CUANDO UN MENSAJERO procedente del despacho del médico del distrito le entregó el informe completo de la autopsia realizada a Sonja Bergstroom, Kramer se llevó aparte a Marais y le pasó una de las páginas.
—¿A qué se reduce todo eso? —preguntó.
Marais leyó con atención y luego dijo:
—¿Muerte instantánea?
—Más o menos. Pero no es necesario ir gritándolo por ahí.
—¿Por qué? ¿Cree que aún no dice toda la verdad, señor?
—No estoy seguro. Parece que sí, pero creo que antes debería preocuparlo un poco más. Nunca se sabe. Tenga, mire esto.
Y le pasó otra página.
—¡Mierda! Una mancha de semen.
—Externa. El doctor advierte que no hay indicios de que hubiese sido forzada sexualmente ni de que mantuviese relaciones consentidas recientemente. Lo incluye para que conste y ya ha solicitado el análisis. Pero podría ser previa al sábado por la noche y no sabemos con qué frecuencia se bañaba la joven. Esta gente de la farándula, Marais…
—Pero ¿al menos nos dará un grupo?
—Sí.
—¿Y si coincide con el de…?
—No tendría mucho peso ante un tribunal, pero el muy cabrón se pondrá enfermo sólo de pensarlo. Ella hizo un descanso entre funciones… ¿entiende por dónde voy?
Marais lo entendió. Se puso colorado. Era joven para su edad.
—Pero ¿cómo…?
—Ya se me ocurrirá algo —dijo Kramer mientras ponía rumbo a su despacho—. La chica tenía un diván en el camerino, ¿no? ¿Y un cenicero? ¿Una papelera? ¿Qué marca fuma ese?
—Fuma puritos. Pero, con el debido respeto, señor… quiero decir… ¿de verdad es necesario todo esto?
—Pregúnteselo a la familia de ella cuando vuelva a verla, hijo. Para ellos es para quien trabajo.
No tenía familia, pero debido a eso Marais lo entendió mucho mejor.
ZONDI LO INTENTÓ con tres de sus confidentes y todos salieron pitando en cuanto mencionó a Chainpuller Mabatso. Según decía el teniente en esas ocasiones, era como intentar conseguir que un grupo de vírgenes se interesara por un curso de violación, significara eso lo que significase.
Pero en lo relativo a Chainpuller, Zondi albergaba ya pocas dudas.
El cómo y el por qué eran otra historia.
Chainpuller conseguía que la mayoría de los hombres se estremeciera. No porque fuese grande —medía un metro cincuenta y cinco— ni porque tuviese una fuerza descomunal —usaba las dos manos para pelar un cacahuete—, sino porque era palpablemente malvado.
Aunque Zondi no dudaría en lanzarse contra un hombre el doble de grande que él, dispuesto a sacarle los ojos y a morder y a recibir lo mismo a cambio, la idea de tocar a Chainpuller ligeramente con un solo dedo iba mucho más allá de lo que consideraba su deber. Era como si le pidiesen que manipulara uno de esos escorpiones de las rocas, grises y apagados, que se escabullen en los rincones de las habitaciones donde aparecen muertos los vagabundos, y que resultan demasiado listos y conscientes del miedo que provocan en los demás.
Mabatso era incluso peor. Después de pasar diez años en una colonia penal, a donde lo enviaron de joven gracias a la acusación de su propio hermano, Chainpuller se había creado la reputación de estar obsesionado con proteger su intimidad. Incluso el hermano se había mudado de la choza familiar, aunque nadie estaba seguro de adonde había ido.
Así que Chainpuller vivía solo, en lo alto de una colina que dominaba Peacevale, sentado con la espalda apoyada en el porche, erguido y vigilante. Aparentemente, se había convertido en hechicero y llevaba vejigas de cerdo infladas en los mechones de pelo trenzados, pero como parecía que nadie lo visitaba jamás, al menos de día, se había extendido el rumor de que, en realidad, era brujo.
También se decía —tantas veces que Zondi ya no llevaba la cuenta— que cuando se producía una muerte misteriosa en el área de reserva, Chainpuller estaba detrás. El brujo no hacía nada por desalentar dichos rumores y cuando algún pariente al que el dolor volvía temerario lo desafiaba, se limitaba a hacer una nueva muesca en la pared de barro junto a la que se sentaba.
