STEVENSON TENÍA QUE ESTAR EN CASA. En el camino de acceso había una ranchera y las cortinas de la ventana salediza lateral estaban echadas. Aun así, Kramer parecía decepcionado.
—No es la clase de sitio elegante que esperaba —dijo, sin prisa por salir del coche.
El Chevrolet Commando estaba aparcado bajo un árbol del coral, al otro lado de la calle.
—Ya le conté que tenía problemas con el club vecino —explicó Marais—. Ése sí que tiene estilo y clase.
Kramer, que había entrado allí en una ocasión pasada la medianoche, con la esperanza de comprar tabaco, hizo una mueca. Que un techo negro con paredes negras y escenario negro se considerase algo con estilo, le daba igual. Y que la alta sociedad de Trekkersburgo fuese sinónimo de clase, no pensaba discutirlo. Pero a él aquello le había producido una especie de depresión profunda, tan inmediata que había recorrido una milla larga para comprarle sus Lucky Strike a un refugiado de lo más atento, cerca de la estación. Aquellos tipos trabajaban a todas horas y bajo luces muy brillantes.
—¿Vamos? —se aventuró Marais.
—Sí. Vamos y acabemos pronto —respondió Kramer, apagando el motor—. Este tan sólo es uno de los tres lugares en los que debería estar ahora.
Mientras recorrían el camino de losas que llevaba a la puerta principal, dejando atrás un cartel en la verja que anunciaba una gincana hípica, se preguntó cómo irían las cosas en Peacevale. Había dejado al mando a su sargento superior, pero estaba fastidiado porque Ludwig se había largado de permiso y aquel era su territorio. Como Lawrence de Arabia pero sin camellos.
Seguía sin concentrarse cuando la puerta se abrió, después de que Marais hubiese llamado, y una criada negra asomó la cabeza. Le habría resultado más natural ver a la viuda Fourie.
—¡Caramba! —exclamó la asustada sirvienta, deduciendo de inmediato lo que representaban, seguramente debido a su corte de pelo.
—¿Está en casa el señor? —preguntó Marais—. Vete a avisarlo.
—¿Gladys? ¿Qué andas haciendo? Ah, ya, ustedes, los mormones, ya han estado antes por aquí molestando.
—Se equivoca —dijo Kramer, tirando de Marais para que entrara en el vestíbulo con él y cerrando la puerta.
—Policía. Brigada de Investigación Criminal —se apresuró a informar el joven.
—Pero ¿qué es lo que ocurre aquí?
Kramer dedicó a la mujer su mirada especial de aversión hacia la retórica.
Ella era lo bastante hombre como para sostenérsela. El color de su pelo resultaba asombroso. Tal vez fuera a una peluquería de caniches.
En ese momento, la barra de labios carmesí —que reivindicaba más labio del que poseía— se convirtió en una raya infame.
—Usted debe de ser el poli ordinario —comentó—. Lo siento, pero mi marido está durmiendo. Gestiona sus negocios por la noche, como usted ya sabrá.
¿Sí?
—Y hoy se ha tomado dos pastillas para dormir porque últimamente una no le hace efecto.
—¿Desde cuándo? ¿Desde el domingo?
Eso dinamitó su aplomo. Retrocedió un poco y cruzó los brazos.
—¿Tengo derecho a saber qué es lo que ocurre aquí?
—Pregúnteselo a su costilla —dijo Kramer—. Él tiene todas las respuestas.
LOS NIÑOS ACUDÍAN al primer turno de clases de la escuela de Kwela, por lo que volvieron a casa cuando Miriam seguía intentando encontrar espacio suficiente para guardarlo todo y completar su relato del entierro. Les dio la ropa nueva para que se la probaran y les mandó quedarse en la otra habitación. Estaba lloviendo.
—Sí, muy triste —convino Zondi—, pero significa que contaremos con algo más de dinero para nuestros gastos.
Como la mayoría de los que trabajaban, hacía lo posible por ayudar a otros miembros de la familia que no conseguían pases para abandonar los bantustanes y encontrar empleo.
—¿Lo ves? No escuchas lo que te digo. Como ahora hay sitio para una persona más en el poblado, la tía de la mujer del hermano de mi hermana irá a vivir allí. Todos sus hijos murieron en aquel accidente de la mina.
—¿Y no tenían padre?
—Su marido tiene tuberculosis. Lo han encerrado con los leprosos en Transkei.
