VII

HICIERON UN RUIDO ASOMBROSO en plena noche. En cuestión de segundos, el conserje había salido al portal con un arma en la mano temblorosa.

Luego, al ver las botellas de leche vacías rodando por ahí y quién las había derribado, enseguida bajó el revólver para evitar que se produjera algún accidente.

—Por el amor de Dios, muchacho, ¡vaya susto me ha dado! —exclamó.

Kramer admiró la valentía y actitud vigilante del viejo, pero se preguntó si no habría estado bebiendo. Entonces se fijó en que le faltaban los dientes.

—Ah, lo siento, señor McKay. Estaba dando marcha atrás y no vi las botellas junto a la puerta.

—Su chico debió avisarlo —dijo McKay, para demostrar que no estaba enfadado—. ¿Aún les quedan cosas? Creí que habían terminado antes de comer.

Y señaló el bulto que Kramer y Zondi cargaban entre los dos, mirando con la concentración propia de los miopes en un intento de adivinar qué habían envuelto en el toldo del coche.

—Son algunas alfombras de arriba que no encajan en la casa nueva, y la viuda ha pensado que tal vez los nuevos inquilinos quieran verlas, por si les van bien a ellos. Si no, pueden tirarlas.

—Pero si no se mudan hasta…

—Ya —dijo Kramer—, pero usted sabe cómo son las mujeres con estas cosas: no pueden parar hasta que está todo hecho.

McKay mostró las encías para indicar su comprensión.

—Lo sé de sobra. Le tengo verdadero pavor a las recién llegadas: “Señor McKay esto, señor McKay lo otro”. Las peores son las que piensan que me llamo Jock y que soy responsable de las revistas guarras que sus niños encuentran escondidas en el baño.

Zondi le lanzó a Kramer una mirada suplicante.

—Será mejor que nos vayamos, señor McKay. No queremos entretenerle.

—Un momentito. ¿Y las llaves?

—¿Mañana?

—De acuerdo. No hay prisa, no. Entonces le deseo buenas noches.

Volvió cojeando a su piso y Zondi se lanzó hacia el ascensor, haciendo que Kramer estuviese a punto de armarla otra vez frente a la puerta del IB.

Aquel momento había sido el peor. El secuestro en sí de Chainpuller Mabatso fue como la seda, al seguir al pie de la letra una estricta condición impuesta por Zondi. Se limitaron a ocultarse un poco por debajo de la cima, tras la choza, a un lateral de la puerta y armados con la lona del coche, luego arrojaron hacia arriba una lata de cacao con algo de calderilla en su interior y esperaron. Chainpuller había salido, abotonándose la bragueta, y ellos lo habían envuelto con la lona mientras se agachaba para recoger su cuota.

Lo mejor de todo fue cuando la churri de alquiler del momento, con su peluca de pelo liso y su barra de labios blanca, había sacado la cabeza a tiempo de ver cómo dos demonios sin cara se llevaban al brujo de Peacevale: habían dividido en dos una manga de estopilla que Bokkie Howells había tenido el detalle de proporcionarles para limpiar los cristales del coche y así habían hecho dos máscaras que ni siquiera necesitaban agujeros para los ojos. Tenían media batalla ganada gracias a la historia que la mujer iba a contar.

Kramer gruñó y agarró otra vez el extremo del pesado bulto al ver que la puerta del ascensor se abría en el quinto. Por muy ligero que Chainpuller resultase al subirlo a una báscula, cargar con él hasta la cima del montículo y luego bajarlo por el otro lado, hasta donde habían ocultado el coche, los dejó agotados y les llevó mucho tiempo.

—Ultima etapa —le dijo a Zondi—, y por favor: que no se te ocurra hacer ruido.

STRYDOM SE INCORPORÓ en la cama jadeando. El brazo rechoncho de su mujer le rodeó la cintura e intentó que volviera a acostarse mientras murmuraba palabras cariñosas. Pero él permaneció como estaba, tenso y bañado en sudor.

—¿Qué pasa, Chris? —preguntó por fin ella, incorporándose hasta quedar apoyada en un codo.

—No lo sé.

—No habrás tenido un sueño, ¿verdad? Nunca sueñas. ¿Desde cuándo sueñas tú? Que yo sepa tú nunca has soñado. Nunca.

