30
Kathy
Viernes, 3 de julio, 1953
De pie detrás de la puerta del comedor, Kathy comía raviolis fríos de una lata. Las pequeñas almohadillas de pasta estaban tiernas y la salsa de tomate se adhería a la superficie como crema. Faltaba media hora para la cena, y Kathy se estaba concediendo un pequeño aperitivo. Su madre había decidido que era importante conocer la comida de otros países, así que el primer viernes de cada mes probaba una nueva receta. A eso lo llamaba «educar el paladar». El mes anterior había preparado un plato chino llamado chow mein de pollo, que sirvió sobre bollos con mucha salsa de soja y fideos marrones crujientes por encima. En mayo había hecho espaguetis, y en abril un plato francés llamado buey a la borgoñesa, que en opinión de Kathy era un simple estofado de carne. Esa noche tocaba un plato galés que había guisado la propia Kathy bajo la atenta mirada de su madre. Primero abrió un paquete de queso Kraft en lonchas que fundió al baño maría con una lata de leche condensada. Luego añadió salsa Worcestershire y media cucharadita de granos de mostaza, y nada más. Riquísimo. Estaba impaciente. Los raviolis eran sólo por si no alcanzaba para todos.
El problema era que desde que la profesora de gimnasia, la señorita Carrico, había recomendado a Kathy que perdiera quince kilos, su madre no le quitaba ojo y le servía raciones tan pequeñas que cuando se levantaba de la mesa le dolía el estómago. La primera vez, Kathy pensó que lo había hecho por error, pero cuando quiso repetir, sus padres cruzaron una mirada y ella se sonrojó. Daba la impresión de que habían hablado de ella a sus espaldas y de que habían llegado en secreto a un acuerdo con su profesora, cosa que no le pareció justo.
Cuando Kathy contó en casa lo que había dicho la señorita Carrico sobre lo gorda que estaba, su madre se había puesto lívida. Había ido derecha al director de la escuela para quejarse de la falta de tacto y del entremetimiento de la profesora. Automáticamente el director debió de dar un rapapolvo a la señorita Carrico, porque a partir de ese momento empezó a hacer como si Kathy no existiese, sin mirarla siquiera. A Kathy le traía sin cuidado. Si la señorita Carrico intentaba darle problemas con su nota de educación física, le contaría a su madre cómo se comportaba en presencia de la señorita Powell, la profesora de economía doméstica, cuando pensaba que nadie miraba. En esos casos siempre se la notaba rara y alterada, como si estuviera enamorada de esa otra mujer, cosa que a Kathy no le parecía bien. Había hablado al respecto con el pastor después de una de las reuniones de Rearme Moral, y él le había dicho que ya investigaría, pero entretanto «punto en boca». Kathy no sabía cuánto debía esperar antes de tomar ella misma la iniciativa.
En realidad, era posible que la señorita Carrico le guardase cierto resentimiento a la familia Cramer por la posición de estos en la comunidad. El 2 de junio, por ejemplo, para la coronación de la reina Isabel, el director del colegio le había pedido al padre de Kathy que llevara el televisor de mesa Ardmore para que la clase de Kathy pudiera ver la ceremonia, que se celebraba en Inglaterra. Él había llevado el televisor y lo había instalado en el aula de séptimo. Todos los chicos se habían reunido alrededor para verlo y, después, el director tuvo el detalle de darle personalmente las gracias a Kathy delante de todo el mundo. La señorita Carrico, de pie al fondo del aula con una mueca de desdén en los labios, no sabía obviamente que Kathy era capaz de ver con toda claridad la envidia que albergaba su corazón.
Por el mismo motivo, Kathy esperaba que Liza no se sintiera mal por las alabanzas y el agradecimiento del director. Quizá Liza era más guapa y sacaba mejores notas, pero eso no compensaba el hecho de que Kathy fuese de una familia mejor. Su padre era un conocido hombre de negocios y su madre aparecía mencionada con frecuencia en los ecos de sociedad del diario local. Kathy y sus padres iban juntos a la iglesia todos los domingos, ella con sus guantes blancos cortos y la Biblia de piel blanca que le habían regalado por Pascua. ¿Y qué si tenía que comprarse la ropa en el departamento de tallas grandes? Su madre sostenía que era todo grasa infantil y que se convertiría en un cisne. La madre de la pobre Liza estaba divorciada y bebía de la mañana a la noche. Kathy no entendía cómo podía llevar Liza la cabeza en alto, pero Livia le había explicado que las chicas de hogares rotos merecían compasión, no reproches. Decía que, dadas las circunstancias, Liza hacía cuanto estaba en sus manos. Lo importante era no tratarla con superioridad.
