26
Volvimos a casa de Daisy. Yo habría preferido que me llevara a recoger mi Volkswagen y regresar a casa, pero ella me pidió que la acompañara a comunicarle a su padre la aparición del cadáver de Violet. Yo ignoraba hasta qué punto había asimilado el impacto de la muerte de su madre. Bajo la aparente calma, debía de hallarse en un estado emocional frágil. Ella había deseado cerrar capítulo, pero sin duda no de esa manera. Si bien no lo había dicho, probablemente albergaba la esperanza de que Violet aún viviera, cosa que les habría brindado una posibilidad de reconciliación. La certeza sobre el destino de Violet generaba más preguntas que respuestas, y ninguna de las opciones parecía buena.
Yo, entretanto, tan práctica como siempre, hice una rápida incursión en la casa y pasé la ropa de la lavadora a la secadora para disponer de los vaqueros antes de salir a la carretera. Fuimos a Cromwell en el coche de Daisy, y, cuando aparcamos delante de la casa del párroco, vimos a Foley sentado en una mecedora de madera en el porche, con las manos en el regazo. Después de la agresión, tenía la cara dolorosamente hinchada. Las mejillas y las cuencas de los ojos parecían infladas con aire, y los hematomas habían adquirido un color azul más oscuro y se habían extendido. Se había duchado y cambiado de ropa, pero el algodón en la nariz y la tablilla del puente le habían impedido lavarse el pelo, de modo que tenía varios mechones apelmazados por los restos de sangre seca. Al ver que nos acercábamos, Foley tuvo que adivinar que no éramos portadoras de buenas noticias, del mismo modo que uno prevé un susto cuando llama a su puerta un agente de la policía estatal de aspecto sombrío.
Daisy se detuvo a unos pasos del porche.
—¿Lo sabes ya?
—No. El pastor me avisó de que me estaban llamando, pero no he querido coger el teléfono hasta tener noticias tuyas.
—La han encontrado enterrada en el coche. Aún no hay identificación oficial, pero el perro estaba enterrado con ella y a mí no me cabe ninguna duda.
—¿Cómo la mataron?
—No lo sabrán hasta que se haga la autopsia mañana o pasado mañana.
—Al menos no nos abandonó. Eso, para mí, es un consuelo.
—No de la manera que imaginábamos.
—¿Crees que fui yo quien le hizo daño?
—No sé qué pensar.
—Yo la quería. Sé que no me crees, pero la quería con toda mi alma.
Sendas lágrimas resbalaron por sus mejillas, pero causaron un extraño efecto, como si de pronto tuviese un pequeño escape de agua. Personalmente, pensé que no era el momento adecuado para intentar defenderse. Daisy no parecía receptiva y desde luego no le interesaba verlo en el papel de víctima. Consideradas las circunstancias en su conjunto, todos sabíamos quién era la verdadera víctima.
—Esa no es manera de querer, papá. ¿Con el puño? Dios mío. Si eso es amor, prefiero prescindir de él.
—No era tal como crees.
—Eso dices tú. Yo sólo recuerdo los puñetazos que le dabas.
—No te lo discuto. A veces la pegaba. No lo niego. Lo que quiero decir es que no puedes fijarte en una sola cosa y pensar que lo entiendes todo. El matrimonio es más complicado que eso.
—Más vale que contrates a otro abogado, papá, porque te diré qué complica las cosas: estaba envuelta en una cortina de encaje y el perro tenía el cráneo aplastado.
En el camino de vuelta a su casa, intuí que Daisy estaba que mordía y guardé silencio. Por fin dijo:
—Si la mató él, quiero que lo mandes a la cárcel, te lo juro por Dios.
—Ojalá fuera así de fácil, pero no está en mis manos. Se trata de una investigación por homicidio y, créeme, la oficina del sheriff no necesita mi ayuda, ni mis intromisiones. Puede que sea una investigadora privada con licencia, pero a los representantes de la ley eso les trae sin cuidado. No hay manera más rápida de enemistarse con la policía que meterse en su territorio.
