III

GARDINER PAGÓ LAS DOS COPAS al sargento que estaba tras la barra de la cantina y avanzó despacio por la habitación, diminuta y atestada, a la que el vuelo de dardos volvía peligrosa, hacia una mesa situada en un rincón. Aquel sitio siempre estaba lleno, porque sólo abría dos horas a partir de las cuatro y media de la tarde, pero servía el mejor alcohol de la ciudad y la compañía resultaba agradable. Al menos casi todas las tardes.

Su compañero, Klip Marais, se sentaba encorvado y mirando agriamente a la pared, semejando más que nunca la representación perfecta, aunque tosca, de la ira de Dios. Había metido hacia dentro el labio superior y mordisqueaba su bigote rubio. Estaba claro que lo suyo no era apreciar los sabores.

Gardiner dejó el ron con Cola junto a Marais y ocupó como pudo su propio asiento.

—Salud —dijo, mientras mezclaba su Cola con vodka.

—Ya.

—Venga, hombre, Klip, ¿qué es lo que te pasa? —quiso saber Gardiner.

—Nada —respondió, removiendo el hielo en el vaso—. Estoy cabreado, nada más.

—¿Por lo que Kramer hizo en El Tipi?

—Entre otras cosas. Es que me puso en un buen aprieto. Me dejó a mí el lío. Echó de allí a los periodistas y no tenía derecho a hacerlo. No se había cometido crimen alguno y era Monty quien debía decir si podían estar allí o no. Es propiedad privada. Y, además, está el hecho de que el oficial de guardia no lo avisara. Sí, sí, todo muy típico de Trekkersburgo.

Marais era nuevo. Acababan de ascenderlo y se había visto obligado a aceptar su traslado desde Johannesburgo. Después de vivir en la metrópolis, una ciudad de 100 000 habitantes era para él como una aldea pequeña en la que ni un alma osaba faltar a misa los domingos más de una vez.

—El teniente tiene mucho trabajo —dijo Gardiner.

—Pues enseguida se lo quita de encima. Zondi y yo nos hemos pasado la tarde repasando los expedientes de Peacevale, intentando encontrar alguna relación entre los negros a los que mataron.

—¿Y mientras él…?

—Andando de un lado para otro como siempre, como un búfalo al que se le quema el culo.

Se rieron por primera vez. A Gardiner le pareció una buena descripción de la breve visita de Kramer al club nocturno.

—¿Cómo va de instinto? —preguntó.

—Regular. Pero se puso contento con las huellas que encontraste en el interior de la caja registradora. Parece que si pillamos a esos granujas, la otra huella debe pertenecer a uno de los asesinos.

—¿Ya está en ello Zondi?

Marais consultó su sofisticado reloj de aviador.

—Sí, lleva fuera desde las cuatro.

—Ese tonto loco por el sexo —bromeó Gardiner, copiando una coletilla de la comedia radiofónica The Goon Show.

Pero Marais no escuchaba aquel programa de la BBC, que ya tenía veinte años pero aún era popular en Sudáfrica, y no le siguió el juego. En cambio intentó hacer un chiste propio:

—¡Apuesto a que no adivinas dónde estará el Gran Jefe Blanco esta noche!

ZONDI APARCÓ EL COCHE y antes de salir comprobó el estado de su PPK automática. Era de noche y probablemente tendría que caminar un buen trecho.

Atajó cruzando el terreno abierto que servía a Peacevale como campo de fútbol y se adentró en las hierbas altas que crecían junto a un cauce. Su ritmo se hizo más lento al concentrarse en no cortarse las espinillas con las latas oxidadas y otra basura oculta en la zona.

Pero antes de que saliera la luna, había llegado a una vivienda que no era más alta que su cintura y había sido construida de cualquier manera con sacos vacíos de cemento sujetos con alambre a la estructura de tubos de la trasera de algún viejo camión. Frente a la entrada ardía una pequeña hoguera, en la que se calentaba el contenido de varias latas viejas.

—Mama Thembu —dijo en voz baja—, ¿dónde puedo encontrar esta noche a tu hijo? Lo pregunta un amigo.

Un fardo de harapos se deslizó desde el interior lo bastante como para que las llamas iluminasen los ojos legañosos de una vieja negra demacrada. Uno de los ojos le hizo un guiño.

Le entregó una moneda de diez céntimos y sintió el rasguño de las garras de ella en la palma de su mano. Esperó con paciencia mientras ataba la moneda en la esquina de un pañuelo mugriento.

