31

Mi conversación con Ty Eddings fue cordial y al grano. Le ofrecí un breve resumen de la situación: el descubrimiento del cadáver de Violet enterrado dentro del Bel Air, las especulaciones acerca del hoyo y cuánto tiempo se había tardado en cavarlo. También repetí lo que me había dicho Liza sobre el hombre que Ty y ella habían visto en la finca de los Tanner el viernes por la noche.

—¿Se acuerda de la marca o el modelo del coche? A Liza le pareció que era de color oscuro, pero no sabe nada más. Dice que estaba tan asustada que en realidad no se fijó.

—No era un coche. Era una furgoneta Chevrolet negra de último modelo.

—¿Ah, sí? ¿No me diga? ¿Cómo se acuerda?

—Porque mi padre tenía una igual, sólo que la suya era del año 48. Aquella era más nueva.

—¿Y el hombre? ¿Cómo era?

—No lo recuerdo. Mayor.

—¿Como de qué edad? Usted tenía diecisiete años.

—Treinta o cuarenta, algo así. O sea, no era un chico.

—¿No lo reconoció?

—Sólo llevaba en el pueblo tres meses. No conocía a nadie aparte de mis compañeros del instituto.

—Lógico.

Añadí un par de preguntas más, pero no me fue de ninguna ayuda. Para no hacerle perder su valioso tiempo de abogado, me disponía ya a adoptar mi tono de voz de las despedidas cuando dijo:

—¿Cómo está Liza?

—Muy bien. Me alegra que me lo pregunte. Está divorciada. Se gana la vida haciendo pasteles. Acaba de ser abuela por primera vez, pero, viéndola, nadie lo adivinaría. Lástima que no hayan mantenido el contacto.

—No es culpa mía. Fue decisión de ella. Le escribí seis o siete veces, pero nunca me contestó. Supuse que no le interesaba.

—No es eso lo que ella dice. Usted desapareció el mismo fin de semana que Violet. Liza quedó desolada. Aún ahora dice que fue usted el amor de su vida. «Un mal chico, pero tan adorable», palabras textuales.

—¿Se ha atribuido usted el papel de casamentera?

Me eché a reír.

—No lo sé. ¿Está usted disponible?

—De hecho, sí. Mi mujer se fugó con mi secretaria hace dieciocho meses, ya que hablamos de pérdidas. A mi mujer no la echo de menos, la verdad, pero mi secretaria era la más eficiente que he conocido en la vida.

—El apellido de casada de Liza es Clements. La encontrará en el listín. Si se acuerda de algo más, le agradecería que me llamase.

—Desde luego —dijo, y colgó.

Probé a llamar a Liza. Había salido o filtraba las llamadas, así que le dejé un mensaje en el contestador para pedirle que se pusiera en contacto conmigo. La razón por la que quería hablar con ella no tenía nada que ver con su antiguo novio. Me había mentido acerca de Foley y quería saber por qué. Consulté el reloj. Eran las cuatro y treinta y cinco, y a lo sumo le debía a Daisy otra hora y media. No era que estuviese fichando, pero me sentía obligada por una cuestión de honor. El problema era que no tenía sentido hablar con nadie más porque ¿quién sería tan tonto de contar la verdad voluntariamente? Habría sido una necedad reconocer cualquier cosa cuando la mayoría de las afirmaciones no podían demostrarse ni desmentirse después de treinta y cuatro años. Lo más que podía pretender era incitar a la gente a delatarse. Y aun así, las respuestas no serían concluyentes. Un asesino listo se las apañaría para implicar a algún otro. En cualquier caso, no era mi problema. La oficina del sheriff investigaba el homicidio, empleando toda la autoridad, la experiencia y los avances tecnológicos a su disposición. Lo único que yo debía hacer, con el permiso de Daisy, era pasarles mi informe, que podía serles útil o no.

Sin embargo…

Ty Eddings me había proporcionado una pequeña pista. Si alguien sabía quién había tenido alguna vez una furgoneta Chevrolet negra, era por fuerza la persona que las vendía. Había hablado dos veces con Chet Cramer y me había parecido un hombre relativamente amable. Conocía su inventario y a sus clientes, y se apasionaba con ambos. ¿Qué podía haber de malo en ir a hacerle la pregunta? Por segunda vez esa tarde, eché mano de la chaqueta y el bolso y salí en dirección a mi coche.

