27

Liza

Sábado, 4 de julio, 1953

Liza Mellincamp pensaba a menudo en su decimocuarto cumpleaños, que cayó el 3 de julio de 1953, el día antes de que Violet Sullivan se marchara de Serena Station. Años después, le costaba creer que hubiesen cambiado tantas cosas en esas cuarenta y ocho horas. Se había pasado la mañana de su cumpleaños limpiando su habitación. Violet iba a llevarla a comer fuera, y Liza quería estar lista con tiempo de sobra. Nunca había estado en un restaurante de verdad y apenas podía contenerse. Su madre y ella habían compartido una vez un bocadillo de atún en la cafetería de un supermercado, pero no era lo mismo.

A las nueve y media encendió su radio despertador y escuchó los seriales El romance de Helen Trent y Nuestra chica del domingo mientras se hacía la cama, vaciaba la papelera y metía la ropa sucia en el cesto. El lunes lo llevaría todo a la lavandería como cada semana. En cualquier caso, siempre acababa haciendo la mayor parte de las tareas domésticas porque en general su madre estaba tan borracha que sólo podía tumbarse en el sofá del salón, fumar y dejar marcas con las colillas encendidas en el borde de la mesa de centro de madera. Ordenó y quitó el polvo de su escritorio, la mesita de noche y las estanterías. Sacudió las alfombras en la barandilla del porche y las dejó allí para que se oreasen. Fregó el suelo de linóleo de su habitación y luego lo enceró; le gustaba ver el brillo del suelo mojado, aunque sabía que lo perdería al secarse. En el baño limpió la bañera, el inodoro y el lavabo con detergente Babbo. Las desportilladuras y las manchas eran tantas que apenas se notaría la diferencia, pero se sentía mejor sabiendo que lo había hecho.

A las once planchó su mejor blusa blanca de Ship’n Shore con cuello de Peter Pan y mangas de puntillas. Se duchó y vistió. Violet había llamado para decir que tenía una gran sorpresa, y cuando se presentó con Daisy en su casa a las doce menos cuarto, iba al volante de un flamante Chevrolet. Se echó a reír al ver la expresión de asombro en los ojos desorbitados de Liza, que no recordaba siquiera haberse sentado nunca en un coche nuevo, y ahora allí estaba, maravillada de los flancos blancos de los neumáticos, el salpicadero, la tapicería y las lustrosas manijas cromadas de las ventanillas.

Violet las llevó a Santa María, donde las tres comieron en el salón de té del hotel Savoy. Liza y Violet tomaron cóctel de gambas de primero y luego una tacita de consomé de pollo y un plato de canapés: pan integral con queso fundido y nueces picadas, ensalada de huevo, ensalada de jamón, incluso una con berros y rabanitos cortados en finas rodajas. Violet y ella comieron con los meñiques en alto, haciéndose las damiselas. Daisy tomó fideos con mantequilla, que era prácticamente lo único que comía aparte de pan con mermelada de uva. De postre tomaron pastel relleno, y el trozo de Liza llegó con una vela, que apagó de un soplido, ruborizándose de placer mientras los camareros cantaban a su alrededor. Justo en el momento en que pensaba que la vida no podía ser más perfecta, Violet le entregó una cajita envuelta en un precioso papel de color lavanda. Liza abrió el regalo con dedos trémulos. Contenía un medallón de plata en forma de corazón no mayor que una moneda de cincuenta centavos. Dentro había una pequeña fotografía de Violet.

—Y mira esto —dijo.

Apartó la foto y dejó a la vista un segundo compartimento en forma de corazón detrás del primero.

—Este es para tu verdadero amor —dijo Violet señalando el hueco vacío—. Auguro que en menos de un año sabrás exactamente quién es.

—Gracias.

—Vamos, cielo, no llores. Es tu cumpleaños.

—Es el mejor día de mi vida.

—Tendrás otros mucho mejores, pero disfrútalo. Ven, vamos a ponértelo.

Liza se volvió y se levantó el pelo mientras Violet le abrochaba el cierre. Liza se llevó la mano al medallón, que había encontrado su sitio en el hoyuelo de su garganta. La plata ya estaba caliente por el contacto con la piel. Su amuleto. No podía dejar de tocarlo.

Violet pagó el almuerzo con billetes que sacó de un grueso fajo, asegurándose de que todo el mundo la viera. Estaba como unas pascuas y comentó más de una vez que pronto la vida iba a ser mucho mejor. Liza pensó que si eso era realmente cierto, no habría tenido que repetirlo cuatro veces durante la comida, pero Violet era así.

—Ay, casi me olvido —dijo—. Necesito una canguro para mañana por la noche. ¿Estás libre?

La sonrisa desapareció de los labios de Liza.

—Pues no. Kathy y yo vamos a los fuegos artificiales.

Violet la miró por un momento con consternación, ya que había supuesto que accedería.

—¿No podrías saltártelo sólo por esta vez?

—No lo sé. Le dije que la acompañaría, y no quiero faltar a una cita.

—Créeme, si quedas con una chica, no es una cita. Es matar el tiempo.

—¿No puedes pedírselo a otra persona?

