29

En cuanto llegué a Santa María, me metí en una gasolinera y llené el depósito; luego aparqué a un lado del taller y utilicé el teléfono público. Llamé al hospital donde trabajaba Daisy y pregunté por el Departamento de Historiales Médicos. Cuando se puso, le dije que estaba en el pueblo.

—¿Podría instalarme en tu casa? Tengo que pasar a máquina unas notas y hacer unas llamadas.

—Claro, no hay ningún problema. Tengo una llave escondida debajo de la maceta del porche.

—Eso no es muy buena idea, Daisy. Todo el mundo esconde la llave debajo de una maceta. Los ladrones lo saben y es el primer sitio donde miran.

—Vaya, estupendo. Me alegra saberlo. Si uno frustra a un ladrón, acto seguido se encuentra con que le han roto las ventanas y reventado las cerraduras. Ah, y cuando estés allí, ¿te importaría sacar la ropa de la lavadora y meterla en la secadora?

—Pusiste una lavadora hace nada. ¿Es que no haces otra cosa?

—Bah, es un vicio inofensivo —contestó.

En casa de Daisy, entré e hice lo que me había pedido. Después coloqué la máquina de escribir en la mesa del comedor y reuní mis notas. Me abrí paso entre las fichas, buscando cabos sueltos. Sabía que se me escapaba algo, pero al repasar las notas no se me hizo evidente. O acaso era tan evidente que lo pasaba por alto. Mientras juntaba las piezas, me tropecé con el nombre de Ty Eddings, que había estado en la finca de los Tanner con Liza la noche del viernes y, si bien ella no recordaba nada del coche que se había detenido frente a la casa, tal vez él fuera un testigo más fiable.

Llamé a Liza.

—Hola, soy Kinsey. Estoy repasando mis notas y he pensado que tal vez me sería útil hablar con Ty Eddings.

—¿Por qué?

—Para preguntarle por el hombre que vieron en la finca de los Tanner esa noche. ¿Tiene usted idea de por dónde para Ty ahora?

—No.

Esperé y luego insistí:

—¿Ni siquiera una vaga idea?

—Ya le dije que no volví a tener noticias de él, así que ¿cómo iba a saberlo? Por mí, como si está muerto o en la cárcel.

—¿Y su tía? ¿Cómo se llamaba?

—York. Dahlia. Se marchó del pueblo cuando murió su marido y no sé adónde fue.

—¿Y los hijos? Alguien me dijo que Ty tenía un primo llamado Kyle. ¿Su apellido es York?

—Sí.

—Liza, ¿por qué me lo pone tan difícil? ¿Está molesta conmigo?

Se produjo un silencio.

—No quiero echarle en cara su falta de sensibilidad, Kinsey, pero ¿no se le ha pasado por la cabeza que podría estar afectada por la muerte de Violet? —preguntó por fin con frialdad—. Lo plantea como si esto fuera: «Ah, bueno, una menos y pasemos a lo siguiente».

Hice una mueca.

—Perdone. No lo había pensado. Tiene toda la razón y le pido disculpas. Me concentro en lo que tengo entre manos y me olvido del aspecto emocional. —Silencio—. ¿Quiere hablar del tema? —La pregunta quedó poco convincente después de su crítica. Si a uno le dicen cómo debe comportarse, lo que haga después ya no cuenta.

—No especialmente. Me gustaría disponer de tiempo para llorar la pérdida en privado, si no tiene inconveniente.

—Claro. No quería entrometerme. Oiga, estoy en casa de Daisy. ¿Por qué no me llama más tarde si le apetece conversar?

Silencio. La oía respirar. Finalmente, dijo:

—Kyle York vive en San Luis Obispo. Es alergólogo. —Colgó bruscamente, con lo que mi arrepentido agradecimiento quedó en el aire.

Probé a llamar al servicio de información, donde pregunté si aparecía inscrito el doctor Kyle York. Esperaba que me dieran el número de su consulta, pero para mi sorpresa la operadora me dio a elegir.

—¿Quiere el de la consulta o el particular?

—Mejor los dos.

Me facilitó los números, que anoté en una ficha. Sabía que, si telefoneaba a la consulta, me dejarían en espera, escuchando una música espantosa, o una diligente recepcionista me interrogaría largo y tendido sobre mis razones para hablar con él. Pensaba esperar hasta el final del día y probar en su número particular, pero algo me impulsó a marcar el número. El teléfono sonó cinco veces y una mujer descolgó.

