32
Daisy y yo acabamos de cenar poco después de las siete: ensalada y pasta con salsa de bote. Ninguna de las dos tenía mucho apetito, pero la rutina de comer pareció levantarle el ánimo. La dejé leyendo el periódico mientras yo enjuagaba los platos y los metía en el lavavajillas. Oí el teléfono. Daisy lo cogió y luego me llamó a la cocina.
—Oye, Kinsey. Es Liza.
—Dile que espere un momento. Enseguida me pongo.
Cerré el lavavajillas y me sequé las manos con un paño de cocina antes de ir al salón. Como Daisy y Liza habían empezado a charlar, esperé mi turno. Deseaba preguntarle a Liza por qué me había mentido sobre Foley, pero pensé que no debía sacar el tema delante de Daisy. Tal vez tuviera una buena razón, y era absurdo poner en peligro su relación si lo que ella decía era coherente. Daisy por fin me entregó el auricular.
—¿Qué tal, Liza? Gracias por devolverme la llamada.
—No era mi intención ser brusca con usted. La muerte de Violet ha sido un golpe. Sé que debía haberlo visto venir, pero supongo que me aferraba a esa pequeña esperanza.
—Lo entiendo —respondí, consciente de que no conocía ni la mitad de la historia—. Oiga, ¿podría dedicarme media hora? Tenemos que hablar de algo.
—Parece algo grave. ¿Qué es?
—No entremos ahora en ello. Creo que es mejor hablar cara a cara.
—¿Cuándo?
—Ahora, si es posible. No será mucho tiempo. Tengo una cita a las nueve, pero podría pasar por ahí en media hora.
—Me parece bien. Kathy va a venir dentro de un rato, pero supongo que no hay problema. ¿Puede darme una pista?
—Se la daré en cuanto llegue. La verdad es que no es nada importante. Hasta ahora.
Me apresuré a colgar sin darle oportunidad de cambiar de idea.
Me recliné contra la encimera en la cocina de Liza y la observé decorar un pastel. Llevaba un enorme delantal blanco encima de unos vaqueros y una camiseta blanca. Se había liado un pañuelo en la cabeza para apartarse el pelo de los ojos y del pastel. Por encima del peto del delantal asomaba el contorno curvo del medallón de plata.
—¿Cómo está su nieta?
—De fábula. Ya sé que todo el mundo dice lo mismo, pero es maravillosa. Tiene los ojos enormes, una boquita rosada de querubín y el pelo castaño de lo más suave. Me muero de ganas de cogerla en brazos. Marcy me la ha dejado medio minuto, pero la tenía a ella encima todo el rato y no lo he disfrutado.
Ya había aplicado las dos primeras capas de cobertura al pastel antes de que yo llegara y ahora estaba trazando encima un complicado dibujo con la manga de repostería.
—Esto es para la fiesta de cumpleaños de un niño. Cumple trece años y le chiflan las mazmorras y los dragones, por si siente curiosidad.
Había preparado varios conos de papel, todos llenos de glaseado de distintos colores, todos provistos de tapa de metal con aberturas de formas distintas que producían diversos efectos: hojas, conchas, volutas, pétalos y el cordón del contorno. Con mano experta y presión constante, dibujó un dragón con una extraña cara de perro. Tras cambiar de cono, delineó el cuerpo arqueado con glaseados de vivos colores verde lima y naranja, y luego añadió un glaseado rojo intenso para representar las llamas que salían, arremolinadas, de la boca del dragón.
—Yo he visto ese dragón. Estaba en un quimono colgado detrás de la puerta del baño de Daisy.
—Era de su madre. El dibujo se me quedó grabado indeleblemente en el cerebro.
Sin poder evitarlo, me retrotraje a la imagen de Violet enterrada viva, como si yo estuviera en el coche en lugar de ella. Teniendo en cuenta el tamaño del Bel Air, debió de haber oxígeno suficiente para un buen rato. Con toda seguridad, la asfixia fue lenta y Violet se apagó gradualmente. Cualquiera que padezca asma o enfisema se identificaría con su pánico y sufrimiento. Yo sólo podía imaginarlo. Aun así, sin darme cuenta empecé a respirar hondo de puro placer y alivio.
Cuando Liza acabó de decorar el pastel, abrió la nevera y lo puso en un estante. Se desató el delantal y lo echó en el respaldo de una silla.
—¿De qué se trata?
Mi intención había sido plantear el tema con sutileza, buscando la manera más delicada de abordarlo, pero la imagen del dragón me había distraído y se lo solté sin ambages:
—Creo que mintió acerca de Foley.
—¿Yo? —Parecía atónita, la voz teñida de un tono de sorpresa, como en respuesta a una falsa acusación. Miles de personas podían haber mentido acerca de Foley, pero ella jamás—. ¿En qué?
—La hora que volvió a casa.
Cogió el cono de glaseado azul que había empleado para el fondo sobre el que se retorcía el dragón y volvió a dejarlo. Por lo visto, mi enfoque no fue demasiado convincente porque no confesó de inmediato.
Lo intenté de nuevo.
—Oiga, Liza. Foley ha contado la misma historia durante treinta y cuatro años. Puede haber omitido un detalle o dos, pero la mayor parte de su declaración se ha verificado.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque yo misma lo hice y estoy aquí para atestiguarlo.
—No entiendo adónde quiere ir a parar.
—Liza, por favor, no juegue conmigo. Ya es tarde para eso. Mi teoría es que llegó a casa a la hora que dijo que llegó y que la versión de usted es falsa.
—¿Qué quiere que le diga, que lo siento?
—No tiene sentido disculparse conmigo. A quien agravió es a él.
—Yo no lo agravié. Todo lo que le ha sucedido se lo buscó él mismo.
—Con una pequeña ayuda suya.
—Perdone, pero ¿ha venido aquí para echarme eso en cara? Porque es lo último que necesito. Ya bastante tengo.
Levanté las manos.
—Tiene razón. Lo retiro. La vida ya es dura de por sí.
—Gracias.
