II

EL LUNES POR LA MAÑANA, el depósito de cadáveres era un infierno para unos y el paraíso para otros.

El suboficial que solía estar al mando, Van Rensberg, se encontraba de baja por enfermedad, después de haber sufrido un accidente industrial —según era denominado en el informe de compensación— que le había provocado una septicemia. Su puesto lo había ocupado de mala gana el sargento Jacobus Kloppers, que había regresado poco tiempo antes de la frontera norte con Rhodesia.

A Kloppers le costaba adaptarse. En primer lugar, a la idea de no encontrarse ya en primera línea de fuego, algo que no le hacía gracia, y en segundo lugar al hecho de que su puesto anterior hubiese sido usurpado por un judío. No era especialmente antisemita, o como se llamase eso, pero nadie podía negar la condición de judío del tipo que causaba el problema. Le parecía que no había transcurrido mucho tiempo desde que había visto un titular en el periódico que decía: “El primer recluta judío se gradúa en la Academia de la Policía”, y ahora Trekkersburgo ya tenía judío propio, con más fotos de la prensa para probarlo. “Agente judío al cargo del Libro de la Vida”, decía un recorte que su esposa le había enviado por correo, mientras el pie de foto comentaba no sé que bobadas acerca de amar a tu país, fueras quien fueses. Pero asegurarse de que todos los ciudadanos blancos tenían su libro o libreta de identificación era un trabajo que exigía mucha responsabilidad y no debería dejarse en manos de un novato, había argumentado Kloppers al volver. Sin embargo sus superiores, cuyo entusiasmo por el nuevo reglamento siempre le había parecido sospechoso, no lo veían de esa forma. Le dijeron que cualquier idiota era capaz de supervisar los detalles personales —y no decían con eso que Oppenheimer fuese un idiota, sólo muy joven— y que lo que necesitaban desesperadamente, más arriba, era un veterano con experiencia en el papeleo. Sí, con un poco de suerte, tan bueno como él y dispuesto a trabajar en un entorno más tranquilo, casi siempre solo. En realidad, el candidato estaría prácticamente a cargo de un departamento. De uno importante. Podría dirigirlo a su gusto. ¿Aceptaba? ¡Estupendo! Una decisión muy prudente. Aunque debería tener cuidado y usar siempre guantes de goma…

Cabrones.

No era el Libro de la Vida lo que tenía entre manos, sino todo lo contrario, e incluía muy pocos detalles personales. De hecho, Kloppers ni siquiera podía dar nombre a la mitad de sus problemas, por lo que de momento les había puesto etiquetas con las letras del alfabeto.

Estaban por todas partes. El sábado por la noche la cámara frigorífica de cadáveres ya se encontraba llena y por eso se habían usado las cuatro mesas de autopsia, dejando los restos en el lavabo —dos bebés bantúes— y en bandejas sobre el suelo.

Kloppers volvió a experimentar la ligera sensación de pánico que había sentido cuando le dieron su primer trabajo de archivero en el despacho de un teniente muy desordenado. No sabía por dónde empezar. Pero sí sabía que aquello era demasiado para que el médico del distrito lo rematase en una mañana, por lo que tendría que establecer una especie de orden de prioridad. No había blancos y se quedó sin su primera teoría. Podía hacerlo respetando las distintas clases de ciudadanía —de color, indios y bantúes—, pero diferenciarlos le parecía muy complicado. Por supuesto, podía dividirlos según si su muerte había sido accidental o despertaba sospechas. Sí, eso era, siempre y cuando fuera capaz de distinguir… ¡Ay, aquello iba a ser una mierda! Una pesadilla. Y dentro de poco, el doctor Christiaan Strydom entraría riéndose por lo bajo.

“Pues que empiece por la A”, murmuró para sí mientras salía de su pequeño despacho, lleno hasta los topes, y casi tropezaba con la K.

Entretanto, su ayudante negro N2134 Nxumalo, estaba sentado al sol y se cocía encantado dentro de su uniforme de policía, recargando la batería del calor para cuando le tocara enfrentarse al helado ambiente de dentro y disfrutando de aquel retraso en el comienzo de su jornada laboral. Para él era una gran ventaja que lo consideraran incapaz de cualquier iniciativa y contaran con que esperara siempre a que alguien le dijera lo que tenía que hacer. Normalmente, a aquellas horas, el sargento Van Rensberg ya lo tendría dando vueltas y lo habría amenazado con la sierra ósea si no se bajaba de su condenado árbol y empezaba a trabajar.