—¿Señora York? —pregunté.

—Pues sí, pero seguramente busca usted a mi nuera, y ahora no está aquí. Ha llevado al perro a la peluquería y no volverá hasta dentro de una hora y media. ¿De parte de quién? —Hablaba con voz un tanto trémula, como por falta de uso.

—¿Es usted la madre del doctor York?

—Sí. ¿Puedo ayudarla? —Pareció complacida de que reconociese su existencia. No estaba segura de que le complaciera tanto cuando le explicase lo que quería.

Dispuse de un segundo para decidir cómo conducir la conversación. La verdad no me habría llevado a ninguna parte.

—De hecho, soy una vieja amiga de Kyle de la escuela primaria. Perdimos contacto hace muchos años, pero alguien me dijo que tenía una consulta en San Luis Obispo, y pensé en llamarlo.

—Muy amable de su parte. ¿Cómo dice que se llama?

—Tanner… Tannie… Ottweiler.

—Usted debe de ser la hija de Jake Ottweiler.

—Sí, así es.

—¿Cómo está su padre?

—Está bien. Le envía recuerdos.

—Era un hombre encantador. Hará dieciséis o diecisiete años que no lo veo. Me marché de Serena Station hace un par de años, cuando me vine a vivir con Kyle y su mujer —dijo entrando en materia. Prosiguió durante un rato y quedó patente que se sentía sola y que tenía una desesperada necesidad de contacto humano. Lógicamente, me sentí como una desaprensiva, pero no la saqué del engaño. No está bien mentir a las ancianitas. Hasta yo lo sé.

Intercambiamos reminiscencias, las suyas reales, las mías inventadas. Por fin desvié la conversación hacia mis intereses.

—¿Y qué ha sido de ese primo suyo, aquel de Bakersfield?

—¿Se refiere a Ty?

—Eso. Por lo que recuerdo, volvió a Bakersfield inesperadamente y nunca más supe de él. ¿Cómo le va?

—Bien.

—¿Tiene su número de teléfono?

—Pues está en Sacramento, querida, pero no entiendo para qué quiere hablar con él si ha telefoneado para preguntar por Kyle.

—He pensado que, ya puestos, podía hacer la ronda de todo el grupo —contesté. Intentaba hablar en un tono despreocupado y alegre, pero no acababa de conseguirlo.

Percibí frialdad al otro lado de la línea. Por anciana que fuera aquella mujer, sus intuiciones seguían vivas y alertas.

—Usted es Liza Mellincamp, ¿no?

—Pues no. —Era el único momento de la conversación en que había dicho la verdad y esperaba que me creyese.

—Bueno, sea quien sea, ya le he dicho más de lo que considero prudente. Gracias por llamar, pero no vuelva a hacerlo. —Colgó con más energía de la previsible en una mujer de su edad, o eso me pareció.

Dejé el auricular y tomé un breve respiro. A veces, mentir es agotador y me deja sin aliento. No me esperaba una reprimenda así. Fui a doblar la ropa de Daisy para que me descansara la cabeza.

Volví al teléfono y llamé al servicio de información de Sacramento para pedir el número de un abonado apellidado Eddings, con el nombre o la inicial T, Ty o Tyler. Esta vez la única opción fue el número de su oficina. Resultó que Ty Eddings era abogado de un bufete con una sarta de nombres que tenía la cadencia y el ritmo de una rima infantil.

La recepcionista me puso con su secretaria, y esta me dijo que el señor Eddings estaba en el juzgado. Le di mi nombre y el número de Daisy y le pedí que me devolviera la llamada.

—¿Podría decirme de qué se trata?

—Una muerte.

—Cielos.

—Ya. En fin, así son las cosas —contesté—. Por cierto, ¿a qué rama del derecho se dedica el señor Eddings?

—Penal.

—En ese caso, dígale que se trata de un asesinato y que necesito hablar con él lo antes posible.