Daisy no se inmutó.
—Me debes un día. Te he dado una paga y señal de dos mil quinientos dólares. Quinientos diarios por cinco días, y has trabajado cuatro.
—Sí, es verdad.
—Un día. Sólo te pido eso.
—Para hacer ¿qué?
—Seguro que se te ocurre algo. Entiendo lo que dices sobre la oficina del sheriff, pero en este momento tú sabes más que ellos acerca del caso.
—También eso es verdad —dije. Quería satisfacer mi propia curiosidad, y ya empezaba a contemplar posibilidades que no implicasen pisarles el terreno. Acaso otras veces hubiese sido culpable de traspasar la línea en cierto modo, pero en esa ocasión me sentía virtuosa. Al menos de momento.
Cuando llegamos a su casa, me puse los vaqueros recién salidos de la secadora, aún calientes, recogí mis artículos de aseo y las pocas prendas restantes y lo guardé todo en una bolsa de plástico. Eché mano del bolso, tiré ambas cosas en el asiento trasero de mi coche y salí del garaje. Era sábado por la tarde. Las oficinas públicas estaban cerradas, pero la biblioteca de Santa María abría y quizá mereciese la pena hacerle una visita. Entré en el pueblo y avancé por Broadway en dirección norte hasta la manzana del número 400, donde dejé el coche en el aparcamiento.
La biblioteca ocupa un edificio de dos plantas de estilo español techado con las omnipresentes tejas rojas. La arquitectura de Santa Teresa comparte ciertos rasgos comunes con la de Santa María, aunque la mayor parte de esta parece no tener más de veinticinco años de antigüedad. No he visto un «casco viejo» ni nada parecido a la mezcla de casas españolas, victorianas, posvictorianas, de entreguerras y contemporáneas de las que alardea Santa Teresa. Muchos barrios, como el de Tim Schaefer, datan de los años cincuenta, sesenta y setenta, décadas en que las viviendas unifamiliares adolecían de una falta de encanto asombrosa.
Una vez dentro, pregunté por la sección de obras de referencia y me mandaron a un ascensor que me llevó a la primera planta. Mi primera tarea consistió en sacar el rollo del microfilme del Chronicle de Santa María que abarcaba desde el uno de junio de 1953 hasta el 31 de agosto de 1953. Inserté el filme en el aparato y pasé día por día, buscando cualquier dato significativo.
A nivel nacional, el 19 de junio, Julius y Ethel Rosenberg fueron ejecutados en Sing Sing. En ese mismo periodo, el coste de un sello de correos subió de tres centavos a cinco. Por lo visto, renacieron las esperanzas de tregua en Corea. En el ámbito local, según los anuncios, la gasolina costaba veintidós centavos el galón, la barra de pan dieciséis, y un tarro de medio kilo de queso Kraft cincuenta y siete. Livia Cramer había organizado en su casa una reunión de ventas, fuera lo que fuera, y constaban los nombres de las señoras premiadas. En el cine del pueblo daban Cleopatra, de Cecil B. DeMille, protagonizada por Claudette Colbert y Warren William, junto con Bwana, diablo de la selva, en tres dimensiones. Ya cerca del fin de semana del Cuatro de Julio, vi que los Indians de Santa María tenían previsto jugar contra los Blues de San Luis Obispo a las 8:30 en el estadio de Elks, y el 144 Batallón de Artillería celebraba una barbacoa el mismo Cuatro de Julio. Como había supuesto, si bien muchos comercios abrían el viernes, los bancos y las oficinas públicas cerraban. Por fin encontré el artículo sobre la desaparición de Violet, del que Daisy guardaba una copia en su carpeta. Imprimí las páginas, empezando por el 30 de junio hasta la semana siguiente.