Kathy lo comprendía. Ella no sólo vestía ropa bonita, sino que además su madre tenía una nevera nueva de General Electric con dos puertas y congelador independiente, provista de una bandeja de hielo mágica que, al girarla, soltaba los cubitos. En Navidad, su padre había regalado a su madre una batidora nueva, marca Waring, y Kathy la había usado todos los días después de clase para prepararse batidos auténticos, hasta que su madre dejó de comprarle helado. Livia opinaba que Kathy debía considerarse afortunada, y sin duda así era. Sabía que era una gran suerte tener un verdadero empleo en el concesionario de su propio padre mientras que Liza sólo podía ganar dinero haciendo canguros y planchándole la ropa a Violet, lo que la convertía prácticamente en una criada.
La madre de Kathy quería que ella comprendiera el valor de ayudar a aquellos que no podían ayudarse a sí mismos, una lección importante en la vida que Kathy se había tomado muy a pecho. Era ella quien había propuesto el proyecto de costura. Su plan era que Liza y ella se confeccionaran todo el vestuario para el colegio utilizando la máquina Singer de su madre. Liza no se mostró muy interesada. Había aplazado en dos ocasiones la salida para ir a comprar patrones y telas. Cada vez había dado una buena excusa, pero Kathy estaba igualmente dolida. Al quejarse a su madre, Livia sugirió que tal vez a Liza le daba vergüenza reconocer que no le alcanzaba el dinero para pagar su parte. Kathy lo entendió perfectamente. Incluso había apartado diez dólares de su propia semanada para compartirlos con su amiga. Se había presentado ante la puerta de Liza esa mañana dispuesta (¡por fin!) a ir al pueblo, pensando en lo ilusionada que estaría Liza cuando se diera cuenta de que sus sueños iban a hacerse realidad gracias a ella. Kathy se imaginaba a ambas vestidas a juego, no con la misma tela o color, claro, porque cada una de ellas necesitaba expresar su individualidad, como decían en la revista Seventeen. Pero en el colegio, llegado el otoño, al ver el estilo de sus faldas y chalecos, todo el mundo sabría que eran amigas íntimas. Se había indignado al descubrir que Liza no estaba, pero había decidido poner la otra mejilla. El principio del Amor Absoluto le había enseñado que debía estar por encima de las pequeñas decepciones. Incluso había dejado un precioso regalo de cumpleaños en la habitación de Liza a modo de sorpresa.
En la tienda, imbuida de la idea de su propia generosidad, Kathy compró dos patrones, uno para cada una. Lo había hecho en parte para demostrar que todo estaba perdonado y en parte porque ella necesitaba una talla mucho mayor. Compró tres metros de lana rosa para ella y un bonito retal de pana gris para Liza. Se moría de ganas de compartir la noticia, pero cuando Liza llamó para darle las gracias por los polvos de talco, Kathy olvidó su determinación. Invadida por una creciente decepción, había estado al borde del llanto hasta que por fin Liza le dio una explicación. Pobrecita. Ella no tenía la culpa si su madre era débil.
Cuando Kathy oyó llegar el coche de su padre, escondió rápidamente la lata de raviolis medio vacía detrás de la cubertería de plata; después se fue corriendo al salón y se abalanzó hacia un sillón, donde se repantigó con las piernas colgadas por encima de un brazo. Daban un programa infantil, y su padre debió de pensar que llevaba media tarde sentada en esa misma postura despreocupada.
—Papá, ¿eres tú?
—Sí.