Sin embargo, ninguna investigación policial había conseguido relacionarlo con lo ocurrido.
En una ocasión, otro sargento negro había intentado demostrar que las donaciones en efectivo dejadas cerca de su choza no eran limosnas, sino dinero pagado para que se cometiera un asesinato, pagos realizados para que el donante se viese libre de una esposa o una suegra molesta. El sargento murió mientras dormía antes de llegar a presentar cargos.
Esas historias provocaban la risa del teniente, quien decía que Zondi era un cafre supersticioso, pero incluso él reculaba cuando les tocaba visitar la choza. Así como la llegada de ciertas personas tiene la facultad de ponemos de buen humor, la presencia de Chainpuller transmitía el mismo efecto que una sombra al caer sobre la sangre de los presentes.
El denominador común entre Chainpuller y los robos podría ser el misterio. Sin embargo, aquello no era más que puro cotilleo y habladurías, y Yankee Boy Msomi operaba por encima de todo eso.
Lo que hacía que la idea resultase menos aceptable y a la vez más interesante de investigar.
La espera de Zondi se vio recompensada. Apartó al transeúnte de la calle y lo esposó a una tubería.
—Te dejaré aquí para que te pille Chainpuller —amenazó—, a menos que tú y yo mantengamos una buena conversación.
Este no se le iba a escapar.
KRAMER PISOTEÓ LOS CHARCOS hasta alcanzar la puerta de El Tipi y allí se encontró a Joseph Ngcobo, en cuclillas, aprovechando la llovizna para ablandar su media barra de pan duro.
—¿Has venido a limpiar?
Ngcobo se levantó de un salto, sonriendo, y se apresuró a tragar el último bocado, mostrando el penoso afán por agradar del pobre al que pagan por días. Luego se puso serio.
—El jefe no viene esta mañana —explicó Kramer, mientras le lanzaba una moneda por las molestias y se alegraba de que Zondi no estuviera presente para hacerle sentir como un tonto.
—¡Gracias! —exclamó Ngcobo, y salió como alma que lleva el diablo antes de que lo alcanzase un rayo.
Era mentira. El jefe sí que venía, pero Marais no había encontrado aparcamiento y Stevenson, que se había vuelto patéticamente servicial, les había ofrecido su propia plaza en un estacionamiento de varios pisos a una manzana de distancia.
Kramer abrió con la llave de seguridad, entró y dejó la puerta sin pasar el pestillo. Entonces vio el cartel de un nuevo espectáculo apoyado en un caballete de niño que habían recubierto de purpurina. El cartel anunciaba: LA CONOCÍAIS. LA QUERÍAIS. VED LA HABITACIÓN DONDE OCURRIÓ. SÓLO PARA SOCIOS. ¡NO HEMOS TOCADO NADA!
Se sintió orgulloso de pertenecer a la pasma.
Habían dejado una nota en el pico del águila del tótem falso que hacía las veces de perchero. El mensaje decía que alguien que firmaba como Mohammed había terminado su trabajo a las cuatro de la madrugada y respetuosamente solicitaba el pronto pago, en efectivo, de la suma acordada.
Eso hizo que Kramer bajara corriendo las escaleras y cruzara el escenario como una flecha. El cartel que prohibía el paso había desaparecido, el pasillo estaba enmoquetado en azul y las grietas de las paredes habían quedado ocultas bajo un papel de rayas. Incluso habían cubierto los pequeños escalones.
Los superó de un salto, inspeccionó el llavero, eligió una llave anticuada y cuadrada y recorrió el pasillo a buen ritmo.
En la puerta marcada con la estrella no había cerradura, sólo un pestillo por dentro.
Su puño se estrelló contra el panel.
—¡Marais! —vociferó.
—¡Ya voy, señor! Stevenson estaba preocupado por si los pintores no habían cerrado bien la puerta principal al salir y…
—¡Marais! ¡Venga a ver esto! Y dígame qué clase de persona, sobre todo si acaba de volver loca a una panda de maníacos sexuales, se pasea con el culo al aire por su habitación sin haber pasado el pestillo, ¿eh?
