EVA DESAFIABA A LA MUERTE dos veces cada noche, excepto los domingos.
El domingo acababa de empezar cuando se oyó el suave golpe de unos nudillos en la puerta del camerino.
—Lárgate —balbuceó molesta.
De lunes a viernes, tenía una actuación a las once y otra a la una. La primera programada para atraer y retener a los que salían del cine, la segunda, para mandarlos contentos a la cama, excitados y deseando volver. Sin embargo, los sábados ambas sesiones debían terminar antes de que entrase en vigor la ley que regulaba el consumo de alcohol y los espectáculos durante el descanso dominical sudafricano. En total, sumaba doce horas de trabajo a la semana, pero resultaba agotador y estresante.
De manera que cuando, al dar las doce del sábado, la semana terminaba para ella, estaba encantada de convertirse en una calabaza. Su piel, que parecía de un tono anaranjado y por la que se burlaban de ella, y su cara redondeada encajaban perfectamente con una cabalaza en estado vegetativo, incapaz de hacer nada o de pensar en nada, que dedicaba una sonrisa de dientes separados a su espejo, como una calabaza de Halloween, después de haberse quitado el embellecedor dental. Nadie le pagaba para que estuviera guapa en privado.
Los nudillos insistieron.
Su sonrisa desapareció casi por completo. Se puso de nuevo el embellecedor dental y se giró, sin levantarse del taburete.
—¡Vete, pesado! —dijo en voz alta, clara y fría—. Déjame en paz.
Unos pies se arrastraron para acercarse más a la puerta.
—¿Eva?
—¿Eres tú, pequeño?
—¿Puedo verte sólo un momento, por favor?
Eso ya se lo habían dicho más veces. Sin embargo, cogió la bata y se la echó por encima de los hombros.
—Puedes verme desde ahí —dijo entreabriendo la puerta.
Lo cierto es que era como un niño, un niño grande que sólo buscaba cuidados maternales y, como los niños, era capaz de armar un jaleo terrible si no se salía con la suya.
—Quería… ¿te parezco muy descarado?
—Te escucho.
—Pues… —dijo tímidamente, adelantando la mano que llevaba a la espalda y que sujetaba por el cuello una botella de champán.
—Ah, ¿sí?
Le ofreció la botella.
—No pasa nada. No hace falta que entre —dijo él.
Estaba claro que sólo quería que Eva aceptara la botella. Pero como ella sujetaba con fuerza la bata contra su pecho, no le quedaban manos libres. Además, habría sido un tanto mezquino por su parte.
—¿Es para mí?
—Acéptala, por favor.
—¿De dónde has sacado la idea? ¿De una película antigua?
—Se me ocurrió.
—¿De verdad?
—Esta ha sido una semana muy buena.
—Y te has dejado llevar por tus impulsos.
Sonrió de oreja a oreja, sintiéndose halagado.
—Así soy yo, Eva. Quería… darte las gracias y esas cosas. ¿Te parece bien?
Su instinto la había hecho ver tan a menudo al lobo que le resultaba imposible realizar un juicio justo, un juicio que fuese justo para él y también para ella.
—¿Has venido solo?
—¿Cómo dices?
—Es grande la botella.
—No es necesario que…
—Oye —lo interrumpió—, espera un minuto y te digo.
Bajó la mirada hacia los zapatos de charol de él. Ninguno de ellos intentaba calzar la puerta. La cerró con delicadeza y se miró en el espejo grande. Su reflejo en él no iba a hacerle demasiada compañía y, como aquella era su última noche en Trekkersburgo, se sentía sola y algo apagada. Por si fuera poco, la espontaneidad del gesto la había conmovido.
Era la primera vez que alguien le regalaba champán y su estado de ánimo le decía que seguramente nadie más volvería a regalárselo.
“Entonces, ¿de acuerdo?”, dijo articulando los labios. Su reflejo alzó una ceja que tembló, cuestionando su criterio según los hechos conocidos, como por ejemplo que siempre le resultaba fácil librarse de los niños grandes en cuanto se cansaba de ellos. Luego, poco a poco, la ceja fue recuperando su simetría trazada a lápiz. Se estremeció ella. Se estremeció la ceja.