—Basta con que me cuente lo que pasó —dije—. Mire, lamento lo de Violet, pero no entiendo qué ocurrió esa noche. ¿Estaba usted en la casa o no?
—Más o menos.
—¿Y eso qué quiere decir? ¿Andaba por el barrio?
—No se me ponga así o no diré ni una palabra más —replicó Liza.
—Lo siento, me he dejado llevar. Por favor, siga.
Se produjo una pausa y luego, de mala gana, dijo:
—Vino Ty a la casa. Aparcó la furgoneta en el callejón y nos dimos el lote. Yo estaba a menos de diez metros, así que si hubiera pasado algo, habría llegado en el acto. Violet sabía que él vendría porque hablamos del asunto y ella me dio permiso.
—Bien. Eso aclara un poco las cosas. ¿Cuánto tiempo estuvo allí Ty?
—Un rato. Cuando por fin entré, las habitaciones estaban a oscuras. Eché una ojeada en la de Daisy y vi que seguía bien. Ni se me ocurrió mirar en el dormitorio de ellos. Imagino que Foley estaba allí si él lo dijo. Después, no podía reconocer que había actuado de manera irresponsable, así que me inventé lo de la hora. Y, al poco tiempo, aquel ayudante del sheriff empezó a exigirme una respuesta. ¿Qué podía hacer yo? A esas alturas me había metido en terreno resbaladizo y ya no podía echarme atrás.
—Lo entiendo.
—Bien, pues ya lo sabe.
Por un momento ella creyó que el tema quedaba zanjado y yo pensé que por fin llegábamos a alguna parte. Tenía una teoría y avanzaba a tientas.
—Se fue a vivir con su padre a Colorado, ¿no es así?
—Sí.
—Tengo entendido que la cosa no salió muy bien.
—Duró poco. Un experimento fallido, pero así es la vida.
Se acercó al grifo, donde humedeció una esponja para limpiar la encimera. Absorta, arrastró unas migas, se las echó en la palma de la mano y las tiró en el fregadero.
—¿Le resulta doloroso hablar de esto?
Esbozó una breve sonrisa.
—No lo sé. Nunca he tenido ocasión de hablar del tema.
—¿Recuerda lo que dijo la primera vez que nos vimos?
—¿Acerca de qué?
Apartó las tapas de los conos de glaseado y también las limpió.
—De la pérdida de Violet y Ty. Dijo: «Uno juega con las cartas que le tocan. Después ya no tiene sentido darle muchas vueltas».
—Debía de estar filosófica. No parecen palabras mías.
—¿Se quedó embarazada?
Me miró a los ojos.
—Sí.
—¿De esa noche?
—La primera y última vez con ese chico, y pumba.
—¿Qué fue del bebé?
—Lo di en adopción. ¿Quiere ver una foto?
—Por favor.
Dejó la esponja y, llevándose la mano al medallón en forma de corazón, lo abrió y se inclinó para enseñármelo. Contenía una fotografía en blanco y negro de Violet. Levantó el borde interior y dejó a la vista un segundo marco oculto detrás del primero. En este había una foto de un recién nacido. El bebé, frágil y arrugado, no era de los peores que he visto pero desde luego tampoco el mejor. Liza bajó la mirada con expresión nostálgica y orgullosa.
—Era tan pequeñita. Cuando la vi, no me podía creer lo delicada que era. ¿Sabe qué me dijo Violet al regalarme esto? Dijo: «Ese es para tu verdadero amor. Auguro que en menos de un año sabrás exactamente quién es». Y así fue.
—¿Llegó a tenerla en brazos?
—Un rato. La enfermera lo desaconsejó, pero yo sabía que sería el único momento que podría estar con ella. Tenía catorce años y mi padre no contemplaba ninguna otra opción. Debería haberme quedado con mi madre. A pesar de sus problemas, era buena persona y habría encontrado la manera de salir adelante.
—¿No tiene idea de dónde está ahora su hija?
—Probablemente en Colorado. Hace unos años le escribí una carta y la dejé en la agencia para que tenga mi nombre y dirección si algún día quiere ponerse en contacto conmigo.
—¿Ty no se enteró?
—Se lo habría dicho, creo, si hubiese tenido noticias de él.
—He hablado con él —dije.
—Lo sé. Me llamó justo después y dijo que usted le había dado mi nombre y mi teléfono.
—Sólo su apellido de casada. Buscó el número en la guía por iniciativa propia, cosa que habla en su favor. Me dijo que le escribió. ¿Se lo dijo también a usted?
Asintió.
—Su madre debió de interceptar el correo. O a lo mejor las cartas llegaron a mi madre y ella no las reenvió.
—O quizá las mandó a casa de su padre y él decidió no dárselas.
—Eso tendría lógica —convino Liza—. Era un cabrón. Desde entonces apenas he hablado con él. Seguramente pensaba que hacía lo mejor para mí. Dios nos libre de la gente que quiere lo mejor para nosotros.
—¿Y ahora qué?
—Supongo que esperaremos a ver qué pasa. Ty ha dicho que volvería a llamar y buscaríamos una manera de encontrarnos. ¿Verdad que es extraño después de tantos años?
—¿Le dirá lo de su hija?
—Depende de cómo vaya. Mientras tanto, ¿estamos ya en paz usted y yo?
—Por completo.
Lanzó una mirada al reloj.
—¿Su cita es a las nueve?
—Sí. Esperaré en casa de Daisy hasta la hora de salir.
—¿Por qué no se queda? Kathy llegará de un momento a otro. Puede esperar y saludarla.
—Para serle sincera, Kathy no es santo de mi devoción, pero gracias de todos modos.
Liza se echó a reír.
—¿Y qué me dice de Winston?
—Me cae bien.
—Pues, por lo visto, ha levantado el hacha de guerra y ella está furiosa. Viene a hablarme de eso.
—Vaya. Me sorprende. Eso sí me gustaría oírlo.
Justo en ese momento sonó el timbre y Kathy abrió la puerta e irrumpió con una botella de vino blanco en la mano. Lanzó el bolso en una silla y dijo:
—¡Ese tío es un gilipollas!
