28

Telefoneé al Sneaky Pete’s. A lo lejos se oía la gramola y un incesante rumor de voces. Era sábado, pero sólo las siete menos cuarto y el local no estaría en plena efervescencia hasta pasadas las nueve. Tannie respondió al teléfono.

—Hola, Tannie. Soy Kinsey. ¿Tienes un momento?

—Claro, siempre y cuando no te molesten las interrupciones. Estoy atendiendo en la barra y la camarera del turno de noche ha llamado hace una hora para decir que está enferma.

—Procuraré abreviar. ¿Te has enterado de lo de Violet?

—Sí. ¿Qué le pasó a la pobre mujer? Sé que la mataron, pero nadie me ha dicho cómo.

—No sé nada de la causa de la muerte —respondí—. Supongo que saldremos de dudas después de la autopsia.

—¿La autopsia? Por lo que me han dicho, no era más que un montón de huesos envueltos como una momia y ni se le veía la cara.

—Bueno, eso no es del todo cierto. Según tengo entendido, se encontraba envuelta en una tela, pero la tela estaba medio descompuesta. Eso tiene poco de momia —aclaré.

—¿Has llegado a verla?

—Yo no, y Daisy tampoco. El inspector Nichols le dio la noticia, pero no quiso que nadie se acercara al coche.

—¿Cómo se lo ha tomado Daisy?

—Está bien. No creo que tenga plena conciencia de la realidad.

—Pensaba llamarla, pero me ha faltado valor. Quizá mañana. ¿Y tú qué querías?

—Estoy armando un horario para el fin de semana del Cuatro de Julio, intentando deducir dónde se hallaba todo el mundo. ¿Tú fuiste al parque con tu padre?

—¿No hemos hablado ya de eso? Tenía que ir con mi hermano, pero él se marchó con sus amigos, así que al final me llevó mi padre.

—¿Estuviste allí todo el tiempo?

—No lo recuerdo con exactitud, pero no veo por qué no.

—Te lo pregunto porque he localizado a la mujer que vivía al lado de la casa de los Sullivan en aquella época. Anna Ericksen. ¿Te acuerdas de ella? Entonces tenía cinco años.

—Vagamente.

—Acabo de hablar con ella y, según recuerda, su madre y ella se encontraron con vosotros en el parque. Dice que tu padre le pidió a su madre que se ocupara de ti porque tenía algo que hacer, así que te quedaste a dormir en su casa.

—No, no lo creo. No me suena de nada. Seguro que me confunde con otra persona.

—¿Recuerdas haber saltado en la cama? Dice que chocasteis y ella se cayó y se rompió el brazo.

Tannie soltó una carcajada de sorpresa.

—¿Fue ella? Dios mío, me acuerdo de la niña, pero había olvidado su nombre. ¿Ocurrió ese Cuatro de Julio? Joder, el hueso le traspasaba la piel. Era asqueroso.

—¿Tienes idea de adónde fue tu padre esa noche?

—Probablemente al hospital a ver a mi madre. Iba casi todas las noches. ¿A qué viene esto?

—No estoy segura. Es sólo un hueco que esperaba llenar.

—Puedo preguntárselo la próxima vez que hable con él y a ver qué dice.

—¿Por qué no esperas a que pueda hablar yo misma con él? Pienso volver el lunes, probablemente a primera hora de la tarde.

—¿Trabajas aún para Daisy? Creía que habías terminado.

—Podríamos decir que he de rematar la faena. Me pagó por adelantado y le debo un día.

Después de colgar, me di cuenta de que debería haberle restado aún más importancia al asunto. No quería que Jake supiese que seguía investigando. Si Tannie lo mencionaba y él necesitaba cubrirse las espaldas, tendría tiempo para inventar una excusa. Quizás era verdad que había dejado a Tannie al cuidado de la señora Ericksen para visitar a Mary Hairl. En nuestra única conversación, él no había dicho nada al respecto. De hecho, había descrito tan pormenorizadamente el comportamiento de Foley en el parque que yo había dado por supuesto que estuvo allí. No es por alardear, pero a mí se me da muy bien mentir, y sé cómo se hace. Se parece a un truco de magia, hay que atraer la atención del público hacia lo intrascendente para desviarla del juego de manos.

Hice un alto para telefonear a Cheney Phillips y charlamos un rato. Le pregunté por el congreso y lo puse al corriente de mi hallazgo. Me propuso quedar en el bar de Rosie para invitarme a una copa, pero me apetecía estar sola y pensé que lo mejor era ser franca con él.

—No es nada personal, pero sólo deseo dormir en mi cama y no hablar con nadie. En estos últimos cuatro días no he tenido ni un instante para mí y me estoy volviendo loca.

—Capto la idea. Veo que estás muy agobiada, cosa que comprendo. Llámame cuando necesites un respiro e iremos a cenar.

—Perfecto.

—Oye, Kinsey. Cuídate. Sea quien sea esa persona, cometió un crimen y ha quedado impune durante treinta y cuatro años. No va a permitir que ahora vengas tú y se lo eches todo a perder.

