qué nos importa a nosotros, que somos unos animales, que sólo lo sienta por Jeremy? Por esa regla de tres, nos importaría un bledo. Pero su mujer no necesitaba firmas. Así de sencillo.

—¿Y los perdigones? —preguntó Marais, dispuesto a empezar una lista.

—¡Ostras! El negocio va tan mal que “hay que controlar los gastos”, pero su hijo va a clase de equitación. El cambio de comportamiento de la mujer cuando se sintió segura de que ella no estaba incluida en la investigación. La forma en que intentó asegurarse de que era ella quien hablaba mientras permanecimos en su casa. La metedura de pata de él con la máquina expendedora de chocolatinas porque no les había dado tiempo a preparar del todo la idea en el dormitorio cuando ella iba a ver si él aún dormía. Ella no esperaba tener problemas, ¿recuerda la broma sobre los mormones?, pero improvisó y le salió bien. Pensamos que los sudores y los colores de él se debían a que intentaba cubrirse las espaldas. Además, llamé a un periodista de La Gaceta y le pedí que comprobara cuándo se celebró la gincana hípica.

—¿La del cartel que había en su verja? —preguntó Marais.

—Sí. La gincana fue el domingo pasado. En otras palabras, mamá Stevenson no iba a permitir que nada se interpusiera entre el pequeño Jeremy y su momento de gloria.

—Pero eso es pura hipótesis —objetó el coronel—. ¿O está seguro? ¿Acaso se lo ha dicho Ben?

—Lo que le he sacado a Ben es una confirmación. Ya lo conoce, señor, es imposible hacerle renunciar a su sentido de la ética. Primero lo llamo por teléfono y me entero de que Stevenson es un calzonazos y es ella quien lo dirige todo desde casa, gracias al teléfono y sabiendo que él la informará de cualquier problema que pueda surgir. Eso no es saltarse la ética de nadie, son simples rumores que puedo comprobar. Le advierto que tenga cuidado. Me devuelve la llamada diciendo que le había hecho un favor y luego entra en escena un picapleitos que pretende demandarme. Parece que mamá Stevenson está en su despacho pidiendo justicia a gritos. Así que se lo cuento también a él y…

—¿Esa fue la última llamada? Pero ¿qué le contó exactamente?

—Tan pronto Stevenson encontró el cuerpo, llamó a su mujer. Ella le ordenó dejarlo todo como estaba y volver a casa porque tenía que pensar con calma cómo salir del lío. Si nos paramos a pensarlo, esa es una reacción más propia de una mujer ante una muñeca muerta con unas tetas como las de Eva. Un hombre sólo pensaría que aquella chica…

—Sí, sí, pensaría que era un verdadero desperdicio. Ya lo sé. Una cosa más, ¿debo entender que el pleito contra nosotros ha quedado en el olvido?

Kramer asintió y el coronel les dijo que esperarían hasta y cuarto a que el doctor Strydom fuese capaz de salir de la jungla.

EL AGENTE HEIN WESSELS era tan bueno en lo suyo que si hubiese intentando hacerlo por libre en otra ciudad lo habrían arrestado.

Se detuvo en la esquina de Monument con Claasens, en el extremo alto de Trekkersburgo, con pinta de cenicero de una sala de espera. Y con gran satisfacción se puso a pensar en el aspecto aseado, por dentro y por fuera, que presentaba seis meses antes en la plaza de armas. Como por ejemplo, la mañana en la que le pidieron que renunciara a participar en el desfile de graduación y se dejara crecer mucho el pelo.

Su doble vida andaba próxima a terminar, pero no había estado mal mientras duró. Como decía la Biblia en alguna parte, cuanto mejor era uno, menos tiempo se quedaba. Cierto número de redadas antidroga, cada una de ellas puesta en marcha por su don de la oportunidad, le habían complicado las cosas y en algunos círculos su rostro desconocido empezaba a no serlo tanto. Pronto volvería a utilizar el uniforme y a empezar desde abajo. Bueno, quizá no desde tan abajo, porque su trabajo había recibido elogios de arriba.

Y las advertencias de aquellos que habían pasado por lo mismo y decían conocer los peligros, al igual que los placeres, de pertenecer a una élite… o de creer que se forma parte de ella. Por ejemplo, de vez en cuando le recordaban que no iba armado y le pedían que pensase si le ocurría lo mismo a algún otro policía blanco. Pero Wessels opinaba que eso también lo convertía en parte de una élite.

Se entretenía en elucubraciones como esas cuando no ocurría nada concreto. En aquel momento vigilaba un coche amarillo con dos negros dentro, aparcado a cuarenta metros, bajando por Monument Street, junto a un solar vacío y frente a una hilera de tiendas decadentes, la mayoría cerradas. Aquellos negros no hacían nada, simplemente estaban allí sentados, y se trataba de una zona con mucha mezcla de razas durante el día, porque se encontraba muy cerca de la estación.

Pero Wessels no era tonto. Intentó leer la matrícula, manchada de barro, y luego se aproximó un poco más arrastrando los pies, carraspeando y escupiendo. Podría ser un nuevo punto de entrega de hachís. Y tratándose de Hein Wessels, nunca se sabía lo que podría pasar: a lo mejor incluso intentaba acercarse a ellos.

MARAIS COLGÓ el teléfono y dijo:

—El doctor no está en el depósito. Ni en el hospital o la cárcel.

—¿Y con quién habló por la otra línea? —preguntó Kramer.

—Con los de la oficina de Shirley. Dicen que ha salido y que no saben dónde localizarlo. Le van a dejar un mensaje. Es diseñador de interiores, aunque no sé qué significa eso.

—Caballeros —dijo el coronel—, no creo que el señor Shirley tenga mucho que añadir, de lo contrario Stevenson se habría acordado de él mucho antes. Ustedes han dado por buena su última declaración.