—En el Plymouth —respondió, y volvió a desaparecer, como un bicho bajo su piedra.

Zondi se sintió aliviado. Su mujer, Miriam, se había ido a KwaZulu para asistir a un entierro y los niños esperaban en casa a que él llegase y les diese la cena. Por suerte no tenía que ir muy lejos.

Siguió andando por la orilla del cauce hasta llegar a un puente improvisado, por el que cruzó. En aquel lado también había arbustos, cardos y plantas apestosas, vallas que se habían convertido en alambradas trampa y muchos ruiditos raros. En su mayoría producidos por las ratas.

La luna, que sólo brillaba a medio gas, había salido a tiempo de permitirle ver el montón de latas-retrete olvidadas, cada una de ellas con una etiqueta que decía “Departamento de Carreteras de Natal”, y que confirmaban que iba por buen camino. Al llegar a la cima del montículo vio la luz de las velas en las ventanas de las casas y oyó a los niños jugar y reírse. Se preguntó qué estarían haciendo los suyos.

Se coló por un hueco entre los tablones de una valla y entró en el depósito de chatarra. Ahora ya no era más que un vertedero, porque no quedaba nada que mereciera la pena recuperar y nadie iba a hacer negocios allí, excepto el hombre al que esperaba encontrar. Un hombre reservado que negociaba con los secretos.

Zondi se adentró con cautela en un círculo de viejos desechos, con la linterna preparada en la mano izquierda para dejar la derecha libre, por si la necesitaba. Un Oldsmobile, un Dodge, otro Oldsmobile, un Studebaker, un Ford, otro Ford, otro Ford… un Plymouth.

Al acercarse a él, la puerta del conductor chirrió y se abrió.

Yankee Boy Msomi, envuelto en su pesado abrigo con cuello de piel, se sentaba muy erguido en el asiento de atrás, los suaves dedos agarrados a la empuñadura de su bastón. Olía a whisky y, junto a él, sobre un montón de revistas, se apoyaba una botella con dos tercios de licor. Sin embargo, sus ojos grandes y a medio cocer sobre unas bolsas que parecían hueveras negras, se clavaron en su visitante.

—¿Qué? —preguntó Zondi, mientras se sentaba de lado en el asiento del conductor para mantener los pies en el suelo—. Hoy le ha tocado a Lucky Siyayo. ¿Qué has oído?

Msomi negó con la cabeza, apesadumbrado.

—¿Nada? ¿En ninguna tasca? ¿Has estado en todas las ilegales? ¿Cómo se gastan el dinero que roban?

—Hoy un pajarito dijo que sólo sacan para la gasolina —respondió.

Esa era su idea de una broma. Pero demostraba que sus fuentes eran buenas y eso era lo único importante.

—Quiero hacerte otra pregunta, Msomi. ¿Hay algo que convierta en hermanos a esos tenderos?

—Todos somos hermanos, amigo.

—Algo que los relacione. ¿Me entiendes? ¿Podría haber otro motivo para esos asesinatos?

Msomi hizo una pedorreta. Luego empezó a reírse, acunándose hacia delante y hacia atrás, hasta que Zondi lo agarró por los pelos y lo sujetó unos segundos más de lo necesario.

—Tranquilo, hombre, calma —protestó Msomi, aplastando con la mano su peinado afro—. Imposible, así es como yo lo veo, imposible. Puede que esos tipos vuelen como mariposas y piquen como abejas, pero nada más. Aún no se han organizado. ¿Lo pillas? ¿Esas son las chorradas de los polis blancos?

—¿Qué dices?

—¡Alto, tío! Te he pedido que te tranquilices, o no te cuento nada más.

—¡Y una mierda! —estalló Zondi en zulú.

Msomi murmuró dos nombres.

Una hora más tarde, Zondi había detenido a los dos granujas. No es que eso representara precisamente un gran avance, pero las cosas empezaban a moverse… aunque a un precio muy alto.

El PERIODISTA DE SUCESOS de la Gaceta pidió la factura, para sumarla a su hoja de gastos, y le dijo al camarero que les llevase dos brandis a la mesa. Luego se empeñó en que Kramer le aceptase un puro.