“¡Cafre vago!”, lo imitó Nxumalo con cariño, negando con la cabeza al pensar en los cuatro años que habían trabajado juntos. Y ahora que éste podía llamarle cafre vago con razón, no lo hacía. ¡Qué locura!

El nuevo no sabía hacer su trabajo, algo que Nxumalo podría haber hecho con los ojos cerrados. Pero no era su problema.

Nxumalo tosió y estornudó. Consecuencia de intentar reírse con los pulmones llenos de humo. Lo más gracioso de su nuevo jefe, Kloppers, era que se creía que el fin de semana había terminado. Que no aparecerían más cadáveres para hacer polvo sus preciosas listas. Pero, antes de que anocheciera, a sus problemas se añadiría un cuerpo más, o dos, o media docena.

Ya lo vería. Siempre era así.

SE HABÍA LLAMADO Songqoza Sishanagane Shepstone Siyayo. Todos lo llamaban Lucky. Estaba muerto. No del todo, pero sí lo bastante como para calificarlo así.

Si su sangre aún se movía, se debía a la gravedad más que a la circulación, y las células que seguían vivas irían recibiendo la noticia poco a poco, por lo que era cuestión de tiempo. Aunque, como la bala había mandado al infierno su centro de comunicaciones, posiblemente no les alcanzaría más que un triste rumor antes de que diera comienzo su propia desintegración. Polvo eres y en potasio te convertirás.

Sin embargo, a los otros que dependían de Lucky se les informaba directamente de su muerte y se les rogaba que acudieran sin demora a la pequeña tienda de Peacevale Road, donde una parte de ellos también moriría. Porque, por muy rápido que la bala se hubiese desplazado, tardaría un poco en alcanzarlos a todos y desplegar por completo su capacidad de destrucción.

El teniente Tromp Kramer de la Brigada de Homicidios y Robos de Trekkersburgo se enderezó, se echó otro caramelo de menta a la boca y retrocedió tres pasos.

La muerte nunca resultaba hermosa, pero aquella vez se le acercaba.

Lucky había muerto pegado a los estantes que sostenían sus existencias de caramelos, cerca del único escaparate polvoriento, donde la luz era buena. Ahora que habían levantado el toldo rasgado, la luz entraba pura y sin trabas desde el cielo y, al reflejarse en el deslumbrante camino de tierra y en la pintura de los dos coches aparcados en la calle, hacía brillar todos y cada uno de los tarros de vidrio de boca ancha.

Si se entrecerraban los ojos, se obtenía una gran variedad de dibujos de vivos colores. Aunque la comparación no fuese muy apropiada, recordaba a la pared tachonada de gemas de cualquier cueva de un cuento de hadas.

Todas las tonalidades estaban allí. El brillo sin pulir de las frutas de gominola, las perlas rosadas de los cacahuetes azucarados, pepitas de turrón envuelto en papel de plata, pedazos ámbar de guirlache, rombos verde jade con sabor a lima y a limón; y, derramados más abajo, los atributos básicos de soberanía en cualquier patio de recreo: cetros de piruleta y gran abundancia de monedas de oro.

Por encima de todo ello, una prodigiosa dispersión de diamantes de caramelo, duras esmeraldas y rubíes rojos como la sangre tan densamente esparcidos que sólo los pedazos más pequeños habían dejado de brillar.

Tumbada entre ellos, como el guardián descamado de un tesoro oculto que acaba de quedarse traspuesto, una figura vestida con vivos colores y sandalias marrones. Los caramelos de menta lo cubrían como una suave cascada de flores del melocotonero.

En cuestión de diez minutos, el color de la piel de Lucky se había aclarado, pasando del chocolate al chocolate con leche, empezaba a desprender un olor dulzón y la expresión de sorpresa en su rostro había desparecido casi por completo.

—¡Ostras! Sí que hace calor —dijo Kramer, dirigiéndose al sargento blanco con mono color caqui que estaba a su lado. Las manchas de grasa en los rasgos planos y compactos del hombre le hicieron pensar en el manual de un taller.

—Qué mala suerte, ¿no cree, teniente?