Llevaba zapatos de tacón y medias, una camiseta y una falda de flores de algodón un poco demasiado corta para la forma de sus piernas. Al verme se detuvo.
—Lo siento, no sabía que tenías visita. Puedo volver después si estás ocupada.
—No, no. Tranquila. Kinsey conoce a Winston y estoy segura de que será discreta.
Levanté la mano derecha, como si hiciese un juramento.
Kathy, de nuevo en movimiento, entró en la cocina, donde dejó la botella en la encimera.
—Bah, me importa un carajo quién se entere de la clase de hombre que es ese capullo. Se lo tiene bien merecido.
Se dispuso a abrir el vino: rompió el papel de plomo y descorchó la botella. Se acercó a un armario y sacó tres copas de vino, que colocó en la encimera. Dije que no cuando me ofreció, así que llenó las otras dos y le dio una a Liza.
Resultaba curioso ver el contraste entre las dos rubias. Liza tenía unas facciones delicadas: nariz recta, cabello fino y sedoso y una boca ancha. Era esbelta, de manos pequeñas y dedos largos y finos. Kathy tenía el pelo espeso, un tanto encrespado, que debía de rizarse con la humedad. Su complexión era más robusta, con el aspecto de alguien que ha conseguido perder peso pero que con toda seguridad volverá a recuperarlo.
—¿Y ahora qué ha hecho? —preguntó Liza.
—Ha contratado a un abogado matrimonialista. Ese tío…, ¿cómo se llamaba? Miller, aquel al que se le murió el hermano.
Liza arrugó la nariz.
—¿Colin Miller? Kathy, eso no augura nada bueno. Ese hombre es terrible con las mujeres. No sé cómo lo consigue. Debe de estar confabulado con los jueces, porque sus clientes salen muy bien parados y todas las exesposas acaban mal. A Joanie Kinsman la pensión no le alcanzaba ni para pagar la hipoteca. Se vio obligada a vivir en el coche hasta que apareció Bart.
—Genial. Justo lo que necesito. No sé qué le ha dado. Ha debido de hablar por teléfono con medio mundo, porque el muy gilipollas ya ha presentado la demanda. ¿Te lo puedes creer? Llegué a casa de la clase de tenis y me encontré con el mensajero del juzgado en la puerta, echándome a la cara toda esa mierda. Me sentí como una delincuente. Y escucha esto: se niega a marcharse. La semana pasada lo convencí para que se buscara un apartamento y estaba todo arreglado. Ahora no piensa moverse. Según dice, él paga la casa y se propone vivir allí, y si a mí no me gusta, puedo mudarme cuando quiera. ¿Qué se propone? ¿Sabes qué más ha dicho? Que si me pongo tonta, no pagará el crédito, dejará el trabajo y se largará.
—Dios santo, va a por todas. ¿Has hablado con tu padre?
—¡Pues claro! Lo he llamado y se lo he contado todo.
—¿Y qué dice?
—Pues que tenga la boca cerrada y me busque también yo un buen abogado. Que Winston es un magnífico gerente y que, mal que le pese, tendrá que seguir trabajando con él.
—Uf.
—Sí, uf. En todo caso, perdón por irrumpir de esta manera. Sé que parezco una loca de atar, pero dentro de un momento me sentiré mejor. Salud.
Levantó la copa para brindar y se bebió la mitad de golpe. Oí el movimiento de la epiglotis a cada trago que daba.
Liza tomó un sorbo y dejó la copa. Trajinaba otra vez con la esponja, pero no limpiaba gran cosa.
—¿A que no sabes quién ha llamado?
Por un instante, Kathy pareció sorprenderse de no ser ella el tema de conversación.
—¿Quién?
—Ty.
—¿Eddings? ¿No me digas? Hablando de voces del pasado. ¿Y qué demonios quería?
—Nada. Llamaba para ponerse en contacto. Vive en Sacramento.
—¿Y a qué se dedica?
—Es abogado criminalista.
—¡Por favor! Dado su historial, me extraña que no haya acabado él en la cárcel.
—Supongo que tomó conciencia de sus errores.
—Es poco probable —repuso Kathy—. En fin, el caso es que llamé a Winston en cuanto se marchó el mensajero del juzgado. Estaba tan cabreada que apenas podía mantener un tono civilizado. O sea, lo conseguía, pero por los pelos…
—Me ha dicho que fue tu madre quien nos delató —la interrumpió Liza.
Eso la hizo callar en el acto.
—¿En serio? Pues qué raro.
—Según Ty, Livia telefoneó a su tía Dahlia, que sin pérdida de tiempo avisó a su madre. Por eso se presentó aquí de pronto y se lo llevó.
—¡Vaya, qué curioso! No tenía la menor idea.
—Yo tampoco. Me he quedado de una pieza.
—Puede que te hiciera un favor —comentó Kathy.
—¿Un favor?
—Vamos. Ese tío era un perdedor. Estabas tan loca por él que no te dabas cuenta de nada.
—¿Y eso qué le importaba a Livia?
—Liza, ya sabes lo severa que era juzgando a la gente. Siempre se creía dueña de la razón. Tú apenas tenías catorce años y no te convenía andar con chicos como él. Si la madre de Ty no se hubiese presentado aquí, a saber en qué lío te habrías metido. Con todo ese toqueteo. Sé realista. ¿No te das cuenta de que te estaba enredando?
—Pero ¿cómo debió de enterarse?
—¿Qué?
—Sabemos que Livia se lo dijo a Dahlia, pero ¿quién se lo dijo a ella?
—A mí no me mires. En el colegio lo sabía todo el mundo. No se hablaba de otra cosa más que de vuestras andanzas. No sabes cuántas veces tuve que salir en tu defensa.
Liza fijó la mirada en la encimera.
—Ya.
—Créeme. Yo estaba de tu lado. ¿Te acuerdas de Lucy Speiler y ese chico con el que salía? Menudo desastre era el pobre…
—Kathy, no te enrolles. Se lo contaste tú.
—¿Yo? ¿Cómo puedes decir eso?