—Por Dios, Lies. ¿A estas alturas? Ya no hay tiempo. Además, Kathy es una amargada. He visto cómo te lleva por donde quiere. ¿Es que nunca vas a plantarle cara?

—Quizá pueda quedarme un rato. Hasta las nueve menos cuarto. Podríamos ir al parque más tarde.

Violet miró fijamente a Liza con sus ojos de color verde claro.

—Si te quedas hasta que yo llegue, puedes llevar a Ty. Sabes que no me importa. Perderse los fuegos artificiales tampoco es para tanto. Ya los verás el año que viene.

Liza se sintió apenada. ¿Qué podía decir? El día había sido tan perfecto, y todo gracias a Violet, quien, al fin y al cabo, no estaba pidiéndole nada extraordinario.

Con los ojos muy abiertos, Violet dijo:

—Por favor, te lo ruego. No puedes consentir que Kathy ocupe todo tu tiempo. Necesito tu ayuda, de verdad.

Liza no veía manera de negarse. Le hacía canguros a Violet con mucha frecuencia. Violet había contado con ella aunque se hubiera olvidado de decírselo. Y últimamente Kathy había estado muy pesada.

—Bueno, vale. Quizá pueda hacer algo con ella el domingo.

—Gracias, cariño. Eres un encanto.

—No hay de qué —dijo Liza ruborizándose de placer. Cualquier halago la complacía.

Después de comer, como colofón, Violet llevó a Liza y a Daisy a ver una película en tres dimensiones titulada Bwana, diablo de la selva, con Robert Stack y Barbara Britton. La habían estrenado siete meses antes, pero no había llegado a Santa María hasta hacía poco. Las tres se instalaron en los asientos de primera fila con sus gafas de cartón y aquellos labios de golosina, que sujetaban con los dientes y habían comprado para divertirse, y se pusieron a comer palomitas de maíz y chocolatinas. Violet le explicó que para ver las primeras películas en tres dimensiones, las gafas que regalaban tenían una lente verde y otra roja. Pero estas eran de una tecnología nueva, Polaroid, con las dos lentes traslúcidas, aunque Violet no sabía muy bien cómo funcionaban unas y otras. No se explicaba por qué una lente roja y una verde producían un efecto en tres dimensiones, dijo. Salieron los créditos y se acomodaron a ver la película. Por desgracia, la primera vez que un león saltó de la pantalla hacia ellas, Daisy se puso histérica y se echó a llorar de tal modo que Liza tuvo que sacarla al vestíbulo y quedarse allí sentada durante una hora. Aun así, fue el mejor cumpleaños que Liza recordaba, y lamentaba que el día terminase.

Cuando regresaron a casa de los Sullivan, Liza se quedó con Daisy durante una hora mientras Violet hacía un recado. Por suerte, Foley no llegaba a casa hasta las seis, así que no tuvo que tratar con él. Fiel a su costumbre, Violet se retrasó y Liza no llegó a su casa hasta eso de las seis menos cuarto. Al oírla, su madre la llamó al salón. Liza esperó en la puerta mientras su madre, con notable esfuerzo, se sentaba en el sofá. Al ver la mirada perdida de su madre, tan habitual en ella, a Liza le entraron ganas de gritar.

—¿Qué? —dijo. No quería echar a perder su buen humor, pero sabía que no le convenía desoír a su madre.

—Una advertencia. Ha venido Kathy Cramer con tu regalo de cumpleaños y, al ver que no estabas, ha puesto esa cara tan peculiar suya. —Su madre arrastraba sólo un poco las palabras. A su manera, se dio cuenta de lo que pasaba.

A Liza se le cayó el alma a los pies. Lo último que deseaba era que Kathy se enterase de que había comido con Violet y había visto después Bwana, diablo de la selva. Kathy llevaba semanas hablando de Bwana, diablo de la selva, intentando convencer a su padre para que las llevara al pueblo y las dejara en el cine. Liza no se sentía en la obligación de esperar e ir con ella, pero le constaba que Kathy lo vería de otra manera.

—¿Qué le has dicho?

—Ya no me acuerdo. Me he inventado una excusa. Ha empezado a aporrear la puerta como si la casa estuviese ardiendo; yo estaba profundamente dormida y me ha despertado. Le he chillado para que echara el freno, pero cuando he llegado a la puerta, ya se comportaba como si llevara un palo metido por el trasero. Le he dicho que no tenía ni idea de dónde estabas y se ha puesto insolente y malhumorada. De verdad, Liza, ¿qué ves en ella? Se ha encadenado a ti como una roca y te está hundiendo.

—¿Has mencionado a Violet?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—¿Dónde has puesto el regalo?

—Lo ha llevado ella a tu habitación y ha dicho que lo dejaría en tu mesa.

Liza fue derecha a su habitación, temiendo de pronto que Kathy hubiese aprovechado la ocasión para fisgonear. Su habitación seguía como ella la había dejado, pero cuando fue a mirar el diario, oculto detrás de la estantería, ya no supo si lo habían tocado o no. Se sentó en la cama y lo hojeó, una sensación de inquietud la invadía. Había recogido allí todos los detalles de su relación con Ty Eddings, y si Kathy había leído las últimas entradas, estaba perdida. Según Kathy, incluso la utilización de Tampax Júnior era una afrenta al concepto de Pureza Absoluta.