—Es mejor que el cáncer.

—¿Los negros tienen cáncer?

—Sí.

—Vaya, cada día se aprende algo nuevo.

—Yo no estaría tan seguro —murmuró Kramer lacónicamente, confirmando su opinión de que Bokkie Howells se lo debía todo a la herencia, como el pájaro tejedor, incluido su don para las reparaciones—. Ahora, a lo nuestro. ¿Y si…?

—El arma, señor, ¿del treinta y dos o del treinta y ocho?

—Treinta y ocho. Da en el blanco desde cerca.

—¿No disparó dos veces? —preguntó Bokkie, señalando.

—Ese es el orificio de salida.

—¿Y dice que han usado el mismo método de antes?

—Sí. Es el quinto. Han limpiado la caja a toda velocidad. Han usado un coche para la huida. Hablando de eso, ¿qué pasa con mis amortiguadores? ¿Cuándo los tendrá listos?

Bokkie pertenecía al taller que se encargaba de los vehículos policiales. Los dos se encontraban probando el nuevo Chevrolet Commando de Kramer cuando llamaron al teniente para que acudiera a Peacevale. La suspensión resultaba demasiado blanda para los caminos de tierra.

—Podría tenérselo acabado para mañana sobre las cinco.

—¿Dos días para cuatro amortiguadores?

—Tenga compasión, señor. Tengo que pedir las piezas, redactar la solicitud. Eh, el muerto está empezando a mearse en los pantalones.

—Es legal.

—Podría intentar, y digo intentar, que no se le olvide, tenerlo para esta noche. Pero necesitaría llevármelo ahora.

—Me parece bien. Los de uniforme han establecido controles de carretera y Zondi ha venido con su propio vehículo. Váyase cuando quiera.

El sargento no parecía tener prisa. Le echó una ojeada a la tienda y luego miró afuera, por encima de las cabezas de la gente, hacia las chabolas levantadas al otro lado.

—No es gran cosa este sitio —dijo con desdén.

—Cierto —convino Kramer, mirando su reloj.

—No creo que hubiese mucho dinero en la caja, siendo lunes.

—Ya.

Kramer recogió un pedazo de barro interesante, porque mostraba la huella de una suela de goma poco común. A los pocos segundos había comprobado que procedía de la sandalia izquierda del muerto.

—Cinco en dos semanas es mucho —admitió Bokkie—, pero han debido de ser todos en Peacevale, porque no he visto nada en los periódicos. ¿Para qué darle importancia?

La indignación llevó a Kramer a morder con fuerza lo que quedaba del caramelo de menta y hacerse daño en la lengua.

—¿Los periódicos? —espetó, notando el sabor a sangre—. ¿Los periodistas? Esos cabrones no ven ni lo que tienen delante de las narices y lo que ellos llaman sus valores no son más que pura mierda.

Bokkie dio un respingo. Podía ser un condenado insensible en muchos sentidos y usar expresiones intelectuales con él constituía un desperdicio, pero su oído jamás dejaba de percibir un cambio de marchas que rascaba.

—Oiga, señor, no era mi intención…

—¿Qué es noticia para ellos? Dígamelo usted. ¿Otro negro asesinado en Peacevale? No, claro que no. Eso ocurre continuamente, no es noticia. Pero si una defensora del poder blanco manga una botella de jerez en el supermercado, la crucifican en titulares así de grandes. —Kramer levantó los brazos.

—Seamos justos, señor. También incluyen las condenas a muerte de los negros. Yo las he visto.

—Sí, lo sé. Condena a muerte… es una buena descripción. ¿Es que no lo ve? ¿O comete el mismo error que ellos?

—¿Por no sentir bastante lástima de los negros, señor?

—¡Ostras, no! Por pensar que son dos mundos separados. Que lo que ocurre en uno no significa nada en el otro. Sin embargo, se tocan, ¿o no?

—Pero hasta ahora…

—Exacto, a eso es precisamente a lo que me refiero. Hasta ahora esos cabrones no lo han intentado en otro sitio. Pero son rápidos como el rayo. Disparan, entran y salen, no tenemos descripciones ni nada de nada. ¿Cuánto cree que tardarán en darse cuenta y trasladarse a dónde hay dinero?