Como había previsto, Cramer estaba en la oficina. En aras de captar un mayor número de clientes, el concesionario abría hasta las nueve todas las noches. Chet me había dicho que al final de una dura jornada (y tras un par de lingotazos), muchos hombres estaban de humor para ver coches nuevos. ¿Qué mejor recompensa a un trabajo bien hecho que sentarse en un Corvette rojo chillón, adulado por un vendedor que le enseñaba todas las menudencias del coche y le ofrecía un trato favorable? El cliente pensaba que veía escaparates hasta que de pronto se daba cuenta de que en realidad podía volver a casa al volante de un coche nuevo.

Cramer estaba de palique con un matrimonio cuando entré. Tenía tanta mano izquierda para las ventas que seguramente los compradores ni eran conscientes de lo que ocurría. Le pidió a Winston que fuera a buscar las llaves y se quedó observando con algo parecido al orgullo paternal mientras Winston los acompañaba a probar el coche. Me vio y me saludó efusivamente, pensando que quizá por fin yo estaba en disposición de comprar.

—He venido a poner a prueba su memoria. Quiero averiguar quién tenía una furgoneta Chevrolet negra del último modelo en 1953.

Sonrió.

—Medio pueblo —contestó—. Vamos a mi despacho y lo comprobaré.

—Dios santo. ¿Todavía tiene archivos de esos años?

—Tengo archivos que se remontan a 1925, el año en que abrí el negocio.

Subí por la escalera detrás de él y lo seguí hasta su despacho. Abrió una puerta y me condujo a un almacén casi tan grande como su despacho. Los archivadores cubrían tres de las paredes, y cada cajón tenía una etiqueta con fechas y clases de vehículo.

—No me lo puedo creer —dije.

—Le explicaré por qué los guardo. Cada vehículo que vendo representa una venta futura. Cuando el cliente entra, puedo hablarle de los coches que ha tenido y de todos los servicios que ha recibido. Puedo comparar el modelo del año anterior con el de este año, o comparar el modelo de este año con el que el cliente conducía hace seis años. Las ventajas e inconvenientes. El sabe que puede confiar en mí porque tengo los datos a mano, y me he tomado la molestia de consultarlos antes de que él entre por la puerta. Si ese hombre muere, hablo con su hijo, recuerdo al viejo y quizá le vendo un coche también a él.

Sin mencionar el nombre de Ty ni dar el menor detalle sobre las circunstancias, le dije lo que sabía.

Cramer me miró con interés.

—Me dice, pues, que ese tipo había reconocido la furgoneta porque su padre tenía el modelo de 1948.

—Exacto —respondí—. Y no podía ser posterior al de 1953 porque en julio los modelos del 54 todavía no habían salido a la calle.

—En eso tiene razón. Un periodo de cinco años, pues. No debería ser muy difícil. Siéntese y sacaré lo que tengo. Si quiere, hay una lata de galletas de chocolate en mi mesa. Las ha hecho mi mujer, Caroleena. Es una cocinera extraordinaria.

En efecto, las galletas estaban de miedo, así que me permití comer otra mientras lo esperaba. Al cabo de cinco minutos salió del almacén cargado de carpetas y dijo:

—En estas registro los datos interrelacionados. El nombre del cliente con la clase de vehículo que me compró antes. No llego al punto de incluir el color, pero puedo echar mano al contrato de cualquier vehículo que he vendido. Lo que tengo aquí es la serie Advance Design, de 1949 a 1953.

Me dio un bloc, bolígrafo y dos carpetas mientras él cogía las otras tres. Nos sentamos y las repasamos contrato a contrato consultando el color de la furgoneta y anotando los nombres de todos aquellos que habían comprado una negra. Al cabo de cinco minutos teníamos sendas listas, aunque la mía no era en absoluto esclarecedora. Se levantó, hizo copias de las dos listas y me las entregó.

Recorrí los nombres de su lista con la mirada.

—No reconozco a ninguno.

Se encogió de hombros.

—Puede que pintasen la furgoneta de otro color.

—En ese caso, no habría manera de encontrar al propietario.