—Está bien. De acuerdo —dijo ajustándose el cinturón de la bata como era debido.
Después cogió una cesta grande, de mimbre, la puso sobre el diván y desabrochó las correas de cuero. De su interior sacó una pitón que rondaría el metro y medio de largo y cinco centímetros de grosor en el medio, con un precioso dibujo de manchas redondeadas en tonos marrón claro, y se la pasó por los hombros. Pesaba como un brazo protector.
La miró sorprendido, sin creérselo. En ese momento, los que no eran sinceros solían marcharse.
—No te importa, ¿verdad? —preguntó Eva—. Clint se pone nerviosa si la meto en la cesta tan pronto acaba la función. Se portará bien.
Vio un destello en los ojos del hombre. Primero le pareció que era de diversión, luego dudó, pero para entonces él ya había pasado junto a ella, muy cortésmente, para situarse junto al lugar donde Eva había colgado su ropa de calle.
La mujer cerró la puerta, se aseguró de que permanecería cerrada aunque llamara alguien más y luego señaló al taburete.
—¿Quieres sentarte?
—No, así estoy bien, gracias, muchas gracias.
—Pues yo ya he aguantado bastante de pie por hoy —dijo Eva mientras se sentaba—. Vaya derroche de glamour, ¿no crees?
Ella misma se burlaba de su forma de vivir. El camerino tenía tres paredes con un encalado tan fino que dejaba traslucir los ladrillos, una cuarta pared hecha de aglomerado con síntomas de abombamiento, un suelo de cemento irregular y un techo manchado y dado de sí como la ropa interior muy usada. En cuanto al mobiliario, estaba el espejo con salpicaduras que habían pegado torcido en la pared frente a la puerta, una hilera de colgadores con perchas de alambre que hacían las veces de armario, un tocador de tienda de segunda mano, una estera, un diván y un lavabo con mal aliento; además, claro, del taburete en el que estaba encaramada, de los que si no tiene cuidado llenan de astillas a quien se sienta en ellos. No había ventanas.
—Eres un poco desordenada, Eva.
Era verdad, sí, pero también era uno de esos comentarios superficiales que molestan.
—Seguro que tú vives en un sitio de los que merece la pena mantener ordenados —comentó ella.
—¡No seas mala! No esperarás que te traten como a una estrella de cine, ¿no? Aunque, oye, que yo no digo que no te lo merezcas.
—¿Estás intentando dorarme la píldora?
—¿Cómo? —preguntó el hombre, a su manera tan bruscamente infantil.
—Olvídalo. Junto al lavabo hay un vaso y una taza.
—¡Tenía que haber pensado en traer copas!
—Te toca lavarlos. Yo suelo secarlos con pañuelos de papel. Ten, cógelos.
No fue capaz de atraparlos al vuelo y la caja se le cayó. Luego hizo un estrépito espantoso con las cosas en el lavabo. A Eva le produjo un placer algo cruel verlo ocuparse de eso. Pero aquel hombre llevaba una vida tan fácil…
El corcho salió de la botella con una detonación intensa. Las serpientes no perciben los sonidos que se transmiten por el aire, pero el respingo de ella hizo que la pitón contrajera sus anillos, lo que la obligó a apartarla un poco de sí para estar cómoda. Muy pronto, en cuanto estuviera segura de que todo iba bien, Clint podría volver a su cesta.
A ella le entregó el vaso, más propio de una señorita, lleno casi hasta el borde.
—¡A tu salud, Eva!
—Gracias. Y a la tuya.
Bebieron.
—¿Ese es tu nombre de verdad? ¿Eva?
—¿Se te ocurre uno mejor?
La sonrisa formó hoyuelos en el rostro del hombre, que negó con la cabeza.