Liza buscó un nuevo escondrijo para el diario y luego, sentada en la cama, abrió el regalo de Kathy, envuelto primorosamente en papel floreado con un precioso lazo rosa encima. El rosa era el color favorito de Kathy. Liza prefería los tonos violeta, igual que Violet.

Cuando descubrió lo que le había regalado Kathy, apenas pudo dar crédito a lo que veía. La caja de polvos con aroma a lirios era la misma que ella le había regalado a Kathy por su cumpleaños en marzo del año anterior. Miró el dorso de la caja y, en efecto, allí estaba el adhesivo de la perfumería que ella había roto por la mitad al intentar arrancarlo. Saltaba a la vista que Kathy no había utilizado los polvos y no recordaba quién se los había regalado. ¿Y ahora qué?

A Liza lo que menos le apetecía era llamarla. Por otro lado, pensaba que más le valía quitárselo de encima cuanto antes. Si Kathy había leído el diario, no desperdiciaría la ocasión para reprenderla y censurarla, con la superioridad esa de siempre.

Liza fue al teléfono del recibidor y marcó el número de Kathy. Contestó la señora Cramer.

—¿Señora Cramer? Hola, soy Liza. ¿Está Kathy?

—Un momento. —Tapó el micrófono con la mano y Liza la oyó gritar hacia el piso de arriba—. ¡Kathy! Liza al teléfono.

Se produjo un largo silencio mientras Kathy bajaba ruidosamente por la escalera.

—Espero que hayas tenido un feliz cumpleaños —deseó la señora Cramer mientras esperaban.

—Así ha sido. Gracias.

—Aquí está.

Kathy cogió el auricular y, con voz apagada y remota, dijo:

—Hola.

—Hola. Llamaba para darte las gracias por los polvos de talco. Me han gustado mucho.

—De nada. —Incluso esas dos palabras tenían un tono cortante e impertinente.

—¿Te pasa algo?

—¿Por qué lo dices?

—Kathy, si te molesta algo, dímelo.

—Pues, a ver, ¿dónde estabas? Eso me molesta. Habíamos quedado.

—¿Ah, sí?

—Sí. Esta tarde. Mi madre tenía que llevarnos a la tienda… —Una sensación de frío envolvió a Liza mientras Kathy proseguía con su tono acusador de mártir—. Teníamos que elegir un patrón y una tela para hacernos unas faldas y unas blusas a juego para nuestro vestuario de otoño. ¿No te acuerdas?

—Recuerdo que lo mencionaste, pero de eso hace semanas y no hablamos de ningún día.

—Porque era evidente. Era para tu cumpleaños, Liza. No me pareció que hubiese que decirlo siquiera. Hemos ido a tu casa a buscarte para comer y no estabas. Y tu madre tampoco sabía dónde te habías metido.

—Lo siento. No me acordaba…

—¿Cómo has podido olvidarte? Siempre pasamos nuestros cumpleaños juntas. Es una tradición.

—Lo hemos hecho dos veces —contestó Liza. Sabía que pagaría por la impertinencia, pero no había podido contenerse.

—En fin, parece que es más importante para mí que para ti —reprochó Kathy.

Liza no supo qué contestar, así que no dijo nada.

—¿Y adónde has ido? —preguntó Kathy.

—A ningún sitio en particular. Sencillamente he salido.

—Ya sé que has salido. Te pregunto adónde.

—No es asunto tuyo. —La propia Liza se sorprendió de su mal genio, pero estaba harta de seguirle la corriente a Kathy.

—Sí es asunto mío, Liza, porque quiero saber qué es tan importante como para que me des plantón.

—No te he dado plantón. Me he olvidado, ¿vale?

—Ya sé que te has olvidado. ¡Ya me lo has dicho mil veces! No hace falta que me lo restriegues por las narices.

—¿Por qué estás tan enfadada? —preguntó Liza—. Ha sido un error sin mala intención.

—No estoy enfadada. ¿Por qué iba a estarlo? Te he pedido una explicación. Ya que has sido tan grosera de faltar a nuestro acuerdo, creo que me la debes.

Liza sintió que la ira se apoderaba de ella al ver que Kathy la había arrinconado. Si le decía dónde había estado, Kathy armaría un escándalo o se pasaría varios días enfurruñada, o las dos cosas, pero por nada del mundo lo dejaría correr. Liza ya lo había visto antes. Cuando Kathy se enfadaba con alguien, era implacable.

—Tenía algo que hacer.

—¿Qué tenías que hacer? —preguntó Kathy exasperada.

—¿Y eso qué más da?

—O sea, no vas a decírmelo. Muchas gracias. Yo nunca te haría una atrocidad así…

—Va, no exageres. No es para tanto.

—Pensaba que yo era tu mejor amiga.

—No he dicho que no lo seas.

—Pero esto no se le hace a tu mejor amiga: guardarle secretos y tratarla mal.

—Yo no te he tratado mal.