Por su comportamiento, cualquiera pensaría que estaban cenando en un restaurante de moda en lugar de en el de Georgie el griego, donde se tomaban más batidos que copas, pero obviamente al chaval le bastaba aquel entorno para sustentar una fantasía más distinguida. Al fin y al cabo, se dedicaba a eso. Llevaba el nudo de la corbata a medio mástil, como en los cómics, y sus gafas de montura pesada descansaban, a propósito, cerca de la punta de su nariz chata.

—Déjelo en mis manos, teniente —dijo con su tono de voz más grave—. El jefe de redacción me ha guardado un hueco en primera plana y mañana lo verá todo allí. Agradezco que haya confiado sólo en mí. Lo digo en serio.

Algún día aprendería por experiencia que cuando alguien le contaba cosas en confianza era para evitar que publicara aquello que podría descubrir por sí mismo.

—¿Teniente?

—Ocúpese de que quede sólo entre usted y yo, Brian.

—Keith —dijo el anfitrión de Kramer.

—Eso, Keith, porque el mensaje debe leerse sólo entre líneas.

—Prometo que no saldrá ni una palabra de cómo podría extenderse a Trekkersburgo. Lo presentaré como algo entre negros. Diré que las damas que reparten leche gratis se encontraban en Peacevale en el momento en que mataron a Lucky Siyayo, sin darse cuenta de lo que pasaba a plena luz del día. Como forman parte de una organización benéfica, nadie desconfiará. Incluso puedo citar a una de ellas diciendo: “No, no creo que necesitemos protección policial. Los africanos nos están tan agradecidos que estoy segura de que nadie nos hará daño”. O algo por el estilo, ya me entiende.

—Mejor será que no meta en esto a la Policía.

—Como usted diga.

El suspiro de Kramer empañó el interior de su copa de vino, que había alzado para beber. Era la tercera vez que intentaba asegurarse de que los comerciantes blancos e indios de la ciudad fuesen capaces de sumar dos y dos, sin dar al mismo tiempo ideas nuevas a la banda de asesinos en lo relativo a su expansión, si es que no se les había ocurrido ya a ellos. El coronel no iba a tener en cuenta su teoría de que las muertes se debían a otros motivos, probablemente con razón.

Llegaron los brandis y la factura.

—¿Existe la posibilidad de que vea su artículo antes de que salga? —preguntó Kramer.

—Pues, no es lo normal… ¿Y si se lo leo por teléfono? Déme el número de su casa y…

—No —dijo Kramer con firmeza—. Esperaré en la comisaría. Así, si no me gusta, no tendré que ir tan lejos para patearle el culo.

El periodista se concentró tanto en su risa varonil que echó la ceniza en el plato de la mantequilla.

—Vaya día —dijo al cabo de un rato.

—Un condenado caos —admitió Kramer—. Pero supongo que el asunto de El Tipi habrá sido una buena primicia para usted.

—El público en general interpreta mal esa palabra. —La respuesta le llegó ligeramente espolvoreada con condescendencia—. Una primicia es algo que sólo consigue un periódico, sin que lo tengan los demás. Podría haber matado a Monty por eso, después de tantos empujones como le he dado.

—¿Eh?

—Empujones, publicidad gratis, no tiene nada que ver con pegarle a alguien por la espalda.

No habría disfrutado tanto con la ignorancia del argot periodístico mostrada por Kramer de haber percibido sus intenciones.

—Sí, ya, pero, ¿qué hizo Monty?

—Avisó a todo el mundo. Incluso estaba allí la tele, aunque sólo incluyeron un párrafo al final del resumen de noticias regionales. Pero los vespertinos de Durban se nos han adelantado, se han vendido como rosquillas. Sólo pude conseguir una exclusiva, ya sabe, una entrevista que nadie más tiene, en la que lo cuenta con sus propias palabras. Claro que ahora el jefe de mi sección dice que está sub judice, excepto el principio y el final, porque falta por determinar la causa de la muerte.

Kramer, que disfrutaba escuchando todo aquello, soltó un gruñido de comprensión.

—Debería ver las frases que me ha dado. Buenas, muy duras. El redactor jefe dice que es una historia apasionante. Monty cuenta cómo agarró las muñecas de la fulana sin pensar que podría estar muerta, sin querer creer que estaba muerta, ¡como si alguien fuera a creer semejante historia!, y descubrió que tenía los brazos “como palos de madera helada, rígidos, sin articulaciones”, lo cual le hizo darse cuenta de que era demasiado tarde y entonces lo supo. Dice que nunca olvidará sus ojos y cómo lo miraban, suplicantes, desde el otro lado de la tumba. Ya sabe, cosas de esas.