—Lo había olvidado. Por cierto, Lucky ha muerto. Le pegaron un tiro.
—¡No!
—El teniente está muy enfadado. Han sido los de las otras veces.
—Pues han cometido una estupidez al matar a Lucky.
—Por eso he de irme —dijo Zondi mientras se ajustaba la pistolera—. Tengo que ver a un hombre. ¿Te parece bien?
Miriam asintió a la vez que sujetaba un corsé con cintura de avispa a contraluz, estudiando su potencial.
—Vete, vete, ¿desde cuándo los hombres preguntan esas cosas? Además, me viene bien que desaparezcas. Esta casa está tan sucia que necesita una limpieza a fondo.
Zondi se marchó en el estado de ánimo perfecto para hacer salir a Yankee Boy Msomi de su letargo.
DESPUÉS DE TOMAR CAFÉ con la señora Stevenson, Kramer supo que contaban con un posible aliado. No le tenía a Monty mucho más cariño que ellos. Casi insinuó que la existencia del hijo en común constituía prueba suficiente en la que basar una acusación de abusos deshonestos.
Kramer era incapaz de imaginar cómo surgían esa clase de asociaciones, pero la de aquellos dos parecía muy próxima al final.
—Durante la guerra, en Inglaterra conocí a un soldado de aviación americano y él hablaba de “gandules” —dijo la mujer—. Eso es lo que es, un vago.
—¿Podría servirme más azúcar? —preguntó Marais, peleándose con su taza.
—Adelante, sírvase. Iré otra vez a ver si consigo levantarlo.
A Marais se le subieron los colores al ver que Kramer hacía una mueca de burla a espaldas de la mujer.
—Por favor, no sea cruel, señor —dijo avergonzado.
—¿Se ha fijado? —preguntó Kramer—. Huele que pasa algo y está encantada. Pero nos contó la historia de lo ocurrido el lunes por la mañana como si la hubiera leído en el periódico. No creo que sepa siquiera tanto como nosotros. Si vuelve otra vez sin él, repasaremos con ella los movimientos del marido el domingo, ¿de acuerdo?
Marais levantó el pulgar.
La señora Stevenson regresó y ocupó casi todo el sofá.
—Ni un gruñido —comentó—. Ese vago de ahí dentro ha debido de hacer lo que hizo el domingo.
—Ah, ¿sí?
—Se tomó cuatro de sus condenadas pastillas y decidió no levantarse.
—¿Cómo?
—Es la verdad. El domingo de madrugada llegó a casa después de comprobar la máquina expendedora de chocolatinas que tenemos cerca de la terminal de autobuses. Nos han dado la concesión y si no recaudamos a menudo, los vándalos atacan y roban las ganancias. Nada más llegar, y de lo más tranquilo, se apagó como una luz. Debía de ser alrededor de la una. Doce horas más tarde seguía igual. Y yo me había molestado en preparar una comida de domingo en toda regla. De nada me sirvió intentar despertarlo. A las seis aún estaba roque y, aunque no se lo crean, no se levantó para nada hasta el lunes, cuando su señoría decidió recuperar su hora normal de despertarse.
Su indignación parecía auténtica.
Marais dejó su taza y cogió una lista.
—Con tráfico, desde la ciudad hasta aquí se tarda veinte minutos —dijo Kramer, impaciente.
La señora Stevenson hacía señas a alguien por la ventana.
—Miren —dijo—, esa de ahí fuera es Bess y me gustaría hablar con ella para ver si puede llevar a Jeremy a clase de equitación. ¿Ya han…?
—Le agradecería que nos permitiera usar su teléfono un momento —dijo Kramer, cortésmente poniéndose en pie a la vez que ella—. Luego lo mejor sería que nos fuésemos.
—Está en el vestíbulo, señor Kramer. Bueno, adiós, por si ya no los veo.
Salió a través de la cristalera, saludando a la vecina.
—Señor, eso significa que el único momento en que pudo percibir la rigidez de la fallecida fue en el período de tiempo transcurrido entre que ella dejó el escenario y la serpiente la mató, o unos pocos minutos después. Además, no podía estar fría aún y ese es otro punto de su declaración jurada.
—¿Me toma por tonto? —preguntó Kramer—. Quédese sentado que voy a llamar al Hada del Chocolate.