—Digámoslo así —añadió ella, dándose cuenta de que casi se había bebido el contenido de su vaso—: no es el nombre que pondrán en mi lápida.
Achacó a la ingesta de alcohol el escalofrío que sintió cuando lo dijo. Ella era joven, estaba sana y en forma, y nunca hacía nada peligroso.
—¿Alguien ha pisado tu tumba? —preguntó él sonriendo.
—¿Cómo dices?
—¡Nada! Dejémonos de cosas feas… No sabía que teníamos un champán tan decente. Es una pena que no lo hubiésemos descubierto antes.
Empezaba a sentirse más seguro. Tal vez estaba más cómodo allí que en su propia casa, según lo que Eva había oído contar. Por lo que decían, aquella mujer parecía una auténtica bruja. Pobre chiquitín.
—El encalado te manchará la chaqueta.
—No te preocupes, tengo más. Esta no es la única.
Eva ya lo había notado. Prácticamente cada noche traía un traje distinto, como si los clientes menos asiduos que él fuesen a fijarse en eso.
—Pero hablemos de ti —dijo él—. ¿Por qué no aspiras a más? ¿Por qué no llevas el número a Lesotho y lo das todo?
—¿Actuar para los nativos? ¡No lo verán tus ojos! Además, ¿a qué viene tanta historia con eso del desnudo? Creí que precisamente tú sabías apreciar el giro psicológico que le doy a…
—Por favor, espera. Sólo quería ayudar a que las cosas te fueran mejor, a conseguir la clase de contratos que te mereces. Eres una verdadera artista y ya va siendo hora de que te des cuenta. ¿Qué puede ofrecerte Trekkersburgo? No es más que un límite a tus aspiraciones. Estoy de acuerdo en que lo mismo ocurre con Maseru, pero ¿has pensando en ir a Londres? ¿A Hamburgo? ¿A Las Vegas?
—Entiendo. ¿Y tú serías mi mánager?
—¿Por qué te enfadas?
—Porque cada cinco minutos algún desgraciado me viene con esa clase de zalamerías. ¡Y ni te imaginas lo harta que estoy!
—¿Eso te ha parecido?
—¡Sí!
—Pues lo siento. Siento mucho haber dicho lo que no debía, aunque te prometo que hablaba en serio. Venga, bebamos un poco más.
Típico. Hace lo que le da la gana, se disculpa y la situación se arregla. Bien pensado, todos los hombres son como niños grandes. Primero te muerden el dedo y luego se ponen sentimentales. Le dio pena comprender que el ambiente se enrarecía, aunque no le sorprendió. Así era la vida.
Al menos el champán no había perdido su dulzor. Debía costar un ojo de la cara. Su dulce cosquilleo descendía en un instante hacia un estómago que mantenía vacío para poder ejecutar mejor las posturas más complicadas. Desde allí conseguía que sus doloridas extremidades se sintieran mejor que dentro de una bañera de agua caliente —aunque en su pensión no había—, y su cabeza tan deliciosamente mareada que la luz de la bombilla desnuda ya no le hacía daño en los ojos.
Permitió que le sirviera más.
—¡Cuidado, que no se caiga nada! No podemos desperdiciarlo. ¿Sabes qué he decidido? Irme de vacaciones yo solo.
Ahora recurría al plan B.
—Ah, ¿sí?
—¿Nunca te tomas unas vacaciones?
—A veces. Cuando Clint ha comido mucho.
Los ojos del hombre se concentraron en la pitón.
—A Clint no le gusta que la miren fijamente —dijo ella, y continuó con la frase de su espectáculo—: Creerá que intentas hipnotizarla.
Él se rió a carcajadas.
—¿Cómo es al tacto, Eva?
—Suave y agradable. No resulta viscosa.
—¿Tiene mucha fuerza?
—Una de su tamaño puede matar un antílope pequeño, e incluso uno de los grandes. Tócala.
Él metió la mano libre en el bolsillo y levantó la otra para mostrar que en ella sujetaba la taza. El niño pequeño no quería tocarla.
