IV

DE MANERA QUE EL MARTES amaneció con la posibilidad de que en Trekkersburgo ocurriera cierta cosa buena y otra específicamente mala.

También era el día que Mickey Zondi y el teniente habían acordado tomarse libre para ayudar a la viuda Fourie a mudarse de casa.

Sin embargo, a pesar de la amenaza de un posible conflicto de intereses, no hubo cambio de planes y todo siguió adelante según lo programado.

Lo que implicaba madrugar mucho, mucho, en el 2137 de Kwela, a las afueras de la ciudad. O un madrugón en dos fases, porque Zondi se levantó antes que su familia para limpiar y ordenar la sala, cosa que hizo con una docena de pasadas de escoba sobre el suelo de tierra apisonada. Luego introdujo seis puñados de gachas de maíz en una cacerola que puso al fuego, cogió los cuencos y buscó el sirope de caña de azúcar. Lo descubrió en una lata que estaba dentro de otra con agua en el fondo, para mantener a raya a las hormigas. Miriam era una mujer de recursos, como demostraba su mantel de periódico recortado imitando encaje. Y como ahora las circunstancias le imponían los detalles domésticos, Zondi también se maravilló de la forma en la que ella se había agenciado un nuevo mango para su plancha de hierro utilizando las bobinas del algodón de hilvanar. Miriam, que lavaba y remendaba la ropa de otros, esperaba algún día —cuando instalaran la electricidad— haber ahorrado lo bastante para comprarse una prensadora de vapor.

Las gachas borbotaron y reventaron, sacándolo de su ensoñación.

Zondi bajó el fuego y entró en el otro cuarto, tocando las palmas con fuerza para despertar a los cinco niños. En el mismo momento de hacerlo, lo lamentó, porque le hubiese gustado observar sus rostros en reposo. Se veían muy poco.

Pero su prole hambrienta se levantó enseguida. Los gemelos lo hicieron en un instante y no les había dado ni tiempo a enrollar su colchón cuando los otros, en la enorme cama de los padres, empezaron a pelearse.

—¡Alto, alto, alto! ¿Qué pasa aquí? —riñó Zondi—. Terminad de vestiros y venid a desayunar. Eh, tú, no corras tanto.

Agarró por la oreja al más descarado de los gemelos.

—¡Pero si ya estoy vestido!

—Despacio.

—Pero quiero mi desayuno. Anoche tú no nos…

—El desayuno lo tomaréis aquí.

Todos los niños lo miraron asombrados, hasta la más pequeña, que se peleaba con sus pololos heredados. Lo sorprendió tanto sentido del decoro.

—¿Aquí? —preguntó el gemelo más tranquilo, que se parecía a su madre.

—No quiero que vayáis a la otra habitación, ahora que la he limpiado para cuando vuelva mamá. Ni uno solo de vosotros.

—¿Ni para ir a la escuela, padre?

—No. Saldréis por esta ventana. Sé muy bien la que podéis armar en un abrir y cerrar de ojos. Así sólo me quedará una habitación por limpiar.

—Me parece buena idea —dijo la mayor de las niñas, que ayudaba en las tareas del hogar y no le gustaba—. Tenemos un padre muy listo.

—¡Pelota! ¡Pelota! —cantaron a coro los otros.

—Callaos de una vez o saco el cinturón —bramó Zondi.

—Entonces se te caerán los panta…

El gemelo más descarado se llevó la oreja dolorida a un rincón, mientras se quejaba de que le había costado mucho entender sus deberes sin ayuda.

Nadie le hizo caso. Zondi permanecía sin moverse, intentando recuperar una idea que parecía la clave a los robos relámpago. Se la había sugerido alguna de las cosas dichas o hechas unos minutos antes.

Pero no sirvió de nada: la había perdido.

KLIP MARAIS también estaba levantado a esa hora, porque no se había acostado. Y su estómago no tenía la culpa —ya que disfrutaba de una salud excelente y si había abandonado corriendo el camerino fue sólo para vomitar—, sino su cabeza, que no paraba de dar vueltas a las cosas.