Entré en una sala dedicada a la genealogía y la historia local. Eché un vistazo a los volúmenes de la pared de la izquierda y localicé el censo del condado de 1952. La edición de 1953 no estaba, pero pensé que, en todo caso, la información de 1952 sería más útil. Dejé el bolso en el suelo y ocupé una silla junto a una de las mesas.
Al repasar mis notas, topé con el mapa que dibujé durante mi primera visita a Serena Station. Había visto a muchas personas íntimamente relacionadas con Violet, pero a nadie de su entorno menos cercano. En una investigación por asesinato, cualquiera con algo que esconder podía mentir, crear confusión o señalar con el dedo a otro. Un observador desinteresado era una fuente de información mejor.
El censo de núcleos urbanos del condado concedía dos páginas a Serena Station: constaban unas sesenta familias, con su dirección, nombre y ocupación. Conté cuarenta y seis mujeres que se dedicaban a sus labores, once empleados de pozos petrolíferos, una enfermera, un camarero (BW McPhee), un peón de rancho, cuatro ferroviarios, ocho jornaleros, un cartero y una maestra. En esa época, Foley se presentaba como obrero de la construcción y Violet aparecía como ama de casa, no como mujer dedicada a sus labores, advertí. Los únicos comercios del pueblo eran el Blue Moon, la lavandería y el taller mecánico. Los vecinos de los Sullivan por el lado izquierdo eran Jon y Bernadette Ericksen, y por detrás su casa de alquiler lindaba con la de un matrimonio llamado Arnold y Sarah Treadwell. En la casa contigua de los Ericksen vivía la familia Hernández. Tomé nota, sin saber todavía qué información valdría la pena investigar. Encontré los nombres de Livia y Chet Cramer, pero ninguna familia apellidada Wilcox u Ottweiler. Consulté las cinco páginas dedicadas a la pequeña localidad de Cromwell, y allí salían los dos apellidos. Había un mayor número de comercios; aun así, abarcaban sólo otras ocho columnas. Fotocopié todas las páginas por si necesitaba volver a consultarlas. No tenía sentido repetir el viaje.
Guardé el volumen y saqué el censo urbano de 1956, donde busqué los tres mismos apellidos: Ericksen, Treadwell y Hernández. Dos de las tres familias ya no estaban, lo cual era indicio de muerte, divorcio o un simple traslado. Reparé en que a partir de 1956 el censo del condado se había convertido en un censo urbano que incluía sólo Santa María y Lampoc, sin mención alguna a Serena Station. Saqué el listín telefónico de 1986 y volví a buscar, con la esperanza de encontrar un rastro. La familia Hernández era inviable, ya que había tantos abonados con ese apellido que nunca localizaría al que buscaba. Tuve un poco más de suerte con Ericksen. No encontré una «J» ni una «B», pero había un «A. Ericksen» en Santa María, posiblemente un hijo de Jon y Bernadette. Una familia apellidada Treadwell vivía en Orcutt, y si bien el nombre de pila del marido no coincidía, pensé que tal vez hubiese relación. Anoté los dos teléfonos y las direcciones.
En la entrada, mientras pagaba las fotocopias, hablé con uno de los bibliotecarios y le expliqué lo que necesitaba.
—¿Dónde más puedo encontrar información de 1953 sobre Serena Station? Ya he revisado todos los censos antiguos.
—Quizá le convenga consultar el Índice de registros por distritos del condado de Santa Teresa. Creo que tenemos los del 51 y el 54.
—Estupendo.
O no tan estupendo, como se vio. Volvimos a las estanterías y me encontró el solicitado volumen de 1951. Me senté de nuevo y busqué la comunidad de Serena Station. El listado incluía nombres, direcciones, empleos y afiliación a partidos (más republicanos que demócratas, por si el dato tiene algún valor), pero todas las direcciones se correspondían con apartados de correos, lo que no me servía de nada. Volví a la sección dedicada a Santa María y recorrí con el dedo los nombres de los residentes página por página. Al cabo de diez minutos desistí porque la cantidad era abrumadora, y confiaba haber encontrado ya lo que necesitaba. Reuní mis anotaciones y bajé en ascensor a la planta baja en busca de una cabina.