—¿Mmmm?

—Me refiero a que con tu trabajo no puedes permitírtelo. Al menos eso es lo que siempre has dicho. ¿Recuerdas aquella ocasión, durante la luna de miel, cuando creí que estabas soñando? Pero era yo quien soñaba que tú soñabas y en realidad tú…

—¡Qué espanto!

—¿Qué?

—No, quiero decir… ha tenido que ser un sueño. Pero tan real, tan auténtico. Delante de mis narices. Olores incluidos.

—A veces en los sueños se perciben los olores —respondió ella para tranquilizarlo, tomando su mano cerrada en un puño y acariciándola—. ¿Y colores? ¿También has visto colores?

—Sí. ¿No son en blanco y negro, como los noticiarios?

—No siempre. La última vez que soñé fue en blanco y negro y como me estaba probando vestidos nuevos estuve a punto de volverme loca. Tal vez fue por ese libro que estabas leyendo.

—No.

—Bueno, pues cuéntaselo todo a tu Anneline y ya verás cómo se te pasa. Vamos, Chris, acuéstate otra vez, a mi lado.

Se tumbó, oyendo al colchón suspirar con él, y acercó la cabeza hasta que sintió los rizos blancos de la mujer rozar su mejilla.

—Ha sido espantoso —dijo en un susurro casi imperceptible—. Me encontraba otra vez en la Prisión Central de Pretoria, una de esas mañanas de ejecuciones en la horca. También estaban el padre Williams, Koos y el comandante… la gente de siempre.

—Sigue, amor.

—Las cosas iban como debían ir y tenía la sensación de haber estado fuera, aunque me alegraba de ver otra vez a todo el mundo. Pero no encontraba al verdugo y quería preguntarle por sus palomas mensajeras. Seguía buscándolo a pesar de que ya se me había acumulado el trabajo en mi sala.

—¿Habían empezado por los bantúes?

—Sí, entonces era lo normal. Seis bantúes y un mestizo, dos violaciones y el resto asesinatos. No, un robo en domicilio particular con agravantes. Sabía que debía firmar los certificados y pensé que tal vez podía estar en la celda para condenados del bloque dos, el bloque pequeño reservado a los europeos. Entré y supe qué celda estaba ocupada por el olor a solomillo y huevos que el tipo había pedido. ¿Lo recuerdas? Casi siempre pedían solomillo con huevos y de postre, melocotones. Y yo era quien se encontraba luego con toda esa comida desperdiciada. El caso es que allí estaba, en el exterior de la celda. Aparté la tapa de la mirilla y miré al interior. ¿Sabes qué vi? Un espejo enorme colgado en la pared y mi propio ojo mirándome. Eso fue lo primero que vi.

—¿Y eso fue lo que te asustó tanto?

—No, espera. Al apartar la cabeza de la puerta, ya no estoy junto a la celda, sino otra vez en el cobertizo. Y pienso que, claro, que es allí donde debe estar. Pero me encuentro solo. Entonces traen al prisionero blanco y veo que es Tromp.

—¿Quién?

—Tromp Kramer. Y lo sé aunque ya le han puesto la capucha negra. Todo ocurre muy rápido y no me da tiempo a preguntar por las palomas, lo sitúan sobre la trampilla, el padre Williams dice amén y lo cuelgan. ¡Cómo patalea el condenado! Entonces veo… ¿recuerdas que la cadena pasa por encima de la viga para darle distintos largos a la cuerda? ¿Y el gráfico que te mostré, con las alturas, los pesos y la distensión que hay que dejar? Miro hacia arriba para ver si aguanta, porque no quiero que sufra… es lo peor, que se suelte la cadena. —Sí.

—Y de repente veo que es una mamba, que no es una cuerda y que…

Anneline Strydom se rió con cariño, alargó el brazo y rodeó con él a su esposo.

—Mira que eres tonto —le dijo—. Está clarísimo de dónde sale ese sueño. No necesitas que te diga que se rompió ¿verdad? Tromp saltó y no le pasó nada. Ya sabes cómo disfruta ese chaval con el solomillo y los huevos, y la cantidad que es capaz de comer. ¿Te acuerdas de aquella vez que había hecho cantidad suficiente para cuatro personas?

Strydom se rió y se acurrucó contra su mujer.