—Pues lo digo. Tenías celos de Violet y tenías celos de Ty. ¿Te acuerdas del día que me trajiste el regalo de cumpleaños y yo no estaba en casa? Fuiste a mi habitación y leíste mi diario, y eso es lo que le contaste a tu madre. Sabe Dios por qué. Tal vez pensaste que habías sido elegida para salvar mi alma inmortal.
—Quizá lo fui. ¿Nunca has pensado en lo crédula que eras? Dabas pena. Violet podía obligarte a hacer cualquier cosa. Quisiera lo que quisiera, por escandaloso que fuese, tú te echabas a sus pies, te revolcabas como un cachorrillo y empezabas a lamerle la mano.
—Eramos amigas.
—¿Qué clase de mujer se hace amiga de una niña de trece años? ¿Sabes por qué lo hizo? Porque nadie de su edad quería saber nada de ella. Era vulgar. Era una cualquiera y se acostaba con medio pueblo. Nada le habría gustado más que tenerte a ti subida en el mismo carro. Ya conoces el dicho: mal de muchos consuelo de tontos.
—No la conocías como yo.
—La conocía lo suficiente. Y también a Ty. Puede que fuera guapo, pero no tenía clase. En fin, cambiemos de tema. Todo eso ya es agua pasada. No tiene sentido removerlo.
—Estoy de acuerdo. No es posible cambiar el pasado. Pasara lo que pasara, somos responsables.
—Exacto. —Kathy cogió la botella, bebió a morro y se limpió la boca con el dorso de la mano—. Dice Lola que debería hablar con ese abogado matrimonialista de San Luis Obispo, Stanley Blum. Según ella, es un verdadero lince. Cobra una fortuna, pero es bueno. Dice que debo contraatacar, y cuanto antes.
—¿Te acuerdas del Rearme Moral?
—Ja. Aquí tienes a la mayor experta de todos los tiempos.
—¿Sigues creyendo en eso? ¿En la Sinceridad Absoluta?
—¿Hablas en serio? Pues claro.
—¿Y que eso es lo que hacen los amigos, ayudarse mutuamente cuando se desvían del buen camino?
Kathy miró el techo con cara de exasperación.
—Oye, Lies, no creas que no noto ese tono impertinente tuyo. Puedes enfadarte tanto como quieras, pero lo hice por ti. Lo pasé muy mal, de verdad, pero tenía que seguir el dictado de mi conciencia. No voy a disculparme por eso, así que no lo esperes. ¿Quieres echarme la culpa? Pues bien, adelante, pero en realidad deberías darme las gracias. ¿Y si hubieras acabado casada con ese? ¿Te lo has planteado alguna vez?
—¿Ni siquiera te arrepientes? —preguntó Liza.
—¿Es que no has oído ni una sola palabra de lo que he dicho? No voy a disculparme por hacer lo que debía. No quería que cometieras un error que lamentarías el resto de tu vida.
—Da igual. De acuerdo, lo entiendo.
—Ya era hora.
—Supongo que si se diera el caso, yo haría lo mismo por ti.
—Sé que lo harías y te agradezco que lo digas. Eres una buena amiga.
Kathy se inclinó en ademán de abrazarla, pero Liza permaneció erguida y Kathy se vio obligada a convertir el gesto en otra cosa para disimular: se quitó una mota de la falda y luego tomó otro sorbo de vino con la mano un poco temblorosa.
—Pues, a decir verdad, ya lo he hecho.
—¿Cómo dices?
—He hecho lo mismo por ti. Tú te entrometiste en mi vida y yo he decidido que debía entrometerme en la tuya.
Kathy bajó la copa.
Liza habló sin levantar la voz pero su mirada no vaciló.
—He llamado a Winston esta tarde. Le he contado lo de Phillip.
—¿Se lo has contado?
Liza se echó a reír.
—Sí. Con pelos y señales.
No pensaba quedarme en casa de Liza tanto rato, pero cuando Kathy se fue, tuvimos que sentarnos a analizar lo sucedido. Liza parecía más despreocupada y libre que nunca. Nos reímos y charlamos hasta que se me ocurrió mirar el reloj, las 8:39.
—Vaya, tengo que irme. No sabía que fuese tan tarde. ¿Dónde está la oficina local del sheriff?
—En Foster Road, cerca del aeropuerto. Le dibujaré un mapa. No es complicado —dijo—. El camino más rápido es atajando desde la 166 hasta Winslet Road por Dinsmore.
—Ah, sí, ya lo he visto.
Liza dibujó un tosco mapa en una servilleta de papel. La escala era poco fiable, pero me hice una idea.
Me guardé la servilleta en el bolsillo.
—Gracias. En cuanto consiga este último dato, pasaré por allí. Espero que tengan fotocopiadora. Los originales son de Daisy, pero quiero una copia para mis archivos y otra para los del sheriff.
—¿Después volverá a casa?
—Por fuerza. Tengo un montón de expedientes en mi escritorio, además de la correspondencia y llamadas pendientes. Si no me pongo otra vez a trabajar, este mes no como.
Nos dimos un breve abrazo. Cuando salí, se quedó en la puerta y su silueta se recortó contra la luz del salón. Se quedó mirando hasta que subí al coche y luego se despidió con un gesto. Arranqué y, tras apartarme del bordillo, eché otro vistazo al reloj. Tenía la impresión de que la señora Wyrick era una obsesa de la puntualidad, alguien capaz de echar el cerrojo y apagar las luces si llegaba un minuto tarde. Nada le gustaría más que darme con la puerta en las narices.
La temperatura había bajado y la noche era mucho más fría que al marcharme de casa de Daisy. Aceleré por Main Street, que se convirtió en la 166. El tráfico era fluido y, en cuanto Santa María quedó atrás, la oscuridad se extendió en todas direcciones: anchos campos negros bordeados de luces donde una o dos casas daban la espalda a la tierra vacía. El aire olía a humedad. Los faros abrían un camino ante mí por el que avanzaba a toda velocidad. Tenía sólo una idea aproximada de la distancia a la que estaba la casa de la señora Wyrick. Esa zona del condado presentaba pocas complicaciones, cinco o seis carreteras en línea recta, tan cerca unas de otras que a veces se cruzaban. En ese momento me dirigía hacia el mar, que se hallaba enfrente en algún lugar, detrás de una cordillera baja de un color negro más oscuro sobre el gris del cielo.