—Otra posibilidad es que el hombre en cuestión tomara prestada la furgoneta. En esa época, nadie cerraba la puerta con llave, y la gente dejaba la llave en el contacto la mitad de las veces.

—Eso ya lo había oído antes y la verdad es que tiene sentido. Si uno sale a cavar una tumba, no quiere utilizar su propia furgoneta con matrícula de California incluida. Bueno, perdone por abusar de su tiempo.

—Supongo que no todas las pistas que sigue conducen a algún lado.

—Eso desde luego. ¿Le importa que hurgue un poco más en su cerebro?

—La ayudaré si está en mis manos —contestó Cramer—. Tampoco recuerdo gran cosa más allá de este concesionario.

—Lo comprendo. He estado indagando y me he encontrado con un dato extraño.

—¿Qué es?

—El testamento de Hairl Tanner. —Le conté lo que había descubierto respecto a las disposiciones.

—No lo sabía. Se diría que el viejo estaba enfadado por algo. Me pregunto qué pudo ser.

—Sospecho que Jake y Violet tuvieron una aventura y él se enteró.

Parte de la expresión de autocomplacencia desapareció de su mirada.

—No me lo creo.

—¿Qué? ¿Que tuvieran una aventura o que Tanner se enterase? —pregunté.

—Lo de Violet y Jake. No me lo puedo imaginar.

—¿Por qué no? Jake debía de ser un hombre apuesto. O sea, ahora no es feo, y me imagino cómo era antes. Su mujer se estaba muriendo de cáncer de útero, así que su vida sexual no podía ser gran cosa. Si tropezó con Violet en el Moon, con todo lo que allí se bebía, no me sorprendería que los dos acabaran liados. Por lo que he oído, ella iba detrás de casi cualquier hombre que se le cruzaba.

Tan empeñada estaba en convencerlo que no me había fijado en su reacción. De pronto advertí su expresión y caí en la cuenta de que estaba casado con un clon hinchado de Violet Sullivan. Tenía acceso a tantas furgonetas como quisiera y yo ignoraba en qué había empleado el tiempo durante los días anteriores a la muerte de ella. ¿Cómo podía ser tan tonta? Allí estaba, a punto de desvelar las pruebas que había conseguido, cuando, por lo que yo sabía, él era tan capaz de haberla matado como cualquier otro.

—Siga —dijo.

Di marcha atrás.

—No sé nada más. No tengo ninguna prueba. Esperaba que quizás usted hubiese oído algún rumor en esa dirección.

—Pues no, y me dolería enterarme de que es verdad. Mary Hairl era una mujer adorable, y si Jake la engañó, debería estar avergonzado.

—Bueno, espero que sea discreto. Son puras especulaciones por mi parte y no querría que se quedase usted con una mala opinión de él si es inocente.

De pronto se irguió y me despidió con un gesto.

—Será mejor que vuelva al trabajo. Tengo cosas pendientes.

—Sí, claro. Perdón por entretenerlo. Gracias por la ayuda.

Nos estrechamos la mano por encima de la mesa. Cuando salía del despacho, volví la vista atrás y vi que no se había movido.

Bajé por la amplia escalera hasta la sala de exposición de la planta baja. Deseaba hablar con Winston por si tenía razones para pensar que existía algún lazo entre Violet y Jake. Estaba en su despacho, pero tan enfrascado en una conversación telefónica que no levantó la mirada. Salí al aparcamiento, donde abrí el coche y me senté al volante. Me disponía a meter la llave en el contacto cuando por fin caí en la cuenta. Desde hacía días tenía la convicción de que se me escapaba algo evidente, pero cuanto más intentaba precisarlo, más escurridizo era. De pronto, sin previo aviso, supe por fin qué era.

El perro.

El coche de Daisy estaba en el camino de entrada cuando llegué a la casa. Había dejado otra vez la llave en su escondite debajo de la maceta. En lugar de entrar sin anunciarme, toqué el timbre educadamente y esperé en el porche a que ella abriera. Nada más verla, supe que ocurría algo. Aún llevaba puesta la ropa de trabajo. La palidez de su rostro se había degradado sobremanera, hasta alcanzar un tono grisáceo, y tenía los ojos contraídos a causa de la tensión. No me pareció que hubiera llorado, pero sí había sufrido una fuerte impresión.

