25

Cuando Daisy salió de su habitación a las ocho de la mañana del sábado, Tannie ya se había ido a su casa. Desde mi camastro improvisado en el sofá, la había oído salir de la habitación de invitados, entrar sigilosamente en el cuarto de baño y cerrar con cuidado la puerta. Debí de adormilarme, porque ya no me enteré de nada hasta que cruzó el salón con una bolsa de mano. Oí cómo arrancaba su coche en la calle y luego todo quedó en silencio hasta que Daisy se levantó.

Tannie había deshecho la cama y dejado las sábanas junto con la toalla húmeda en el suelo de la habitación. Daisy lo metió todo en la lavadora y luego me prestó un pantalón de chándal para que pudiese añadir mi vaquero a la colada. Nos turnamos para el baño. Me di una ducha rápida mientras Daisy preparaba el café y después tomé un tazón de cereales mientras ella ocupaba el baño. A las 8:35 ya estábamos vestidas, desayunadas y de camino a la finca de los Tanner para ver cómo evolucionaba la excavación. Dejamos mi coche en el garaje y cogimos el suyo. Era un día claro y soleado, y durante el viaje la temperatura del aire subió por momentos.

La carretera seguía cortada, pero el ayudante del sheriff nos dejó pasar con un gesto de la mano cuando Daisy se identificó. Por lo visto me habían concedido licencia para acompañarla. Aparcamos a los veinticinco metros preceptivos de la excavación y nos apeamos. La cinta amarilla de acordonamiento, ya menos tirante, temblaba con ligeros chasquidos movida por la brisa. Reconocí las caras del día anterior: los dos técnicos de laboratorio, el inspector Nichols, el joven ayudante y Tim Schaefer, que se había convertido en parte del mobiliario, aunque confinado a la periferia como los demás. Pese a las restricciones, permanecimos cerca de los límites de la zona acordonada como atraídos por un imán. Las conversaciones eran comedidas, y advertí que nadie reía, circunstancia poco común en una situación que por sí sola generaba una sobrecogedora tensión.

A juzgar por el montículo de tierra, habían ahondado considerablemente el hoyo y la maquinaria había dejado paso a las paladas. Desde donde estábamos no se veía el vehículo, pero deduje que habían abierto un estrecho canal a cada lado conforme asomaban sucesivas partes del coche. Tom Padgett permanecía tan cerca de la excavación como le era posible pero sin arriesgarse a ser detenido. Estaban empleando su bulldozer, al igual que un camión de plataforma, también suyo, traído del depósito, y se comportaba como si eso le diera derechos de propietario, y quizás así fuera. Cuando no estaba atento a la excavación, charlaba con el inspector Nichols como si fuera un viejo amigo.

Calvin Wilcox había aparcado en la carretera detrás de Daisy, a unos seis o siete metros. Había llegado poco después de nosotras en una furgoneta negra con el nombre de su empresa a los lados. Fumaba con el brazo izquierdo apoyado en la ventanilla abierta. Yo oía la música country de su radio a todo volumen. Al igual que Daisy, había sido autorizado a permanecer allí por su parentesco con Violet. No intercambiaron el menor saludo, cosa que me extrañó. Por lo que yo sabía, Calvin era el único tío de Daisy, y parecía lógico suponer que hubieran forjado una relación en el transcurso de los años. Pero no era así, a juzgar por el manifiesto desinterés de ambos. Ninguno advirtió la presencia del otro siquiera mediante un gesto de la mano o un movimiento de cabeza.

—¿Qué hay entre tu tío Calvin y tú?

—Nada. Nos llevamos bien. Sólo que entre nosotros no puede decirse que haya cariño ni nada de eso. Cuando yo era pequeña, mi tía y él no hicieron grandes esfuerzos para mantenerse en contacto. Hace tanto tiempo que no veo a mis primos, que dudo que los reconociese.

—¿Te importa si hablo con él?

—¿De qué?

—Quiero hacerle unas preguntas.

—Adelante.

Calvin Wilcox me miró con semblante inexpresivo mientras me acercaba, vi que tiraba la colilla; luego se inclinó y apagó la radio. De cerca, advertí que esa mañana no se había afeitado y que la barba en la mandíbula era una mezcla de gris y rojo desvaído. Con su tez rubicunda, la camisa de algodón verde realzaba la luminosidad de sus ojos. Como la otra vez, me pareció tener ante mí una versión de Violet: el mismo color de piel y pelo, distinto sexo, pero igual de eléctricos.