—¡Menudo desperdicio!

—¡No vaya a pensar que no he intentado que lo publiquen! Pero nada. Y eso no es todo. Yo tenía que haber estado a las once en el Juzgado para ocuparme de los divorcios y como él llamó a menos veinte, me olvidé de enviar un ayudante y se ha armado una buena. Mensajes indescifrables, amenazas… Creo que a ustedes también les ha tomado el pelo. El muy cabrón tiene el valor de…

De repente tenía la expresión de alguien que podría haber dicho lo que no debía, sin querer.

En opinión de Kramer, así había sido. De no ser por el viaje fallido a Trekkersburgo, nadie habría manipulado la caja registradora.

—¿Quién le ha dicho eso? ¿Dónde lo ha oído?

—Tranquilo, teniente, fue lo que me explicó su sargento después de que nos echaran a todos. Con ello no quiero decir necesariamente que Monty lo hiciese a propósito.

—Lo ha dicho.

—Sólo es una opinión que se me ha escapado. El hombre anda loco por conseguir publicidad. ¿Y quién no, con ese antro que tiene? Sobre todo si la competencia de su mismo callejón es tan buena. Los imita hasta con el dibujo de la tienda.

—No entiendo la relación.

—La historia mejora mucho si sus chicos de la Policía entran como una exhalación. Tenía que haberlos visto.

—¿Ustedes, los periodistas, los vieron?

—Por supuesto, no teníamos que ir tan… lejos.

El reportero sonrío ante la involuntaria repetición de la amenaza de Kramer. Pero la gracia no se reflejó en sus ojos, que permanecieron preocupados como los de un cotilla sin ánimos para la confrontación.

—No es que resultara mucho más explícito cuando nos llamó a nosotros —añadió a toda prisa—. Tampoco le hacía falta, porque mi periódico se lanza de cabeza a todo lo que huela a bueno. Pero no se quede sólo con mi opinión al respecto, podríamos decir que me siento un tanto arbitrario.

—No lo haré —dijo Kramer, levantándose mientras dejaba la cantidad suficiente para pagar su parte de la comida y la propina.

—¡Oiga, que invitaba yo! —protestó el periodista, poniéndose en pie también—. Esta ha sido nuestra primera reunión. Hoy invito yo y usted el próximo día.

Kramer no le hizo caso. Comprobaba que había guardado el mechero.

—Ah, espero que no comente que se lo he dicho yo, teniente Kramer. En cuanto al artículo, aún es temprano así que debería estar listo para la primera edición. Le llamaré tan pronto…

—Hágalo, Clive —interrumpió Kramer, y se marchó enfurecido.

ERA LA ÚLTIMA RONDA. El negrito descalzo que de vez en cuando se colaba en la cantina para retirar los vasos vacíos sin levantar nunca los ojos de las mesas, se estaba forrando a refrescos y colas a medio consumir. Aunque el tono de la conversación general no era elevado, su volumen sí lo era, y en medio de tan cordial algarabía Marais se había sosegado bastante.

—Pobres desgraciados —comentó indicando a dos portugueses que se tomaban una cerveza—. ¿Cómo te sentirías si los cafres te expulsaran de tu país y tuvieras que empezar otra vez desde cero?

—¿Quién los ha traído? —preguntó Gardiner, parpadeando como hacen los no fumadores cuando el ambiente está cargado. Llevaba tres días sin encender un pitillo.

—No lo sé. Muchos colegas se compadecen de ellos. Se desviven por nosotros. No saben qué hacer para dejarnos claro lo mucho que les gusta vivir aquí, en la República de Sudáfrica. El grande es de Lourenço Marques y el pequeño de Beira. Tienen un salón de té cerca del instituto.

—Se han quedado con todos los salones de té —comentó un agente joven que los oyó hablar—. Son peores que los coolies.

Sus copas estaban vacías.

Así que Gardiner encabezó la retirada hacia la salida y se detuvo para hablar con un sargento de uniforme que tomaba una naranjada en la puerta, porque estaba de servicio y además no se podía entrar en la cantina llevando armas de fuego.

—¿Quién es ese mocoso agresivo, sargento?

—¿El que acaba de dirigirse a usted? Oppenheimer.

—Ah, sí —respondió Gardiner.