El tono de la frase hizo que Kramer le concediera un magnánimo gesto de asentimiento con la cabeza. Marais también asintió, enérgicamente.

—Además, caballeros, les diré que, gracias a las indagaciones que yo mismo realicé esta mañana, el vigilante nocturno de la zapatería que se encuentra a la entrada del callejón ha declarado bajo juramento que Stevenson, personaje al que conoce muy bien, se marchó a casa cuando el reloj del Ayuntamiento daba las doce y media. Dice que se mantiene despierto a la espera de escucharlo.

—Vaya, pues es una ayuda —dijo Marais, y luego se puso colorado.

—No ha hablado cuando no le correspondía, sargento, así que tranquilícese. Sí que es una ayuda. Ese vigilante afirma, además, que nadie salió del callejón después de las doce y media.

—¿Y antes? —preguntó Kramer.

—Ese es el punto débil. Realizó su última ronda en el interior del edificio desde la medianoche y salió a la calle cuando el reloj daba las doce y media. Allí se quedó hasta la mañana.

Kramer encendió un Lucky y esperó a que el coronel volviese a encontrar el punto donde se había quedado entre las notas de Marais. ¡Dios, todas las reuniones eran iguales!

—Bien, caballeros. A la señorita Bergstroom la vieron con vida por última vez a medianoche y la oyeron poco antes de las doce y veinte. Murió entre esa hora y las doce y veinticinco pasadas, cuando la encontró el encargado.

—Y un hombre sin identificar se encontraba con ella en ese momento —dijo Kramer, entrometiéndose de forma poco caballerosa en la introducción para reventarle el final al coronel.

—¿Ah, sí? No me diga que también ha estado pensando en eso.

—Lo siento, señor, ha sido al verlo todo escrito y disponer del tiempo para leerlo.

Marais dejó el periódico.

—Pues entonces, continúe usted —dijo el coronel, malhumorado. Luego, él mismo rompió el silencio y continuó hablando—. Según las pruebas con las que contamos, parecería que había un hombre presente. El subteniente Gardiner informa que en los recipientes usados para beber no quedaba una sola huella, alguien los había limpiado a fondo, además de frotar con dedicación el lavabo, lo cual constituye sólo uno de los motivos por los que quiero que el médico del distrito esté presente. Díganme: ¿por qué un invitado haría…? Ah, no, digámoslo de otra manera.

Kramer se mantuvo concentrado en la punta de su cigarrillo.

—Ese hombre está con Bergstroom —dijo el coronel—, y a ella la mata la serpiente. Podría tratarse de un pase privado. ¿Quién sabe? El caso es que ella está muerta y como él pertenece a la clase alta, tenemos un botón que lo indica, le entra el miedo social. No quiere que se sepa que estaba en la habitación de una mujer así y a una hora que lo pondrá en apuros cuando se hagan públicos los resultados de la investigación.

—Ya.

—Así que intenta ocultar su presencia. Limpia los vasos pero, con la prisa, sólo dispuso de unos segundos, no se da cuenta de que los deja sobre la mermelada, algo que la chica nunca haría. Luego limpia el lavabo. El camerino está tan desordenado que no se fija en el botón.

—O no es suyo —intervino Kramer, poco dispuesto a ayudar.

—Si Stevenson se acercó en ese momento, no había nadie en el segundo camerino, así que pudo esconderse allí —dijo el coronel, a quien no le gustaba que lo interrumpieran—. O pudo haber salido antes del pasillo y limitarse a cerrar la puerta principal a su espalda. No era complicado.

—No sé, señor. Pudo haber sido algo más que miedo social, como lo llama usted. ¿Quién toma huellas después de un accidente?

El coronel empezó a enredar con los trozos de su regla rota.

—Continúe, Tromp.

—Bueno, existe la posibilidad, porque los carteles del exterior advertían de lo peligroso que resultaba y porque lo ocurrido parecía tan…

—¿Strydom? —preguntó el coronel.

—Tuvo uno o dos pequeños despistes en el pasado, aunque su examen del cuerpo in situ fue de lo más completo y yo vi lo bastante de la autopsia para comprender que los cardenales del cuello sólo podían haber sido hechos…

—¿Y usted cree…?

—Le ha estado haciendo demasiado caso a la puñetera serpiente desde el principio.

—Pues yo quiero que se le haga caso a la serpiente, Tromp. Quiero que repasen hasta el último detalle de este caso. Quiero que entrevisten y tomen declaración a todo el personal. Y ya de paso, quiero que tomen muestras del semen del fallecido hoy. Ya han salido bastantes cosas a la luz como para hacemos cambiar por completo nuestra postura ante…

—¿Y las demás posibles causas? —preguntó Kramer—. El golpe que presentaba en la parte posterior de la cabeza, ¿se ha demostrado que se lo hizo al caer?

—¿Y veneno? —preguntó Marais—. Limpiaron los vasos y…

—Ay, no, Marais. Estaría loco si los dejara en la escena. Además, implicaría premeditación.

—Eso es andarse por las ramas, Kramer.

—¿Rechaza la idea del golpe, señor?

—No por completo, pero antes quiero que repasen todo lo demás. En ese sentido, lo que me preocupa son las marcas de la serpiente.

—¿Y si las hizo cuando el animal sufría la agonía de su propia muerte? ¿Y si las hizo para engañamos? Probablemente le dio un golpe en la cabeza antes de atreverse a tocar al bicho.

—¿Quién? ¿El asesino?

Kramer vio unirse los extremos rotos de la regla en un gesto consciente que lo llevó a mirar al coronel a los ojos y mantenerle la mirada.

Fue Marais quien se fijó en que Strydom escuchaba y se regodeaba desde la puerta.