Su actitud hacia Kramer había variado bastante al comprender que le ofrecía la oportunidad de justificarse, aunque no estaba seguro de cómo lograrlo.

Sobre todo porque durante la madrugada, en la impasible soledad de su alojamiento de soltero, se había visto obligado a admitir que las pruebas resultaban poco sólidas. Repasó de nuevo su lista. La había hecho otra vez: le daba mucha importancia a recoger por escrito sus problemas de manera ordenada. La nueva tentativa daba como resultado:

La ropa: demasiado buena para la ocasión.

Las llamadas: demasiado pronto después de avisar a la Brigada.

El personaje: demasiado nervioso (según el suboficial Gardiner).

La comprensión: demasiado rápida para entender al negro que hablaba zulú.

A Marais también le gustaba el paralelismo en las frases, pues solía aprobar los exámenes utilizando recursos nemotécnicos que sólo a él le resultaban menos difíciles de memorizar que el material original.

Los puntos uno y dos habían perdido su efecto: en buena medida eran cuestión de opiniones y sencillamente podían formar parte del empuje normal de aquel hombre para impulsar su imagen y su negocio. El punto tres también era opinable, dejando a un lado la amistad, porque unas muertes afectan de una manera y otras, de otra: él nunca había vomitado después de presenciar un accidente de tráfico. El punto cuatro se basaba en la palabra de un nativo que, además, era bastante torpe, con un atisbo de resentimiento. Y sin embargo…

Marais meditó un momento y añadió “el reloj” a los otros puntos, la forma más equivalente a las otras frases para aludir al factor tiempo. Esa era la cuestión más importante.

Ya había preparado una lista de horarios y empezaba a darle vueltas cuando un agente adormilado se coló a trompicones en su cuarto sin llamar, para decirle que lo esperaban al teléfono.

La velocidad de sus pensamientos aumentó aún más.

KRAMER RECORDÓ que el asunto había surgido por primera vez de forma indirecta, cuando la viuda Fourie le había preguntado de repente si sabía algo de psicología. Respondió que sí y le explicó que la psicología era un pato de goma. Cuando vio que no lo había entendido, dijo que la psicología también era como amagar una patada a los huevos del sospechoso y detener la bota un milímetro antes del impacto.

Había sucedido cuando se introdujo el sistema métrico en Sudáfrica.

Después de aquello, pasó una semana sin que la mujer volviese a sacarlo a colación. Entonces se la encontró leyendo un libro sobre psicología y preguntó por qué le interesaba tanto.

Sin pronunciar palabra, había metido la mano en su bolso para entregarle la carta enviada por el director del colegio al que iba el mayor de sus hijos. Con gran amabilidad sugería que pidiera cita para ver al psicólogo de la escuela. Por lo que ellos habían observado, Piet era un chico muy infeliz cuyo rendimiento empezaba a verse afectado.

La viuda Fourie había acudido al departamento de formación para ver al psicólogo y regresó con la cabeza dándole vueltas debido a los términos de cosas cuya existencia ella ni había sospechado: sustitución, Edipo, trauma y sabe Dios qué más.

Por eso le había preguntado a Kramer qué sabía él e intentaba informarse gracias a los libros que sacaba de la biblioteca. Él había pasado el resto de la noche leyendo alguno de esos libros, incluso en voz alta, cuando algún párrafo le daba asco, como por ejemplo: “El complejo de Edipo puede definirse como ideas en gran medida inintencionadas que se sustentan en el deseo de poseer a la madre y eliminar al padre”.

A medianoche había dejado los libros y le había asegurado a ella que Piet no era más que un chico que estaba creciendo y que necesitaba espacio para hacerlo. Si él mismo hubiese tenido que vivir acorralado en el último piso de un edificio, se habría vuelto loco.

Entonces ella había dado paso a una desagradable escena durante la cual le reveló que su relación con Kramer se había planteado como posible causa del problema de Piet. Y así habían seguido hasta el amanecer, cuando hicieron el amor dos veces y él dijo: “Ya veremos”.