—Oh, Eva jamás haría eso —afirmó Stevenson servilmente—. No soportaba que los desconocidos la molestasen. Además, la serpiente andaba suelta y era muy cara. ¿Y si se escapaba al club y uno de mis socios…?
—¡Cállese! ¿Sí, Marais?
—No sé, señor.
—¿Y usted, Stevenson?
—Pues no lo pensé en el momento. Había tanto en qué pensar.
—Ese parece ser el problema de mucha gente que nos rodea.
Marais entró en el camerino y volvió a salir.
—Señor, ¿es posible que mientras luchaba intentase salir en busca de ayuda y hubiese abierto el pestillo antes de…?
—¿Con qué mano?
—En ese momento la serpiente la habría dominado del todo —dijo Stevenson—. Ella extendió la mano y…
—¿Qué mano? —insistió Kramer—. Según Strydom, no llegó a soltar la cola y en su cuerpo no hay marcas de mordiscos. ¿Dice que la puerta estaba cerrada?
—Del todo. Incluso por un momento dudé si tendría la luz encendida y luego me fijé en la ranura de la puerta con la pared para ver si…
—¿Estaba encendida la luz, Marais?
—Sí, estaba encendida. Me fijé porque no hay ventana y…
—En realidad, estuvo apagada un rato —confesó Stevenson—. Hay que controlar los gastos superfluos y…
—¡Cállese!
—No me deja terminar las…
—Lléveselo a su despacho, por el amor de Dios —ordenó Kramer.
Mientras Marais se ausentaba, el teniente comenzó a registrar el camerino con sumo cuidado. En un rincón encontró dos colillas de Gunston, el botón de una camisa de vestir con un dibujo sofisticado bajo el lavabo y nada que pudiera sugerir que el diván se hubiese utilizado para algo más que para apoyar la cesta de la serpiente.
—¿Quién fuma Gunston con filtro? —preguntó a Marais cuando regresó—. ¿Usted?
—Sí, señor, pero yo tiré las colillas. ¿De qué es ese botón?
—Ese es el primero de sus problemas —dijo Kramer mientras se lo entregaba—. El segundo es por qué, en medio de semejante desorden, polvos de maquillaje por todas partes, barras de labios sin tapar, pestañas postizas pegadas al espejo, café derramado sobre el hornillo… ¿entiende por dónde voy?
—¿Señor?
—Quiero saber por qué acabo de fijarme en que ella fregó a la perfección una taza y un vaso para luego dejarlos en una caja embadurnada con mermelada.
—Vaya por Dios —murmuró Marais—. No se me ocurrió pensarlo.
—Tercero, quiero que se investigue a fondo la coartada de Stevenson sobre lo que hizo aquí esa noche. Localice al socio al que acompañó hasta la puerta.
Kramer se sorprendió al constatar que su ira había desaparecido y supuso que se debía a que él también era responsable de esos descuidos.
—¿Qué clase de investigación seguimos ahora? —preguntó Marais—. ¿Ha cambiado en algo?
—No mucho, por lo que veo, aunque si Stevenson estaba aquí cuando ocurrió, nos ha vuelto a proporcionar información falsa.
—Pero parece que Stevenson…
—¡Marais! Hágalo, ¿de acuerdo? Y que venga Gardiner. Yo me llevaré a pie al tipo ese y lo encerraré para que pase la noche en el calabozo. Si me necesita, llámeme por radio.
—Otra vez Peacevale, ¿señor?
—Nunca se sabe —respondió Kramer, salió al pasillo y entró en el despacho.
Stevenson tenía un aspecto diferente.
—Ha estado hablando por teléfono, ¿verdad? —preguntó Kramer como si nada—. ¿Ha llamado a su abogado? ¿Quién es?
—Ben Gold.
—¿Ben? Vaya, me alegrará coincidir de nuevo con un viejo colega. Pero, mientras, vamos a ver si tenemos una buena celda para usted.
Stevenson tardó un poco en reunir fuerzas para ponerse en pie. Mientras, Kramer se fijó en que había una botella sobre la caja fuerte y un único vaso usado junto a ella.