GARDINER GARABATEABA. Dibujaba caritas sobre las huellas dactilares que él mismo había marcado en la parte de atrás de un calendario y les ponía patas. Luego les añadía brazos y distintos artilugios y escribía frases graciosas bajo cada uno, como “yo nunca le he puesto un dedo encima” y “mi coartada es que estaba haciendo dedo”. Siempre le había gustado el arte. En primaria incluso le gustaban las acuarelas, aunque los colores no paraban de mezclarse. Gracias a su notable habilidad gráfica, la especializada rama de trabajo policial a la que se dedicaba había resultado ser una buena elección, muy gratificante para él.

Gardiner también esperaba. Marais le había llamado muy nervioso para preguntarle si había encontrado algo espectacular en el camerino y al decirle que no, el muy payaso había prometido llegar en un momentín. Al parecer tenía algo trascendental que quería compartir con él, aunque antes debía terminar de redactarlo con esmero para el teniente.

Pero la espera empezaba a ser algo más que una broma. Para cuando llegara a casa, tanto la cena de Gardiner como su preciosa esposa estarían frías como el hielo, y él tenía la esperanza de sacar a colación el asunto de realizar una excursión de pesca a la costa norte en lugar de visitar la reserva de caza.

Así que por fin se decidió a cerrar con llave y acercarse al edificio de la Brigada. De paso se fijó en el reloj del Ayuntamiento y descubrió que el suyo había perdido una hora. Al darse cuenta, estuvo a punto de subirse al coche y largarse, pero lo venció la curiosidad, como siempre. Gracias a ella se había ganado su rango.

Marais estaba dormido, con la cabeza apoyada en los brazos doblados sobre la máquina de escribir. Sus ronquidos no tenían nada que envidiar a los de una rana toro.

Gardiner vio que el folio de la máquina estaba casi en blanco, así que cogió lo que parecía un primer borrador y que en realidad era una declaración formal escrita en una letra casi ilegible por un tal Benjamin Bix Harold Jonson. Marais nunca aprendería.

Aunque, cuando quedaba claro que las erres eran emes y que un punto sustituía a los artículos determinados, el texto se entendía bastante bien. Saltándose la dirección, la raza y la edad, Gardiner apoyó una pierna en la esquina de la mesa y se dispuso a leer el resto.

La actuación terminó a las doce en punto y el encargado del club, Monty Stevenson, se ocupó de que los clientes no se entretuvieran. Observé a Stevenson en una mesa con una persona a la que conozco como Gilbert, vendedor de automóviles. Un cliente agradecido nos había invitado a una copa a los chicos de la banda y como no habíamos podido tomarla antes, teníamos derecho a tomarla entonces. Los otros miembros de la banda son Theo Hill, que toca el saxo tenor, y Mac Taylor, la batería. Comparten choza y cochecito.

Mis dos colegas se despidieron de mí a las doce y diez, más o menos, y salieron por la puerta principal, porque algunas enfermeras que tienen turno de tarde cenan a la una. Yo había prometido a algunos miembros del personal que los acercaría a la zona baja de la ciudad y estaba esperando a que terminaran en la cocina. Uno de ellos se me acercó y me preguntó si podía ver el casete que, según le habían dicho, tenía a la venta. Esa persona era un indio llamado Ramchunder, al que yo llamo Ram porque tiene un nombre muy complicado. El jefe estaba ocupado así que no se enteró de que Ramchunder y yo nos colábamos en el pasillo que lleva a los camerinos. Al no ser blanco, Ramchunder no podía estar en aquella zona, pero yo quería evitarme el lío de andar de un lado al otro y que los demás pudieran pensar que me había ido.

Por lo tanto, nos dirigimos sin hacer mido al segundo camerino, que es donde el trío guarda sus cosas: partituras e instrumentos especiales. Me fijé en que la puerta del primer camerino, que en ese momento utilizaba la fallecida, Sonja Bergstroom, estaba cerrada con pestillo. Tenía que ser así, porque antes había sido nuestro camerino y, si no se pasaba el pestillo, la puerta acababa por abrirse sola, aunque se la cerrase con fuerza. Eso no me llamó la atención porque sabía que la fallecida tendría que estar cambiándose y recogiendo sus cosas. No era simpática, así que no la saludé al pasar. De hecho, debido a que Ramchunder me acompañaba, pasamos casi de puntillas para que no se armara un lío.