Aún lo tenía todo muy fresco aquella mañana, mientras esperaba impaciente en la acera a que Zondi llegara con el camión alquilado. Debía recogerlo en un concesionario indio a las ocho y, con la de cosas que tenían que trasladar, cualquier retraso sería una lata. Los dos se verían obligados a trabajar hasta la noche.

Ya eran las nueve menos cuarto pasadas.

Y entonces apareció el camión, conducido al ritmo incurablemente frenético de Zondi, con cuatro negros vestidos con mono de trabajo agarrados al techo de la cabina. Kramer sabía que sería una imprudencia preguntar quiénes eran.

—Vale, jefe, ¿qué llevamos primero? —preguntó Zondi, saltando del asiento del conductor.

—Mejor los objetos frágiles.

—Eh, tres de vosotros, vamos, saltad de ahí —ordenó Zondi. Luego se puso a organizarlo todo.

La viuda Fourie bajó para ver cómo iban las cosas. Había mandado a los niños a pasar el día al parque. Un pañuelo protegía su cabello rubio del polvo que se levanta en todas las mudanzas y se había puesto un uniforme recto y sin entallar que le había prestado la niñera, así que Kramer sólo podía disfrutar de su rostro, algo que hizo, y en gran medida, porque nunca la había visto tan feliz y entusiasmada.

—¡Cuidado, Mickey! —advirtió con un grito ahogado.

Pero Zondi, que había empezado a lanzar hacia arriba las cajas de cartón llenas de vajillas cuidadosamente embaladas como si fueran ladrillos que atraparían desde un andamio, se limitó a reír cortésmente.

—¿Por qué no dejamos que se ocupe él? —sugirió Kramer, cogiéndola del brazo—. Deberíamos ir yendo a abrir la casa.

—Bueno… —dijo ella, mirando por encima del hombro mientras él la conducía hasta el coche.

Fueron todo el rato en silencio, hasta llegar al extremo más oeste de la ciudad, pasado el campo de aviación y el de tiro, y adentrarse en una zona de suaves colinas donde algunos de los primeros moradores habían levantado sus casas.

La hierba era amarilla, como el cabello de la viuda, y el verde oscuro de las hojas de los eucaliptos y las cañas se acercaba bastante al singular color de sus ojos.

Cuando se detuvieron, se dio cuenta de que lloraba en silencio.

Allí estaba. La casa grande. Un porche la rodeaba por completo y tenía un depósito para el agua de lluvia en una de las esquinas, en el que recoger todo lo que cayera sobre el tejado de chapa ondulada. Y un jardín enorme. Tres acres de malas hierbas, césped, huerta y árboles con las ramas perfectas para instalar cabañas y juegos para niños. Un sitio desordenado y acogedor. Una pocilga.

Ahora ella sonreía y siguió haciéndolo cuando él se lo soltó.

Kramer, que llevaba años ahorrando su sueldo a la espera de encontrar algo que hacer con él, había comprado aquella propiedad, Blue Haze, nada más verla y se la había legado a ella en el testamento. Mientras, la viuda Fourie continuaría pagando la misma renta que pagaba por el piso en el que vivía.

—Control llamando al teniente Kramer, Control a Kramer —importunó la radio de repente—. Por favor, acuda de inmediato a la comisaría central. Repetimos, por favor…

La apagó de un golpe.

MARAIS CASI SE PAVONEABA mientras salía del edificio principal siguiendo a Strydom hacia el aparcamiento.

Allí se encontraron con Gardiner, quien preguntó de inmediato por qué los dos se daban tantos aires.

—Trabajo en equipo —respondió Strydom, con un guiño de ojo clandestino para indicar que estaba siendo generoso.

—Sí, el doctor y yo tenemos a Stevenson en un puño. Acabo de hacer que avisen a Kramer para que se olvide de su día libre.

Entonces, tenía que ser algo muy bueno.

—Venga, que yo no diré nada —los animó Gardiner mientras movía las cejas.