—Me limito a investigar los registros; después de eso se habrá acabado mi trabajo. Créeme, la parte difícil se la dejo a la oficina del sheriff. Para eso están.

Después de colgar me quedé pensando en lo que me había dicho. Sabía que tenía razón. Ya me habían rajado las ruedas, y eso fue antes de encontrarse el coche y los cadáveres. Busqué la llave y abrí el armario donde guardaba mis pistolas. Tenía tres. Mi preferida, una pequeña semiautomática de calibre 33 que me había regalado de niña mi tía Gin, se había evaporado en una explosión destinada a acabar con mi vida. Mi siguiente adquisición fue una Davis de calibre 32, que compré porque me gustaba y me expuse así a las burlas y al desprecio de todos los fanáticos de las armas que la consideraban inferior. En atención a ellos compré una H&K P7 y una H&K P13, las dos dignas de tenerse en cuenta. La P13 era en realidad más de lo que yo podía manejar con desenvoltura, así que volví a dejarla en el armario junto con la Davis. Saqué la caja de Winchester Silvertips, cargué la P7 y la metí en el bolso.

En rigor estaba preparada, pero en lugar de tranquilizarme me moría de miedo.

Pasé la mañana del domingo pasando a máquina mis notas. Después de comer me acerqué al despacho y revisé el correo amontonado en el suelo. El cartero había introducido tal cantidad de sobres por la rendija de la puerta que se habían desparramado por la moqueta como un felpudo. Eché un vistazo a las facturas y no me quedó más remedio que sentarme a extender cheques. Escuché los mensajes, que, para mi sorpresa, eran muy pocos; ninguno exigía mi atención inmediata. De camino a casa pasé por la oficina de correos y dejé las facturas pagadas en el buzón de la acera. Dediqué el resto del día a limpiar mi apartamento, una buena terapia para quienes disfrutan de la soledad. Cuando friegas la taza del váter, el riesgo de intromisión de los demás es mínimo.

El lunes por la mañana metí mi máquina de escribir y mis notas en el coche y me fui al centro de Santa Teresa. Dejé el Volkswagen en el aparcamiento público frente al juzgado, guardé la pistola en la guantera y cerré el coche con llave. Todo lo que quería llevar a cabo podía hacerse en un radio de dos manzanas y para eso no necesitaba ir armada. Mi primera parada fue la delegación local del registro de la propiedad, que se encontraba en la esquina. Buscaba información acerca de las transacciones inmobiliarias realizadas en Santa María en 1953. Las escrituras originales se inscriben y se devuelven al nuevo propietario, pero en los archivos del condado se conservan fotocopias, posiblemente para siempre. La manera más fácil de acceder a ellas era presentar una solicitud en la ventanilla del servicio de atención al cliente de una delegación local del registro de la propiedad. La mayoría de las veces trabajo con la de Santa Teresa, porque dispone de una amplia biblioteca y realizan búsquedas simples sin cobrar. En la actualidad, las escrituras aparecen ordenadas según la dirección de la propiedad, pero, en los años cincuenta, las transacciones se ordenaban por nombre. Le dije a la funcionaría que necesitaba encontrar cualquier cosa a nombre de Jake Ottweiler, Chet Cramer y Tom Padgett. Me pidió que regresase al cabo de una hora.

Crucé la calle hacia la Sala de Registros del juzgado del condado de Santa Teresa, en la acera de enfrente. Desde 1964, las herencias de los residentes de Santa Mónica se administran en la rama de Santa María del tribunal de sucesiones, pero en 1953 los testamentos se archivaban en este juzgado. Yo nunca había considerado los testamentos una herramienta hostil, pero iba a llevarme una sorpresa. El testamento de Cora Padgett no dejaba lugar a dudas. A su muerte, el 2 de marzo de 1959, se lo había dejado todo a Tom convirtiéndolo en un hombre muy rico. El Documento A anexo indicaba que los bienes raíces, incluidas una casa y cuatro funerarias, alcanzaban un valor cercano a los dos millones de dólares. Con los bienes personales de Cora —dinero en efectivo, acciones, obligaciones y joyas—, a esa cifra había que sumarle otros tres cuartos de millón. Pagué una copia sellada de su certificado de defunción, donde constaba que la causa de la muerte había sido una bronconeumonía bilateral. No había en eso nada sospechoso.

Pasé a los testamentos de los padres de Calvin y Violet. Roscoe Wilcox murió el 16 de mayo de 1951, y dejó un testamento firmado y fechado el 21 de diciembre de 1949. El 24 de mayo de 1951 se había presentado el testamento ante el tribunal de sucesiones, donde había sido autentificado; a continuación se reunieron e identificaron los bienes y se pagó a los acreedores. Las cláusulas eran sencillas. Se nombraba al hermano de Violet, Calvin Wilcox, albacea. Había dos legados concretos: el primero, la suma de diez mil dólares, que Roscoe dejaba a su iglesia, y una segunda que rezaba: «Para mi hija, Violet, en agradecimiento por el amor y la devoción que ha demostrado durante nuestra vida, la generosa suma de un dólar, que es el doble de lo que ella vale». Dejaba todos sus bienes materiales y el resto de su patrimonio «a mi esposa, Julia Faraday Wilcox, si me sobrevive, y, si no, a mi hijo, Calvin Edward Wilcox».