En el segundo camerino no había luz porque el interruptor llevaba estropeado varias semanas, así que Ramchunder examinó el casete a la luz del pasillo. Como aún conservaba la bolsita de gel de sílice, dijo que se lo llevaría de inmediato si podía pagármelo a plazos. En ese momento oímos que alguien levantaba la voz en el camerino de al lado. Una de las voces pertenecía a la fallecida. La otra era de un hombre al que no reconocí, a pesar de que me interesaba hacerlo y lo intenté. Entonces Ramchunder comentó que sería mejor continuar negociando en el coche, porque corría el peligro de que aquel hombre, fuera quien fuese, lo descubriese en una zona en la que tenía prohibido estar.

Nos marchamos y nos llevamos el casete. Al pasar junto a la puerta del primer camerino, oímos una risa que nos pareció demasiado ronca para ser de la fallecida, que siempre presumía de ser una dama de lo más remilgada. Al volver a la pista de baile y a la zona de cabaret, me fijé en que Stevenson aún no se había librado de Gilbert. Los demás ya nos esperaban y salimos por la puerta principal. La de atrás nunca se usa porque un congelador la bloquea, contraviniendo la normativa contra incendios, algo de lo que ya he informado al encargado. Al llegar a la calle volví a oír una risa. Me giré para ver quién se reía y vi a Stevenson a lo lejos, en la entrada del club, con una figura masculina que llevaba abrigo y a la que no reconocí. No puedo estar seguro de que la risa fuese la misma que había oído en el camerino uno, pero pensé que aquel hombre podría ser el que había estado dentro. Creo que serían las doce y veinte, más o menos, porque llevé a tiempo a las personas que tenían que estar a las doce y media en su lugar de destino. Solemos tardar diez minutos en coger el coche y llegar hasta allí. No se me ocurre nada más.

Gardiner dejó la declaración y cogió otra firmada por Gilbert Edward Littlemore. Una a una las piezas empezaron a encajar, haciendo un ruido de lo más interesante.

EL SILENCIO RESULTABA casi más agobiante que el aire viciado que respiraba.

Chainpuller Mabatso llevaba más de media noche escuchándolo, según sus cálculos. En una o dos ocasiones le había parecido oír el llanto de un bebé y otros sonidos extraños, como el de un garrote golpeando una tubería de metal. Eso no lo entendía.

Tampoco entendía lo llana que era la superficie sobre la que yacía. No había estado sobre algo tan duro y liso desde el camastro de cemento en el que había dormido durante su estancia en la colonia penal. Había sido esa sensación, por encima de todo lo demás, lo que lo mantuvo tanto tiempo sin moverse. Desde que se despertó con dolor de cabeza y de estómago. Era como si él mismo se hubiese propinado un rodillazo, porque también le dolía la rodilla. Hizo memoria. Estaba en la choza con la chica nueva. Esa que quería apretar su boca contra la de él, como una europea. Entonces, mientras le explicaba que le daba asco, había oído el ruido que anunciaba la llegada de una de sus latas. Salió, se agachó y…

Desde luego, muerto no estaba.

Mabatso intentó moverse y descubrió que el cordel que lo retenía había sido atado sin apretar. Consiguió liberar las manos e intentó llevárselas a la boca para sacar un trapo que, según pensó al principio, le había metido allí la fulana. Pero el envoltorio tipo mordaza estaba demasiado apretado. Lo intentó poniéndose primero de un lado y luego del otro, y lo consiguió. Se sentó y miró a su alrededor.

Aquella choza tenía unas paredes muy, muy lisas, tablas de madera estrechas y clavadas que rodeaban un techo aún más liso y una ventana hecha con un solo trozo de cristal. Y una puerta.

Jamás había visto algo parecido.

Sí, algo sí: la comisaría de policía a la que lo habían llevado de joven. Pero aquella estaba llena de mesas, sillas y otras cosas que indicaban para qué se usaba. Allí no había nada.

Sintió un vértigo que lo hizo tambalearse, pero se le pasó.

Mabatso deshizo el lazo del cordón que le ataba los tobillos y luego, despacio y con rigidez, se puso en pie. Vaciló, estirando los brazos a los lados y luego avanzó hacia delante, agachado.