—¿Sabes una cosa? Esa es la diferencia entre tú y yo, eso que acabas de decir. Eres incapaz de reconocer la verdad. Rearme Moral me ha convertido en una persona mejor; para ti, en cambio, el Altruismo Absoluto no significa nada. Tú haces lo que quieres, cualquier cosa que te venga en gana, y luego mientes…

—Tengo que colgar —se excusó Liza—. Mi madre me llama.

—¿Sabes qué? —dijo Kathy con voz trémula—. ¿Sinceridad Absoluta? Me has hecho daño. Mucho. Me he pasado toda la semana ilusionada con la idea de verte. Iba a ser el mejor momento del día. Ponte en mi lugar y piensa cómo me he sentido al enterarme de que ni siquiera me habías dejado una nota.

—Kathy, pero si no lo he hecho a propósito. Ha sido un error.

—¿Y por qué no me has llamado al llegar a casa?

—Eso es lo que estoy haciendo. Estoy hablando por teléfono. Te estoy llamando. ¿Qué más puedo hacer?

—Sí, ya, pasadas varias horas.

—¡Acabo de entrar por la puerta!

—¿Has estado fuera todo el día?

—Pero ¿por qué te pones así?

—Yo no me pongo de ninguna manera. ¿Así que ahora la culpa la tengo yo?

—No he dicho que tengas la culpa, pero no debes hacer una montaña de un grano de arena. Tú también vas a sitios sin mí. ¿Por qué no puedo ir yo a un sitio sin ti?

—Bien, que así sea. Lamento haber sacado el tema.

Liza se vino abajo. Aquello continuaría durante el resto de su vida a menos que encontrase una escapatoria.

—Oye, lo siento mucho, ¿vale? Te pido disculpas.

Siguió un breve silencio. A Kathy no le gustaba abandonar la posición de poder.

—¿Lo dices en serio?

—Sí. De todo corazón. No quería decirte dónde he estado porque tiene que ver con mi madre y su…, ya sabes…, su problema.

—Ay, pobre. ¿Por qué no me lo has dicho?

—Me daba vergüenza. Espero que me perdones.

—Claro. Lo entiendo perfectamente. Pero, la verdad, si hubieras confiado en mí, nos habríamos ahorrado este malentendido.

—Lo haré la próxima vez. Siento no haber sido del todo sincera contigo.

—No te preocupes, Liza, no tienes la culpa de lo que le pasa a tu madre.

—Te agradezco que seas tan comprensiva. —Puesto que ya se había rendido, ¿por qué no arrastrarse a sus pies también?

—¿Y a qué hora quieres ir al parque mañana por la noche? ¿Las seis te parece demasiado pronto? He preparado unos huevos duros con salsa. He pensado que podíamos hacer un picnic. —Liza no supo qué decir—. ¿Liza?

—Aquí estoy. El problema es que no puedo ir. También te llamaba por eso. Mi madre está medio enferma y debo quedarme en casa porque me necesita.

—Pero ¿no se habrá recuperado mañana?

—No estoy segura. No creo. No tiene muy buen aspecto.

—¿No puedes dejarla siquiera una hora?

—Será mejor que no.

—¿Qué le pasa?

—No lo sé. Voy a llamar al médico en cuanto cuelgue. Lleva todo el día enferma y podría ser grave.

—¿Quieres que vaya a hacerte compañía? No me importa perderme los fuegos artificiales. Podríamos preparar unas palomitas.

—Mejor que no. Podría ser contagioso. Ahora mismo me está llamando, así que tengo que colgar. Ya hablaremos mañana, ¿vale?

—Claro. Espero que se mejore.

—Yo también.

Cuando Liza volvió a colocar el auricular en la horquilla, tenía la espalda húmeda. Se repitió la conversación una y otra vez para sus adentros, reproduciendo el tono de Kathy, lamentando no haber reaccionado antes a su agresividad. No debería haber mentido acerca de su madre, pero ¿qué otra cosa podía hacer? No creía que Kathy fuese a enterarse. Sabía que la compadecía por el alcoholismo de su madre y le decía a menudo que rezaba por ella en la iglesia, aludiendo al Amor Absoluto. A Liza eso no le parecía amor, pero ¿qué sabía ella?

Decidió prepararle temprano la cena a su madre porque había quedado con Ty esa noche. Estaba impaciente por contarle todo lo que había dicho Kathy. A Ty no le caía bien Kathy y le alegraría saber que por fin se había enfrentado a ella. Al menos durante un rato. No podía resolverse todo al mismo tiempo.

Puso el agua a hervir para el arroz instantáneo y luego abrió una lata de maíz y otra de judías verdes. Procuraba que su madre llevase una dieta equilibrada, pero la mitad de las veces ella no quería comer, le diera lo que le diera. Dos noches antes le había servido jamón en lata, así que lo sacó de la nevera y cortó una rodaja, que frio con margarina. En cuanto la comida estuvo lista, lo dispuso todo en una bandeja, añadió una servilleta de papel y cubiertos y la llevó al salón. Su madre estaba traspuesta, y un cigarrillo ardía aún en el cenicero. Liza lo apagó y volvió a llevarse a la cocina la bandeja con la cena. La dejó en la encimera, donde su madre la vería más tarde. A continuación fregó los cacharros y los guardó.