—¿Qué pasa? ¿Quieres que venga tu mamá?
—Esto no es propio de ti, Eva —dijo muy dolido.
Entonces los dedos de uñas comidas se acercaron y tocaron las escamas. Clint intentó abandonar los hombros de Eva. Ella la devolvió a su sitio.
—No está tan fría —dijo él—. Es genial.
—Está a temperatura ambiente.
—Ya. ¿Y qué le das de comer?
—Conejillos de indias.
—¿Vivos o muertos?
—Se los meto en la cesta. A veces pasan horas sin que ocurra nada y luego se oyen los chillidos. Pero no se los doy muy a menudo, o se volvería aún más vaga de lo que es, ¿verdad, condenada?
Sostuvo la cabeza de la pitón con una firmeza engañosa mientras frotaba su nariz con la de ella.
—¿Puedo verla comer?
—Ahora no le toca.
—Por favor. —Esa era otra de sus palabras mágicas, como “lo siento”—. Yo pagaré su comida. A Clint, por así decirlo, la invitará la casa.
Yo pagaré.
—Si eres capaz de despegarte alguna noche de este club, ven a vemos a Durban. Tengo una cobra escupidora que come cuando quiere.
—¡No digas eso, Eva! Sabes que tú eres la verdadera atracción.
Ahora hablaba con doble sentido. No lo hacía tan mal.
—¿De veras? Te tengo fascinado, ¿no?
—En cierto modo, sí. Sí, es verdad.
—¿Por qué? —Él se encogió de hombros, más pensativo de lo que ella había esperado—. ¿Porque juego con serpientes?
—Ese pudo ser el motivo al principio, me pareció que sería interesante hablar contigo, pero también he sentido algo curioso que…
Dejó sin terminar la frase de una forma muy natural y apartó la mirada de ella, mientras fruncía el ceño y se mordía la uña del pulgar. Sin duda, él también podría hacer carrera sobre los escenarios.
—Cielos, no irás a enfurruñarte, ¿verdad? —preguntó Eva.
—¿Yo?
Se rió dulcemente, mientras le llenaba el vaso de nuevo y se lo devolvía con una floritura. Encendía y apagaba sus mañas de encantador profesional de una forma tan repentina que casi se podía oír el clic.
—¿Por qué querías darme las gracias exactamente? Al fin y al cabo me pagan por hacerlo.
—Por ti. Por tu espectáculo. Por todo.
—¿Te excita?
—Excita a alguien que conozco.
—¡Vaya! ¡Esto sí que es una novedad! No me digas que tienes una novia escondida por ahí.
—No está aquí. Está… está de vacaciones.
—Ya. Soy consciente de que no te espera tras la puerta, pero me sorprende porque, con todo lo que me has contado, no parece muy probable que el viejo tanque la acepte.
—Nunca la llevo a casa —dijo muy serio.
—¡Caramba! ¿Tan grave es?
La risa de él duró más que la de ella.
Le parecía muy retorcido que quisiera ver a Clint engullir un conejillo de indias (empezaba a tardar un poco en asimilar las cosas y eso también le resultaba agradable). Ella nunca se quedaba a mirar, aunque era algo natural. Clint tenía que comer, pero no era necesario ver cómo lo hacía. La mayoría de la gente pensaría como ella, así que él no podía ser tan típico como había pensado. Era raro.
—¿Eres un tipo raro? —preguntó mientras tomaba otro sorbo de champán.
—¡Vaya pregunta!
—Estaba pensando en lo de que quieras ver a Clint cepillarse su comidita.
—Podría ser interesante. ¿Qué tiene eso de raro?
Nada, teniendo en cuenta lo mucho que eso mismo llamaría la atención de los niños pequeños. Si lo presenciaran en una reserva de caza, les encantaría y no demostrarían ni pena ni ningún otro sentimiento parecido. Aunque si la serpiente fuera a por ellos, la cosa cambiaría, pero el miedo de los niños —como el de aquel hombre— era un miedo indiferente. Ella lo veía surgir a su alrededor todas las noches, en adultos.