Toda mentira nace de una verdad, reflexionó mientras salían.
—ESO ES TODO cuanto puedo precisar desde el exterior —dijo Bose, levantando la mirada de la víbora que estaba pintando—. ¿Se ha decidido ya?
Strydom vaciló y luego cerró la puerta a su espalda.
—Así que no tuvo por qué haber sido mi ayudante. Pudo haberlo hecho ella. ¿Está seguro?
—Existe la posibilidad. Aunque debió coincidir con el momento justo de su fallecimiento.
—Sí, claro, de lo contrario se habría liberado.
—¿Me permite? —preguntó Bose con deferencia, como debe hacer un experto antes de meterse en el campo del otro.
—Por favor.
—El reptil pudo haber sido utilizado para cubrir las marcas dejadas por otro agente letal, ¿no le parece?
—¿Se refiere a marcas manuales? Por eso he salido y de eso vengo ahora, de comprobarlo en el depósito de cadáveres.
—Ya, así que queda descartado. Perdone que me haya dejado llevar por la imaginación. Se debe a los libros que lee mi mujer.
—¿Agatha Christie o Dick Francis? —preguntó Strydom con interés.
—Edward McBain, un caballero americano, me temo. Bueno ¿ya se ha decidido?
Strydom vaciló otra vez, incapaz de tomar una decisión. En justicia, no debería enredar con una prueba antes de que la investigación quedase cerrada, y dicha prueba debería permanecer a buen recaudo. Pero la ponencia que pensaba presentar era una de esas oportunidades que aparecen una vez en la vida de impresionar a sus colegas forenses, colegas que, a pesar de no ser perfectos, habían disfrutado mucho con una o dos pequeñas meteduras de pata cometidas por Strydom en el pasado. Y si presentaba un molde a tamaño natural de la serpiente los tendría hablando del tema toda la semana.
—Así que todo se reduce a una coincidencia, ¿no? —quiso asegurarse.
—Nada hay más siniestro que eso —dijo Bose, con una de sus sonrisas sosegadas.
—Pero usted…
—Es puro interés académico. El problema es que, si quiere que lo hagamos deprisa, antes de que nadie se entere, tendríamos que empezar ya. El molde debería secar al menos durante una noche. Aunque le añadiré una pizca de sal para acelerar el proceso.
—De acuerdo, nos arriesgaremos —dijo Strydom, y se dirigió hacia la puerta antes de añadir—: Le quedo muy agradecido. Si alguna vez necesita un favor especial, ya sabe dónde me tiene.
EL RUMOR DECÍA que Chainpuller Mabatso dirigía una red de extorsión despiadada.
Pero Zondi estaba harto de rumores. Ahora quería oír el resto, alto y claro, de boca de una de sus víctimas. Así que apuntó su arma, la amartilló y amenazó con hacerle un segundo agujero a unos doscientos discos de canciones pop.
Beebop Williams, sentado en la parte de atrás de su tienda, con los cordones de los zapatos atados entre sí, recuperó la voz.
—Debió de ser unas dos horas después de haber vuelto a abrir —reveló con sinceridad— cuando me fijé en un tipo que curioseaba las últimas novedades pero sin preguntar ni pedir ayuda. Vino mucha gente después del tiroteo, sólo para mirar, ya sabes, gente importante del otro lado de la colina.
Se refería a los comerciantes negros lo bastante ricos como para tener un encargado al frente de sus negocios.
—Me ocupaba de atenderlos a todos y mi chico, Jerry, me ayudaba, porque cuando se emocionan no les importa gastar dinero. La cosa siguió así durante un rato. Luego el tipo ese se acercó y me dijo que tenía que hablar conmigo de un asunto, por eso vinimos aquí atrás.
—¿Aquí?
—Antes me aseguré de que estaba limpio, que no llevaba ni un cuchillo —respondió Williams—. Pero yo me quedé en la puerta. Con un pie a cada lado. Entonces me lo dijo. El carnicero no pagaba bien. No hacía lo que debía, no cumplía con su parte del contrato.
—¿Habló de Chainpuller? —interrumpió Zondi.
Beebop Williams dio un respingo.
—Esa palabra la has pronunciado tú, hermano, y es la adecuada, pero yo no la he dicho. ¿Estamos de acuerdo?