De vez en cuando pasaba ante un pozo de petróleo y después un enorme depósito, iluminado desde abajo, como para poner de relieve su gran volumen. A ambos lados de la carretera se alzaban alambradas. Veía los espectros de las tuberías de riego en zigzag a través de un campo donde la escasa luz de la luna resaltaba las líneas blancas del PVC. Sólo unos frágiles pinos enturbiaban la visión del horizonte. Vi un destello azul: la casa de la señora Wyrick, a unos treinta metros de la carretera, plantada en medio de una chatarrería.
Reduje la velocidad y doblé hacia el camino de tierra lleno de baches. La señora Wyrick vivía rodeada de maquinaria agrícola oxidada, vehículos abandonados, pilas de madera de construcción, palés de madera y rollos de alambre. Por lo visto, allí iban a parar los sanitarios viejos cuando se hacían reformas. Se veían lavabos, retretes y bañeras tumbadas. En otra zona había trozos de rejas de hierro forjado apoyados contra un cobertizo de madera. Se veían suficientes verjas de hierro desechadas para cercar un prado si se soldaban una tras otra.
Había una caseta de perro, naturalmente, y atada a ella un pit bull manchado de poderoso pecho. Debido al collar de castigo que llevaba, sus ladridos parecían una tos compulsiva en aumento. Me acordé del pit bull de Jake, el que había matado al caniche de Violet, y confié en que este estuviera bien atado.
No había donde aparcar, aparte de un camino de tierra apisonada alrededor de la casa, donde vi luces aún encendidas. Me detuve junto a una furgoneta antigua sin ruedas y con el portón trasero bajado, que se sostenía sobre unas pilas de ladrillos. Apagué el motor y salí. Sin perder de vista al pit bull me abrí paso hacia el porche delantero. Los peldaños de madera chirriaron con insistencia, lo que puso al pit bull fuera de sí. El perro se abalanzó repetidamente con tal fuerza que la caseta, temblando, avanzó más de un palmo. Al echar un vistazo al jardín, lo vi salpicado de coches viejos. Quizá la señora Wyrick vendía piezas sueltas de automóvil recicladas junto con la demás chatarra.
La mitad superior de la puerta de entrada era de cristal, cubierta por una tela que en su día debió de ser un paño de cocina. Por el sonido del televisor, se deducía que daban una comedia. Cuando llamé, el cristal vibró bajo mis nudillos. Al cabo de un momento, la señora Wyrick se asomó y me abrió la puerta. En el salón estaba encendida la luz del techo y más allá se veía una cocina bien iluminada.
Era más cordial de lo que había imaginado. Al hablar con ella por teléfono, me la había representado como una bruja, encorvada, no del todo limpia, con el pelo cano y erizado, ojos legañosos y pelos como púas en la barbilla. Había mencionado un cobertizo, y yo pensé en una vieja carcamal que había guardado todos los números de la revista Life desde 1946. Me esperaba una casa con periódicos apilados hasta la altura de la cabeza, con estrechos pasadizos entre los montones, gatos callejeros y mugre. La mujer que me recibió tenía la cara carnosa y redonda. Su cuerpo parecía mullido y, al moverse, se apreciaba un vaivén de carnes hasta llenarse todos los huecos y resquicios de su vestido. Es posible que, además, estuviera experimentando algún proceso de fermentación, porque la brusquedad con que me había atendido por teléfono ahora se había diluido. La noté imprecisa y poco resuelta, y olía igual que esos bombones de whisky que la gente ofrece en Navidad. Tenía ochenta y cinco años como mínimo.
En cuanto me vio se dio la vuelta, volvió pesadamente a su butaca y dejó que yo cerrara la puerta. Un estallido de risas enlatadas agitó el aire, sin esconder del todo el hecho de que no se había dicho nada gracioso. «¿Has sacado la basura?» Carcajadas. «No. ¿Y tú?» Cuanto menos ingeniosa la frase, más efusiva la explosión de carcajadas. La señora Wyrick cogió el mando y bajó el volumen. Vi la botella de Old Forrester medio vacía en la mesita al lado de la butaca.
Nos saltamos los preliminares sociales, y mejor así. Ella estaba demasiado bebida como para hacer mucho más aparte de ir de la butaca a la puerta y volver.
—¿Ha habido suerte? —pregunté.
Algo titiló en las profundidades de sus ojos azules: astucia o culpabilidad. Cogió un papel doblado que vibraba ligeramente a causa del temblor de sus manos.
—¿Para qué quiere esto?
—¿Se acuerda de Violet Sullivan?
—Sí. Conocí a Violet hace muchos años.
—Se habrá enterado de que han encontrado el cadáver.
—Lo he visto por televisión.
—Entonces sabrá lo del pomerano que estaba en el coche con ella.
—Creo que han hablado de un perro. No recuerdo que mencionaran a un pomerano.
—Pues esa era la raza, y creo que usted vendió ese perro. ¿Es eso el registro de la camada?
—Sí, cariño, pero sólo puedo decirle quién compró el cachorro. Me es imposible saber dónde acabó el perro al salir de aquí.
—Me hago cargo —dije—. La cuestión es que si mis sospechas son ciertas, el comprador del perro se lo regaló a Violet y luego él mismo los mató a los dos.
Empezó a negar con la cabeza.
—No, mire, ahí creo que se equivoca. Eso no me lo puedo creer. No me cuadra.
—¿Por qué no?
Atisbé un destello de luz y eché una ojeada por encima del hombro, pensando que un coche entraba por el camino. El perro ladró con renovado vigor.
La señora Wyrick me tocó el brazo y me volví de nuevo hacia ella.
—Porque conozco a ese hombre desde hace años. Mi difunto marido y yo fuimos clientes suyos durante mucho tiempo y nos trató bien.
—¿Se refiere al Blue Moon?
—No, no. El Moon es un bar. Mi marido no quería saber nada de bebidas alcohólicas. No probó una gota en su vida.