LA PITÓN SE ESTABA DESHACIENDO. Quizás, al no tener el volumen de un cuerpo humano, unos pocos minutos fuera de la cámara resultaban suficientes para que el proceso de putrefacción continuase. Las serpientes eran animales raros y, desde luego, tenían un metabolismo muy peculiar.
Dadas las circunstancias, eso preocupaba a Strydom: la serpiente no cabía en el frasco de cristal más grande que había encontrado.
Nxumalo, que estaba preparado para añadir el formol que la conservaría, chasqueó la lengua con lástima.
—¿Y por qué el jefe médico no la desuella? —sugirió.
—Porque el jefe quiere un testimonio permanente mejor que ese —explicó Strydom—. Verás, quiero presentar un informe sobre este caso en nuestro congreso anual, en Ciudad del Cabo, y resultaría mucho más impactante contar con un concepto tridimensional. ¿Me entiendes?
Nxumalo asintió. El jefe no quería desollarla.
—Tal vez el museo me preste uno de sus frascos —dijo Strydom—. No se me había ocurrido.
—Muy listo, jefe.
—O al menos me dirán dónde consiguen los suyos. También quiero saber su opinión acerca de la fuerza del animal.
—Sí, jefe.
—Guárdala otra vez, anda, pero ten mucho cuidado, como antes —ordenó Strydom, y luego entró en el despacho.
Kloppers había salido a almorzar.
El especialista en reptiles del museo era un hombre de voz suave que mostró un interés de tipo práctico en su problema. Dijo que no les quedaban frascos sin usar, porque ese método de conservación se había abandonado varios años antes y que cualquier espécimen excepcional se conservaba desde entonces ultracongelado. Sin embargo, si el médico del distrito se pasaba por allí aquella tarde y llevaba con él a su serpiente, estaba seguro de que algo podrían hacer. Saltarse la rutina nunca venía mal.
KRAMER DEJÓ EL AURICULAR en su sitio sin hacer ruido y se quedó mirando hacia el pasillo. Había un par de zapatos negros y muy limpios junto a la tercera puerta contando desde donde él se encontraba.
—Bueno, vámonos —le dijo a Marais. Cuando el sargento estuvo a su lado, añadió en un susurro—: En realidad no nos vamos.
Luego abrió la puerta principal, contó hasta tres, volvió adentro y la cerró.
Esperaron. Ni un murmullo.
—Pongamos en marcha el plan B —dijo al oído de Marais, sabiendo que le gustaría la expresión.
Kramer se apoderó de un cepillo mecánico para limpiar alfombras que la criada había dejado a mano con la intención de recogerlas migas que ellos pudieran tirar y empezó a empujarlo por el pasillo. Chirriaba muy bien al moverlo de delante a atrás. Empezó a golpear su borde de goma contra el zócalo de madera y a tararear uno de los cánticos de amor zulúes que tan a menudo oía canturrear a Zondi mientras conducía. El cepillo chocó contra los zapatos y Kramer se detuvo, esforzándose por conseguir que el sonido que salía de su garganta fuese lo más agudo posible.
—Eh, Gladys —rugió una voz perfectamente despierta desde el otro lado de la puerta—. Maldita sea, ¿te crees que estás en tu poblado o qué demo…?
—Hola otra vez —dijo Kramer mientras abría de par en par.
—¡Usted!
—Y usted. Venga un momento a la sala. No se moleste en cambiarse.
Los muchos años de visitas mañaneras a los hogares ajenos habían enseñado a Kramer que, a menos que un tipo se dedicase al boxeo o a la lucha libre, generalmente se sentía más vulnerable en pijama. Y, además, ahorraba tiempo.
Al poco, cubierto con un kimono de seda negra, con manchas de huevo a la japonesa, Monty Stevenson les contó todo lo que sabía. Se trataba de la historia de siempre, con la coartada de la máquina expendedora de chocolatinas añadida al final.
—Tengo que ocuparme de muchas cosas a la vez —les explicó—. El club, la discoteca ambulante para fiestas en residencias privadas, mi curso de hostelería para indios y estoy negociando los derechos de…
—Ya. Pero según un revisor de autobuses que conozco, su máquina expendedora de la terminal está vacía.
—¡Qué buena noticia! Sabía que acabaría por ponerse de moda.
—Porque está rota.
—¿Qué?
—Unos vándalos la hicieron pedazos el sábado.
—¡Cabrones!