—¡Caramba! —exclamó Bokkie, terriblemente impresionado por una previsión tan elemental—. Entonces, ¿se trata de una carrera contra reloj, señor?

—Eso mismo —respondió Kramer, mirando de nuevo a uno de los que ya no llegarían a la meta. Lucky y él habían sido amigos.

LOS SERVICIOS DE URGENCIAS le pasaron la llamada al oficial de guardia a las diez y media en punto, quien anotó la hora y demás detalles en su bloc. Cuando le pareció que tenía bastante, colgó el teléfono.

—¡Madre mía! —le dijo a su compañero de pesca, que había ido a verlo desde la Brigada de Robos en Domicilios Particulares—. El tipo estaba como una moto. Tiene a una chica estrangulada.

—Ah, ¿sí? Vaya cosa.

—Que no, que se refería a una chica de verdad. Ya me entiendes, a una mujer blanca, joven.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—En el Aquí te pillo.

—No entiendo.

—El Aquí te pillo, aquí te mato. El club de Monty.

—Entonces no me sorprende. ¿Se lo dirás al teniente? También se pondrá como una moto. Dicen que la banda de Peacevale lo tiene bien agarrado y él no quiere enterarse.

—Lo siento, pero no le queda otra. El coronel no está.

—¿Y el sargento Marais?

—Se lo diré, no te preocupes, pero antes debo informar a su superior. Hay que seguir el reglamento. Además, será un placer fastidiar al muy cabrón por una vez.

—Eso ya es otra cosa —dijo su compañero de pesca.

Y se rieron.

BOKKIE HOWELLS DIO LA VUELTA para recoger a Kramer tan pronto le pasaron el mensaje. Luego lo llevó a la ciudad con un respeto a las piezas móviles que resultaba angustioso. Incluso un burro que tiraba de un carro por la parte exterior de la carretera iba más rápido que ellos.

Peacevale se extinguía y daba paso a casas torcidas y diseminadas, y a peatones negros que caminaban fatigosamente. Las altas verjas de seguridad que protegían las grises cocheras del ferrocarril fueron convirtiéndose en los muros encalados de la parte vieja de Trekkersburgo, dando paso a sus gentes blancas, sus alambradas y sus palmeras; luego, poco a poco, fueron relevados por el cemento de los altos edificios administrativos, que destacaban contra el cielo azul tan nítidamente como si fuesen recortes de papel.

Llegaron al centro por una calle ancha en la que tres repartidores negros en motocicleta luchaban por tomar posiciones.

—Son como demonios —gruñó Bokkie, abandonando sus monótonas conjeturas sobre la moralidad de la joven muerta—. Nunca debieron dejarles montar otra cosa que no fueran sus bicis. Ahí lo tiene.

La motocicleta que iba en cabeza se empotró contra un coche que abandonó su plaza de aparcamiento de repente, lo cual hizo salir volando al motorista y aterrizar de cabeza sobre el casco protector, mientras la carga de botellas de licor que llevaba le caía encima.

Kramer vio de refilón a un ama de casa embarazada pegada por la sorpresa al asiento del conductor de su Mini.

—¡Así aprenderás, chaval! —gritó Bokkie mientras salvaban el obstáculo con calma—. Hay que saber comportarse en carretera.

Estaba tan encantado con aquella demostración casual de su teoría preferida que pasó de largo la dirección pegada al salpicadero.

Así que Kramer cogió el freno de mano, tiró de él con fuerza y se apeó, provocando un gran estruendo de frenazos y bocinas.

—Ya nos veremos —dijo, y se fue.

—¿DÓNDE ESTÁ EL MÉDICO del distrito? —quiso saber Kloppers, como si Nxumalo lo hubiese apilado en un rincón sin darse cuenta.

—No lo sé, jefe.

—¡No tiene gracia que llegue tan tarde! Dijo que estaría aquí sin falta a y cuarto y mira qué hora es. ¿Y dónde está el experto en huellas? Ya debería haber venido a hacerles fotos a los no identificados. Les doy un minuto más y empiezo a llamar por teléfono.

—Sí, es una vergüenza.

—¿Y tú? ¿Qué has estado haciendo durante la última media hora?

—Nada, jefe.

—Mejor. Ya tengo bastantes problemas.