Zondi asintió.
—Luego dijo que ahora su jefe se ha quedado sin uno de sus contratos y que cree que Beebop es el hombre adecuado para ocuparse de él.
—¿Cuánto?
—Diez rands a la semana.
—¿Y te dijo algo de Lucky y los demás?
—Hizo un gesto con la mano que lo abarcaba todo y me di por enterado.
—El tipo que vino aquí ¿será el encargado de volver a cobrar el dinero?
Beebop dio unos golpecitos para demostrar que sus bolsillos estaban vacíos.
—¿Ya has hecho un pago? ¿Y el resto?
—Debo meterlo en una lata, como los demás, subir hasta cerca de su choza y lanzarla.
—¿Cuándo?
Los domingos por la noche, cuando no haya gente alrededor. Escucha, no quiero que la pasma…
—¿Qué aspecto tenía el tipo? ¿Sabes cómo se llama?
Estuvo a punto de soltarlo. Luego, el acaloramiento del momento se enfrió.
—¿Qué tipo? —preguntó Beebop Williams, muy sorprendido.
Pero eso bastaba. Incluso la capacidad de convicción de su sofisticado comportamiento tenía un límite y ya iba siendo hora de ponerse en contacto con el teniente.
MARAIS ESTABA SEGURO de una cosa: el botón no se había caído de ninguna de las camisas de Monty Stevenson.
La señora Stevenson había vaciado las baldas del armario y repasaron juntos todas y cada una de las prendas, ayudándose de un inventario que la mujer guardaba para coartar la falta de honradez congénita de la lavandera. Luego, ya en el vestíbulo, se echó a llorar y Marais supo que lo que pudiera pasarle a Monty no importaba demasiado, pero sí lo que ella y el pobre Jeremy pudieran llegar a sufrir. Eso había sido todo.
Ahora iba camino de entrevistar al último socio en abandonar el club aquella noche, habiendo decidido dejar para el día siguiente, con la cabeza más despejada, el rompecabezas de los vasos limpios. Se sentía mareado por la falta de sueño reparador.
Para cuando llegó a la explanada de la gasolinera, ya eran las seis de la tarde. Como estaba prohibido por ley vender combustible de noche y durante el fin de semana, le pareció que se encontraba desierta, hasta que se fijó en que aún brillaba una luz en la pequeña oficina junto a la parte trasera de la sala donde se exponían los automóviles.
Y allí descubrió a Gilbert Littlemore, que resultó ser uno de esos tipos que habían vivido en Kenia y que aún seguían llamando “sambo” y “negrito” a los negros, además de otras cosas igual de infantiles. De esos que conseguían que la afiliación de Marais al Partido Nacional pareciera ridicula al distorsionar el apartheid y presentarlo como la forma de tener criados corteses y no como la forma de lograr el desarrollo separado de todas las razas, lo cual resultaba mucho más importante para cualquiera que amara al país. Los ingleses expulsados de otros países eran únicos a la hora de pensar que para controlar la cortesía era necesaria una política especial.
—Supongo que ustedes no les pasan ni una, ¿verdad? —comentó Littlemore, dejando a un lado los impresos de alquiler o venta que había estado rellenando—. Lamento insistir en ello, pero esperaba encontrar aquí algo más de disciplina. Santo cielo, al paso que vamos, acabaré por trabajar al lado de Jim de la Jungla. Vendiendo coches, quiero decir.
—¿Jim de la Jungla? —preguntó Marais, picándolo deliberadamente. Esa era otra cosa que no soportaba: la insistencia en querer actuar siempre como a ellos les parecía que actuaría un sudafricano.
—¡Oh, me habré equivocado! Me refiero a los nativos. Bueno, ¿decía usted…?
—Como le comenté por teléfono, estoy reuniendo información sobre lo ocurrido en El Tipi y me gustaría tomarle declaración.
—¿Para uso público o privado? ¡Ja, ja!
—Ja, requetejá —dijo Marais con aire de cansancio mientras sacaba el bolígrafo.
—Pues la verdad es que fui con un grupo, pero todos se marcharon antes de la segunda actuación de Eva, porque una de las señoras dijo que le producía una sensación especial.