Ty la recogió a las nueve con la furgoneta de su tío, que le pedía prestada siempre que podía. Cuando Liza subió, él le dio un paquete con un torpe lazo.

—¿Qué es esto? —preguntó ella mientras sacaba una botella que parecía champán.

—Cold Duck. La he comprado en el supermercado para celebrarlo. Feliz cumpleaños.

—¿Has comprado alcohol?

—Aparento veintiún años y siempre compro. El cajero ni siquiera me pide el carnet.

—Más vale que tu tía no se entere.

Él sonrió, luciendo unos dientes radiantes y hoyuelos.

—Te he traído otra cosa, pero eso es para más tarde.

Liza, sonrojándose, también sonrió. Nunca había recibido un regalo de un chico. En ese momento, esperaba una pulsera con los nombres de ambos grabados, algo con que conmemorar su amor.

Fueron a la finca de los Tanner, como en las dos ocasiones anteriores. No podían rondar por el pueblo. Si los veían juntos, él tendría problemas con su tía.

La nueva carretera había sido apisonada, pero sólo estaba pavimentada en parte. Habían excavado una zanja para un conducto subterráneo y habían llevado con una grúa tramos de tubería acanalada. Al salir por la vía de servicios, vieron un cartel provisional donde se leía CARRETERA CORTADA, que impedía el acceso. Una hilera de conos de color naranja se extendía de un lado a otro de la carretera para disuadir aún más a los conductores, y habían añadido otro letrero de prohibido el paso. Por lo visto, iban en serio. Como el Cuatro de Julio caía en sábado, las oficinas públicas habían declarado festivo el viernes, el día anterior. Los juzgados, correos, las bibliotecas y los bancos estaban todos cerrados. Según parecía, los trabajadores de obras públicas también hacían puente.

Ty rodeó la barrera y dejó atrás los montículos de tierra y la maquinaria pesada. Un bulldozer resplandecía en la menguante luz del día. Él había inspeccionado la casa y los jardines antes de que fueran ahí por primera vez y había descubierto el cobertizo abierto que ahora utilizaba para esconder la furgoneta. La ayudó a salir por el lado del acompañante y la llevó de la mano hasta el amplio porche de madera de la parte de atrás de la casa. A lo lejos oyeron tenuemente el susurro del tráfico de la 101.

—Espera un momento —dijo Ty. Regresó a la furgoneta y volvió poco después con un fardo bajo el brazo—. Un saco de dormir —aclaró.

Con la mano en la espalda de Liza, la guio a través de la cocina a oscuras y por la escalera de servicio hacia arriba. Después de pasar la casa tanto tiempo cerrada, el ambiente estaba cargado. En cuanto llegaron al dormitorio principal de la parte delantera, Ty abrió todas las ventanas para que saliera el calor acumulado. La brisa que entraba era cálida, pero al menos circulaba el aire. Extendió el voluminoso saco de dormir y, cogiéndola de la mano, la sentó a su lado de un tirón.

Abrió la botella de vino y le ofreció el primer trago. Sabía mejor de lo que ella esperaba, y le gustó la sensación de calor y mareo que le produjo. Se pasaron la botella de uno a otro hasta beberse la mitad. Liza se tumbó de lado, apoyando la cabeza en la mano, y hablaron en susurros. Empezó a contarle lo sucedido con Kathy, pero él la interrumpía una y otra vez con besos y miradas profundas y elocuentes.

—Ah, tu regalo —dijo—. Casi me olvidaba.

Sacó un frasco de vaselina y se lo tendió con una sonrisa.

—¿Y esto para qué es?

—Ya sabes. Por si acaso.

Liza sintió un nudo en el estómago y se incorporó.

—No creo que debamos hacerlo. No es buena idea.

—No te preocupes. No tienes que decidir nada ahora mismo. Lo dejo completamente en tus manos —dijo Ty.

La atrajo hacia sí y volvió a besarla. A esas alturas habían pasado de los inocentes toqueteos de las primeras citas a un territorio más traicionero, y Ty daba por hecho que en cada nueva cita volverían al mismo punto donde lo habían dejado. Estaba resuelto a desnudarla por completo. Liza era un tanto reacia, pero sabía que no podía negarse. Los besos le gustaban, y tenía suerte de que él la hubiese elegido a ella cuando cualquier otra chica del colegio habría ocupado su lugar de buena gana. Por un momento, sintió como si estuviera flotando, arrastrada por la determinación de él y su propia incapacidad para resistirse. En el fondo de su mente, una vocecilla le susurraba que la insistencia de él y las imposiciones de Kathy no eran tan distintas, pero estaba amodorrada por el vino y demasiado relajada para importarle. Le era más fácil ceder que protestar. Al fin y al cabo, tampoco podía decir que no le gustara.

Mientras él le besaba el pecho desnudo, ella vio el destello de unos faros en el techo. Abajo crujió la grava, y el vehículo se acercó tanto a la casa que oyeron el chirrido del freno de mano. Liza ahogó una exclamación y se soltó. Ya estaba a cuatro patas cuando oyó el portazo del coche.

—¡Dios mío! ¡Ha venido alguien!

Ty se acercó a gatas a la ventana y miró.