Marais y él recorrieron el ancho callejón y salieron al patio buscando las letrinas, que tenían puertas batientes, como en el Salvaje Oeste, por alguna razón que nadie conocía pero a todos hacía gracia.

—Pues esto es lo que pienso de ti, teniente Kramer —dijo Marais mientras se esforzaba por apuntar hacia Trekkersburgo entre las tazas, porque faltaban las tuberías que las conectaban a la alcantarilla y de lo contrario se empaparía los mocasines—. Y ahora a por la chavala y a la última fila del autocine. Es una pena que Mickey te haya hecho el trabajo, porque…

Las puertas batientes se abrieron de par en par con gran estrépito.

—Muy bien, sargento Marais, a mi despacho —dijo Kramer con voz suave y los brazos en jarras.

Gardiner se quedó para enjuagar su calcetín izquierdo.

ZONDI ENTREGÓ LAS LLAVES del Chevrolet Commando, que ya estaba mejor que nuevo, y le pidió dinero prestado a Kramer para el autobús. Luego rodeó a Marais, le dedicó una breve sonrisa a su espalda y se fue a casa.

—Mire, señor —empezó Marais muy rígido, porque la interrupción le había dado tiempo a preparar su defensa.

—No, mire usted —lo contradijo Kramer, y le indicó que se sentara—. Aceptaré lo que dice sobre que la prensa escucha nuestra radio y llega a los escenarios de los crímenes al tiempo que nosotros. Lo acepto.

Marais se sentó en el borde de la mesa de Zondi, relajándose un poquito.

—Si yo no hubiese estado también en El Tipi, la cosa habría sido muy diferente. Entonces esperaría que fuese usted quien se lo tomara como algo personal. Pero me ha tocado a mí. Lo principal es que me parece que podemos dar por seguro que el cabrón que dirige el club nos ha jorobado. Me refiero a la Policía. Quiero que se investigue a fondo. Y si aparece algo, quiero que se presenten cargos contra él. Información falsa, obstrucción…

—¿Perjurio? Ya tengo su declaración, señor.

—¿Sí? Muy bien. Quiero verla de inmediato.

El hijo pródigo abandonó el despacho como si hubiese ternera en el menú y Kramer aprovechó el retraso para llamar a la viuda Fourie y contarle que llegaría más tarde de lo que pensaba. Sí, le había dicho a Mickey que necesitarían su ayuda para hacer la mudanza a la casa. Era consciente de que no podían posponerlo más. Y se despidió.

Marais acababa de regresar con el expediente cuando llamó el reportero de La Gaceta para leerle el artículo.

—No está mal —dijo Kramer con media sonrisa de alivio al terminar de escucharlo—. Aunque no se puede calificar de tiroteo a cinco disparos efectuados en días distintos. Ya sé que está en inglés, pero… Sí, así es mejor. Perfecto. Mmm, hoy por ti y mañana por mí. —Levantó la mirada para espiar la reacción del otro, pero Marais estaba demasiado absorto en garabatear algo—. Ah, ¿sí? ¡Ni lo sueñe! Adiós.

El peso del auricular cortó la conversación por lo sano.

—He hecho una lista —anunció Marais.

—Adelante, léala.

—Uno: la llamada del sospechoso al oficial de guardia entró a las diez y media. Para que la prensa estuviese allí a las once menos veinte, tuvo que avisarlos inmediatamente después.

—¿O antes?

—Sí. Dos: el comportamiento ofensivo del sospechoso al saber que habíamos pedido a los periodistas que esperasen afuera.

Su diplomacia fue reconocida con un brusco gesto de asentimiento con la cabeza.

—Tres: la reacción del sospechoso al saber que la prueba A iba a ser retirada del local. Con eso me refiero a su oferta de ahorrar tiempo a la Policía y depositarla en su contenedor de basura.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó Kramer, pasándole un Lucky Strike encendido.

—Gracias, señor. En ese momento creí que Monty se limitaba a hacer la pelota, pero ahora que sabemos lo de su búsqueda de publicidad, creo que esperaba que la serpiente saliera en las fotos de los periódicos. Habría quedado bien y si se pueden publicar fotos de los accidentes de tráfico, no veo por qué no de una serpiente.

—Sí. Y de tiburones. También publican fotos de los tiburones asesinos. ¿Qué más?

—Cuatro: la actitud nerviosa del sospechoso. El subteniente Gardiner me contó esta noche que en una ocasión Monty encontró a un yonqui muerto en el baño y…

—Oiga —interrumpió Kramer—, ¿y el número cinco? Eso es lo que me interesa.