EL ESTRECHO CALLEJÓN discurría entre una zapatería y una inmobiliaria, y terminaba en un muro alto de ladrillo rojo al que las cañerías exteriores hacían más interesante.

A medio camino, Kramer se detuvo frente a una puerta pintada con alegres zigzags bajo un cartel de neón que decía El Tipi. A un lado, dentro de una vitrina, se veían unas fotos malas de una mujer jugando con serpientes. No merecían más de una mirada.

Entró y se encontró metido hasta el cuello entre periodistas. Al fotógrafo de La Gaceta de Trekkersburgo no se le ocurrió levantar la cámara, pero un idiota melenudo le hizo una foto.

—El carrete —dijo Kramer, alargando la mano.

—¿Cómo?

—El carrete —repitió Kramer, chasqueando los dedos.

—Oh, vamos —gimió el otro—. Tómeselo con calma, hombre.

—De acuerdo, acúselo de obstrucción a la Justicia —le dijo Kramer a un agente de mejillas pálidas que acababa de aparecer—. Y saque al resto a la calle. ¿Qué puñetas hacen aquí?

Antes de esperar a oír una palabra más, se abrió paso y se adentró en el club. La sala principal, con su gastada decoración de supuesto origen piel roja, que incluía tocados de plumas, hacía alusión a una masacre nocturna. Todas las sillas estaban patas arriba y había un persistente tufo a humo y a guerra de sobacos.

Pero ningún cuerpo.

Kramer cogió una botella de vino vacía y la golpeó con una cucharilla para llamar la atención.

—¿Quién va? —Una voz aguda dio el alto desde alguna parte.

—El puñetero séptimo de caballería, hombre, ¿usted qué cree?

Las cortinas rojas al fondo del pequeño escenario se abrieron y un hombre proporcionalmente pequeño, del color y la consistencia de un bollo sin hornear, hizo su entrada de la forma más pulcra posible. Su ropa informal tenía las pinzas y los dobleces tan bien marcados que seguramente aún conservaría algún alfiler, y su perilla negra y rizada parecía un injerto de la entrepierna.

Kramer sintió nacer el prejuicio.

—A ver si le queda clarito: me llamo Monty Stevenson y soy el encargado de este club. Este local es mío. Y ya les he dicho que el Sunday News tiene la exclusi…

—Kramer, Brigada de Homicidios.

La corbata de seda tragó.

—¿El teniente?

—Sí.

Stevenson cruzó el escenario indeciso, entre el taconeo de sus zapatos con alza.

—Le pido disculpas, pero creí que le avisarían para que no se molestara. Les permití utilizar el teléfono de mi despacho.

—¿Y eso? ¿Ha sido un falso aviso?

—Claro que no, pero su médico ha dicho que…

—¿El médico del distrito? ¿Está aquí?

—Sí, en el camerino, que ha sido el escenario de la tragedia. ¿Quiere que lo acompañe?

—Más le vale —gruñó Kramer.

Lo siguió hasta dejar atrás un cartel que advertía: “Prohibido el paso al público. Zona estrictamente privada”, y pronto entendió por qué. El oscuro pasillo tras los cortinones de terciopelo era una vergüenza de cucarachas aplastadas y tablas astilladas. Repiquetearon al subir un corto tramo de escaleras, giraron a la izquierda y se detuvieron ante una puerta cerrada con una estrella de papel pegada por fuera.

Stevenson levantó la mano para llamar, pero Kramer lo echó a un lado.

—Así me vale —dijo—. Ahora váyase a su despacho y esté atento por si me llaman desde Peacevale. Estoy esperando esa llamada.

—Encantado —respondió el encargado y se fue taconeando.

La puerta se abrió desde dentro y Dirk Gardiner, un subteniente de Huellas, sacó la cabeza rapada para ver a qué venía el jaleo.

—Oh, mier… miércoles —dijo.

—Así que aquí es donde andaba escondido, desgraciado.

—Mire, teniente, iba de camino cuando me avisaron para que viniera aquí. Ni siquiera he pasado por el depósito.

—¿Está alardeando o qué?

—Enseguida estoy con usted —respondió Gardiner, tan cordial como siempre. Bajo su traje de safari azul ocultaba músculos suficientes como para tratar al mundo de la forma que esperaba ser tratado. Y funcionaba.