Luego dediqué alrededor de una hora a pasar a máquina mis notas. Era mi último día de trabajo y quería dejar a Daisy una relación ordenada de mis actividades. No estaba del todo satisfecha de mí misma. Quedaban demasiados cabos sueltos y las labores de investigación en sí no eran nada del otro mundo. Sin embargo, ella había encontrado ya a su madre, que era lo que deseaba desde el principio. Entre las muchas preguntas sin respuesta, un detalle que me inquietaba era la cortina de encaje. Foley había arrancado la primera en el transcurso de la pelea que Violet y él habían tenido el jueves por la noche, el día 2 de julio. Violet, furiosa, había arrancado las otras y las había tirado a la basura. Foley, corroído por los remordimientos, había ido a comprarle el Bel Air al día siguiente, como él mismo explicaba. Si la había matado y enterrado en el coche, ¿por qué envolvió el cadáver con la cortina? Si el cadáver se descubría —como se dio el caso—, ¿por qué iba a dejar un objeto que lo relacionaría con el asesinato? Tal vez Foley tuviera una imaginación limitada, pero no era tan tonto.

Tras mecanografiar todas mis notas, apilé las hojas de mi informe y las guardé en una carpeta. Volví a leer las distintas secciones de los periódicos que había fotocopiado, tanto anteriores como posteriores a la desaparición de Violet. Cuando llegué al artículo sobre la «reunión de ventas» de Livia Cramer, caí en la cuenta de que una de las premiadas, la señora York, era la misma señora York con quien había hablado hacía menos de una hora. Ese era el lado divertido de la información: los hechos existen dentro de un marco. Datos que podrían parecer intrascendentes en un contexto pueden servir más tarde como una pequeña ventana a la realidad.

Leía por encima el resto de los periódicos cuando tropecé con un artículo que no había visto antes. El 6 de julio, en la segunda sección, había un pequeño artículo sobre un hombre llamado Philemon Sullivan, de veintisiete años, que fue detenido por «embriaguez y alteración del orden público». La multa ascendía a ciento cincuenta dólares y le impusieron una pena condicional de ciento veinticinco días en la cárcel del condado. ¿Era Foley? La edad coincidía, y por los nombres de la guía telefónica sabía que él y Violet eran los únicos Sullivan del pueblo. Volví a comprobar la fecha: 6 de julio. El artículo no especificaba cuándo se había detenido al individuo, pero Foley no había vuelto a probar una gota de alcohol tras la desaparición de Violet, hasta la otra noche, claro, pero ¿eso qué más daba?

Saqué el listín telefónico y busqué el número de la iglesia presbiteriana donde trabajaba Foley. Levanté el auricular y de pronto vacilé. No quería tener que ir hasta Cromwell, pero no me pareció inteligente interrogarlo por teléfono. Mejor hacerlo en persona para ver cómo reaccionaba. A veces se descubren muchas cosas observando el lenguaje corporal y las expresiones faciales. Aparte de eso, esperaba la llamada de Ty Eddings, y si yo ocupaba la línea, él no podría ponerse en contacto conmigo. Me aseguré de que el contestador estaba encendido, metí la carpeta en el bolso, cogí las llaves del coche y me encaminé hacia la puerta.

Encontré a Foley en la soleada cocina de la iglesia, usando una enceradora de gran tamaño para sacar brillo al suelo de vinilo moteado de color beis y blanco. Se movía con la torpeza de un hombre dolorido. Estaba hecho una piltrafa. La hinchazón de la cara había disminuido un poco, pero eso no había mejorado su aspecto. El esparadrapo empezaba a desprenderse de la tablilla de la nariz. Tenía las cuencas de los ojos de color azul oscuro, como si se hubiese puesto sombra de ojos para dar realce al azul de sus iris. El hematoma se había extendido por las mejillas, y la fuerza de la gravedad había creado una barba de sangre subcutánea que le oscurecía la mitad inferior de la cara. Los puntos de sutura negros sobresalían de los labios todavía tumefactos como los bigotes de un bagre.

Cuando se dio cuenta de que me encontraba en la habitación, apagó la enceradora y se desplomó, agradecido, en un taburete de la cocina.

Alcancé otro taburete y me encaramé a él.

—¿No debería guardar cama?

—No me gusta quedarme ocioso. Prefiero trabajar para ganarme el sostén. ¿Qué la trae por aquí?

—He estado pensando en las cortinas de encaje con que estaba envuelto el cadáver.

Se miró las manos.

—Ojalá no hubiera arrancado aquellas cortinas. Por eso se fue. Sé que no hay vuelta atrás, pero si ella no se hubiese marchado entonces, quizás aún estaría viva.

—No van por ahí los tiros, Foley. No he venido hasta aquí para que se sienta culpable —dije—. ¿Cuándo pasaban a recoger la basura?

Tuvo que pararse a pensar.

—Los viernes.

—Pero ese viernes no debieron de pasar porque era fiesta, ¿no?

Se encogió de hombros.