A lo lejos oyó el ruido de un coche. Y percibió la luz de la luna.

Moviéndose como un cangrejo de río, se acercó a la ventana, con cuidado de no hacer ni un solo ruido, y deslizó las yemas de los dedos pared arriba, hasta el alféizar. Tenía que saber qué clase de lugar se extendía afuera.

Con mucha, muchísima cautela, fue alzando todo su cuerpo desde el suelo hasta que los ojos quedaron por encima del alicatado del alféizar.

Entonces, Chainpuller Mabatso sollozó y ovilló el cuerpo con fuerza, mientras se balanceaba de un lado al otro y se tapaba la cara con las manos, para que no se oyeran sus sollozos.

Afuera no había nada. La choza colgaba del cielo.

SI NO SE HUBIESE ENCENDIDO una luz en la sala, Kramer no habría terminado de recorrer el camino de acceso. Las cortinas no eran las más adecuadas, porque pudo ver claramente que la viuda Fourie se había sentado en un rincón a leer un libro.

Hizo un poco de ruido a propósito y la saludó con la mano cuando ella se acercó corriendo a la ventana.

—¡Oh, Tromp, Tromp! —exclamó, abrazándolo tan pronto él entró en el porche, algo que no era propio de ella.

—¿Qué pasa? ¿Se trata de Piet?

—Me tiene tan preocupada. Hoy estaba tan contento, tenías que haberlo visto, explorando y organizándoles juegos a los demás, y de repente, justo ahora, empieza a…

Kramer la hizo entrar de nuevo a la sala y acomodarse en su sillón. Luego sirvió dos brandis de la botella que la viuda le había preparado y chocó su vaso contra el de ella.

—Por Blue Haze —dijo.

—Tromp…

—¿Piet no se encuentra bien esta noche?

—Al principio pensé que era por tener una habitación para él solo. Y por la mudanza, eso siempre altera a los niños, ¿no crees? Aunque los otros estaban tranquilos como corderitos. Eso sí, tuve que ir unas cien veces a darles el beso de buenas noches. Y los dos pequeños han querido dormir juntos. ¡Pero Piet! Se despertó de repente y empezó a gritar, y no quiere decirme por qué. He intentado buscar alguna explicación en los libros.

Kramer cogió el libro que tenía en la mano y vio que era La jaula costillar: un estudio sobre el desarrollo infantil y sus problemas. Se trataba del mismo libro que él había citado en voz alta tantas veces, desautorizándolo, y aun así ella había cometido la tontería de comprarse un ejemplar.

—¡Pero esto son paparruchas! —exclamó, con la intención de hacerla reír.

—¿Qué tiene de malo?

—Para empezar, no puedo entender el condenado título, así que ¿qué posibilidades tengo de entender el resto?

—Ya sabes, la costilla de Adán, las mujeres, las jaulas que las madres construyen para sus hijos, que los encierran en sus propios chismes.

—¡Eso, exactamente! —replicó Kramer—. Chismes, cachivaches. Todas esas palabras nuevas lo son. Y la peor es “Tengo Edipo”.

—El complejo de Edipo no es para tanto —dijo la viuda Fourie, enfadada—. Sólo significa que un niño se cela de su padre y le da miedo pensar así. Piet no es el único que le ha dicho a su madre que ella es la única chica que le gusta. Y cuando lo dice, no lo dice en el mismo sentido que lo dirías tú.

—¿Lo he dicho alguna vez? —preguntó.

—¡Unas cuantas! —contestó ella, y no pudo evitar que le brillaran los ojos—. Además, los médicos no han dicho que Piet lo tenga.

—¡Espero que no! ¿Sabes lo que afirma ese libro? Afirma que así se forman los psicópatas.

La viuda Fourie se bebió su brandy de un trago. Ella también había tenido un día muy duro.

—Oye, antes de que empieces a decirme de todo, ¿por qué no te molestas en leerlo bien? El complejo de Edipo sólo es una parte de la psicopatía y está relacionada con sus conciencias. Los psicópatas no se sienten culpables y no se compadecen de los demás. ¿Por qué? Porque no cuentan con el cariño y los cuidados de una madre cuando son pequeños. Tengo marcado el párrafo donde lo dice, está casi al principio. Escucha. “Si las primeras etapas de la crianza son inestables y transitorias, la empatía no llega a…”. ¡Eh!