—¡Mira quién ha llegado! —se rió Strydom desde dentro—. Pero no empiece a gritarnos, ¿eh? En cuanto pudimos le dejamos un mensaje para usted al oficial de guardia. Pídale cuentas a él.

Kramer frunció el ceño.

—Sí, se trata de un accidente mortal —explicó Gardiner, pasando el carrete de su Pentax—. Stevenson, el muy idiota, informó de que había encontrado a una chica estrangulada. No se explicó bien, dice que estaba muy impresionado, conmocionado y…

Se hizo a un lado para evitar que lo pisotearan.

Strydom, tan parecido a un gnomo como siempre, se arrodillaba con su nuevo delantal de plástico, al que su esposa había recortado los volantes de adorno, junto a una serpiente pitón con la cabeza reventada, utilizando con cuidado su cinta métrica. Tras su hombro se veía un cadáver con los globos oculares rojos, manchas en la piel y los brazos doblados con recato sobre el pecho, bajo una bata.

—Ah, es ella —dijo Kramer.

—Sonja Bergstroom, alias Eva. Se confió y sufrió un accidente. Aunque luchó lo suyo. Debería ver los rasguños que se hizo con el cemento.

—¿Quién está al mando?

—El sargento Marais —respondió Gardiner—. Ha ido un momento al baño.

—¿Y está contento?

—Ahora ya debería estarlo.

—¿Qué?

—Perdón, señor. Sí, la historia lo convence.

—Fascinante —murmuró Strydom, tocando de nuevo las anchas marcas visibles en el cuello del cadáver—. Voy a intentar redactar una ponencia. A ver si me ayudan los del parque herpetológico de Durban.

—Sí, y debe incluir una moraleja, doctor.

—Aquí te pillo… —sugirió Kramer. La novedad se había agotado.

—¿Qué pasa, Tromp?

—El señor Gardiner tiene asuntos urgentes que atender en Peacevale. Dígale a Marais que ya lo veré luego, ¿de acuerdo?

—Parece una amenaza —dijo Strydom, sonriendo bajo su barba de Papá Noel mientras enroscaba la serpiente en el interior de una bolsa de plástico—. ¡Qué desastre de día llevamos!

PERO CUANDO KRAMER regresó a la tienda de Lucky, descubrió que Strydom se había quedado corto con el comentario. Allí, dos agentes bantú muy afligidos se vieron obligados a informarle de que, mientras mantenían a raya a los curiosos de delante, dos jóvenes se habían colado en el local por la parte de atrás.

—Yo vi a esos dos granujas escapar con sus ganancias ilícitas —metió baza el ministro de la vecina iglesia de hojalata—. Naturalmente, los perseguí.

—¿Y?

—Se deshicieron de todo para poder huir mejor.

—El edificio nos impidió ver lo que ocurría —explicó uno de los agentes.

—Pero, por el amor de Dios, ¿es que no los visteis en la tienda?

—Estábamos de espaldas, para vigilar a la gente.

—¿Y nadie dijo nada?

Kramer miró con furia a la multitud, que se había alejado bastante pero seguía manteniendo el interés. No, nadie había dicho nada. De hecho, algunos de aquellos cabrones sonreían de oreja a oreja y se daban codazos.

—Parece que son cosas sacadas del almacén —murmuró Gardiner, dando un golpecito con su maletín de huellas en la esquina de un envase de cartón de palomitas—. Tal vez se mantuvieran en la parte de atrás. Vamos a echar un vistazo.

El ministro, que sólo llevaba un alzacuello blanco y un babero negro bajo la chaqueta de hombros caídos, hizo el presuntuoso ademán de acompañarlos, pero lo frenaron en seco.

Gardiner se llevó la mitad del mérito. Junto a la puerta trasera, un rectángulo relativamente limpio de polvo en uno de los estantes indicaba dónde había estado el envase de cartón. La otra mitad se la llevó Kramer al descubrir que en la caja registradora ya no quedaba nada de nada.

—¿Recuerda en qué compartimentos estaban las monedas? —quiso ayudar Gardiner.

—No. Los primeros ladrones las habían desperdigado por ahí. ¿Valdrá la pena intentarlo?

—No veo por qué no, aunque los primeros pudieron utilizar guantes.

—Eh, un momento, ¿por qué no hay barro? Lucky ha dejado huellas de barro por todas partes. Venga, que se lo enseño.