—Parece que ha sacado un conejo del sombrero —dijo cuando llegué a la ventanilla abierta del lado del conductor—. ¿Cómo lo ha conseguido?

La pregunta parecía esconder cierta hostilidad, pero sonreí para demostrar mi actitud deportiva.

—Yo diría que ha sido un golpe de suerte, pero no quiero que me acusen de falsa modestia.

—Hablo en serio.

—Yo también. —Repetí la explicación de costumbre, probando a introducir una variación para mantener el interés de la historia—. Alguien vio el coche de Violet aparcado aquí la noche en que desapareció. Después ya nadie volvió a verlo, así que de pronto se me ocurrió que tal vez no había ido a ninguna parte. En retrospectiva, me parece una torpeza no haberlo pensado antes.

—¿Quién vio el coche?

En un apresurado debate conmigo misma, decidí que dar el nombre de Winston sería muy mala idea. Como había dicho el inspector Nichols, cuanta menos información circulara, mejor. Resté importancia a la pregunta con un gesto de la mano.

—Ahora ya no me acuerdo. Es una de esas cosas que me comentaron de pasada. ¿Y usted? ¿Cómo se ha enterado? —pregunté señalando la excavación.

—Tenía la radio puesta cuando salí del trabajo y lo oí en las noticias. En cuanto llegué a casa llamé a la oficina del sheriff.

—¿Estuvo aquí anoche?

—Un rato. Quería verlo con mis propios ojos, pero el ayudante del sheriff no me dejó acercarme. Pararon a las diez y dijeron que volverían a ponerse en marcha esta mañana a las seis.

—¿Tiene idea de cuánto se tardaría en cavar un hoyo de ese tamaño? Es decir, en aquellos tiempos.

—No conozco los detalles. Tendrá que informarme.

—Según decían ayer, hicieron una rampa larga y poco profunda, de dos metros y medio de anchura y quizá unos cinco en su punto más profundo. La parte trasera del coche está enterrada al pie de la rampa y la delantera con una inclinación más o menos así. —Extendí el brazo a un lado en un ángulo de treinta grados más o menos.

Inmóvil, parpadeó mientras calculaba mentalmente.

—Tendría que hacer números para darle una respuesta exacta. En 1953 debieron de usar un bulldozer. Si me está diciendo que metieron el coche marcha atrás, significa que debieron de cavar el hoyo con una larga rampa a cada lado y que extrajeron la tierra hasta conseguir en el lado más hondo profundidad suficiente para esconder el coche por completo. Diría que unos dos días, quizás un día y medio. Para volver a llenar el hoyo no se requeriría mucho tiempo. Alguien tuvo que ver qué se traían entre manos, pero es posible que tuviesen alguna excusa.

—El Cuatro de Julio cayó en domingo ese año, así que mucha gente se tomó el viernes de fiesta. Si los trabajadores de la carretera hicieron puente ese fin de semana, la excavación pudo llevarse a cabo sin que hubiera nadie presente.

—Ya —dijo—. Y con la carretera en obras, apenas habría tráfico.

—¿Y qué hay de la tierra? ¿No debería de haber sobrado mucha tierra después de rellenar el agujero?

Fijó sus ojos verdes en los míos.

—Ah, sí. El coche tuvo que desplazar alrededor de ciento cincuenta metros cúbicos de tierra. Eso a ojo.

—¿Y qué cree que hicieron con ella? ¿Llevársela a otro sitio?

—Lo dudo. En esa época el camión volquete más grande en funcionamiento tenía una capacidad de cinco metros cúbicos, así que habría tardado demasiado, sobre todo si transportaba la carga a una distancia considerable. La solución más sencilla habría sido arrastrarla al otro lado de la carretera y extenderla por aquel campo.

—Pero ¿no se habría dado cuenta alguien de la aparición repentina de toda esa tierra recién removida?

—No necesariamente. Si no recuerdo mal, en aquella época el campo ese que ve allí era de una cooperativa y sólo se cultivaba de manera intermitente. Con las obras en la carretera, ya estaba todo patas arriba, así que nadie se habría fijado en un poco más de tierra.

—Tuvo que ser alguien que trabajaba en la construcción, ¿no cree? Un hombre cualquiera no se sube a un bulldozer y cava un hoyo de ese tamaño. Da la impresión de que uno debe saber lo que se hace.

—Efectivamente, pero eso no la ayudará a reducir las posibilidades. Por aquí, después de la segunda guerra mundial, trabajaron muchos en la construcción, Foley entre ellos. El sector estaba en alza, y por tanto las opciones laborales se reducían a eso, a las labores agrarias, a los campos de petróleo o a la planta envasadora.