—No te asustes. No pasa nada. No viene hacia aquí.

Liza se aproximó a él sigilosamente y asomó sólo los ojos por encima del alféizar. El conductor estaba al otro lado del vehículo, aparcado a diez metros. Le llegó el olor a tabaco antes de ver el ascua roja en el extremo del cigarrillo.

—¿Quién es? —preguntó Liza.

—Debe de ser un guardia de seguridad. Parece que ha venido a echar un vistazo a la maquinaria.

—Tenemos que salir de aquí. —Liza volvió a rastras al saco de dormir y recogió su ropa y los zapatos.

Ty se puso los vaqueros y fueron en completo silencio al cuarto ropero al otro lado de la habitación, donde se encerraron. Allí acabaron de vestirse a toda prisa. Liza estaba tan nerviosa que casi se orinó. Ty la miró y preguntó:

—¿Estás bien?

—¿Y si ve la furgoneta? Sabrá que hay alguien aquí.

Ty abrió la puerta del ropero y asomó la cabeza. La casa estaba a oscuras, pero Liza distinguió su perfil. Era tan guapo… Él le hizo una seña y los dos salieron del escondite. Ella aguzó el oído, pero no oyó la menor señal de actividad dentro de la casa. Ty la cogió de la mano y se aproximaron a la ventana para volver a mirar. Liza vio el balanceo del haz de la linterna mientras el hombre cruzaba la carretera y desplazaba los conos a su paso.

—Salgamos de aquí —dijo Ty—. Creo que podremos llegar a la furgoneta antes de que vuelva.

Salieron a tientas de la habitación y recorrieron el pasillo de puntillas hasta llegar a la escalera de atrás, por donde bajaron. Sin darse cuenta de que Ty se había detenido para escuchar otra vez, Liza tropezó y casi se cayó encima de él. Nada. Ella se agarró a la camiseta de Ty cuando pasaron ante la despensa y cruzaron la tenebrosa cocina, bañada en una tenue luz gris. La luna, en cuarto menguante, se veía por una de las ventanas.

Fuera caminaron por la hierba a paso rápido hasta el cobertizo. Ty buscó a tientas la puerta del lado del conductor. Liza montó primero y se arrastró hasta el otro asiento para dejarle sitio. Ty subió detrás y se sentó al volante. Cerró la puerta con cuidado, procurando no hacer el menor ruido. A continuación se quedaron inmóviles, sin atreverse casi a respirar. Ty se volvió y miró por la luna trasera hacia el jardín a oscuras. La casa impedía ver la parte delantera, pero mirar hacia donde les llegaba el sonido creaba la ilusión de oírlo más nítidamente.

—¿Crees que debemos arriesgarnos? —preguntó Liza.

—Todavía no.

De pronto, Liza recordó algo y apoyó la mano en el brazo de Ty.

—¡Nos hemos olvidado el saco de dormir!

—No te preocupes. Ya lo recogeremos la próxima vez.

—Pero ¿y si lo encuentra?

Ty se llevó un dedo a los labios y los dos se callaron otra vez. Pasaron diez minutos que se hicieron eternos y oyeron el gruñido de una de las grandes máquinas al cobrar vida el motor y romper el silencio. Como el estruendo continuó, Ty aprovechó la circunstancia, pensando que el sonido del motor de su propia furgoneta quedaría ahogado. Salió del cobertizo marcha atrás y recorrió la vía de servicios con los faros apagados.

Al salir de la finca vieron entrar desde el otro lado una silueta tan imponente como la de un tanque. Ty siguió por la vía de servicios mientras Liza rezaba para no estrellarse contra un árbol. Finalmente, Ty se atrevió a encender los faros antiniebla, que proporcionaron iluminación suficiente para escapar con una lentitud agónica.

El sábado por la mañana, Cuatro de Julio, Liza telefoneó a casa de los Cramer. Esperaba poder hablar con Kathy y mencionar de pasada la enfermedad de su madre para dar mayor verosimilitud al embuste. Repetir la misma mentira más de una vez le daba más visos de realidad. Contestó la señora Cramer y dijo que Kathy no podía ponerse. Empleó un tono frío, y Liza adivinó que Kathy le había contado su pelea.

—Bueno, ¿le dirá que he llamado?

—Claro.

Liza pensó que Kathy no se enteraría de que le hacía un canguro a Violet en lugar de quedarse en casa con su madre como había dicho. Ty le había suplicado que le permitiera ir a casa de los Sullivan y hacerle compañía y, naturalmente, ella accedió. A primera hora de la tarde se pasó por casa de Violet. Foley había salido, y Liza confiaba en poder mantener una conversación franca con Violet. Por desgracia, Daisy estaba en la habitación, jugando con sus muñecas de papel, y a Liza no le pareció aconsejable abordar aquel tema. Se quedó un rato y luego volvió a su casa. Se sentó en una vieja tumbona de aluminio en el porche delantero, con la esperanza de que Kathy pasara por delante de su casa y la viera allí.