Marais no tenía número cinco. Levantó la mirada, ligeramente descolocado.

—¿Señor?

—Cuando le toca turno de noche, ¿a qué hora se levanta después de una noche libre? ¿Temprano? ¿O tarde, como después de las noches en las que sí ha trabajado?

—Lo cierto es que se entra en una especie de círculo. Así que suelo levantarme tarde, como los otros días. Si no, a la hora de… Oh, ya entiendo. ¿Le parece que las diez de la mañana es temprano para él?

—Supone una jornada laboral de quince o dieciséis horas.

—Sí, pero… ¡Vaya! Es una alegación muy fea.

—Pero ¿qué?

—Según lo que ha declarado, siempre llega a las diez para ver el correo, preparar las reservas del cabaret, encargar las bebidas y la comida y abrirle la puerta al chico de la limpieza.

—¿Y cómo se hacen las reservas?

—A través del número de teléfono de su casa. Se ocupa su mujer. Déjeme ver… —Marais sacó una declaración de la carpeta del expediente—. Aquí está: “Siempre me acerco al club un par de horas por la mañana y regreso a casa sobre el mediodía para dormir. No había quedado con nadie, así que esa era mi intención hasta que recibí el informe del bantú Joseph Ngcobo, empleado a tiempo parcial…”.

—No me lea lo que escribió usted —dijo Kramer—, basta con que me diga a partir de dónde se hizo cargo.

Su perspicacia impresionó a Marais, que señaló la tercera línea por abajo.

—A partir de “hasta que recibí el informe” en adelante. Es que el hombre intentaba convertir su declaración en un libro y llenarla de rumores.

—Eso lo hacen todos, hijo. No estuvo mal la idea mientras duró. ¿Y qué me decía del punto cuatro?

—Pues que Monty no se dejaba afectar tan fácilmente. El subteniente dijo que tenía sangre fría. Pero supongo que el punto cuatro no es tan importante, porque cuando se trata de una joven con una serpiente como esa enroscada al cuello, debe de resultar…

—¿Seguía en su cuello?

—Tenga las fotos. Kristen se ha dado prisa.

Kramer tuvo la paciencia de mirarlas un rato.

—Pero si la mujer se golpeó la cabeza contra la pared, ¿cómo es que la serpiente seguía alrededor de su cuello?

—El doctor Strydom dice que tienen un sistema nervioso raro, que probablemente un espasmo la llevó a agarrarse. Ya sabe que los negros cuentan que las serpientes no mueren hasta que se pone el sol, por mucho que se les haga.

—¿Quiere decir que si se les corta la cabeza con una pala, siguen saltando por ahí horas después?

—Sí. El doctor va a pedir más detalles al parque herpetológico, para eso que está escribiendo.

Dejó las fotografías a un lado. No iban al caso y a Kramer le fastidiaba ver que se desbarataban sus suposiciones. Se había hecho una idea muy clara de aquel encargado y también de lo que le gustaría…

—Seis —dijo—: ¿Qué es hoy en Trekkersburgo? Y no me venga con que es lunes.

—¿Día de colada? —propuso Marais, reaccionando con grata prontitud.

—Exacto. Piense en cómo iba vestido el cabrón. A mí todo me pareció nuevo. Aunque no lo fuese, dígame, ¿quién no se pone su mejor ropa informal durante el fin de semana? ¿El sábado por la tarde? ¿El domingo? ¿Quién se molesta en maquearse para el cartero y un maldito empleado de color? No había quedado con nadie. ¿Dos horas allí? ¿Quién se acerca a un club nocturno en pleno día? ¿Cuándo exactamente se permitió el acceso del señor Ngcobo al local? ¿Estando como estaba aquello lleno de botellas de vino vacías y cucarachas muertas en el pasillo?

Marais empezó a pasear por la habitación, dándose golpecitos con el pulgar en los dientes de delante. Se detuvo de repente.

—¿De qué estamos hablando, señor? —preguntó muy solemne.

—De lo siguiente: que Monty Stevenson, alias Truco Publicitario, pudo haber llegado al club antes que Ngcobo, posiblemente fue a comprobar si la chica se había llevado algo del camerino y decidió que aquella situación podría resultar comercialmente ventajosa.

—¡Dios! Para eso hay que tener mucha sangre fría.