—Si usted lo dice. Hace ya muchos años.

—Pues piénselo. Los bancos y las oficinas públicas estaban cerrados. No había reparto de correo, ni servicios municipales, excepto tal vez la línea de autobús si Serena Station tenía autobús por aquel entonces.

—Podría ser.

—Eso significa que las cortinas estuvieron en el cubo de basura durante dos días, todo el viernes y todo el sábado, antes de ir a parar a ese coche. El Bel Air no fue enterrado hasta pasadas las nueve y media de esa noche.

Me lanzó una mirada de desconcierto, pero yo me adelanté.

—Permítame acabar, por favor. ¿Dónde dejaba los cubos de basura?

—En el callejón detrás de la casa.

—Así que alguien podría haber robado las cortinas sin ser visto.

—¿Robarlas? ¿Para qué?

—Porque la persona ya sabía que iba a matarla y enterrarla en ese hoyo. Todo el mundo había oído hablar de la pelea y las cortinas arrancadas. Violet lo había ido contando por todo el pueblo. Así pues, si alguien llegaba a descubrir el coche, encontrarla envuelta en la cortina lo inculparía a usted.

Percibí cómo se ponían en marcha los engranajes en el cerebro de Foley. Seguí presionando.

—¿Quién es Philemon Sullivan? ¿Es usted?

—Mi madre me puso ese hombre, pero nunca me ha gustado, así que me hago llamar Foley.

—¿No lo detuvieron por embriaguez y alteración del orden público por esas fechas?

—¿Quién se lo ha dicho?

—Vi un artículo en el periódico que mencionaba una pena condicional y una multa de ciento cincuenta dólares. Fue el seis de julio, pero no consta la fecha de la detención. ¿Cuándo sucedió?

—No quiero hablar de eso ahora. Ocurrió hace mucho tiempo.

—Treinta y cuatro años para ser exactos —precisé—. ¿Qué más da, pues, si se delata a sí mismo?

Guardó silencio por un momento y luego reconoció que tenía razón.

—Me detuvieron a media tarde del viernes y pasé la noche en la cárcel. Me emborraché en el Moon y supongo que me pasé de la raya. BW llamó a la oficina del sheriff y vinieron a detenerme. Cuando acabaron de tomarme los datos, telefoneé a Violet, pero se negó a venir a buscarme. Dijo que me estaba bien empleado y que, por ella, podía pudrirme allí. Tenía tal resaca que pensé que iba a morirme. Al final, me soltaron a la mañana siguiente.

—¿El sábado, el día cuatro?

Volvió a asentir con la cabeza.

—¿Lo vio alguien?

—El sargento Schaefer salió de la comisaría al mismo tiempo que yo y se ofreció a llevarme a casa. Tom Padgett también puede confirmarlo porque lo recogimos en el camino. Se le había agotado la batería de la furgoneta y se iba a su casa a buscar cables de arranque.

—Usted me dijo que le habían encargado un trabajo, según sus propias palabras, a primera hora de la tarde del sábado. ¿Recuerda qué era?

—Sí, el sargento Schaefer me pidió que lo ayudara a armar un banco de trabajo que estaba construyendo en su cobertizo. Se me da bien la carpintería, quizá no los acabados pero sí la clase de tarea que él necesitaba. Ya tenía la madera y montamos un banco para sus herramientas eléctricas.

—¿Cuándo cumple años?

—El cuatro de agosto.

—Bueno, pues aquí tiene un regalo de cumpleaños con retraso. No es sospechoso del asesinato de Violet. Alguien cavó ese hoyo entre la noche del jueves y la tarde del sábado, pero no pudo ser usted. El jueves por la noche estaba en casa con Violet, destrozándolo todo. Después los dos fueron al Moon y se emborracharon. Alguien vio a un hombre manejar un bulldozer en la finca de los Tanner el viernes por la noche, pero a esas horas usted estaba en la cárcel. Por tanto, como estuvo usted encerrado y después ayudando al sargento Schaefer el sábado por la tarde, puede demostrarse dónde se hallaba usted a esas horas.

Me miró fijamente.

—Pues ya ve usted.

—Yo no lo celebraría aún —dije—. Le aconsejo que contrate a un abogado para guardarse las espaldas. Mientras, será un placer para mí decírselo a Daisy.

Al volver a pasar por Santa María me acerqué al taller mecánico de Steve Ottweiler. Me inquietaba el asunto del testamento de Hairl Tanner y no quería preguntárselo a Jake. Steve me llevó a su despacho, suponiendo que estaba allí por algo relacionado con los coches. Esperé hasta que decayó el parloteo.