A las seis y cuarto volvió a casa de los Sullivan, donde cuidó de Daisy en la bañera mientras Violet y el pomerano ladrador salían por la puerta. Ayudó a Daisy a secarse y a ponerse el pijama. Se sentaron a la mesa de la cocina y comieron helado de vainilla hasta las ocho y cuarto. Daisy se confundía fácilmente con la hora, así que Liza le dijo que eran las nueve y la obligó a acostarse. Liza le dio la pastilla que Violet le había dejado y la vio tomársela con medio vaso de leche. Al cabo de veinte minutos dormía plácidamente bajo las sábanas remetidas.

Liza salió por la puerta trasera y se sentó en una de las dos tumbonas orientadas hacia el descuidado jardín. La cerca de madera no alcanzaba los dos metros, pero una espesa maraña de madreselva se elevaba por encima impidiéndole ver la calle. Hacía calor y la camiseta se le pegaba a la espalda. Volvió a entrar y se sentó en el salón, donde encendió la luz del techo y dejó que el aire del ventilador de mesa le acariciara el rostro.

A las nueve oyó que Ty rascaba la mosquitera de la puerta de atrás. Desde el otro lado de la puerta la miró de forma tan voraz y paciente como un zorro. Ella lo dejó pasar y él la besó, apretándose contra ella. Por una vez, Liza tuvo la presencia de ánimo de apartarse de él.

—Ty, no voy a hacer nada contigo en esta casa. ¿Y si se despierta Daisy o vuelven los Sullivan?

—Vamos. Foley está en el parque y he visto a Violet a toda velocidad por la carretera en el elegante coche ese que tiene. Los dos tardarán horas en volver.

—Me da igual. No voy a hacerlo.

—¿Y si vamos a mi furgoneta? La tengo aparcada en el callejón de atrás. He extendido unas mantas en la caja y podemos tumbarnos ahí y ver las estrellas.

—¿Estás loco? No puedo dejar a Daisy sola.

—No he dicho que vayamos a ir a ninguna parte. Se trata sólo de un sitio donde podemos estar solos y hablar sin despertarla.

—No me parece bien. Tengo que quedarme en la casa.

—¿Te lo ha dicho Violet con esas palabras?

—No, pero para eso me paga.

—Media hora. Una hora. Nadie va a enterarse.

Ty, adulándola y camelándola, lo pintó todo como si fuera de lo más sencillo e intrascendente. Al final, ella cedió y lo siguió por el jardín hasta la furgoneta. Por supuesto, tan pronto como se tumbaron en la caja, él se abalanzó sobre ella. Era una noche cálida, pero Liza no pudo evitar estremecerse. Tenía los dedos tan fríos que tuvo que meterse las manos bajo las axilas. Ty estaba muy atento. Había llevado dos vasos de papel y otra botella de Cold Duck. Liza bebió más de la cuenta, con la esperanza de calmarse. Mientras hablaban, empezaron los fuegos artificiales en Silas. Oyeron las detonaciones y, al cabo de un momento, chispas verdes y azules salpicaron el cielo y llovieron ramilletes rojos como paraguas. Se quedaron media hora mirando, absortos. Como en una película que había visto Liza donde una pareja se besaba una y otra vez y de pronto el viento apartaba las cortinas y se veía el cielo iluminado.

Al cabo de un rato perdió la noción del tiempo, y ya ni siquiera le importaba cuánto llevaban allí. Se sentía muy cerca de él. Ty la rodeó con los brazos y le susurró al oído:

—¿Cómo estás, Lies? Tengo que cuidar de ti para que no te enfríes. —Deslizó la mano bajo la camiseta de ella.

—No, eso no.

—Pero si no hago nada. —Le desabrochó el pantalón corto y le acarició el vientre.

—Quizá deberíamos dejarlo.

—Dejar ¿qué?

—No podemos seguir con esto.

—¿No te gusta?

—Sí, pero no quiero pasarme de la raya, ¿vale?

—Sólo déjame tocarte una vez —dijo él. Había conseguido meterle un dedo entre las piernas.

Ella le agarró la mano y lo detuvo.

—Espera. No puedo hacerlo. Tengo que entrar. ¿Y si vuelven a casa?

—No volverán. Nunca llegan antes de cerrar el Moon. Ya los conoces. Están por ahí bebiendo y pasándoselo bien, y nosotros estamos aquí al lado de la casa. A Violet no le importará. Le caigo bien.

—Lo sé, pero debemos tener cuidado.

—Lo haré, tendré cuidado. Toma, bebe un poco más de vino. Es que estoy loco por ti, Liza. ¿No me quieres aunque sólo sea un poco? Sé que me quieres. —Tomó el vaso vacío de la mano de ella y le susurró junto al pelo, besándole el cuello y los pechos hasta que ella se puso al rojo vivo—. Sé buena. Por favor, sé buena conmigo sólo esta vez.

Liza debería haberse apartado, pero se sentía ingrávida, pasiva, como si no pudiera controlar lo que ocurriría a continuación. Él siguió adelante, diciéndole que la amaba, que era un tormento no tenerla amándola como la amaba. Para entonces le había quitado ya el pantalón corto.

—Déjame metértela —susurró—. Sólo una vez. Por favor.

Al principio ella se negó, pero a él le excitaba tanto la idea, e insistió de tal modo, que ella se rindió. ¿Qué mal había si ella también lo deseaba?