—¿Qué ocurre?

Se llevó una mano a la boca y meneó la cabeza. Como una sonámbula, se acercó a un sillón tapizado y se desplomó en el borde. Cerré la puerta de entrada. Me dirigí al sofá y me senté de manera que nuestras rodillas casi se rozaban.

—¿Puedes decirme qué pasa?

Asintió, pero no dijo nada. Tuve que esperar. Fuera lo que fuese, había recibido un duro golpe. Transcurrió un minuto y suspiró. ¿Acaso había muerto su padre?

Pasó otro minuto.

Cuando por fin despegó los labios, habló en voz tan baja que tuve que inclinarme hacia ella para oírla.

—Ha estado aquí el inspector Nichols. Se ha ido hace unos minutos, y cuando has llamado al timbre, pensaba que era él otra vez.

—¿Alguna mala noticia?

Asintió con la cabeza y volvió a sumirse en el silencio.

—Han encontrado dos bolsas de papel marrón con la ropa de mi madre en el maletero. Está claro que iba a abandonarnos, o que al menos eso pensaba.

—Eso ya deberías haberlo adivinado —dije.

—No va por ahí la cosa.

Apoyé la mano en su brazo.

—Tómatelo con calma. No hay prisa. No voy a irme a ninguna parte.

—El inspector me ha dicho que habría preferido no contármelo, pero temía que corriera la voz y no quería que me enterase por otro lado.

Aguardé.

—Los técnicos examinaron el coche.

Aguardé. Respiró hondo y expulsó el aire con un sonido audible.

—Cuando el forense retiró la cortina del cuerpo, descubrieron que mi madre tenía las manos atadas a la espalda. Creen que estuvo enterrada viva durante un tiempo. Parece que al perro lo mataron con una pala que encontraron en el fondo del hoyo después de sacar el coche. Es posible que el asesino la dejase sin conocimiento de un golpe y la metiese en el coche dándola por muerta. En algún momento debió de volver en sí y darse cuenta de lo que ocurría. —Se interrumpió y buscó un pañuelo de papel en el bolsillo—. Incluso atada, había intentado liberarse. Tenía las uñas rotas y algunas habían quedado prendidas en la tapicería. Han aparecido fragmentos de cristal incrustados en los huesos de sus talones. Consiguió romper una ventanilla a patadas, pero para entonces el asesino ya debía de haber empezado a llenar el hoyo.

Hizo una pausa, luchando por contenerse. Yo sólo podía esperar y permitirle que se tomara el tiempo que necesitase. El ambiente estaba cargado, y percibí el peso de la oscuridad que Violet debió de padecer. ¿Para qué pedir socorro a gritos cuando el silencio debía de ser tan profundo, con metros de tierra ahogando cualquier sonido? La negrura debía de ser absoluta.

Daisy prosiguió, como si dirigiese sus palabras al pañuelo arrugado.

—Se lo he preguntado. Le he preguntado…, qué debió de sentir. Cómo murió. Me ha dicho que por envenenamiento de dióxido de carbono. No recuerdo alguna parte…, los detalles técnicos. En esencia, ha explicado que la profundidad de la respiración se regula mediante la presión del oxígeno arterial y la tensión del dióxido de carbono, una especie de pH que controla los movimientos reflejos de los pulmones y la caja torácica. Si no hay oxígeno suficiente en la mezcla, la respiración se acelera. El cuerpo necesita el oxígeno, por lo que el impulso de tomar aire es incontenible. Con toda seguridad, se le dispararon los latidos del corazón y le subió la temperatura del cuerpo. Sudó. Sintió dolores en el pecho, cada vez más intensos. Respiró cada vez más rápido, pero a cada aliento, consumía más oxígeno y producía más CO2. Empezó a tener alucinaciones. El inspector ha dicho que su organismo debió de bloquearse, pero al final es posible que encontrara una especie de paz…, cuando se resignó a su destino.

»¿Te imaginas morir así? Sólo puedo pensar en el miedo que debió de sentir, en el frío que hacía y en la oscuridad, y en su desesperación.