Bastó una palabra para saber que él estaba de mal humor. Kathy tampoco estaba precisamente radiante después de su discusión con Liza por teléfono. Era verdad lo que le había dicho: le hacía mucha ilusión salir de compras con ella. Tenían por costumbre ir de compras o al cine cada sábado por la tarde hasta que apareció Violet. Livia las llevaba a Santa María y las invitaba a tomar algo en la heladería, y después les daba un dólar a cada una para que se compraran lo que quisieran. Kathy recordaba con fruición los bocadillos de ensalada de atún y los de beicon, lechuga y tomate. Se imaginaba entrando en la edad adulta con Liza, cogidas las dos del brazo, como amigas íntimas, leales y sinceras, tan encantadas de estar juntas como siempre.
Había tardado medio curso en darse cuenta de que algo iba mal. Al principio, el problema era sólo que Liza estaba ocupada. Kathy lo aceptaba sin problemas, porque cuando por fin se encontraban, todo volvía a ser como antes. Se reían y comían palomitas de maíz, tomaban Dr. Pepper con hielo y hacían concursos de eructos. Poco a poco, Kathy empezó a percatarse de lo distante que se había vuelto Liza. Se mostraba fría, evasiva, y ella no sabía por qué. Fue su madre quien le abrió los ojos: primero había sido Violet, luego Ty. Liza tenía entretenimiento más que suficiente, y no era de extrañar, pues, que le quedase tan poco que ofrecer. Y como hacía canguros continuamente, ¿qué opciones tenía Kathy?
Después de dejar el regalo de cumpleaños en la habitación de Liza, se había quedado allí unos minutos, paseándose y toqueteando las cosas de su amiga. Su cepillo para el pelo olía igual que ella y el osito de peluche que Kathy le había regalado seguía apoyado en las almohadas, lo que interpretó como una buena señal. No era su intención fisgonear, pero cuando vio el diario escondido en el hueco oscuro y lleno de telarañas detrás de la estantería, se sentó en la cama y lo hojeó con la esperanza de sentirse más unida a Liza. Sabía que se trataba sólo de una fantasía por su parte, pero le complació la ilusión de que Liza compartía sus secretos con ella, pese a que en realidad no le había confiado nada desde hacía tiempo. También le preocupaba un poco que Liza hiciera comentarios desagradables sobre ella a sus espaldas. Cabía la posibilidad de que su amiga tuviese alguna objeción o queja que, por miedo, no le decía a la cara. Kathy pensó que, tal vez, si se veía a sí misma desde el punto de vista de Liza, podría corregir aquello que estaba distanciándolas.
Leyó y leyó, un tanto frustrada al advertir que ni la mencionaba. Las entradas sobre Ty le produjeron una punzada de dolor. De pronto comprendió que mientras ella, Kathy, seguía concentrada en las inquietudes normales de una adolescente, Liza estaba convirtiéndose en una mujer. Los detalles de la relación de Liza con Ty le causaron una extraña sensación de calor entre las piernas. En ocasiones había sentido algo parecido al leer Confesiones sinceras y había sabido que eso no estaba bien. Había hecho todo lo posible por apartar a Liza de lo chabacano y conducirla a la seguridad de las revistas de cine y los astros de la gran pantalla. Daba por sentado que lo había conseguido y, por eso mismo, la alarmó doblemente descubrir que Liza estaba atrapada por la clase de conflictos de que se nutrían las publicaciones basura. Kathy se imaginaba ya los artículos: «¡Demasiado avergonzada para contárselo a mi mejor amiga!», «Su amor me lleva por el mal camino pero no puedo contenerme», «Ojalá tuviera a alguien a quien acudir: la lucha de una joven por conservar la pureza».
Al instante, Kathy supo que podía ayudarla. Por desesperada que estuviera Liza, nunca sería capaz de confesar la difícil situación en que se hallaba. Y, lógicamente, ella no podía admitir que había leído el diario a espaldas de Liza. No le extrañaba que esta se hubiese retraído. Teniendo en cuenta los elevados principios de Kathy, probablemente Liza pensaba que la encontraría repulsiva. ¿Cómo podía aspirar a la Pureza Absoluta si ya la había puesto en peligro? El primer paso habían sido los Tampax. La inserción de un tampón podía haber desatado incluso bajos instintos de la peor especie. Debía encontrar la manera de hacer saber a Liza que aún había esperanza, que aún no se había descarriado hasta el punto de no tener vuelta atrás. Estaba plenamente dispuesta a ofrecer a su amiga la ayuda que necesitase. Sólo era cuestión de sonsacarle la información que teóricamente no conocía.