—¿Me prometes que te retirarás a tiempo?

—Claro, te lo juro. Nunca haría nada que te perjudicase. Te quiero. Estoy seguro de que te quiero. Ángel mío, te deseo tanto que me estoy volviendo loco.

Ella se sintió al mismo tiempo poderosa y asustada, pero él era tan guapo y temerario. Nadie le había dicho jamás cosas tan increíbles. Lo veía tan dulce y ansioso. Aunque tenía los ojos cerrados, oyó el susurro de la ropa de él. Dejó escapar una exclamación al sentir el contacto de su cuerpo desnudo. Era suave y musculoso. Tenía la piel caliente y olía a jabón. No recordaba de dónde había salido el tarro de vaselina, pero allí estaba. Y él se apretaba contra ella, le cogía la mano para que lo guiase, se restregaba contra ella, deseaba que ella se abriese ante él, y por fin ella lo hizo. Sabía que él ya había ido demasiado lejos, pero había embestido. Enseguida empezó a moverse y no pareció oír las débiles protestas de ella. Ty se movió una y otra vez hasta que dejó escapar un gruñido, como si levantase un gran peso. Gimió, sin aliento, y de pronto se desplomó sobre ella, relajado.

—Ah, Lies. Dios mío. Ha sido genial. Ha sido fantástico.

No había durado ni un minuto. Liza desplazó la cadera y él se salió, dejándola pringosa y húmeda.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien?

—No, no estoy bien. ¡Has dicho que te saldrías!

—Lo siento. Era mi intención, pero no he podido contenerme. Nena, me sentía tan a gusto. He enloquecido por un momento y, sin darme cuenta, ya había acabado.

—Mierda. ¿Qué hora es? Tengo que irme.

—Todavía no. No son ni las doce. No me dejes. Mira, toca esto. —Le cogió la mano y se la llevó a la entrepierna.

Liza seguía tumbada, aún parcialmente debajo de Ty, con las piernas inmovilizadas por su peso, y sentía frío allí donde él no la cubría.

—Tengo que volver a la casa. ¿Y si llegan y no estoy?

—Puedes decirles que has salido a tomar el aire.

—Suéltame. Por favor —susurró ella.

Pero él la besó otra vez y musitó:

—Eres maravillosa. Eres asombrosa. Te quiero.

—Yo también te quiero —dijo ella—. Ty, tengo que volver.

Revolviéndose, se zafó y buscó a tientas por la caja de la furgoneta hasta encontrar las bragas. Se las puso y luego buscó el pantalón corto y la camiseta.

—Oye, quedemos mañana por la mañana, ¿vale? —dijo Ty.

—Ya veremos.

—Todo el día. Pasaremos todo el día juntos.

—No puedo.

—Sí puedes. Te espero en Porter Road. Le pediré la furgoneta a mi tío e iremos a dar un paseo. A las ocho.

Liza se dio cuenta de que se había puesto las bragas al revés. Levantando la cadera, se arqueó para quitárselas.

—¡Maldita sea! Ahora me corre algo pegajoso por la pierna. Dame un pañuelo o lo que sea para limpiarme.

Él le dejó su camiseta, que había hecho un rebujo y tirado a un lado. Ella se la pasó entre las piernas y se limpió lo mejor que pudo. Volvió a ponerse las bragas y se abrochó el sujetador. Se puso la camiseta y el pantalón corto y se deshizo los nudos del pelo con los dedos. Cuando acabó de vestirse, saltó por encima del portón trasero.

—A las ocho de la mañana —dijo Ty—. Como no estés, llamaré a tu puerta y me dará igual quién me vea.

Liza lo besó de forma apresurada, le dijo que lo quería, corrió hacia la casa y entró por la puerta de atrás. La puerta mosquitera chirrió débilmente. La luz de la cocina estaba apagada, pero vio las manecillas fosforescentes del reloj de pared: la una y cuarto. Por lo general, Violet y Foley no llegaban a casa hasta pasadas las dos, así que no había peligro. Todo estaba en orden. La misma lámpara de mesa seguía encendida en el salón en penumbra. El ventilador giraba a un ritmo constante, moviendo el aire caliente a un lado y a otro. Los dos dormitorios continuaban a oscuras. Se detuvo ante la habitación de Daisy y escuchó la respiración regular, lenta y profunda de la niña. Estaba bien.

Liza entró en el baño. En el resplandor de la lamparilla de noche se bajó el pantalón corto y se miró las bragas. Las tenía manchadas de semen y sangre. Debería hablar con Violet. Sabía que tenía que haberlo obligado a utilizar una goma, pero él le había prometido retirarse. ¿Y ahora qué hacía? Violet lo sabría. Violet lo sabía todo sobre sexo. Liza regresó al salón, donde se tendió en el sofá y se arropó con los brazos. Lo hecho, hecho estaba. Él le había dicho que la quería —se lo había dicho tal cual— y había sido él quien había propuesto un nuevo encuentro; no era, pues, que ella lo persiguiera ni nada por el estilo. Aun así, lamentaba haberlo hecho. Sintió que le ardían los ojos cuando se le saltaron las lágrimas. En cuanto llegara Violet hablaría con ella y no pasaría nada.