—Era un farol —admitió Kramer y añadió, para beneficio de Marais—: recuerde que a ese revisor le debemos una buena patada en el culo. Dijo que tenía más que hacer que ocuparse de las estupideces de la Brigada.
—Entonces, ¿no está ro…?
Ya no continuó. La rapidez con la que se había contradicho alcanzó a Monty Stevenson y lo aniquiló. Luego les contó la verdadera historia de lo que había ocurrido aquel fin de semana en El Tipi.
Se había encontrado con un viejo amigo y se llevaron una botella de las buenas a su despacho para disfrutarla en privado. Cuando se dio cuenta de la hora que era, volvió corriendo a casa y contó una mentira porque a su mujer le caía mal aquel viejo amigo. Quien, por desgracia, había abandonado la ciudad para aprovechar una oportunidad laboral que le había surgido en Australia.
—Eso es lo que quería oír —dijo Kramer.
—Gracias a Dios.
—Así que vístase. Queda arrestado.
HABÍA UN LUGAR EVIDENTE en el que buscar. A pesar de su sano cinismo, Yankee Boy Msomi era un hipocondríaco. Y la consulta privada del doctor Arthur Pentecost Thlengwa, que recaudaba cientos de rands diarios, recibía a gusto su grano de arena en el desierto. Lo que más preocupaba a Msomi eran los riñones.
Pero no se encontraba en la larga cola de gente que prefería pagar por sufrir.
Así que Zondi lo intentó, sin muchas ganas, en medio del caos de las masificadas consultas externas del hospital de Peacevale y tampoco obtuvo resultados.
Tuvo suerte en el extremo más bajo de Trekkersburgo, donde los herbolarios y hechiceros tenían sus tiendas en un edificio moderno habitado por familias indias adineradas. Msomi observaba un expositor de babuinos disecados y otros artículos de especialista situado a la entrada de Ntagati e Hijo. Ya había realizado varias compras, que sobresalían del bolsillo de su abrigo.
Zondi aparcó al otro lado de la calle y enseguida quedó camuflado, gracias a los vagos demasiado ociosos para fijarse en quién era él y de quién era el coche en el que habían decidido apoyarse.
El problema consistía en establecer contacto con discreción a pleno día. Pero sabiendo dónde estaba Msomi, podría seguirlo hasta encontrar el momento adecuado. Una cosa sí que era cierta: a Zondi nadie le daba esquinazo.
Inauguró la espera encendiendo un pitillo.
Msomi debió ver algo reflejado en el escaparate porque se giró y, para gran sorpresa de Zondi, le hizo una señal de consentimiento.
—Estación —articuló con los labios y volvió a entrar en la tienda. Para cualquier otra persona que lo hubiese visto, no habría sido más que un hombre luchando por contener un estornudo.
Se encontraron en el andén número dos, detrás de una pila de sacas de correo, protegidos por los toscos campesinos que se cubrían con mantas y se sentaban sobre sus maletas de madera.
—¿A dónde vas? —quiso saber Zondi.
—A los bantustanes de mi tribu, ¿entiendes? Muy, muy lejos. Aquí las cosas se han puesto al rojo vivo y ya va siendo hora de que conozca el lugar de procedencia de los míos.
Luego, y dándose mucha prisa, le contó a Zondi lo ocurrido en la tienda de Beebop y lo del carnicero asesinado, a quien ninguno de los dos conocía. Concluyó admitiendo que creía que tras aquellos robos se ocultaba otra cosa.
—Hermano, esto es lo que hay: uno aquí y el otro allá saben cómo me gano una ayudita para vivir. Imagínate que me entero de algo que os hace caer sobre ellos en picado, ¿entonces, qué? ¿Y si no me entero de nada pero el rumor se extiende igualmente? ¿Y si ellos creen que he sido yo? ¿Podré convencerlos? Digamos que la cosa está que arde y…
—Te matarían para hacerte callar.
—Cierra el pico, pajarito. Sí, amigo. Pero si no estoy en la ciudad cuando eso ocurra… todo irá bien.
—Has llevado a seis hombres a la horca —le recordó Zondi—. ¿Qué es lo que te da tanto miedo esta vez?
—¡Lo que he visto hoy con mis propios ojos! Tipos que van y vienen sin que sus movimientos tengan sentido.
—Ya.