—Anoche no podía dormir bien —empezó a contar Strydom—. Tuve un día de esos y, por si fuera poco, Kloppers se enrabietó. Daba tantas vueltas en la cama que mi esposa me echó a las seis y me mandó a dormir al estudio.

—Entonces… —quiso meter baza Marais.

—Naturalmente, para entonces ya me resultaba imposible dormir, así que empecé a redactar mis notas sobre la joven de ayer. Estaba cubriendo la parte de observaciones externas cuando de repente me di cuenta de una cosa.

—A mí también me llamó la atención —intervino Marais—. Pero estaba esperando al desayuno para llamar.

—Ah, ¿sí? —murmuró Strydom, sin ocultar del todo la duda en su voz y continuando luego bruscamente—. Estaba describiendo que las manos se encontraban todavía en posición hacia los extremos del reptil… Por cierto, una buena autoridad en la materia me ha confirmado que esa es la única forma de manipular este tipo de serpientes: hay que evitar que se agarren a algo con la cola y que la parte de la cabeza propine uno de sus desagradables mordiscos. De manera que la joven hacía bien las cosas, aunque, por muy irónico que parezca, probablemente su pánico le dio a la serpiente la oportunidad de agarrarse a algo. Si nos situamos en la posición en la que ella estaba, podremos comprender…

—Eso no viene al caso —objetó Marais.

—¿Y qué, joven? ¿Eh? Total, que me encontraba describiendo el estado del cuerpo, anotando que el rigor mortis había empezado ya a remitir, cuando me acordé de lo que aquel idiota no paraba de repetir cuando llegamos. ¿Lo recuerdan? La rigidez de la joven al tocarla. Las piernas, sí, no lo discutiría…

—Así que el doctor llamó para ver si yo lo recordaba también o eran imaginaciones suyas. Le dije que sí, que lo recordaba bien. Incluso está en su declaración.

—¿La tomó usted? —preguntó Gardiner.

—Lo normal es que la gente diga esas cosas, así que no se me ocurrió comprobar el estado de sus brazos. —Marais cerró el pico de inmediato, dándose cuenta de que se había superado a sí mismo al querer compartir el mérito del descubrimiento.

—No viene al caso —dijo Strydom—. Lo cierto es que tenía los brazos flácidos y no tuve que forzarlos para apoyárselos sobre el pecho. Así que, o bien el señor Stevenson no la tocó en absoluto o ella estaba rígida cuando lo hizo.

—¿Y eso qué significa?

—Que, lo miremos como lo miremos, el hombre mintió bajo juramento —anunció Marais—. Así que ya lo he pillado. Un problema menos.

YANKEE BOY MSOMI recorrió con elegancia un camino descendente entre la hierba, por detrás de una breve hilera de tiendas donde su amigo vendía discos. Sobre todo le preocupaba que no se le notara la prisa.

Unos segundos antes, cuando se encontraba tomando el sol junto al camino de enfrente, devolviendo los saludos de los transeúntes y sintiéndose bien, había vuelto a mirar hacia aquel coche rojo aparcado delante del negocio de su amigo. Entonces se fijó en que sus dos ocupantes no habían hecho ademán de salir. Parecían esperar a que ocurriese algo.

Tal vez a que se produjese la inevitable disminución de personas en la calle, ese fenómeno pasajero que Msomi había visto ocurrir en casi todas partes a media mañana.

Con eso le bastó. Los discos, aunque fueran viejos, daban dinero.

Cuando llegó a la puerta trasera de la tienda del amigo, le costaba respirar. Aunque sabía que no lo seguían, volvió a poner el pestillo después de colarse dentro. Luego se acercó, de puntillas y con mucho cuidado, a la puerta que daba a la tienda y usó el espejo que su amigo había instalado contra los robos para ver dónde se encontraba.

Beebop bebía una Cola mientras escuchaba lo último de los Black Mambazo. No había clientes.

Msomi volvió a mirar el coche. Los dos hombres seguían en el asiento de delante.

Así que asomó la cabeza y dijo en voz muy baja:

—Beebop, no te asustes, hermano, pero cierra esa puerta, pon el cartel de cerrado y ven a la parte de atrás. Ahí fuera la cosa pinta muy mal, te lo aseguro.