—¿Y qué fue lo que le dijo acerca de él su compañero Gardiner?

Marais se dio un golpe en el muslo como castigo.

—Pues no comprobé las horas al entrevistar a Ngcobo. Lo siento, parecía estar tan…

—Pero ya no lo parece. ¿Le sacó las horas a Stevenson?

—Bajo juramento.

—¿Y la dirección de Ngcobo? ¿Vive en la residencia para hombres bantúes?

—Así es, señor.

—La noche es joven —comento Kramer a la ligera.

EL SARGENTO KLOPPERS y su tabla sujetapapeles chocaron contra Strydom en la sala de autopsias y estuvieron a punto de arrojar al suelo un bote lleno de pulmones. Su jornada había terminado.

—Me voy a casa —afirmó desafiante.

Strydom miró el reloj de pared por encima de sus gafas bifocales y frunció el ceño.

—Ha estado fuera buena parte de la tarde, así que ¿a qué viene esta tontería? No puede pretender que todas las semanas sean tan fáciles como la pasada. Ahora estamos en plena racha complicada, nada más, por eso me molesté en ofrecerle un descanso mientras yo me encontraba atrapado en Peacevale. Ha estado fuera tres horas.

—¡Al menos me enteré del cadáver de Peacevale! —espetó Kloppers.

—No podemos pasamos el día preocupados por contarle a usted…

Kloppers empezó a apuñalar su lista con saña.

—El negro de Peacevale, de acuerdo. Pero ¿y después qué? Una mujer blanca en tanga. Un aborto blanco. Un…

—¡Un aborto natural! —lo corrigió Strydom, dejándose llevar por una pedantería impropia en él.

—Lo que sea. ¿Y luego qué? Un negro lleno de cristales. Y ahora…

—Ah, por el amor de Dios, ¿quién ha dicho que vayamos a intentar acabar con todos esta noche?

—Ya —dijo Kloppers—, ya, pero venga a ver qué más me he encontrado en la cámara de cadáveres.

Strydom pasó enfadado a la otra sala.

—Resulta que eso es mío —dijo con frialdad—. Y estoy de acuerdo, será mejor que se vaya a casa. Es más, mañana hablaré con sus superiores, ¡usted no está preparado para este trabajo!

—¡Me parece muy bien! —gritó Kloppers desde la puerta.

Y Nxumalo, que había llevado bien lo de la pitón, se preguntó si el sargento Van Rensberg volvería pronto.

GARDINER DEPOSITÓ las copias de las huellas del calzado de los prisioneros y los originales que él había tomado en la mesa frente a Kramer, que acababa de empezar a leer la declaración de Stevenson.

—Una coincide —dijo—. La otra no. Tal vez se trate de uno de los chicos mayores de Lucky. Puedo…

—Alto, un momento. ¿Qué dice el prisionero?

—Vaya par de granujas. Vieron la oportunidad y la aprovecharon. Zondi se apoyaba en el aviso de un informador, así que les dio un buen repaso y confesaron. Le ha pasado el caso a Sithole y le ha pedido que solicite la prisión preventiva para evitar que se hable del asunto.

—¿Y las huellas de la caja registradora?

—Lo siento, teniente, pero la que no era de Lucky pertenece a uno de ellos. Al de la huella del calzado.

—Y no tenemos archivo de huellas de zapatos.

—Algunas están archivadas, sí, pero esta no coincide. ¿Nos olvidamos de ellos?

—Sí.

—Apuesto a que la banda vuelve a atacar mañana —fue el comentario de despedida que hizo Gardiner—. Yo lo haría, si fuera tan bueno como ellos y sólo me hubiera llevado calderilla.

No resultaba de gran ayuda oír en voz alta lo que tan obvio parecía. Kramer se lanzó de cabeza a una idea tan desoladora y aplastante que estuvo a punto de no escuchar lo que Marais había vuelto para contarle.

—Ngcobo, el chico de la limpieza, también llegó temprano esta mañana —le dijo a Kramer—. Y entró en el club con Stevenson antes de las diez. Las botellas de vino las tienen que recoger los camareros indios cuando entran a trabajar. No le pagan para que limpie el pasillo. Pero dijo una cosa: que creía que el jefe llevaba mucho tiempo mintiendo al decir que no sabe zulú, porque cuando Ngcobo fue a contarle lo de la señorita enferma, por una vez el jefe entendió a la primera lo que le decía.