Probé primero con el número de los Treadwell y no di en el clavo ni por asomo. La señora Treadwell que contestó nunca había vivido en Serena Station, no había conocido a ningún Sullivan y no podía ayudarme a localizar a los Treadwell antiguos vecinos de Serena Station. Sospechó que intentaba venderle algo y rehusó contestar más preguntas.
Lo intenté con A. Ericksen y me salió un contestador en el que dejé el siguiente mensaje: «Hola, me llamo Kinsey Millhone. Soy una investigadora privada de Santa Teresa y me gustaría saber si usted es el mismo Ericksen que vivió en Serena Station en 1953. Le agradecería que me devolviera la llamada cuando oiga este mensaje». Dejé mi número de teléfono de Santa Teresa y repetí mi nombre. Fui al coche y me encaminé hacia la 101.
Abrí la puerta de mi apartamento a las cinco y cuarto. Había estado fuera desde el jueves por la mañana, y el aire del salón se notaba cargado, con un olor a productos de limpieza viejos y a motas de polvo calientes. Puse mi máquina de escribir portátil en el escritorio. Tenía dos mensajes de Cheney, que me pedía que lo llamase al llegar a casa. Marqué su número y comunicaba. Si bien no tenía una bolsa de viaje, llevaba la ropa nueva doblada y guardada en una bonita bolsa de plástico. Subí al trote por la escalera de caracol y vacié la bolsa.
Puse el hervidor en el fuego y preparé un té, me lo tomé mientras, sentada junto a la encimera de la cocina, revisaba mis notas. Pensaba que era muy posible que ya hubiera hablado con el asesino de Violet. El motivo podía ser cualquiera —celos, odio, codicia, venganza—, pero sabía que el crimen en sí se había cometido a sangre fría porque el hoyo había sido cavado antes de enterrarla. El asesino no podía saber con certeza que la maquinaria necesaria estaría allí a menos que él lo hubiera dispuesto así. Cuando Violet desapareció, su dinero desapareció también. Aparentemente se había llevado los cincuenta mil dólares de su caja de seguridad. También había pedido prestados dos mil dólares a su hermano y quinientos a su madre, además de las joyas que había robado. ¿Adónde habían ido a parar, pues, el dinero y las joyas? Siempre cabía la posibilidad de que el botín se encontrase en el coche, pero si el asesino sabía que ella lo llevaba encima, ¿por qué no apropiarse del dinero antes de cubrir de nuevo el hoyo?
Tenía que ser alguien que ella conocía y probablemente residía en la zona, ya que estaba lo bastante familiarizado con la finca de los Tanner y con las obras de New Cut Road como para tener la certeza de que no lo molestarían. Necesitaba una coartada para justificar el tiempo que había pasado cavando el hoyo. Eso significaba que trabajaba por su cuenta, en cuyo caso podía tomarse todo el tiempo que quisiera, o si era de los que tenían un horario fijo, estaba de vacaciones o había pedido la baja por enfermedad. Con el puente de por medio, quizá tuvo tiempo de hacerlo.
Foley Sullivan seguía encabezando la lista. Reconozco que me parecía digno de compasión, pero también era cierto que había tenido años para practicar su declaración de inocencia. Le creí cuando habló de su amor a Violet, pero eso no significaba que no la hubiera matado.
Volví a consultar las notas que había tomado después de hablar con Chet Cramer. No veía qué podía sacar él del asunto, pero no lo descartaba. No lo imaginaba con mucha experiencia en el manejo de maquinaria pesada, pero había anotado un comentario que había hecho de pasada: siempre podía contratarse a alguien para hacer el trabajo sucio.