—Disculpe, no quería sacar conclusiones precipitadas. ¿Vende usted piezas de automóvil?
—No para la clase de coche que usted tiene. La he oído al llegar. Me ha sonado a motor extranjero. Puede que esté sorda de un oído, pero oigo de sobra con el otro.
—¿Y piezas de Chevrolet?
—De Chevrolet, de Ford y de lo que sea, pero no veo qué relación tiene eso con la pregunta del perro.
—¿Me deja ver ese papel?
—A eso es a lo que sigo dándole vueltas aquí en mi cabeza: si debo dárselo o no. No quiero hacer daño a nadie.
—El daño ya está hecho. Estoy dispuesta a pagar la información si eso la ayuda a decidirse.
—¿Cien dólares?
—Acepto —dije. Cuando fui a coger la cartera, vi que me temblaba la mano. Tenía que salir de allí.
La vieja se echó a reír.
—Sólo lo he dicho para ver qué hacía. No le cobraré nada.
—¿Me lo dará, pues?
—Supongo que sí, ya que se ha tomado la molestia de venir hasta aquí.
—Se lo agradecería.
Me tendió el papel.
Fue como en la entrega de los Oscars. «Y los nominados son…» Desplegué la hoja y miré el nombre, pensando en el presentador que extrae la tarjeta del sobre y por una décima de segundo sabe algo que el público aún espera oír. «Y el ganador es…»
—¿Tom Padgett?
—¿Conoce a Tommy el Pequeño? Siempre lo llamábamos Tommy el Pequeño para distinguirlo de su padre, que era Tom el Grande.
—No lo conozco bien, pero he hablado con él —contesté. Pensé en lo rico que era desde la muerte de su mujer y en lo desesperado que debió de estar mientras ella vivía.
—Pues entonces no entiendo cómo se le ha pasado siquiera por la cabeza que haya hecho una cosa así.
—Quizá me equivoco.
Sentí que el miedo se apoderaba de mí. Guardé el papel en el bolso y apoyé la mano en el picaporte de la puerta, dispuesta a salir.
La mujer parecía anclada en la butaca y a la vez inquieta.
—Siempre me decía que, si alguien preguntaba por el perro, debía avisarle. Así que lo he llamado y le he dicho que usted venía.
Se me secó la boca y sentí en el pecho algo parecido a una lejana tormenta eléctrica.
—¿Y él qué ha dicho?
—No ha parecido preocuparle. Ha dicho que se acercaría para charlar con usted y aclarar las cosas, pero debe de haberse retrasado.
—He tenido la impresión de que llegaba alguien hace un momento.
—Pues no debía de ser él. Habría llamado a la puerta.
—Si aparece cuando me haya ido, ¿podría decirle que estaba pensando en otra persona y que lamento las molestias?
—Se lo diré.
—¿Me permite usar el teléfono?
—Está ahí mismo, en la pared. —Señaló la cocina con la cabeza.
—Gracias. —Crucé el salón para llegar a la cocina y descolgué el auricular del teléfono mural. No había línea. Volví a colgar con cuidado—. Parece que está averiado, así que me marcho. Ya encontraré otro teléfono.
—Como usted quiera. Encantada de recibirla en mi casa.
Salí por la puerta delantera, y la bombilla del porche se apagó en cuanto pisé el primer peldaño. Por un momento me cegó el repentino paso de la claridad a la oscuridad. El perro volvió a ladrar, pero no parecía más cerca de la casa. Oí el golpeteo metálico de la cadena mientras iba de un lado a otro. Me quedé inmóvil, esperando a que se me adaptara la vista. Recorrí con la mirada los alrededores de la casa. Vi mi Volkswagen aparcado donde lo había dejado. No había más coches a la vista. La carretera se extendía a uno y otro lado y no circulaba ningún vehículo. Busqué las llaves del coche y escuché su tintineo mientras bajaba por la escalera. Me temblaban las manos de tal modo que a duras penas conseguí abrir la puerta del coche.
Antes de subir, miré instintivamente en el asiento trasero. Me aseguré de que las dos puertas tenían el seguro puesto y luego arranqué y retrocedí. Saqué la pistola de la guantera y la dejé en el asiento del acompañante; encima coloqué mi bolso para que no se moviera. Extendí el brazo derecho por encima del respaldo del asiento del acompañante, con la vista fija en el camino mientras lo recorría marcha atrás para abandonar el jardín. Salí a la 166 y cambié de marcha. Lo único que tenía que hacer era ir a la oficina local del sheriff, a poco más de quince kilómetros. Tendría que atajar hacia el sur desde la 166 hasta West Winslet Road, luego seguir hacia el sur desde Blosser, que Liza había dibujado a la misma altura que el triángulo de tierra ocupado por el aeropuerto. Foster Road era una vía adyacente al límite más meridional.
La alternativa era continuar por la 166 hasta Santa María y coger hacia Blosser en las afueras. El problema era que Construcciones Padgett y Maquinaria Pesada A-Okay estaban en la 166 entre el lugar donde yo me hallaba y el pueblo. Mi coche llamaba la atención. Si Padgett andaba buscándome, no tenía más que esperar a que yo pasase por delante. Subí a tercera, y el motor gimió en una aguda protesta. Intenté representarme las carreteras que comunicaban la 166 con West Winslet. Recordaba tres. Había dejado ya atrás Oíd Cromwell y New Cut, así que debía descartarlas. La única opción que me quedaba era Dinsmore.
Apreté el acelerador hasta que vi el indicador y doblé bruscamente a la derecha. Allí estaba oscuro como boca de lobo. Seguía atenta a posibles faros, rastreando la carretera oscura, mirando al frente y hacia atrás por el espejo retrovisor. A la derecha, tramos de tuberías de un metro se sucedían a lo largo de la carretera, preparadas para quién sabía qué. Al otro lado de la carretera había aparcados una excavadora y un bulldozer. Supuse que estaban instalando un gasoducto, colectores o algo por el estilo.