—¿A ella o a usted? —preguntó Marais en afrikáans.
—¿Cómo? Oh, lo siento, aún no entiendo ni papa de su idioma. Ya sé que da mala imagen, pero…
Tal y como Marais había imaginado. Demonios, hasta Mickey lo hablaba con fluidez, y ya puestos, hablaba inglés también, y eso que no era más que un simple negro. Pero estaba de servicio y debía dejarse de bobadas para centrarse.
—Ah, me habré equivocado, como dice usted. Pero ¿podríamos ir al grano, por favor? ¿Cuándo vio a Stevenson?
—Pues, al ver que me había quedado solo en la mesa, el encargado, Monty, se acercó y se sentó conmigo. Vimos la actuación y entre los dos nos terminamos el vino. Luego empezó a decir no sé qué sobre el horario en el que está permitido servir bebidas alcohólicas y me acompañó a la puerta, aunque no me pareció necesario. Al fin y al cabo, habíamos dejado de beber y yo no iba a vomitarle en la alfombra. Recuerdo que le dije: “Calma, amigo, sólo son y veinte. ¡No puedes echar a un caballero a los perros de este modo!”. Me he traído la frase de Dar es Salaam.
Si por Marais fuera, la habría dejado allí, y a él con la frase.
—¿Qué, sargento? ¿Le ha servido de algo?
Pero Marais estaba tan cansado que aquel indicio de la inocencia de Stevenson no significó casi nada para él. Excepto más problemas.
KRAMER DETUVO EL CHEVROLET tres segundos antes de salir zumbando de nuevo, ahorrándole a Zondi la molestia de cerrar de golpe la puerta del copiloto.
Se rieron juntos, como solían hacer al principio de conocerse.
Zondi empezó por asegurarle que todo iba bien en Blue Haze y que los niños estaban encantados. Luego le contó lo que había descubierto desde que había visto a Yankee Boy Msomi en la estación de tren. Eso los tuvo entretenidos un buen rato.
—De acuerdo, tú dirás lo que quieras —acabó por afirmar Kramer—, pero esto sólo explica por qué no han ido a sitios donde hay dinero de verdad. No les interesaba la caja registradora, eso sólo era una tapadera.
—También explica por qué la gente dice que no ve nada. Si saben que Chainpuller vigila, no les sacaremos ni una palabra.
—Esa es la parte contradictoria, Zondi. Llevo años oyendo que Chainpuller es capaz de darle matarile a un tipo a cuarenta metros de distancia con limitarse a hacer una muesca en la pared, y ahora, de repente, necesita gánsters, armas y coches. ¿Por qué?
—Se me ha ocurrido otra idea, jefe: puede que la banda utilice a Chainpuller.
—Eh, un momento. Otra cosa que no encaja es que en la tienda de Lucky me dijiste que el ministro era un buen hombre. ¿Lo ves capaz de creer en toda esa porquería de los brujos?
Zondi se encogió de hombros, como si para él religión y superstición fueran la misma cosa.
—Pero continúa, ¿qué estabas diciendo?
—Verá, jefe, es la forma de entregar el dinero. Uno de esos pillos podría ocultarse entre la hierba y coger las latas que lanzan. A eso me refiero con lo de utilizar a Chainpuller.
Kramer sonrió y dijo:
—Entonces me quito el sombrero ante ellos, porque si hacen eso es que no le tienen tanto miedo.
Un detalle, evidentemente, que Zondi no había tenido en cuenta, por lo que volvieron a la primera teoría.
Hasta que Kramer detuvo el Chevrolet, cambió de sentido en la carretera de Kwela y empezó a desandar lo andado.
—Así que vamos a buscar al tipo que fue a la tienda —dijo Zondi, satisfecho—. Beebop hablará con usted, jefe, ya sabe cómo son estas cosas.
—No pienso perder el tiempo si puedo acudir a lo más alto —respondió Kramer—. Ese cabrón de Chainpuller se ha salido con la suya durante demasiado tiempo.
Y no sin motivo, sugería el silencio que se hizo a su lado.
EMPEZÓ A LLOVER DE NUEVO, suavemente. El parabrisas se fue llenando de pecas y al final Marais se vio obligado a utilizar el limpiaparabrisas.