Zondi reflexionó. Msomi tenía billete y una maleta, que seguramente había dejado en la tienda de Ntagati. Estaba claro que pensaba tomar el tren del norte. Por lo tanto, había preparado aquel encuentro porque sabía que Zondi lo iba a seguir y quería que su marcha no quedase empañada por algún malentendido. Todo eso podía explicarse. Pero no su grado de aprensión.
—De eso nada, esos dos ojos han visto algo más —dijo Zondi—. ¿Tienes papeles para viajar?
—Tranquilo, Mickey. ¿Desde cuándo Yankee…?
—¡Sargento! ¡Para ti soy el sargento Zondi! Y será el sargento quien te arreste, aquí y ahora, si no me lo cuentas todo.
Se oyó el silbido del vapor y una enorme locomotora, que tiraba de su ténder de agua, se detuvo en el andén número dos, logrando que los campesinos se pusieran en pie. También era el tren de Msomi.
Zondi lo agarró por el cuello de piel de su abrigo.
—Vale, vale —dijo Msomi, desesperado.
—Entonces, ¿qué?
—¡Chainpuller! ¿Puedo irme ya?
Zondi lo soltó. Mientras observaba a Msomi buscar un hueco en los bancos, sintió que una mano agarraba sus tripas y las apretaba con fuerza.
Chainpuller.
LAS PAREDES ERAN DE COLOR verde lima claro y tenían rozaduras. Un mapa de Trekkersburgo cubría una de ellas casi por completo. Había un archivador gris al que en algún momento debieron pegar un calendario porque aún se veían los restos del pegamento. Una mesa pequeña con un taburete y un escritorio grande con casilleros y una silla. Dos papeleras de metal y un par de teléfonos. Dos ceniceros: uno era una cabeza de pistón invertida y el otro, una lata vacía de clips. Una porra de madera con una correa de cuero en un extremo. Las siglas de la brigada pintarrajeadas en blanco sobre cualquier cosa que mereciera la pena robar. En otras palabras, el despacho no era gran cosa, pero tenía personalidad.
Aparentemente, eso fue lo que pensó Monty Stevenson. Permanecía sobre el suelo de linóleo lleno de marcas como si esperara que en cualquier momento se ejerciese una violencia práctica sobre su persona. Temblaba.
Y las paredes no dejaban de susurrar.
—¿Aún sigue aquí? —preguntó Kramer a su espalda, con calculada brusquedad. Acababa de volver de Peacevale, donde se había enfrentado a la vieja historia de siempre.
Stevenson se puso rígido, lo cual tenía su lado cómico.
Kramer cogió la porra, se colocó la correa a modo de pulsera y la balanceó de un lado al otro.
—Esto empieza a estar cargado —comentó, y utilizó la porra para abrir los dos montantes. Luego la colgó en su gancho.
Entró Marais, limpiándose de la barbilla el azúcar del bollo que se había tomado con el té y eructando de pura y egoísta satisfacción. Cogió su cuaderno de notas.
—¿Dónde había ido a parar? —preguntó Kramer—. ¿Cuántas mentiras más nos va a contar?
—Jura que ahora ha dicho la verdad, señor.
—Ya.
—¡Es verdad! Estoy dispuesto a…
—Cállese.
—¿Al menos puedo sentarme, por favor?
—¿Ha visto a Zondi? —preguntó Kramer mientras se sentaba a su escritorio. Marais ya se había apoderado del taburete.
—No, señor. Bueno, ahora la historia es la siguiente: después de acompañar hasta la puerta al último cliente a las doce y veinte de la noche en cuestión, fue…
—¿Ha anotado su nombre?
—Era uno de los socios del club, así que…
—Continúe, Marais. Eran las doce y veinte.
—Fue a cerrar su despacho y recordó que tenía asuntos que tratar con la señorita Bergstroom, la bailarina. Era la última noche que actuaba y no volvería a verla. Por eso se acercó al camerino y descubrió que había sido, y cito, “víctima de un trágico contratiempo”. La serpiente aún se movía un poco, pero resultaba evidente que también estaba muerta. Su primera reacción fue llamar a la ambulancia… y a nosotros. Admite que luego comprendió que aquella situación podría resultarle ventajosa, tal y como usted sugirió. Sabía que a aquella hora los periódicos del domingo ya estaban imprimiéndose y que los diarios solían tener de guardia los sábados por la noche a un becario cualquiera. Por cierto, el prisionero trabajó en el departamento de publicidad de un periódico, por eso sabe todas esas cosas.