—Bueno, supongo que no tendremos que preocuparnos por esa cuestión. Seguro que el inspector Nichols lo descubrirá.

Al mediodía cogí el coche de Daisy y fui a la tienda de comida preparada en la que ya había hecho acopio el día anterior. Como la primera vez Tannie se había apropiado del bocadillo de braunschweiger con pan de centeno, pedí uno para mí. Daisy dijo que le eligiese yo lo que quisiera, así que le pedí al dependiente que me preparara uno de pavo en lonchas con pan de masa fermentada. Pedí otro más y luego añadí patatas fritas, refrescos y una bolsa de galletas. Si teníamos que estar allí cruzadas de brazos, al menos que disfrutáramos.

Comimos en su coche, viendo la excavación como en un cine al aire libre. Apareció una grúa, el acontecimiento más emocionante en las últimas tres horas. Tom Padgett debía de aburrirse, porque lo vi retroceder y venir en dirección a nosotras. Con sus gafas de montura gruesa en la mano, limpiaba una lente con un pañuelo blanco. Los vaqueros, las botas camperas y la camisa del Oeste le daban un aire de jinete de rodeo, al que contribuían las piernas un tanto arqueadas.

—Un momento —dije. Abrí la puerta del coche y salí—. Eh, Tom. ¿Se va a comer?

—¿Cómo dice? —Se puso las gafas y se llevó una mano ahuecándola junto al oído para oír mejor.

—Le preguntaba si se va a comer.

—Sí. Pensaba ir a picar algo en algún sitio.

—Puedo ahorrarle el viaje. Nos sobra un bocadillo de pavo, por si le interesa.

—Lo aceptaré gustoso si de verdad no les importa.

—Si no se lo come usted, tendremos que tirarlo.

Utilizó el guardabarros delantero del coche de Daisy como mesa de picnic improvisada. Abrí el refresco que quedaba y se lo alcancé. Negó con la cabeza cuando le ofrecí patatas fritas y aceptó una galleta, que devoró con entusiasmo.

—¿Cómo va todo? —pregunté—. Ha conseguido acercarse al hoyo mucho más que nosotras.

Tragó y se limpió los labios con una servilleta de papel a la vez que asentía.

—Avanzan deprisa. Parece que están a punto de intentar sacar el coche del agujero.

—¿Ah, sí? ¿Tan pronto?

Arrugó el envoltorio del bocadillo.

—Para eso han traído la grúa. Puede que no lo consigan, pero sin duda sería mucho más fácil que lo que han hecho hasta ahora.

—¿Hasta cuándo se quedó anoche?

—Todo lo que pude. Tenía papeleo atrasado, así que me marché antes de que dieran la jornada por terminada. Me sorprendió lo mucho que habían trabajado. ¡Vaya un montón de tierra!

—¿Era suya la maquinaria que se utilizó en la construcción de la carretera?

—Claro. En aquel entonces éramos sólo dos, yo y un tal Bob Zeigler. Para las obras de carretera, el condado contrataba a compañías privadas como las nuestras, así que sacamos provecho a la escasez. Eramos rivales, pero ninguno de los dos contaba con maquinaria suficiente para abarcar todas las obras. Yo tenía sobre todo tractores, y él no iba sobrado por las muchas urbanizaciones en construcción.

—¿Y cómo se introdujo usted en el sector?

—Vi el hueco y decidí meterme. Pedí un préstamo al banco local y sableé a la familia cuanto pude. Lo primero que hice fue agenciarme un par de máquinas agrícolas de segunda mano. Por entonces no disponía ni de oficina ni de depósito. Trabajaba en una furgoneta que tenía aparcada al lado de una cabina, y yo mismo me ocupaba de las reparaciones mecánicas. La maquinaria pesada da un margen muy pequeño para un volumen muy grande, así que hasta el último céntimo que ganaba iba derecho a la fábrica de John Deere para comprar más maquinaria. Poco a poco la cosa empezó a arrancar. Aquí, donde todos somos viejos amigos, bastaba con darle unos pavos a un contratista privado y ya te establecías. Al menos durante un tiempo.

—¿Tiene idea de qué se utilizó para cavar el hoyo? Según Calvin Wilcox, fue un bulldozer.

—Tuvo que serlo. En 1953 la única maquinaria móvil disponible era el bulldozer y la pala excavadora. En aquellos tiempos, la excavadora era tecnología nueva. Creo que Caterpillar sacó una en 1950, pero yo no podía pagarla y, si Zeigler hubiese tenido una, yo lo habría sabido. Así que fue un bulldozer con toda seguridad.