Julia Wilcox, según las cláusulas de su testamento, también firmado y fechado el 21 de diciembre de 1949, se lo dejaba todo a su marido o, en caso de que falleciera antes que ella, a su hijo, Calvin. El resto de disposiciones de ambos testamentos se refería a los detalles administrativos: valoración del inventario, pago de los gastos funerarios, deudas, impuestos federales y estatales y cualquier proceso de impugnación de la herencia. Era obvio que habían negado a Violet toda expectativa de dinero (excepto ese mísero dólar) a causa de su indiferencia, falta de compasión o exceso de mal carácter. Chet Cramer había insinuado que Calvin se beneficiaría con su muerte, pero como los dos testamentos eran anteriores a su desaparición, Calvin ya estaba en situación de heredarlo todo y, por tanto, no tenía nada que ganar matándola. Puede que él no sintiera el menor aprecio por ella, pero no vi razón alguna para que arriesgara su vida o su libertad por quitársela de encima. Violet era un estorbo, pero allí acababa el problema.

El testamento de Hairl Tanner fue el que me abrió los ojos. Por lo visto había redactado uno nuevo el 6 de julio de 1953, revocando así todos los testamentos y codicilos anteriores. Nombró albacea a un fideicomisario de su banco y creó dos fondos fiduciarios, uno para Steve Ottweiler y otro para Tannie. Los fondos debían acumular todo ingreso, sin reparto alguno, hasta que ambos cumplieran los veinticinco años. Disponía asimismo que sus bienes materiales se incorporaran de manera análoga al fideicomiso, también hasta que cumplieran los veinticinco años. Tuve que releer las disposiciones. En esencia decían que Steve no tendría acceso al dinero de su fondo fiduciario hasta 1962, y que Tannie no podría disponer de su parte hasta 1969. Se calculaba que sus bienes —obras de arte, objetos de plata y antigüedades— ascendían a seiscientos mil dólares, pero ninguno de los nietos podía vender, hipotecar o disfrutar de las propiedades durante años. ¿A qué venía aquello? Al principio pensé que se trataba de un castigo a sus dos nietos, pero luego se me ocurrió que el objeto de su ira era Jake Ottweiler. Aparentemente, el viejo Tanner quería asegurarse de que Jake no recibiera ni un solo céntimo de su dinero, ni siquiera para el mantenimiento de sus propios hijos. Dadas las cláusulas del testamento de Tanner, Jake se habría visto obligado a rascarse el bolsillo para cubrir los gastos de sus hijos además de los suyos propios. Si Hairl hubiese nombrado a Jake albacea o fideicomisario, al menos podría haber solicitado sumas razonables de dinero para gastos relacionados con la salud, el bienestar y la educación de los niños. ¿De dónde había sacado, entonces, Jake el dinero para su participación en la compra del Blue Moon?

Mientras estaba en el juzgado, pregunté por los DBA, un registro de solicitudes de razones sociales ficticias, con la esperanza de averiguar algo sobre cómo habían adquirido la propiedad. Por desgracia, las solicitudes expiran cinco años después de presentarse y esos archivos se tiran al cabo de diez años; el año 1953 había sido relegado a la trituradora de papel hacía ya tiempo. Probé en la delegación de Hacienda, en la acera de enfrente, de nuevo con la esperanza de obtener información relativa al Blue Moon, pero el oficinista me dijo que el sótano del juzgado se había inundado y todos los documentos anteriores a 1962 se habían perdido. Los había con suerte. En vano intentaba hurgar en los asuntos de Jake.

Me marché del juzgado y regresé a la delegación local del registro de la propiedad, donde recogí un sobre marrón lleno de fotocopias. Volví al coche y, sentada en el aparcamiento, hojeé mi pequeña pila de tesoros. Empecé por la información referente a Tom Padgett. Había una declaración jurada de defunción del copropietario, por la cual el nombre de Cora quedaba excluido de la escritura de la casa. En los siguientes años, Tom Padgett había adquirido numerosas propiedades con dinero prestado por un banco de Santa María, pero la mayor parte se había pagado, según el archivo de Liquidación de Préstamos.

Miré por encima los traspasos de bienes a nombre de Calvin y Rachel Wilcox, que no incluían nada digno de mención, y luego pasé a Jake Ottweiler. BW McPhee y él habían comprado la propiedad donde se encontraba el Blue Moon el 12 de diciembre de 1953, por la suma de veintidós mil dólares, cifra que calculé a partir de los sellos tributarios pegados en el margen izquierdo. Recordé que BW había mencionado «el par de miles» que había aportado, lo cual significaba que Jake había puesto poco más o menos veinte mil dólares. A eso debió de sumarse una cantidad considerable destinada a cubrir el permiso para la venta de bebidas alcohólicas, la ampliación y las reformas.

Allí sentada, pensé en lo que acababa de averiguar; luego arranqué el coche y, marcha atrás, salí de la plaza de aparcamiento. Había llegado el momento de echarse a la carretera.