Se echó hacia delante para ver mejor, maldiciendo el picor que sentía en los ojos y arrepintiéndose de haber aceptado la copa que Littlemore le había ofrecido. El whisky escocés le producía ardor de estómago.
Los colores de los escaparates y anuncios luminosos se reflejaban sobre la calle y la volvían oleaginosa. Los automóviles avanzaban despacio, buscando dónde aparcar y obligándolo a frenar. El camino que había elegido era el más corto entre la gasolinera y el edificio de la Brigada, pero tal vez hubiese llegado antes siguiendo una ruta más larga.
Se fijó en que un luminoso estaba apagado. No se animaba a nadie a adentrarse en el callejón y “tomar algo en El Tipi esta noche”.
“Ah, claro”, pensó para sí. Ya sabía él que lo que estaba haciendo tenía su razón de ser: le había prometido a Gardiner que le echaría un ojo a aquel sitio al volver, sobre todo para que ambos tuvieran tiempo de tomarse algo juntos.
Conduciendo mucho más despacio, pasó por delante del desvío al callejón y vio que había un grupo de gente esperando. Qué raro. Seguramente la señora Stevenson se habría acordado de cancelar cualquier reserva que pudiera tener, y él mismo había puesto el cartel de cerrado en la puerta.
¡Morbosos! El jefe había dado instrucciones precisas sobre cómo debían tratarlos.
Marais dejó el coche en doble fila con los intermitentes puestos y se acercó corriendo.
—A ver, ¿qué pasa aquí? —preguntó.
Un grupo de indios con pajarita y gabardina se dieron la vuelta alarmados al oír la conocida frase, obligando a Marais a parpadear incrédulo hasta que comprendió que se trataba de los camareros. De detrás del grupo surgió un hombre blanco bajo, de barba pelirroja, que llevaba una zamarra.
—¡Eso es lo que queremos saber nosotros!
—¿Quién es usted?
—Lo mismo digo.
—Policía, así que ándese con ojo. ¿Qué pasa aquí?
—Aparecemos para trabajar y el cartel dice que el garito está cerrado. A nosotros nadie nos avisó. ¿Por qué y durante cuánto tiempo? Tenemos…
—El dueño está arrestado —dijo Marais.
El hombre sonrió y dijo:
—¿Lo habéis oído, chicos? ¿Qué os había dicho?
Los indios sonrieron.
—¿Qué les había dicho?
—Que sin duda Monty había metido el dedo en ese pastel —respondió el hombre, sonriendo con satisfacción ante su ocurrencia.
—Usted…
—Oiga ¿acaso pertenece a la División de Seguridad? No estoy revelando ningún secreto: todo el mundo sabe que ese hombre es un falso y un cabrón.
En ese momento, los demás decidieron dejarlos solos.
—¡Dadle recuerdos a Minehaha! —les dijo el hombre a los que se iban. Esta vez consiguió que se rieran. A una distancia segura.
—Es la pielrroja de Monty —explicó el hombre—. A él le llamamos Gran Jefe Valor en Retirada o ¿Qué hay, sexy? Depende.
—¿Usted es el gracioso del espectáculo?
—¿Yo? Soy tronchante. El pianista. El batería y el saxo también estaban aquí, pero han ido enfrente a mamarse.
—¿Su nombre?
—Bix Johnson. ¿Y el suyo?
—Marais. Brigada de Investigación Criminal.
—Yo soy licenciado en Filosofía y Letras.
—¿Qué?
Por lo visto, la calle no era lugar para mantener una conversación inteligente.
—¿Está dispuesto a colaborar en la investigación? Si no lo está, querré saber por qué y entonces…
—¿Cuánto paga?
—¿Quién?
—Usted pregunta, yo contesto. Así de fácil. ¿Dónde tiene el coche? ¿Qué le parece, nos movemos ya, capitán?
Se movieron. Y, sorprendentemente, hicieron muy buenas migas. Bix Johnson tenía algo que devolvió a Marais la energía perdida.
También le dio una información que lo llevó a coger la radio y llamar urgentemente al teniente Kramer. Pero no obtuvo respuesta.