—¿Me permite que le pregunte una cosa?

—Adelante.

—Tannie me dijo que Hairl Tanner murió un mes después que su madre.

—Es una manera de decirlo.

—¿A qué se refiere?

—Se pegó un tiro.

—¿Suicidio?

—Exacto. Era un hombre amargado, sin ilusiones. Mi abuela había muerto. Mi madre acababa de morir y no tenía razones para vivir, o al menos eso creía él.

—¿Dejó alguna nota?

—Sí. Todavía la tengo, por si duda de mi palabra.

—¿Dio alguna explicación respecto a las disposiciones de su testamento?

—¿Y eso a qué viene?

—Me pregunto por qué Hairl Tanner estaba tan furioso con su padre.

Resopló como si el comentario le hiciera gracia, pero la luz desapareció de sus ojos.

—¿Por qué cree que estaba enfadado?

—He visto el testamento.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo ha conseguido?

—Me he dirigido al juzgado y lo he consultado. He mirado también otro par de testamentos, así que no vaya a pensar que iba a por su padre. Su abuelo lo organizó todo de manera que Jake no pudiera tocar ni un céntimo, ni siquiera para usted y su hermana.

—No veo qué importancia tiene eso.

—Hoy es mi último día de investigación —aclaré—. Corresponde a la policía averiguar quién mató a Violet, pero personalmente no me gustaría dar el caso por concluido sin saber por qué murió.

—¿No se reducen a lo mismo esas dos preguntas?

—No lo sé.

—Es evidente que tiene una teoría, o no estaría aquí.

—Creo que la mataron por el dinero que había reunido para poder fugarse.

—¿Y eso qué tiene que ver con mi padre?

—Me he estado preguntando de dónde sacó el dinero para comprar el Blue Moon.

—¿Está insinuando que… que la mató por el dinero?

—Sólo pregunto cómo financió la compra del bar.

—Si quiere una respuesta a esa pregunta, será mejor que vaya al Moon y hable con él. Entretanto, no pienso quedarme aquí sentado aguantando su estúpido interrogatorio sobre un asunto del que no sabe nada.

—¿Por qué no me contesta y me ahorra el viaje?

—¿Para qué? ¿Para simplificarle la vida?

—Para evitarle a su padre tener que hablar de algo que quizá lo incomode. Creo que sabe usted más de lo que me ha contado hasta el momento.

Sabía que estaba indignado, pero vi cómo se debatía.

—Aunque dudo mucho que sea asunto suyo, le diré que mi madre tenía un seguro de vida. Mi padre cobró sesenta mil dólares, ingresó la mitad en cuentas de ahorro para Tannie y para mí e invirtió el resto en la compra del Moon. Ahora el tema está cerrado y quiero que salga de aquí antes de que llame a la policía.

Se levantó de la mesa y, sujetándome por el codo, me acompañó sin contemplaciones a la calle.

Cuando llegué a casa de Daisy, eran las cuatro y estaba lista para marcharme. Era obvio que había llegado a la fase de la investigación en que la gente no sólo empezaba a cabrearse, sino que además recurría a la grosería, el sarcasmo y los malos tratos. Steve Ottweiler tenía que ser tan consciente como yo de que era imposible verificar su afirmación acerca del seguro de vida de su madre. Jake nunca me diría el nombre de la compañía, y después de treinta y cuatro años no se me ocurría cómo obtener esa información si no provenía de él. Probablemente debería haber ido derecha a Jake y presionarle, pero la verdad es que aquel hombre me intimidaba un poco. Después de mi incursión en su despacho, Steve había tenido tiempo de sobra para telefonear a su padre y ponerlo sobre aviso. A Jake le habría bastado con repetir lo que Steve había contado, y yo me quedaría igual que antes.

Me senté y mecanografié en mi informe las tres conversaciones: con la señora York, con Foley y con Steve Ottweiler. Sólo para cubrir el expediente. A esas alturas lo hacía más por darme tiempo para seguir pensando que por realizar un trabajo concienzudo. Mientras mis dedos recorrían el teclado, tenía la cabeza en otra parte. Sonó el teléfono justo cuando terminaba, y contesté con la atención aún puesta en el papel.

—¿Diga?

—¿Señorita Millhone?

—Sí.

—Soy Ty Eddings. Me ha dejado usted un mensaje.