Inconscientemente, eludí las imágenes en busca de seguridad. Entendí el dilema ante el que se había encontrado Nichols. En cuanto le expusiera los hechos, esa sería la impresión con la que ella se quedaría durante el resto de su vida. Pero si Daisy se enteraba por una fuente no oficial, reaccionaría igual de mal. Añadir su traición al horror sólo serviría para frustrar cualquier esperanza de curación que pudiese tener.

Daisy volvió a sonarse y pasó a otro tema. Vi el cambio. Su capacidad de asimilación tenía un límite. Poco a poco digeriría la información, pero tardaría lo suyo. Cogió seis aros negros que había en la mesa.

—Me ha dado esto.

—¿Qué es?

—Las pulseras de mi madre. De plata de ley. Lo último que me queda de ella. Las abrillantaré y me las pondré. —Volvió a dejarlas en la mesa—. Pensaba que ya te habrías marchado.

—Yo también.

—¿Has terminado?

—No del todo. Vamos a sentarnos en el jardín. Necesitamos espacio. —Había estado a punto de decir «aire», pero me había contenido a tiempo. Daisy debió de oír la palabra no pronunciada, porque hizo una mueca.

Nos sentamos en el jardín trasero bajo la menguante luz del día mientras yo explicaba las razones que me habían llevado a concluir que Foley no guardaba relación alguna con la muerte de su madre.

—Es un consuelo —dijo.

—No es mucho, pero es lo más que puedo hacer. Lo demás, lo que le ocurrió a tu madre, me hiela la sangre.

—Cambiemos de tema, por favor. Cada vez que lo pienso, tengo la sensación de estar asfixiándome yo misma. ¿Qué queda por hacer? Has dicho que no habías terminado.

—Me gustaría saber de dónde sacó el perro tu madre.

La pregunta la pilló desprevenida.

—Fue un regalo.

—¿De quién?

—Nunca lo supe. ¿Qué importancia tiene eso?

—¿Tenía el perro papeles?

—¿Te refieres al pedigrí? Creo que sí. ¿Por qué?

—Porque un pomerano de pura raza debió de costar un buen pico, incluso en aquellos tiempos. Creo que el cachorro se lo compró el hombre, el amante misterioso. Por eso mimaba tanto a ese bicho, porque era un regalo de él.

Pensó por un momento.

—Sí, podría ser. ¿Se te ocurre alguien?

—Tengo un presentimiento en la boca del estómago, se trata de Jake. Sabemos que ella presentó una demanda en el tribunal de causas de menor cuantía porque un perro que le pertenecía a él mató al de tu madre.

—De eso me acuerdo. Era un caniche que se llamaba Poppy. Mi madre lo había sacado a pasear. El pit bull de Jake lo atacó y lo mató en el acto. Mi madre estaba fuera de sí.

—Así que quizás él pensó que regalarle el cachorro era una manera de resarcirla.

—¿Vas a preguntárselo?

—Creo que no. No tengo medio alguno para obligarlo a decir la verdad. Me gustaría localizar al criador y averiguar quién pagó el perro. Puede que no tenga suerte, pero merece la pena hacer unas llamadas. Todavía queda mucha gente viva que intervino de una manera u otra en aquel entonces.

—Prepararé la cena. Tenemos que comer.

Mientras Daisy trajinaba en la cocina, revisé mi carpeta y saqué las fotocopias de los listados de empresas de Serena Station y Cromwell de 1952. No constaba ningún criador. Maldición. En este mundo no hay nada fácil. Pero sí conté dos clínicas veterinarias, cinco veterinarios y tres peluquerías caninas. Saqué la guía telefónica local e hice una segunda búsqueda, sin encontrar tampoco, esta vez, un solo criadero de perros, pero sí seis clínicas veterinarias, quince peluquerías y veintisiete veterinarios. Al comparar las direcciones, vi que ninguna de las empresas de entonces relacionadas con animales domésticos seguía abierta. Me costaba imaginar que una peluquería canina se transmitiese tiernamente de padres a hijos, pero sí pensé que un negocio rentable podía comprarse y venderse a lo largo de los años y conservar el nombre original. En este caso no fue así.

Decidí añadir las tiendas de animales a la mezcla y empecé a hacer llamadas, repitiendo la misma historia hasta que me la supe de carrerilla. No se me ocurría ninguna razón para que alguien quisiera información sobre la venta de un pomerano con pedigrí en la primavera de 1953, así que me vi obligada a decir la verdad, cosa que me repatea.