—¿Natalicios o necrológicas? —preguntó Kramer.
—El caso es que sabía que dar la voz de alarma en aquel momento no le aportaría la clase de atención que él buscaba, pero niega haber arreglado las cosas para que la prensa llegara antes que nosotros. En todo lo demás, es tal y como lo habíamos deducido. Está dispuesto a realizar otra declaración completa, aunque ya le he informado de sus derechos.
—Sí, oficial. Pensé que si dejaba las cosas como estaban y esperaba a que el chico de la limpieza la descubriese el lunes, no haría daño a nadie. Dígame, ¿qué podía pasar?
—Ahora ya lo sabe —respondió Kramer.
Marais, el payaso, tomó nota de aquello.
—Por cierto, Stevenson, ¿tenía agente la señorita Bergstroom? —continuó Kramer tras una pausa.
—¡Por supuesto! No contrato ningún número que…
—Entonces ¿cómo es que tenía que hablar de negocios con ella?
—¿Cómo? ¿Qué ha dicho?
Kramer se rió y se estiró, levantando un par de pesas imaginario y arqueando la espalda.
—Yo lo veo así, Stevenson —dijo—. También sé alguna cosa sobre los periódicos. Un diario de mañana, como La Gaceta o El Heraldo de Durban, las pasa canutas para llenar la portada del lunes, pudiendo elegir sólo entre las noticias del fin de semana. Caramba, la de veces que he estado de guardia un domingo por la mañana con los reporteros pidiéndome que sacase el arma y crease alguna noticia para ellos. Estoy de acuerdo con usted en cuanto a lo de la madrugada, pero a partir de las once, la cosa cambia, el servicio mejora mucho. Todo el mundo acaba harto de accidentes de tráfico, regatas varias y demás bobadas, y echan de menos una buena noticia de tipo judicial. Podía haber salido en los vespertinos del domingo. ¿No? ¿Por qué no?
Stevenson comenzó a temblar en toda regla.
—Sí, lo imaginaba —continuó Kramer—. Si hubiese dicho que se había dejado caer para comprobar cómo estaba la señorita Bergstroom, su esposa habría sospechado, ¿no? ¿Tenía motivos? Se habría inventado una buena excusa de no haberse sentido atrapado por su secreto vergonzante.
—¿Qué? —dijo Marais.
—El auténtico motivo por el que el señor Stevenson quería ver a Miss Serpiente Sexy de mil novecientos setenta y pico, y la verdadera naturaleza del asunto a tratar. ¿Me equivoco?
El prisionero se sentó en el suelo, sin moverse del lugar que ocupaba.
Marais casi parecía sentir lástima de él.
Pero Kramer acababa de tener otra idea y cogió la declaración que había hecho el chico de la limpieza. Aún debía solucionar el asunto del rigor mortis.
—Según Joseph, el chico de la limpieza, usted le mandó marcharse antes de entrar en el camerino por segunda vez. ¿De verdad entró en el camerino?
Stevenson tomó tanto aire como pudo y respondió:
—Sólo un momento. No pude soportar el olor… ni lo que veía. Me persiguió todo el domingo en forma de pesadillas. Habría sido distinto si… quiero decir que tuve demasiado tiempo para pensar en aquello. Y ese es el motivo por el que mi comportamiento resultó forzado cuando llamé y…
—Por si le interesa, ese fue su gran error.
—Decir que estaba rígida —añadió Marais.
—Pero estaba muerta, ¿y no es cierto que todos los muertos…?
—Ay, estos profanos en la materia —suspiró Marais mientras lo ayudaba a levantarse.
—Así que ni siquiera la tocó la primera vez —dijo Kramer, encontrando el comentario más interesante.
—Con lo que vi me bastó. El pecho no se movía y parecía rígida. ¡Aquellos brazos eran como palos!
—¿Y cómo supo que el corazón había dejado de latir? ¿O temía mancharse de carmín si le hacía el boca a boca?
—¿Qué? Oh, Dios mío, ¿de eso se trataba? ¿Quiere decir que aún podía estar viva? ¿Cómo un ahogado? ¿Que yo podía haber…?
Kramer, a quien la idea acababa de ocurrírsele, se encogió de hombros.
—Dentro de unos minutos tendremos el informe de la autopsia, por si quiere esperar —respondió fríamente.