—Parece que estuvieras soñando con algo —comentó él con voz amable, pero sin lograr ocultar del todo su nerviosismo.
—Estaba pensando.
—¿Se deja coger?
Como si fuera capaz de leerle la mente, el hombre alargó otra vez la mano para tocar a la pitón.
—No demasiado cerca de la cabeza —advirtió ella.
—Las pitones no muerden.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Pero no son venenosas.
—Septicemia. Pueden provocar septicemia con los dientes: los tienen muy sucios.
Puso cara de dolor.
—¿No puedes dejarla en la cesta?
—Enseguida.
Así que la novia estaba de viaje. Oh, sí, aquello empezaba a explicar un poco la situación. Una botella de champán lo bastante grande como para que dos personas se emborrachasen. Una botella que seguramente antes habría sido mostrada a varios pares de ojos en el club y que habría provocado unas cuantas bromas sobre ella. Incluso podrían haber hecho apuestas. Cada vez estaba más claro.
—No habías venido antes a mi camerino.
—Ya lo sé. ¿Y qué?
—Que en la mesa la situación no es tan íntima. —Era rápido como el rayo. Vaya con la sonrisita inocente—. ¿Les dijiste a tus amigos que venías a verme?
—¿Qué?
—A tus amigos, a tus colegas, a tus íntimos. —El hombre frunció el ceño, como si no entendiera—. ¿Me equivoco?
—Es que no tengo ninguno —respondió—. Desde luego ninguno a quien contarle esto.
A quien contarle esto.
Eva dudó. Había llegado el momento de echarlo. Sin embargo, aún podía salir perdiendo, porque existía la posibilidad de que él se inventase cualquier porquería que contar a sus amigotes y que los llevaría a todos a llamar a su puerta con botellas en la mano. O a esperarla en el callejón, o a seguirla hasta la casa de huéspedes. Lo malo era que ya le había permitido quedarse demasiado tiempo y echarlo ahora no iba a solucionar nada. Si hubiera alguna forma de evitar que fuera por ahí contando cosas que la perjudicaran… de hacerlo salir corriendo a casa con el rabo entre las piernas… de…
¡Había una forma! Y para cuando hubiera terminado con él, no le quedarían ni ganas de recordarlo, y mucho menos de contarlo. Conocía bien a los hombres.
—A partes iguales —pidió ella.
—¿No hace que te sientas un poco…? Ya sabes.
—Me produce una sensación especial.
Al oírla, inclinó la cabeza y aumentó la sonrisa. Luego se concentró en servirle un poco más a ella.
Eva corrigió la postura de la pitón y la bata se abrió un poco por delante. La dejó deslizarse sin hacer nada, consciente de que su pecho pugnaba por librarse de ella y pronto quedarían a la vista las pezoneras.
—¿Qué clase de sensación especial? —preguntó el hombre—. ¿Crees que será como lo que siento yo?
—¿Y cómo voy a saberlo?
—Pues yo no sé explicarlo —dijo él.
—Ni yo —contestó ella, abriendo las rodillas poco a poco.
Él bebió de un trago lo que quedaba en la taza. El sudor se filtró a su frente. Aquello debía parecerle una polución nocturna hecha realidad.
Sus pechos quedaron a la vista, redondos y llenos, pero no tan pesados como para que bajo ellos se ocultase una erupción provocada por el calor. De color naranja oscuro, como el resto de su cuerpo. De todo su cuerpo.
—¿Te sientes violento?
—¡No! —pero apartó la vista.
Ella sabía qué hacer. Dio la vuelta a la cabeza de la pitón y la guió para que abandonara sus hombros, descendiendo por el centro de su escote. Eso hizo que el adhesivo vibrara y diera la impresión de ceder, de dejar caer las pezoneras en cualquier momento.
—¡Por Dios! —exclamó el hombre, con los ojos fuera de las órbitas.