Cuando decía algo así sin cobrar nada a cambio, pocos dudaban en obedecer o discutían con él.

Beebop, palideciendo bajo su negra piel, se acercó a la puerta arrastrando los pies, la cerró, echó la llave, le dio la vuelta al cartel para que desde fuera se leyera: “¡Lo siento, amigos, nos hemos ido a pasarlo bien!”, y casi salió corriendo a buscar refugio en el almacén.

Parecía imposible, pero en el poco tiempo que ocultó el coche a la vista de Msomi, que no pudo ser más de dos segundos, uno de sus ocupantes se había bajado y desaparecido.

La luz no era buena, por lo que Msomi no podía ver bien los rasgos del conductor, y el ángulo en que estaba aparcado el coche no le permitía ver la matrícula. Antes, con la prisa, no se había fijado en ella. De todos modos, podía ser falsa.

—¿A qué viene esto? —susurró Beebop—. ¿Y cómo has entrado aquí? ¿Mi chaval ha vuelto a dejar la puerta abierta? Es para matarlo, porque aquí atrás guardamos mercancía buena.

—Tu chaval o el de otro —sonrió Msomi—. Pero tú cierra siempre la puerta, hijo. Oh, sí.

Y sus zapatos de punta se movieron un poco.

Cuando volvió a mirar, en el asiento delantero del coche había dos hombres otra vez. Arrancaron y se fueron.

En ese momento Beebop hijo intentó abrir la puerta de atrás para descubrir que alguien la abría de golpe por él y le daba una tunda antes de que pudiera quejarse.

Msomi esperó a que el chaval recuperase la calma y cogiera la escoba para barrer. Luego se marchó, diciendo:

—Mis más sinceras disculpas, hermano, aunque puede que haya hecho una buena acción ahí dentro.

Y era muy posible que así fuera. Pero en la tienda de al lado, un carnicero moría desangrado. En aquella ocasión el arma había sido del calibre veintidós. La gran potencia de los altavoces de Beebop había tapado el ruido del disparo.

KRAMER INTENTÓ hacer un chiste.

—Ya se ve que andan mal de pasta —dijo—. Eso es mucho más barato que disparar munición del treinta y ocho.

Con ello no pretendía hacer reír al coronel Hans Muller, sino conseguir que dijera algo.

El coronel continuó dándole vueltas a la regla de plástico en sus bien cuidadas manos, que habrían parecido las de un pianista de no haber sido por la pelambrera de hombre lobo. Su enorme cabeza de mejillas sonrosadas estaba llena de manchas.

—Nos están haciendo quedar de pena —dijo por fin—, y no me gusta. No me gusta que disparen a la gente en mi distrito. No me gusta que los dos… pero ¿qué podemos hacer? No tenemos disponibilidad para cubrir Peacevale, y ¿quién nos asegura que la próxima vez también atacarán allí?

—Cierto, sobre todo porque han vuelto a meter la pata —convino Kramer—. Los negros comen carne una vez a la semana, si tienen suerte, y la compran los viernes, cuando cobran. Durante la semana, los carniceros sólo ofrecen alguna salchicha, puede que algo de pollo cocinado por ellos mismos, y asaduras. Sus cajas registradoras están prácticamente vacías.

—¿Y dice que al lado hay una tienda de discos?

—Vende transistores, tocadiscos a pilas, y toda clase de discos. Es la mejor del distrito. A ella acuden peces gordos de todas partes. Pero estaba cerrada por inventario.

El coronel dejó la regla y se puso a jugar con el abrecartas. Aún conservaba la etiqueta con el número de prueba procedente de un caso de asesinato.

—Bien, ¿cuánto se llevaron esta vez exactamente?

—Alrededor de quince rands.

—Demonios. ¿Se ocupa Zondi?

—Tiene el día libre, señor.

—¿En un momento como este?

—Su mujer está fuera y…

—¿Desde cuánto tiene un cafr…?