—Mataron al perro hace unos años y, por razones demasiado complicadas para explicar ahora, busco al criador. Debió de ser en la primavera de 1953. ¿Sabe si alguien criaba pomeranos en la zona por aquel entonces?

La respuestas oscilaban entre secas y cordiales, largas historias de perros muy queridos y sus muertes, anécdotas de gatos que cruzaban estados para reencontrarse con sus dueños después de mudanzas a lugares lejanos. Había respuestas más lacónicas:

—«Ni idea».

—«No puedo ayudarla».

—«Lo siento, pero el jefe estará fuera todo el día y yo trabajo aquí desde hace sólo tres semanas».

—«Pruebe en la clínica veterinaria del doctor Water, en Donovan Road.

—»Ya he hablado con él, pero gracias».

—«¿Por qué piensa que fue alguien de esta zona? Los pomeranos se crían y venden por todo el país. El perro podría haber venido de otro estado.

—»Lo sé. Pero he pensado que pudo ser una compra impulsiva. Ya sabe, pasa uno por una tienda de animales, mira el escaparate y ahí está el cachorrillo más mono que ha visto en su vida».

Charlé con veterinarios y ayudantes de veterinarios, con propietarios de tiendas de animales y dependientes, y con peluqueros de perros. Tuve la sensación de que se me empezaba a hinchar la lengua. Iba por la llamada número veintiuno cuando la recepcionista de un servicio de urgencias veterinarias me hizo la primera sugerencia útil:

—Yo que usted, probaría en Control de Animales. Puede que guarden archivos de esa época, sobre todo si se trata de un problema con un cachorro y se presentó una queja.

—Gracias. Eso haré.

Resultó que en Control de Animales no tenían esa clase de archivos. El hombre que atendió el teléfono se disculpó y, cuando yo ya pensaba que no había nada más que hacer, preguntó:

—¿De qué se trata?

Repetí mi versión truncada y al final se produjo un momento de silencio.

—¿Sabe a quién creo que busca? Había una mujer que llevaba una residencia canina a unos diez kilómetros de aquí por la 166, justo en el cruce con Robinson Road. Creo que se dedicó a la cría de pomeranos a principios de los años cincuenta, aunque las cosas no le fueron muy bien. En aquellos tiempos Rin Tin Tin era el perro de moda.

—¿Sigue trabajando?

—No, la residencia cerró, pero sé que aún vive allí porque paso por delante de su casa dos o tres veces al mes cuando voy a visitar a mis nietos en Cromwell. La casa no ha cambiado: la misma estructura de madera de color azul intenso y el jardín abandonado. Si se hubiese vendido, cabe pensar que el nuevo dueño habría tenido el buen gusto de adecentarla y pintarla.

—¿Sabe su nombre?

—Pues no, maldita sea, y sabía que me lo preguntaría. Estaba intentando acordarme. No puedo decírselo con seguridad, pero creo que era Wyatt…, Wyman… o algo por el estilo.

—Es usted mi nuevo mejor amigo —dije, y le lancé un beso.

Volví a repasar la guía telefónica y en menos de treinta segundos hablaba con Millicent Wyrick, que parecía vieja y cascarrabias y nada contenta de saber de mí.

—Cariño, tienes que hablar más alto. ¿Qué dices que quieres?

Levanté un poco la voz y repetí mi cantinela, con la esperanza de resultarle agradable y sincera mientras vociferaba.

—¿Cabe alguna posibilidad de que tenga esa información?

Escuché un silencio cargado de hostilidad.

—¿Señora Wyrick?

—Un poco de paciencia. No me he ido a ninguna parte. Estoy aquí quieta, haciendo memoria. Sé que lo tengo. Otra cosa es si lo puedo encontrar.

—¿Puedo ayudarla de alguna manera?

—No, a no ser que quiera hurgar en mi cobertizo. Estoy casi segura de que puedo dar con el archivo de carnadas, pero no ahora mismo. Me disponía a cenar y luego tengo que ver la tele. Vuelva a llamar a las nueve y le diré si ha habido suerte.

—Haré algo mejor que eso. Cogeré el coche y me acercaré a buscarlo.