Mientras aguardaba la llamada de Liza, ensayó diversas maneras de abordar el tema. Liza no tenía la culpa. Su padre ni siquiera vivía en el mismo estado. Liza apenas lo veía, y cuando se daba el caso, más o menos cada seis meses, apenas tenían algo que decirse, según contaba ella misma. Ciertamente, carecía de orientación moral. ¿Qué podía esperarse, pues? En la mayoría de los diálogos que imaginaba, Liza lloraba de gratitud, y Kathy la consolaba largamente.
Fueron pasando las horas y Kathy empezaba a preocuparse en serio cuando por fin su madre la llamó a gritos:
—¿Kathy? Liza al teléfono.
Kathy tenía un nudo de miedo en el estómago. ¿Y si Liza había pasado todo el día con Ty? ¿Y si él la había besado y ella se había derretido con sus caricias? Kathy tenía intención de transmitir una confianza absoluta, pero no se acordaba de los polvos de talco y las palabras de agradecimiento de Liza por el regalo la desconcertaron. Al instante su dolor se desbordó. Se dio cuenta de lo patética que era, pero añoraba a la Liza de antes, tan distinta de esa desconocida que había estado en los brazos de «El chico que iba por mal camino». Liza ni siquiera había dado la menor señal de arrepentimiento. Dijo que lo lamentaba, pero no fue esa la impresión que dio. Kathy sintió un gran alivio al saber que el problema era la madre de Liza. ¿Conque enferma y con riesgo de contagio? Pues no le extrañaba. ¿Qué esperaba esa mujer con lo que fumaba y bebía? Kathy consoló a su amiga lo mejor que pudo, pero no encontró forma de dirigir la conversación hacia el tema en cuestión. Aun así, cuando colgaron, todo parecía en orden. Todavía tenía que buscar la manera de sonsacar la verdad a Liza, pero como mínimo las cosas habían vuelto a su cauce. El problema era que no se sentía contenta y no entendía por qué.
Fue eso lo que la había impulsado a abrir la lata de raviolis, no tanto el hambre como la confusión y la desesperación. Su madre la llamó para cenar y por fin pudo sentarse a la mesa. Sin hacer caso de la pequeña discusión entre sus padres, se concentró en el plato. Había esperado con impaciencia ese conejo a la galesa, que estaba tan apetitoso como preveía. El queso fundido y tibio se desbordaba por los lados del pan tostado. Había untado la tostada con margarina y al notar el sabor de esta, fundida debajo del charco de untuoso queso, podría haberse echado a llorar de gusto. El dolor remitía y casi se sentía a salvo cuando su padre dejó caer un comentario sobre Liza. Kathy apenas prestó atención. Estaba muerta de hambre. No se había acabado la lata de raviolis y sabía que si sus padres advertían la voracidad con que engullía la comida, se la quitarían y la dejarían desolada. Ya había sufrido bastantes pérdidas.
Al principio, la idea de que Liza hubiese comido con Violet se le antojó absurda. ¿De dónde había sacado su padre semejante idea? Supo que lo decía por maldad, pero por lo general no se inventaba las cosas. De pronto lo pilló en un error.
—Muy gracioso. Ja ja. ¿Y Daisy dónde estaba? ¿Te has olvidado de ella?
—También estaba allí sentada, comiéndose a sorbetones un plato enorme de fideos con mantequilla.
Eso fue determinante. Su padre no conocía a Daisy. ¿Cómo podía saber que comía fideos a sorbetones si no la había visto? Kathy protestó, lo puso en duda, pero sólo porque no quería que él se saliera con la suya. El débil intento de su madre de intervenir sólo empeoró las cosas.
Cuando su padre se marchó de casa, Kathy iba camino de su habitación, escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos. Cerró de un portazo y echó el pestillo. Llorando, se tumbó en la cama. ¡Era el peor día de su vida! Nunca se había sentido tan traicionada. Liza había mentido en todo. En el día de su cumpleaños había preferido estar con Violet Sullivan. Habían pasado el día juntas en un restaurante de lujo, comiendo gambas. Kathy sólo había deseado estar con su amiga, y así se lo pagaba.