Ese comienzo interrumpido de lo que habría sido un discurso en toda regla le hizo gracia a Kramer. El coronel había estado a punto de decir “cafre”, que ahora era una palabra oficialmente prohibida. Sin ir más lejos, el día anterior un agente de tráfico había pedido disculpas en público por utilizarla con uno de sus subordinados bantúes.

—¿Qué le divierte tanto? —preguntó el coronel—, ¿va a hacer otro chiste?

—Iba a decir que me está ayudando en casa con unos trabajos pesados.

—Ah, entonces me parece bien. Mientras no le pierda el respeto. Pero dígale que venga y se entere de si alguno de sus confidentes sabe algo de lo de hoy.

—¿Y yo?

—No espere que le dé órdenes, Kramer. Venga, hombre, fuera de mi vista.

Lo cual explicaba por qué a Kramer le caía bien aquel hombre. Se habría marchado de allí encantado, de no ser por el peso que aquel tipo de confianza en él le echaba sobre los hombros.

ZONDI DEVOLVIÓ EL CAMIÓN al concesionario indio y trasladó a los cuatro negros a su vehículo policial. Después dio a cada uno los dos rands que, según le había dicho al teniente, era la tarifa que se pagaba por las mudanzas urgentes.

Hecho eso, tomó la curva y se dirigió a la obra.

El capataz blanco, con las articulaciones un tanto rígidas de pasarse el día sentado sobre las pilas de ladrillos, se acercó a él.

Zondi volvió a mostrarle su tarjeta identificativa.

—Ah, sí, ¿y para qué te han servido estos vagos? ¿Piensas volver a llevártelos? No hay problema.

—No, no, amo. Son chicos buenos, amo. Puede confiar en ellos. Han dado mucha, mucha ayuda.

—Imposible.

—Un caso mucho difícil, amo, pero sus ojos todo vieron. Si no creer, llama al teniente Kramer, amo. Sí. Este chico decir dónde el pillo clavar cuchillo en la trasera de su mujer, y este…

—Tenemos trabajo —dijo el capataz, dándose la vuelta—. Vamos, señoritas inútiles que no valéis para nada, moved el culo escaleras arriba y a trabajar.

Zondi, sabiendo que le habían dado permiso para marcharse y ya nadie pensaba en él, regresó al coche, calculando dónde le vendría mejor efectuar el cambio de sentido.

—Y ahora, Mickey —le dijo con su mejor inglés al espejo retrovisor—, retirémonos para almorzar.

Su coche no tenía radio y en Blue Haze no había teléfono.

EL AMBIENTE EN LA SALA de autopsias podía cortarse con un cuchillo.

Luego se hizo evidente que el debate había detenido el trabajo que estaba en marcha, así que Kloppers se retiró enfurruñado a su despacho, dejando a un ofendido Marais enfrentado a un Kramer nervioso, cada uno a un lado de las piernas de la muerta que bailaba con la serpiente, mientras Strydom hablaba entre dientes y utilizaba la sierra craneal al otro extremo.

—Oiga, doctor, sólo quiero que me quede claro —dijo Kramer—. Estoy demasiado ocupado para perder el tiempo en una bobada. Aunque si usted está seguro, lo haré detener y se acabó el problema.

—Pero, teniente, señor…

—A usted ya le he oído, Marais. Ahora quiero la opinión del experto.

—Por lo tanto citaré al profesor K. Simpson, patólogo de la reina de Inglaterra: “Es una desgracia, pero se desconoce en qué momento exacto se produce el rigor mortis”. ¿Le parece bien?

—Entonces ¿eso de que se fija después de seis horas y dura treinta y seis es sólo una media? Se supone que cuando la encontraron, llevaba treinta y cuatro horas muerta, no cuarenta y dos.

—Pudo empezar a fijarse de inmediato. Y las circunstancias eran las adecuadas para eso: esfuerzo violento antes de la muerte y un ambiente caldeado. Como desaparece en el mismo orden por el que ha empezado, supongo que éste sería cabeza, brazos, tronco y por último las piernas. Aún tenía las piernas rígidas cuando yo llegué.