—¿Uno de los suyos?

—Tuvo que ser mío o de él. Éramos los únicos en el pueblo.

—¿Conserva por casualidad archivos de esa época?

—En eso no puedo ayudarla. Usted quiere que le diga quién alquiló esa máquina, pero es imposible. Guardo los archivos durante el tiempo que me lo exige Hacienda y después de eso lo tiro todo. Lo máximo son siete años.

—Lástima.

—Me extraña que el inspector Nichols le permita husmear de esta manera —comentó Padgett—. Me da la impresión de que es muy estricto.

—De momento ni siquiera sabemos a qué nos enfrentamos.

—Tiene razón, supongo. Que yo sepa, ninguna ley prohíbe enterrar un coche. Aun así, la oficina del sheriff puede molestarse si la gente mete las narices en sus asuntos.

—Por suerte, yo no estoy «metiendo las narices en sus asuntos» —contesté—. El inspector Nichols sabe que le informaré inmediatamente de todo lo que averigüe. Se lo he prometido.

Oímos el pitido regular de un vehículo en marcha atrás. El conductor de la grúa tenía la puerta abierta y asomaba la cabeza para ver por dónde iba. La mayoría de los representantes de la ley que se hallaban presentes se había reunido junto al hoyo: inspectores, ayudantes del sheriff y técnicos de laboratorio. Daisy parecía clavada al suelo, pero Padgett y yo cruzamos la carretera para acercarnos lo más posible. Hubo ciertas vacilaciones al sujetar el cable al eje delantero del coche. Oí el agudo chirrido del cabrestante hidráulico y el cable se tensó. Con un gruñido, el coche fue arrancado de la tierra e izado, en medio de traqueteos y topetazos, por la larga rampa. Cuando por fin apareció el vehículo, el conductor de la grúa puso el freno de mano y salió a echar un vistazo.

Allí estaban los tristes restos del Bel Air, agazapados a la luz como una bestia en hibernación cuyo descanso se había visto perturbado. La humedad había corroído el caucho de los cuatro neumáticos, que aparecían deshinchados. El óxido se había propagado de tal modo que la pintura podía haber sido de cualquier color. La ventanilla trasera del lado del acompañante había desaparecido. En ese mismo lado, el peso de la tierra había provocado el hundimiento de una parte del techo, que parecía tan blando como un melón podrido. La tierra debió de haberse filtrado en el interior y producir así la depresión que yo había distinguido desde el primer piso de la casa. Aunque no veíamos nada desde donde estábamos, más tarde nos dijeron que, a causa de la condensación, los asientos tapizados se habían descompuesto hasta quedar los muelles al descubierto. El parabrisas y el capó estaban intactos, pero la herrumbre había perforado el depósito y la gasolina se había salido, visible en forma de mancha oscura al fondo del hoyo. Incluso de lejos percibí los olores, tan sutiles pero a la vez tan inconfundibles como el tufo de una mofeta: óxido, tapicería podrida y carne en descomposición.

Uno de los técnicos echó el aliento en el parabrisas y consiguió limpiar una pequeña porción de cristal. Enfocó el haz de una potente linterna hacia el interior. Se dirigió a la ventanilla posterior que faltaba para poder escrutar el asiento trasero. Mordiéndose la uña del pulgar, Daisy se dio media vuelta. El técnico hizo una seña al inspector para que se aproximase y echara un vistazo dentro. Mientras el segundo técnico sacaba fotografías, Nichols se acercó a Daisy y la apartó del resto de nosotros. Muy serio, habló con ella durante un rato. Supe que no eran buenas noticias. La vi asentir, pero apenas hizo comentario alguno, y su expresión permaneció inescrutable. Nichols se cercioró de que ella se encontraba bien antes de volver junto a la grúa. A una señal suya, cargaron el coche en la plataforma y lo sujetaron firmemente con una gruesa cadena.

Daisy regresó. Había palidecido y tenía la mirada perdida de quien aún no le ha encontrado sentido al mundo.

—Lo que queda del perro está en el suelo. Han visto restos óseos en el asiento trasero. El cuerpo está envuelto en algún tipo de mortaja, aunque la mayor parte de la tela se ha podrido. Dice Nichols que no sabrán la causa de la muerte hasta que el forense la examine.

—Lo siento.

—Eso no es todo. Ha dicho que la tela de la mortaja parece de encaje, que está muy desintegrada y que probablemente sea una cortina, a juzgar por la hilera de aros de plástico rotos que se ven en el borde.