No sabía cuánto tiempo llevaba llorando cuando oyó que llamaban a la puerta y su madre pronunciaba su nombre. Sabía que tenía los ojos hinchados como pelotas de ping-pong y la nariz tan llena de mocos que temía estar cogiendo un resfriado.
—¡Vete!
—Kathy, te he traído una cosa. ¿Puedo entrar?
—Déjame en paz.
—Tengo una cosa muy rica para ti.
—¿Qué?
—Abre la puerta y lo verás.
A regañadientes, Kathy se sonó con un pañuelo y se enjugó los ojos con el dobladillo de la camiseta. Se levantó y abrió la puerta.
Su madre sostenía un vaso de leche y un plato con un trozo de bizcocho de chocolate.
—Lo he hecho para mi club de canasta, pero hay de sobra. Es tu preferido: doble capa de chocolate con nueces y pacanas.
—No me apetece comer.
—¿Ni siquiera un poco? Apenas has cenado y debes de tener un poco de hambre. ¿Puedo pasar? ¿Sólo un momento?
—Bueno.
Kathy volvió a la cama y se sentó. Su madre dejó el vaso de leche y el plato con el bizcocho en la mesita de noche. Al oler el chocolate, tan embriagador como un perfume, supo que el bizcocho aún estaba caliente. No recordaba la última vez que su madre le había ofrecido algo de comer. Por lo general ocurría todo lo contrario. Sin embargo, allí estaban, Kathy con el corazón roto y su madre sentada en la otra cama, con cara de preocupación.
—¿Estás mejor?
—No.
Sin mirar el plato, Kathy alargó el brazo y tomó un trozo de bizcocho.
—Entiendo que estés disgustada —dijo su madre.
—Ya.
—Entiendo que te enfades con Liza por haberte mentido, pero ¿hay algo más?
—¿Como qué? —Desprendió un pedazo de bizcocho y se lo llevó a la boca. Sintió que le escocían los ojos a causa de las lágrimas.
—No lo sé, cariño. Por eso te lo pregunto. Tengo la impresión de que hay algo más de lo que parece. ¿No quieres que hablemos?
Kathy no sabía adonde deseaba ir a parar su madre.
—La verdad es que no.
—Kathy, cariño, no quiero que tengamos secretos. Una madre y una hija no deben hacer eso si quieren sentirse unidas.
No la llamaba «cariño» desde que le llegó la regla hacía un año y medio. En previsión de ese momento, su madre ya se había aprovisionado de una caja de compresas y una especie de cinturón elástico que se ceñía a la cintura para sostener la compresa. Al enseñarle cómo se colocaba la parte alargada y vaporosa de la compresa en el prendedor había puesto la misma cara de preocupación, como si de pronto Kathy pudiese ser vulnerable de una manera imposible de explicar. Su madre prosiguió con el mismo tono afectuoso.
—Sé que me escondes algo. ¿No vas a decirme qué es?
—No te escondo nada. —Partió el resto del bizcocho por la mitad y se metió un trozo en la boca.
—Sabes que siempre te querré, hagas lo que hagas.
Kathy la miró sorprendida.
—¡Pero, mamá, si no he hecho nada! ¿Cómo puedes pensar algo así cuando ni siquiera sé de qué estás hablando?
—Entonces, ¿qué es? Quiero que seas totalmente sincera. Lo que me cuentes nunca saldrá de esta habitación, sea lo que sea.
Kathy permaneció en silencio, con la mirada fija en el suelo. En rigor no tenía ningún secreto, pero sí había algo que la preocupaba seriamente. Sabía que su madre la aconsejaría bien, pero no estaba del todo segura de poder confiarle aquello.
—Se lo contarás a papá.
—No. Siempre y cuando no tenga que ver con tu salud o tu seguridad. Por lo demás, esto queda entre tú y yo.
—No tiene que ver conmigo.
—¿Con quién, pues? ¿Con Liza? ¿Ha hecho algún comentario desagradable sobre tu peso?
—No, qué va. —¿Un comentario desagradable sobre su peso? ¿Qué comentario desagradable había imaginado su madre? Era ella quien hablaba de belleza interior.
—Pero ¿es algo relacionado con ella?
—Más o menos.
—¿Su madre está bebiendo más?
Kathy negó con la cabeza, eludiendo la mirada de su madre.
—Simplemente estoy preocupada, nada más.