Ella desvió a la serpiente y la hizo regresar despacio a su cuello, la lengua del animal parpadeando suave contra la piel de la mujer, sus espolones pélvicos arañándola al retorcerse sobre las escamas de su vientre. Eva se movió con tanta sensualidad como la serpiente hasta llevarla a una posición cómoda para ella y luego la sujetó.
—Ya te advertí que no la miraras fijamente —murmuró.
—¿De verdad…? ¿Es posible que mantengas…?
—¿No has venido aquí esta noche por eso?
—No, claro que no.
—¿No te ha excitado también el espectáculo? ¿O sólo te excitamos las chicas?
La pitón descendía de nuevo entre sus pechos, deslizando su lustrosa nariz sobre el vientre plano y duro de ella, que la dejó avanzar hasta sujetarle la cabeza entre sus muslos, impidiéndole reptar durante un segundo.
El hombre se puso pálido.
—¿Te ha gustado el bis, pequeño? —preguntó ella, abriendo las piernas para permitir que la serpiente llegase al suelo. La pitón, lógicamente, fue a meterse bajo el tocador.
—¿Cómo? —dijo él, ya sin disimulos.
—¿Te pone celoso? —preguntó Eva, recostándose y apoyando el codo sobre un montón de maquillaje en polvo que se había caído—. Eso es lo que dicen casi todos. Que Clint los pone celosos. Lo cierto es que se ponen verdes de envidia.
Él dio un paso hacia ella y dijo:
—¿Se quedará ahí?
—La sensación se está volviendo aún más especial.
—Pero la serpiente… ¿se quedará…?
—Vendrá si silbo.
—¿Y lo harás?
—¿El qué? —preguntó con una sonrisa lasciva.
La bata se deslizó de sus hombros. Se puso en pie, los tobillos separados, las manos en las caderas, y empezó a tararear un número introductorio, elevando primero un hombro y luego el otro en dirección a él.
No hacía más que pasear la mirada de ella al suelo y viceversa.
—Toca —lo invitó.
Vio que la boca de ella hacía el mohín de silbar.
—Vamos, que no está frío —le dijo. Y silbó muy bajito.
Él empezó a retroceder.
—¡Por Dios, Eva!
Ella se puso a mover las caderas y a menear el pecho, pero muy despacio y siguiendo el ritmo del silbido, muy, muy suave.
Luego convirtió su boca en una sonrisa enorme, acogedora.
Él alargó la mano para tocarla, pero la mujer se echó hacia atrás burlona. Si quería tocarla, tendría que dar otro paso al frente. Miró a los pies del tocador como si quisiera medir la distancia a ojo.
—¿Qué pasa, pequeño? ¿No tienes lo que hay que tener?
E imitó la forma de erguirse de su otra serpiente, desplegando la mano como si fuera una capucha y riéndose de la gracia. Algo que en el fondo la sorprendía.
—¡Por el amor de Dios! —gritó el hombre. Señalaba un punto por detrás de ella. La pitón habría sacado la cabeza de su escondite.
—Ah, así que eso es lo que te gusta. Pues el mío es como una manzanita.
Los chistes viejos siempre servían para algo. Se dio la vuelta, con los tobillos muy juntos, y le sonrió por encima del hombro, mientras tensaba el músculo de un muslo primero y luego el del otro, sabiendo que así apretaba las nalgas y las hacía rebotar al soltarlas.
Apretar y rebotar.
Tenía que tocarla. Empezó a acercarse. Ella alzó los brazos ligeramente para que el hombre pudiera rodearla con los suyos, estrujarla, agarrarla.
En el momento en que las palmas sudorosas del otro rozaron sus costados, Eva se inclinó hacia delante, agarró a la pitón por la cola y la arrastró por el suelo. Eso molestó a la serpiente y la hizo sisear.
A su espalda, el cuchi-cuchi casi se desmaya.
—¡Eva, por el amor de Dios! ¡Métela en la cesta!
Ella tiró del lazo de su bikini, se quitó las pezoneras con el dolor que eso suponía, y se giró otra vez hacia él, con la pitón de nuevo sobre los hombros, como si fuera una cinta métrica.