Cuando me disponía a dar media vuelta, apareció detrás de mí un par de faros, que llenaron el rectángulo del espejo de un resplandor que me obligó a entrecerrar los ojos. El vehículo se acercaba rápidamente, a una velocidad muy superior a la que yo podía sacarle a mi carraca de trece años. Pisé el acelerador, pero mi Volkswagen no era rival para el coche que me seguía. Avisté un grupo de siluetas cuando el coche cambió de carril y me adelantó con una pandilla de adolescentes a bordo. Uno de ellos lanzó una lata vacía de cerveza por la ventanilla, y vi el cilindro de aluminio rebotar y rodar antes de desaparecer.
Los puntos rojos de las luces de posición menguaron y se extinguieron.
Al cabo de un minuto, vi un cruce en la carretera donde Dinsmore se bifurcaba. Un ramal seguía recto y el otro se desviaba a la izquierda. Había una hilera de cuatro barreras a través de la calzada. Articuladas como caballetes, tenían en lo alto un panel de medio metro pintado con bandas diagonales de color naranja y blanco. En cada barrera, una luz reflectante parecía transmitir con su parpadeo un aviso de peligro adicional. Reduje la velocidad hasta detenerme, recordando la descripción de Winston de las barreras que había visto la noche que encontró el coche de Violet.
Tenía dos opciones: podía interpretar la barrera al pie de la letra, como un aviso de obras u obstáculos más adelante en la carretera, o podía suponer que era una treta, rodear las barreras y seguir derecha hasta Winslet Road. Puse las largas. Vi la parte delantera de una furgoneta aparcada a unos cien metros. Entendí la jugada. En ese punto el ángulo entre las dos carreteras no debía de ser superior a los cuarenta y cinco grados, y la distancia entre las dos se ensanchaba a lo largo de cuatrocientos metros. Padgett podía estar aguardando en el medio, matando el rato hasta que yo eligiera una u otra. En realidad daba igual cuál escogía. Retrocedí y di un volantazo a la derecha. Completé el giro, puse la primera y volví por donde había llegado.
Miré por el espejo retrovisor, esperando ver señal de algún vehículo. Nada. Pensé que saldría del paso hasta que oí el chacoloteo de mis neumáticos. Forcejeé con el volante, de pronto duro y poco manejable, intentando controlar el coche conforme la presión de los neumáticos disminuía. Aminoré la marcha hasta detenerme. No me había equivocado. Padgett había pasado por casa de la señora Wyrick esa noche. Un punzón de hielo habría sido el instrumento perfecto para provocar cuatro pequeños escapes de aire. No era un método tan espectacular como cuando me rajó las ruedas en el motel Sun Bonnet, pero quería asegurarse de que yo podía conducir durante un rato, al menos el tiempo necesario para llegar hasta allí.
Fue entonces cuando vi los faros detrás de mí.
Padgett se lo tomó con calma. Dejé el motor al ralentí, pero sabía que no podía huir de él. Quise abrir la puerta y escapar, pero dudaba que llegase muy lejos. Incluso si corría a toda velocidad por uno de los amplios campos oscuros, no le sería difícil alcanzarme al volante de su furgoneta. Cogí la pistola y quité el seguro.
Se detuvo detrás de mí, con el motor al ralentí, como el mío. Esperó un momento y luego salió. Dejó los faros encendidos, bañando mi coche de un resplandor sobrenatural. Avanzó por la carretera y se acercó a mi coche por el lado del acompañante. Llamó a la ventanilla con los nudillos pese a que yo lo estaba mirando.
—¿Un pinchazo? —preguntó con absoluta naturalidad, la voz un poco ahogada. Su sonrisa me pareció abominable.
—No tengo ningún problema. Aléjese de mí.
Se echó hacia atrás y, con un exagerado gesto de escepticismo, miró los neumáticos de ese lado.
—Yo sí veo un problema. —Apoyó el brazo en el techo del coche y me observó con interés—. ¿Le doy miedo o qué?
Levanté la pistola y lo encañoné.
—He dicho que se aleje de mí, joder.
—¡Vaya! —exclamó, y levantó las manos—. Creo que se confunde, señorita. He venido a ofrecerle ayuda…
Debería haberle descerrajado un tiro allí mismo, pero pensé que tenía que haber otra salida, algo que no implicase matarlo. Dejé la pistola en mi regazo. Sencillamente no podía quedarme allí y volarle la cara de un balazo.
Pisé el acelerador y el coche avanzó con una sacudida. Padgett perdió el equilibrio, pero, lejos de enfadarse, pareció hacerle gracia. Tal vez porque advirtió mi fugaz instante de cobardía. Con la pistola en el regazo, seguí adelante a una velocidad ridícula. Sabía que estaba echando a perder las llantas, arriesgándome a partir el eje delantero, y a saber qué más, pero tenía que llegar a la civilización. Mientras avanzaba con un incesante traqueteo, vi que Padgett, risueño, cabeceaba. Con parsimonia, se dirigió hacia su furgoneta.
Subió, se puso en marcha y me siguió, tomándose todo el tiempo del mundo, consciente de que su vehículo sería siempre el más rápido de los dos. Las llantas empezaban a traspasar los neumáticos, cortando tiras de goma. Al cabo de un momento se hincaban ya en el asfalto y levantaban una estela de chispas. Era casi imposible controlar la dirección, pero me aferré al volante como si me fuera la vida en ello. Esa persecución a poca velocidad continuó durante un rato, con Padgett pegado a mi parachoques trasero, dando algún que otro topetazo para recordarme que estaba allí.
Veía la 166 a lo lejos. Eran las diez de la noche y prácticamente no circulaba ningún coche, pero tenía que haber algo abierto, por lo menos una gasolinera. Cromwell estaba más cerca que Santa María y, si conseguía llegar hasta la carretera, enfilaría en esa dirección. Padgett había iba en punto muerto durante unos minutos. De pronto lo oí revolucionar el motor y acto seguido volvió a poner la primera y arremetió contra mi coche con un ruido atronador. Me agarré al volante con los nudillos blancos a causa de la tensión. Vi las obras más adelante, el bulldozer amarillo y la excavadora aparcados a la izquierda. Padgett me embistió dos veces, causando tantos desperfectos como pudo, que resultaron ser considerables. Olía a aceite quemado y goma recalentada, y cada vez que giraban las ruedas se oía un chirrido. Volutas de humo negro se elevaban por detrás de la luna trasera. Mi coche avanzaba a trompicones, igual que una pobre bestia lisiada, mientras yo oía rechinar el metal como lamentaciones de muertos.