—Ah, ¿y eso por qué?
Kathy se había jurado no decir nada al respecto. Imaginaba que, en cuanto descubriese la manera de inducir a Liza a confesar, las dos mantendrían conversaciones largas y sinceras hasta entrada la noche como en otros tiempos. Se recogerían el pelo con horquillas y se pondrían pomada para el acné. Con delicadeza, ayudaría a Liza a ver el error de su comportamiento y la guiaría a terreno seguro.
Su madre la examinó.
—No entiendo qué puede estar pasándole a Liza que te avergüence decirlo.
Kathy se sintió presionada, dividida entre la lealtad a su mejor amiga y el deseo de echarse en brazos de su madre.
—He prometido no decirlo.
—¿Liza se toquetea? ¿Tiene algo que ver con eso?
—¿Toquetearse con qué?
Advirtió un cambio en el rostro de su madre.
—Ay, Dios mío. ¿Le está permitiendo a Ty Eddings hacer lo que quiere con ella?
Kathy notó que unas gotas de sudor se le acumulaban en el labio superior.
—Contéstame.
Kathy masculló una respuesta, tan vaga como le fue posible para no mentir a su madre.
—Levanta la voz.
—Le ha dejado tocarle las tetas y meter la mano… —dijo, farfullando las últimas palabras.
—¿Dónde?
—Ahí abajo.
Livia la miró horrorizada.
—¿Te lo ha contado ella?
Kathy encogió un hombro.
—¿Estás totalmente segura?
Kathy calló, pero contrajo los labios en un gesto que dio a entender que lo sabía con total certeza. Al fin y al cabo, lo había leído con sus propios ojos.
Su madre la escrutó.
—No mentirías sobre algo así por venganza, ¿verdad?
—No.
—¿Hasta dónde han llegado?
—No muy lejos. Sólo toqueteos.
—¿Sólo toqueteos? ¿A eso lo llamas tú toqueteo, a poner la mano en sus partes? Es asqueroso. ¿Por encima de la ropa o por debajo?
No preveía que su madre ahondara en esa clase de detalles. El diario no lo aclaraba y Kathy no quería ponerse en evidencia. Por encima, por debajo. Tenía que elegir una de las dos.
—Por encima.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me lo habría dicho si hubiese sido por debajo.
—Bueno, menos mal. Espera aquí. Voy a poner remedio a esto.
—¿Qué vas a hacer? —gimió Kathy—. No puedes decírselo a nadie. Lo has prometido.
—No digas tonterías. Enviaron aquí a Ty Eddings para reformarse después del desafortunado incidente que provocó en Bakersfield. Si Dahlia York se entera de que yo lo sabía y no acudí de inmediato a ella, no volverá a dirigirme la palabra en la vida, y con razón. La he recibido en mi casa y se lo debo.
—Pero ¿y si Liza se entera?
—No se enterará. Confía en mí. No se mencionará tu nombre.
Kathy escuchó con algo cercano al horror mientras su madre bajaba por la escalera hacia el teléfono del pasillo. No pretendía delatar a Liza, pero su madre, al parecer, había llegado a la conclusión correcta antes de que Kathy pronunciara una sola palabra. Oyó cómo daba a la operadora el número de Dahlia York y cómo se produjo luego un silencio mientras esperaba la conexión.
A Kathy se le revolvió el estómago, como si tuviera que ir al baño. La situación se le había escapado de las manos, pero ella no tenía la culpa. No podía mentir a su propia madre, ¿no? ¿Qué clase de persona haría algo así? Además, si Liza hubiese sido sincera desde el principio, nunca habría dejado escapar una palabra porque eso era lo normal entre amigas íntimas. Los toqueteos no estaban bien. El pastor decía que despertaban tentaciones, que los chicos podían perder el control y llegar hasta el final. Así que quizá si había hablado, tanto mejor. No podía quedarse de brazos cruzados y dejar que le ocurriese algo espantoso a su amiga. Era lo que su madre le decía a Dahlia, como Kathy oyó por el hueco de la escalera:
—Seguro que ese chico se aprovecha si la situación no se corta de raíz. —Su madre habló y habló hasta que Kathy dejó de prestar atención.
En cualquier caso, ¿cómo iba a saber Liza de dónde había sacado la información la tía de Ty?