Kramer, que ya tenía un pie en el pasillo y muchas cosas aún por hacer aquella noche, dijo:

—Espera un segundo que voy a lanzarle unos plátanos, como a los monos de feria.

El libro estuvo a punto de darle.

MABATSO SE HABÍA BEBIDO casi tres litros de cerveza de maíz antes de que lo hicieran desaparecer. Ahora se sentía extremadamente incómodo y sabía que iba a tener que buscar una solución.

Así que volvió a moverse, menos asustado ahora debido a varias ideas que había ido ensamblando lentamente. Pero se acercó a la ventana arrastrándose y no abrió los ojos hasta que se encontró de pie frente a ella.

Vio las casas, muy abajo, las farolas y la luz del carrito de la leche. Se tambaleó. Era la primera vez que se encontraba a mayor altura del suelo que la de su tejado, al que se subía cuando había que arreglarlo, y le llevaría tiempo adaptarse. Al cabo de un rato, ya no se tambaleaba.

Se volvió para examinar la habitación, con la esperanza de encontrar un sitio donde hacerlo. En la colonia había aprendido lo que les ocurría a los hombres que se aliviaban sobre el suelo de un blanco.

Pero lo único en aquella habitación similar a una salida era una placa lisa, con tres agujeros pequeños, atornillada con tanta fuerza a la pared que no podía moverla.

Así que se vio obligado a sujetar el pomo de la puerta y, temblando mientras contenía la respiración, girarlo. No ocurrió nada al entreabrirla. Se decidió a mirar y respiró. Era otra habitación vacía, pero en ella se veían cuatro puertas más, dos de las cuales no estaban cerradas.

Mabatso corrió hacia la más próxima, vio que allí se cocinaba y que había grifos. Llegó al fregadero justo a tiempo.

Ahora se sentía capaz de pensar como era debido.

Se acercó a la otra puerta abierta y miró dentro. Reconoció la ducha —en la colonia había varias— y se sintió lo bastante seguro como para probar con las otras dos. Una no se abría y la otra daba a una habitación tan grande como la primera, con la pared más alejada cubierta de espejo del techo al suelo.

“Un piso”, se dijo a sí mismo, recordando la palabra usada por un compañero convicto que había trabajado en uno de ellos. Ahora las cosas empezaban a tener sentido. Había sido un idiota. Todo tenía sentido.

Hasta cierto punto.

Y cuando los pensamientos de Mabatso alcanzaron ese punto, los vértigos volvieron con más violencia que antes, haciéndolo caer de rodillas, sobresaltado. Y desplomarse otra vez, yacer encogido como una cochinilla, oliendo sus propios olores entre tantos olores ajenos y pronunciados, y sintiendo más miedo que nunca en su vida.

Porque cuando las puertas de la colonia penitenciaria se habían abierto, no sólo sabía qué clase de sitio era aquel, sino que era consciente de cómo había llegado hasta él, de por qué estaba allí, y de lo que podía esperar mientras permaneciera tras aquellas paredes.

Pero ahora sólo conocía la respuesta a la primera de aquellas preguntas y las demás empezaban a taladrarle el cerebro.

Chainpuller Mabatso ni siquiera era capaz de llorar. Aunque había llevado una vida muy aislada en la cima de aquella colina, era plenamente consciente de que un negro siempre debía contar con una excusa inmejorable para encontrarse de noche en un lugar donde residían los blancos.

Lo cual resultaba igual de aterrador.

RAMCHUNDER TUVO un despertar desagradable. Le arrancaron de golpe las mantas y le enfocaron una linterna a los ojos.

—Brigada de Investigación Criminal. En pie —dijo Marais. El camarero vaciló al levantarse.

—¿Estás despierto?

—Sí… sí, señor.

—¿Obra en tu poder un casete recién comprado?

—¡Tenga compasión, señor! El caballero al que se lo compré dijo que lo había conseguido de forma legal.

—¿Lo estás acusando?

—Señor, me ha interpretado mal.

—Está bien, Sammy, yo sólo quiero asegurarme de que eres el Ramchunder al que busco —aclaró Marais, que había despertado a una docena larga de tipos con ese nombre, todos ellos camareros.