EMMERENTIA, LA NIETA PEQUEÑA de Strydom, encantadora y muy inteligente, llamaba al Museo de Historia Natural de Trekkersburgo el “zoo muerto”.
En eso pensaba el abuelo con cariñosa sonrisa mientras subía las escaleras que llevaban al vestíbulo principal y se detenía frente a las vitrinas de los reptiles, que eran nuevas.
Sin embargo, Strydom descubrió que no todo en aquella sección estaba tan muerto como parecía. Si se aguardaba con paciencia y se buscaba un atisbo de lengua bífida, se podía distinguir entre las piezas expuestas inanimadas y las que no tenían vida.
La calidad de los especímenes conservados era tal que estuvo seguro de haber acudido al sitio adecuado. De hecho, habría echado una segunda ojeada de no ser porque un ayudante zulú, con unos pedazos de madera enormes en los lóbulos de las orejas, se lanzó de repente a limpiar las marcas que había dejado al respirar sobre el cristal.
Strydom recorrió un corto pasillo que lo llevó a la sala de los grandes mamíferos. Era enorme, abovedada, con una galería para los insectos y la antropología, y hacía tanto eco que caminó de puntillas al rodear un elefante en pleno ataque. Un par de niños dominados por la risa tonta —lo que le recordó que aquel día se celebraba la festividad de San Miguel— comparaban los traseros de los rinocerontes blanco y negro.
Había más niños, aunque en esta ocasión bantúes y de punta en blanco, aguardando en solemne fila ante la puerta a la que le habían mandado dirigirse. Un acelerado funcionario del museo intentaba explicarle algo al profesor negro que se encontraba al cargo de los niños. Strydom esperaba que no le llevase todo el día.
—Pero si usted sólo leyó el cartel que anunciaba el documental para niños desde el autobús, no puede culpamos a nosotros del chasco —decía el funcionario—. Pueden ver muchas otras cosas.
—La frase que decía “sólo para blancos” estaba escrita en letra muy pequeña —contestó el profesor, que no parecía enfadado aunque sí un poco terco—. Para serle sincero, ahora, al entrar con mis alumnos, tampoco me fijé en las restricciones relacionadas con la sala de proyección.
—Pues me alegro de que esté dispuesto a reconocer la verdad —dijo el funcionario, intentando quitarle importancia al asunto con una broma.
—Había pensado, señor, que, al no estar ocupado ni una cuarta parte del aforo de la sala y dadas las circunstancias, podrían permitimos permanecer de pie al fondo.
—Eso no lo decido yo. Lo siento. Yo no redacto las normas. Y tengo a un jefe esperando, así que no se hable más.
El profesor se dio la vuelta y dijo a los niños que había llegado el momento de tomar un refresco. Que él los invitaba.
—Soy Smith —dijo el funcionario, estrechándole la mano libre a Strydom—. Me enviaron a recibirle y… Oh, no importa. Es por aquí. Vaya tamaño. Pregunte por Bose.
Después de subir tres tramos de escaleras, Smith le abrió una puerta a Strydom y se despidió de él.
La sala tenía un techo muy alto y enormes ventanas que la inundaban con la luz fría de las nubes portadoras de lluvia. Los muebles eran sobrecogedoramente Victorianos y Strydom se sintió como si hubiese retrocedido en el tiempo para volver a la facultad donde había estudiado medicina. Algunos de los olores también le resultaron familiares.
—Buenas tardes. Soy Strydom, el médico del distrito —le dijo a un hombre grande de pelo blanco que trabajaba ante una mesa—. ¿Es usted el señor Bose?
El experto se dio la vuelta y miró distraído, como si no pudiese articular palabra hasta que fuese totalmente capaz de concentrarse en lo que veía. Luego su actitud cambió.
—¿Es la pitón? —preguntó con voz suave.
—La misma. Tenga, cójala y dígame si puede ayudarme, si hay alguna posibilidad.
Strydom se acercó a la mesa y vio que Bose había estado pintando un molde en escayola, perfecto, de una víbora bufadora, aplicando el color escama a escama. De manera que así era como lo hacían.
—No es lo que me esperaba —dijo Bose.
Strydom lo miró. Bose había estirado la pitón a lo largo de un banco y palpaba con suavidad su parte central.
—Bueno, ya le comenté las circunstancias del caso.
—Precisamente. ¿O le rompió usted la columna?