Padgett repitió el truco del cambio de marcha, pero esta vez se pasó de listo y se le caló el motor. Hizo girar la llave de contacto y oí el chirrido del motor de arranque. En cuanto el motor cobró vida, retrocedió, cambió de sentido y se alejó tranquilamente. Pensé que había desistido, pero esa impresión se debió sólo a mi natural optimismo, que asomaba su alegre cabeza. Se detuvo en el arcén de grava, apagó los faros y salió de la furgoneta. Lo observé mientras se dirigía al bulldozer con despreocupación. Se agarró a un asidero lateral y, apoyando el pie en la oruga, se subió a la cabina. Se sentó y se inclinó. Giró la llave y el bulldozer arrancó con un gruñido. Encendió las luces y lo vi accionar las palancas que controlaban la enorme máquina. No tenía ni idea de cuál era su intención —aparte de la evidente, claro— hasta que descubrí el montículo de tierra en medio del campo a mi derecha. Había cavado un hoyo para mí.
Venía derecho hacia mí. Frené y tendí la mano hacia el tirador de la puerta. El motor se apagó y, cuando me di la vuelta, ya lo tenía encima. Apoyó el borde de la pala en el lado del conductor, impidiéndome abrir la puerta. Bajó la marcha y empezó a empujar mi coche de costado hacia el montículo de tierra. Yo no veía el hoyo, pero sabía que estaba allí. El Volkswagen se balanceaba, se deslizaba de lado, y la tierra fresca se amontonaba contra la puerta del lado del acompañante. Volví a echar el seguro de la pistola, me la metí en la cintura de los vaqueros y me pasé al otro asiento. Accioné el tirador y empujé, intentando abrir la puerta a pesar de la tierra y las rocas que se amontonaban rápidamente al otro lado. No lo conseguiría. Desistí en mi empeño y bajé la ventanilla tan deprisa como pude. Para entonces la tierra acumulada contra el costado del coche ya casi llegaba a la ventanilla. Me encaramé al borde y dejé escapar un sonido gutural al tomar conciencia de la velocidad a la que nos movíamos. Ocho o diez kilómetros por hora no parecen gran cosa, pero el avance era continuo e inexorable, y me dejaba poco espacio de maniobra. Agitando las piernas para zafarme, me abalancé al exterior y esquivé por los pelos el coche, que siguió adelante y se precipitó en el hoyo. El bulldozer se detuvo en seco mientras el Volkswagen aterrizaba en el fondo con un estruendo y un temblor que dejó rodando las ruedas traseras.
Tambaleándome, me puse en pie y eché a correr por el campo de tierra revuelta, con la idea de regresar a la carretera trazando un amplio círculo. La tierra había sido labrada y estaba cubierta de grandes terrones que me obligaban a levantar los pies como si marchara con una banda de música en un desfile. Correr por los surcos era como correr en un sueño, a una lentitud angustiosa, sin avance perceptible. A mis espaldas, Padgett, con su bulldozer, seguía adelante a sus ocho o diez kilómetros por hora y reducía rápidamente la distancia entre los dos. Intenté doblar a la izquierda, pero él rectificó sin el menor problema la dirección del bulldozer, que demostró una notable agilidad tratándose de una máquina de dos mil kilos.
Saqué la pistola de la cintura, consciente de que de poco iba a servirme. En el tiempo que tardaría en detenerme, volverme y apuntar, me aplastaría. Mi única esperanza era llegar a su furgoneta, que veía al frente a mi izquierda. Estaba quedándome sin aliento y me ardía el pecho. El peso de las zapatillas parecía hundirme en el suelo a cada paso y me quemaban los músculos de los muslos. A trompicones, me encaminé oblicuamente en dirección a la carretera, a la izquierda, al tiempo que el bulldozer, detrás de mí, chirriaba y atronaba, aplanando con las bandas de rodamiento el mismo suelo que a mí tanto me costaba atravesar. El tamaño de la excavadora amarilla parecía menor por la distancia, pero supe que, cuando llegara a ella, estaría ya en la carretera. Me sentí flotar, cada vez más lenta a causa del cansancio, mientras intentaba alejarme lo suficiente para adoptar una posición de tiro. Los tramos de tubería de un metro al otro lado de la carretera se agrandaron poco a poco y la excavadora amarilla empezó a tener sus dimensiones reales. Estaba casi rendida cuando percibí un cambio en el terreno. Me hallaba ya en el arcén apisonado. Llegué al asfalto y corrí. En cuanto estuve al amparo de la furgoneta, me volví y apoyé los brazos a un lado de la caja para apuntar con pulso firme. Vi que Padgett levantaba la pala. En esa milésima de segundo quité el seguro y disparé cuatro veces. O daba en el blanco o moría, porque no habría tiempo de ajustar la puntería y corregir el tiro.
El bulldozer siguió avanzando, rápido, inalterable, toda su masa dirigida hacia la excavadora. Retrocedí rápidamente y me desplacé a la izquierda hasta que tuve a Padgett en el punto de mira otra vez. Se había desplomado de lado y vi manar la sangre a borbotones de un balazo en el cuello. El bulldozer chocó contra la excavadora y Padgett cayó hacia delante. Me quedé inmóvil y esperé, empuñando el arma hasta que me temblaron los brazos a causa del peso. ¿Me planteé acercarme a él con la intención de practicarle los primeros auxilios? Ni se me pasó por la cabeza. Bajé la pistola, rodeé la furgoneta y subí por el lado del conductor. Dejé el arma en el asiento y busqué a tientas las llaves, que él había dejado en el contacto. La furgoneta arrancó sin quejarse. Puse la primera y me dirigí hacia las luces por la 166.