Luego le tomó una breve declaración que coincidía en todo con la prestada por Bix Jonson, el pianista pirado. Sólo tuvo problemas cuando se topó con la resistencia de Ramchunder a admitir que había ido más allá del telón.

—¿Me detiene por entrar en un sitio prohibido? —preguntó Ramchunder con expresión sombría, al ver que Marais guardaba el bolígrafo.

—Esta vez no —respondió el policía, y su buen humor le hizo añadir—: Esa ley es de las que impone tu jefe, no yo.

KRAMER HABLÓ DE HOMBRE a hombre con Piet hasta que el cabroncete se puso de lado y se quedó profundamente dormido. Luego tapó a la viuda Fourie con una manta, cerró el candado de la verja que protegía la puerta principal y regresó a Trekkersburgo.

El alba empezaba a asomar su hocico rosado sobre la escarpadura cuando dejó atrás el piso del señor McKay y subió las escaleras. A esas horas el ascensor hacía tanto ruido como el Saturno V.

Al llegar al descansillo del quinto, Kramer había decidido que tenía que haber formas más sencillas de hacer hablar a un brujo. Pero cuando oyó el rápido intercambio de frases en zulú procedentes de la sala de estar del 5C, pensó que tanto esfuerzo podría haber valido la pena. Y se sentó donde había estado el perchero.

Intentó dormir un rato. Pero en el tono de Zondi había algo raro que no dejaba de rasgar el velo de abandono que lo envolvía. Algo que lo llevó a sentarse muy erguido e intentar distinguir las palabras.

Al poco se abrió la puerta interior y Kramer vio que Zondi se acercaba a él en mangas de camisa.

—Espero que hayas dormido bien, puñetero —dijo Kramer, levantándose de un salto que quedó un tanto forzado.

—Unas tres o cuatro horas. Luego ése de ahí empezó a dar golpes en la puerta.

—¿Sí? ¿Y?

—Creo que ha dicho la verdad.

Kramer miró por encima del hombro de Zondi. Lo que vio le hizo comprender que no había necesidad de discutir dicha afirmación, aunque también se daba cuenta de que Mabatso no tenía ni un rasguño. Ni motivos para tenerlos.

—Vale, pero ¿qué ha dicho?

—El tipo que le pidió los diez rands a Beebop es un tal Robert Zulu, a quien este conoció en la cárcel y que le hace los recados: le compra cervezas y esas cosas. Fin de la historia.

—¿Qué? ¡Venga, hombre!

Zondi sonrió de una forma siniestra y dijo:

—Chainpuller no sabe de los robos más que nosotros. Sólo se le ocurrió la idea de fingir que estaba detrás de ellos, que manejaba a los gánsters.

—¿Él? ¿Esa cosa? ¿De dónde saca ideas como esa? ¿Y tan rápido?

—Es lo que siempre hace. Lleva años así, jefe. ¿Se acuerda del hermano? Ahora es un hombre importante, en Transkei, y por eso se ha alejado de toda esta mierda. Pero ya sabe cómo son las cosas cuando la gente cree que has hecho algo malo, cómo consigue que los rumores siempre lleguen a tus oídos. A Mabatso le contaron muchas cosas sobre sí mismo después de que el hermano se marchara, así que…

—¿Quieres decir que nunca le hizo nada a nadie? ¿Que se quedaba sentado mientras recibía el dinero que le llevaba la gente?

—Esa es la verdad. Lo que lo hizo grande fue el miedo de la gente a la oscuridad… la oscuridad de sus propias mentes.

—¿Tú qué eres, Mickey Zondi?

—Un cafre supersticioso —dijo Zondi, sonriendo de oreja a oreja—. Y usted, jefe, es más sabio que el elefante.

—Bueno, yo no diría tanto. Pero una cosa sí te digo: yo no sufro de esta forma por los puntos flacos de mi gente. Al menos no en el trabajo.

Eso también pretendía ser una broma, un comentario frívolo para aligerar la decepción que les había caído a ambos encima. Pero no hizo efecto.

—¿De qué acusamos al prisionero, teniente? —preguntó Zondi—. ¿Petición de dinero bajo amenazas?

—Sí, como tú quieras.

Era una pena que el nuevo día empezara así, casi como un presagio.