—Ven a cogerla —le dijo.
—Esto no…
—Vamos, no hagas esperar a la pobre Clint, pequeño, que ella también tiene ganas de irse a su camita.
—Y…
Hizo una seña con la cabeza hacia el diván.
—Después de quitarse toda la ropita y dejarla bien dobladita.
Él ya no tuvo duda.
Levantó las manos hacia su pajarita, pero la cabeza de Clint siguió su movimiento y las manos bajaron de nuevo, temblorosas. Ella consiguió alargar una mano hacia la cesta y levantar la tapa. Él empezó a tirar de su ropa para quitársela y un botón de la camisa salió disparado y rebotó contra el lavabo sin que se diese cuenta, porque no le quitó los ojos de encima a ella. Ni una sola vez.
—¡Ya estoy!
—¡Mira, Clint! —se rió ella.
Él también miró, por encima de su barriga incipiente y vio que allí no pasaba nada.
—¡Oh, no!
—Vas a tener que enseñarle, Clint, ¿no te parece? O Eva se sentirá muy frustrada.
La pitón empezó a hacer su número como si se lo supiese de memoria, aunque se dejaba dirigir por los ligeros golpecitos que Eva le daba, mientras sus dedos acariciaban y palpitaban. Clint no era más que un animal muy, muy tonto, pero eso lo volvía aún más encantador.
—Tiene que ser por la serpiente —dijo el hombre—. Nunca me había…
—No eres impotente, ¿verdad que no, cariño? No eres de esos que dan esperanzas para nada.
—Tal vez sea porque nunca había pensado en ti de esta forma.
—¿Te recuerdo a tu madre? —Eva se rió.
Otra vez el destello en los ojos del hombre.
—Lo que me estás haciendo no tiene gracia —imploró.
Aquel problemilla adicional no formaba parte del plan de Eva —seguramente ella también estaba sorprendida—, pero merecía la pena aprovecharlo. Empezó a apartar a Clint de su delantera, despacio, muy despacio, observando el efecto que producía en él.
Debió de pasarse un poco, porque el problemilla desapareció de repente.
—Ahora sí que estás listo ¿verdad, cariño?
—Eva —rogó él, suspirando.
—¿Y si celebramos una orgía? ¿Los tres?
Ella también hablaba en voz muy baja.
—¡Por favor! Te pagaré lo que me pidas, pero…
Ese era el momento.
—¿Pagar? ¡Pero si es gratis! ¡Ven!
Él dio un paso con urgencia hacia ella y se detuvo muy cerca.
¡Cómo se reía aquella mujer! Se estremecía, resoplaba y le lanzaba besos. No paraba de reírse. Sin estridencias, pero sin parar de reírse. Se tambaleó un poco y se vio obligada a enroscar a la pitón alrededor del cuello, como si fuera una bufanda, para que no se le escapara. Lo que le provocó un ataque de tos.
—¡Puta! —le dijo con odio.
—¡Miserable! —respondió ella.
—¡Quiero hacerlo!
—Yo no. Contigo no, pequeño.
—¡Me saldré con la mía!
—¡No, ni lo sueñes!
Todo esto en susurros.
—¿Crees que tengo miedo?
—¡Es evidente que sí! —Y le echó la lengua.
Su padre siempre le había advertido que un día iría demasiado lejos. Que le haría a un hombre algo que ella no sabría valorar.
O que cabrearía tanto a una serpiente que ésta olvidaría su educación y aprovecharía su situación de ventaja.
Mientras yacía ahogándose en medio de un ciclón escarlata sobre el suelo del camerino, se vio obligada a reconocer, por primera vez en su vida, que aquel borracho inútil tenía razón en una cosa.
Luego se le cayó el embellecedor dental y se quedó haciéndole una mueca al techo, como una calabaza de Halloween. Una de esas en las que la vela parpadea poco tiempo antes de que la calabaza se vuelva de color marrón rojizo y se llene de manchas desagradables.