Kramer acompañó a Gardiner hasta la puerta de atrás y le indicó un charco grande que había delante, provocado por el goteo constante de un grifo próximo. Bajo él, boca abajo y sobre un ladrillo, estaban la tetera y la taza desportillada del tendero.

Gardiner empolvó con su pincel una zona más allá del escalón de madera pintado de esmalte verde.

—Lo imaginaba —dijo Gardiner—. Aquí hay una huella… y otra más. No querían mojarse los pies y saltaron por encima. Las recogeré por si sirven para algo.

Claro, habían sido unos críos. Kramer sintió que empezaba a perder el control. Además, él no estaba para perseguir a unos ladronzuelos. Puñetas.

No, su primera reacción instintiva había sido la correcta.

—Sí, hágalo. Podría ayudamos a pillarlos si los necesitamos para descartar sus huellas de las que encontremos en la caja registradora. Es mucho esperar, ya lo sé, y mucho trabajo extra, pero… Bueno, voy a ver si Zondi me da alguna alegría.

Gardiner asintió y continuó con lo suyo, muy concentrado en lo que estaba haciendo. Tendría que haber sido artista.

Kramer se acercó a la iglesia de hojalata, hasta donde lo siguió una retahíla zarrapastrosa de ojos grandes y vientres abultados que esperaban poder vislumbrar su arma. A uno lo rescató su madre, que lo pilló al vuelo con un graznido como el de una gallina.

Las ventanas tenían forma puntiaguda, como era de esperar, pero habían sido acristaladas con vidrio normal, parte del cual ya estaba roto y el resto tan sucio que resultaba difícil ver. Kramer encontró un agujero bien situado y miró al interior.

El sargento bantú Mickey Zondi recibía en audiencia, con su sombrero de ala corta muy recto sobre la cabeza. Se sentaba a la mesa del ministro, en la tarima baja e inestable, pulcro y frío en su traje jaspeado con hebras destellantes a pesar del calor, y escuchaba solemne mientras una mujer llorosa declaraba en un banco situado por debajo de él.

Era tremendo para los efectos dramáticos.

Sin embargo, Kramer era consciente de que su improvisación se recibía con el debido respeto y, lo que le parecía más importante, que incluso podría estar obteniendo resultados. Así que decidió fumarse un pitillo, a la espera de que se produjese un alto en el proceso.

Unos segundos más tarde, Zondi salió del edificio. Siempre había tenido buena vista.

—¿Y bien?

—Como siempre, jefe. Todos se esconden cuando oyen el disparo. Cuando vuelven a mirar, sólo ven un coche rojo que se aleja.

—La última vez el coche era azul.

Zondi se encogió de hombros.

—La tienda estaba vacía, o al menos no había nadie dentro cuando llegaron. Todos dicen que fue muy rápido.

—Ya. ¿Te parece que están asustados? ¿No será que no quieren meterse en líos con la banda?

—No, no, estas son gentes sencillas y el ministro es un buen hombre, muy respetado. ¿Ha oído que persiguió a los chicos?

—¿Y tú dónde estabas? ¿Eh?

—Ocupado —dijo Zondi, abandonando su actitud desinteresada—. La mujer de Lucky está muy, muy triste por lo ocurrido. Llegó en un taxi y hablé con ella en el otro lado.

—Oh, pensé que tal vez ella fuese…

—Jefe, dice que Lucky hizo caja el viernes.

—¿Sí?

—Ha estudiado, así que lo ayudó con los libros. Jura por Dios que, como mucho, había cinco rands en la tienda, casi todo en monedas pequeñas porque aquí la gente tiene poco dinero. Puede que tal vez hubiese un billete.

—¿Cinco rands? Por el amor de Dios, ¿opondría resistencia Lucky por eso? ¿Para qué matarlo?

Zondi se encogió de hombros y sugirió:

—¿Para conservar su anonimato?

—¡No! ¿Crees que Lucky los denunciaría por cinco rands? Jamás, hombre, eso es una locura. Imposible.

Se quedaron mirándose un rato, que a ambos les pareció muy largo, antes de que Kramer dijera:

—¿Estamos seguros de que son robos y no asesinatos?

Porque, desde que había ido a la ciudad, tenía la sensación de haber agarrado un palo por el lado que no debía.