—¿Está seguro de que Stevenson no rompió la tensión al intentar levantarla?

—Entiendo por dónde va, Tromp: cuando se estira un músculo se destruye su rigidez. Pero, obviamente, yo prestaba mucha atención a la cabeza y sé que allí ya se había pasado el rigor mortis. También sé que el proceso había alcanzado el torso. Los brazos tenían que seguir el mismo ritmo. No podían haber estado rígidos cuando él dijo que lo estaban.

—Tenía que asegurarme —dijo Kramer mientras se encaminaba hacia la puerta—. Gracias, doctor. ¿Viene, Marais?

—No sabe cuánto lo siento, teniente. Me trasladaron a Homicidios desde la Brigada de Robos en domicilios particulares. No sabía nada de rotura de tensiones. Siempre pensé que un fiambre se quedaba tieso y seguía así.

—Eso le pasa a la mayoría de la gente —contestó Kramer, recuperado el ánimo—. Pero vaya con cuidado o acabará teniendo problemas con algún abogado listillo.

Y se fueron en busca de Monty.

CUANDO ZONDI consiguió dejar la sala tal y como la viuda Fourie la quería, ella salió con él al porche.

—¿Qué te parece? —le preguntó.

—Es preciosa. Los hijos de la señora serán muy felices aquí. Tal vez incluso podría comprarles un burro.

—¡No es mala idea! —Zondi cogió su chaqueta—. Sí, se lo consultaré a Tromp. ¿O tú entiendes de burros? —preguntó.

—No, señora, no sé nada de eso. —Mintió sin malicia. Había sido pastor y antes de cumplir los siete años había visto suficientes burros como para no querer ver más en su vida.

—Creí que todos… —dejó morir la frase al fijarse en una mariposa blanca que pasó volando junto a ellos—. Soy tan feliz. ¿Se nota?

Zondi se sintió violento y buscó su sombrero. Se había caído en la caja de las pantallas.

—¿Te marchas? —preguntó la viuda.

—¿Hay algo más que…?

—Oh, no, Mickey, me has ayudado muchísimo. Es que de repente me siento sola. Esto está tan apartado. ¿Cuándo volverá el teniente?

—Eso no lo sé, señora. Lo siento.

—Tienes razón, ¿quién lo sabe?

Caminó hasta el borde del porche e hizo sombra con la mano sobre los ojos para mirar hacia los árboles. Los saltamontes bailaban su danza irregular bajo los rayos de sol que caían sesgados entre los troncos.

—¿Podría… te importa si te pido otro favor? Que me traigas a los niños del parque ahora, en lugar de esperar a que la niñera me los envíe en taxi a las cuatro. ¡Tú tienes la culpa de que ya no me quede nada por hacer!

—¿Están en el parque Victoria? ¿El que tiene los columpios? Voy ahora mismo.

—Oye, ¿sabes una cosa? En julio, cuando estemos en la playa, tienes que traer aquí a tus hijos. ¿Crees que les gustará?

Sabía perfectamente que sí. Pero también sabía que después ninguna explicación que él pudiera darles sería suficiente para ellos.

—Quizás, es posible —se rió—. Me voy. Luego la veo.

—¿Has cogido los regalos para Miriam?

—Están en el maletero, señora. Muchas gracias. Adiós.

Arrancó el coche y se fue, agradecido por huir de una mujer que hacía tantas preguntas, muchas de las cuales lo dejaban mudo. Pero estaba en deuda con la viuda Fourie por tantas cosas superfluas para la casa, incluida una plancha que había perdido el cable, y por la ropa para los niños de la que ella había decidido librarse. La mujer sabía dar, de manera que aceptar sus regalos no resultaba molesto. Parecía hacerlo sin pensar. Igual que había tirado al montón de su basura de cosas nuevas, sin pensarlo, la vieja estufa de parafina, aún en muy buen estado, que sólo tenía un poquito de óxido. A Zondi no le pareció algo malo meterla también en el maletero.

Un día que empezaba así, sólo podía mejorar.