Pensé en Winston Smith, a quien habían despedido por culpa de Violet. Si bien Cramer había vuelto a contratarlo a la semana siguiente, Winston no podía saberlo cuando ella se esfumó. Tenía mis dudas sobre él. Estaba convencido de que Violet le había arruinado la vida, como en cierto modo así había sido. Si hubiese estudiado como tenía previsto, no estaría vendiendo coches y tal vez no se habría casado con la mujer que ahora se proponía darle la patada.
Sabía poco de Tom Padgett, pero valía la pena investigarlo. ¿Y Steve Ottweiler? No. Puse una marca junto a su nombre, pero sólo por imparcialidad. En tanto albergase sospechas hacia los demás, bien podía incluirlo a él. Entonces tenía dieciséis años y, para los intereses de Violet, debía de servir tanto como cualquier otro. Sin embargo, si los dos habían tenido una aventura tórrida, ¿por qué matar a la gallina de los huevos de›oro? Añadí los nombres de BW y Jake a la lista.
Seguía pensando que había pasado por alto algún detalle evidente, pero no sabía cuál.
Hice una pausa y me preparé un bocadillo de mantequilla de cacahuete y pepinillos en vinagre para cenar. Empleé una servilleta de papel a modo de plato y reduje así a un mínimo la vajilla sucia. Justo cuando iba a lavar el cuchillo, sonó el teléfono.
La mujer al otro lado de la línea dijo:
—Soy Anna Ericksen. Creo que me ha dejado un mensaje en el contestador.
—¿Pertenece usted a la familia Ericksen que vivía en el 3906 de Land’s End Road en Serena Station?
Se produjo un cauto silencio.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Disculpe. Debería habérselo explicado antes. Me interesa ponerme en contacto con la familia que vivió al lado de Foley y Violet Sullivan en 1953.
—Esa era la casa de mis padres, donde me crie.
—¿De verdad? Fantástico. Tengo suerte de que siga soltera, porque de lo contrario nunca la habría localizado.
—Cariño, soy lesbiana. No me casaría ni por todo el dinero del mundo. Ya tengo bastantes problemas.
—¿Se acuerda de Violet?
—Indirectamente. Entonces yo era una cría, pero la gente habló de ella durante años y años. Vivíamos al lado de los Sullivan cuando yo era pequeña. Supongo que ya sabe que la han encontrado enterrada en su coche.
—Eso he oído —dije—. Oiga, sé que es una posibilidad remota, pero ¿puede contarme algo sobre Violet?
—No, lamento decir que no la recuerdo, pero sí recuerdo aquel Cuatro de Julio.
—¿No me diga? ¿Se acuerda de aquel Cuatro de Julio en concreto?
—Claro que sí. Habíamos ido a los fuegos artificiales y después la amiga de Daisy, Tannie, se quedó a dormir conmigo. No se imagina lo emocionada que estaba. Yo tenía cinco años y ella nueve, y yo la admiraba en todo. Me convenció para que saltáramos en la cama de mi habitación, cosa que yo tenía prohibida. Así que allí estábamos, brincando, pasándolo como nunca. Entonces chocamos, y yo me caí y me rompí un brazo. El hueso no soldó bien y aún hoy tengo un bulto. Es uno de mis primeros recuerdos concretos.
Me vi a mí misma parpadear, preguntándome si la mujer había cometido un error básico.
—Tengo entendido que Tannie fue a los fuegos artificiales con su padre.
—Ah, sí, así fue, pero nos los encontramos en el parque, y el padre de Tannie preguntó a mi madre si su hija podía quedarse con nosotros esa noche. Explicó que tenía un asunto pendiente y no sabía bien a qué hora volvería.
—¿Dijo adónde iba?
—Si lo hizo, no lo recuerdo. Es posible que se lo dijera a mi madre, pero murió hace tiempo. ¿Por qué no se lo pregunta a Tannie? Quizás ella lo sepa.
—Lo haré, gracias. Le estoy realmente muy agradecida por su ayuda.
—No hay de qué.