24
Tom
Jueves, 2 de julio, 1953
La mañana después de marcharse Cora a Walnut Creek, Tom se quedó durmiendo hasta tarde, despatarrado en la cama y tan a gusto bajo las sábanas. Entre los muchos motivos de discordia entre ambos, estaba la temperatura de la habitación por las noches: a él le gustaba fría, con las ventanas abiertas de par en par, en tanto que Cora prefería tener las ventanas cerradas y la calefacción a tope. Discrepaban asimismo en cuanto a las mantas, la firmeza del colchón y la clase de almohada. Solo, podía hacer lo que le venía en gana. Sin Cora por medio, era otro hombre. Era como tener dos personalidades, la de siempre y una que él invocaba y se ponía como un esmoquin cuando ella no estaba. De hecho, tenía esas dos personalidades. Cuando bebía, sobre todo en el Blue Moon, se relajaba y se convertía en el patán que siempre había sido. En el fondo era un buen chico, sencillo y tradicional. Le gustaban sus botas y sus vaqueros, junto con una americana de sport cuando le apetecía arreglarse. En la elegante casa de Cora, sobrio y sin nadie que lo observara, activaba esa otra faceta suya, el papel de señor de la mansión. Iba siempre atildado y actuaba con desenvoltura. Fumaba con boquilla y empleaba un acento engolado cuando hablaba solo.
Se levantó a las diez, se duchó, se vistió y se acercó a la cafetería de Maxi para desayunar. Fue a echar un vistazo a un par de máquinas que tenía alquiladas y luego, cuando volvía a casa, vio alejarse la camioneta de correos. Se aproximó con el coche al buzón y cogió la pila de sobres y dos revistas de Cora. Dejó el coche en el camino de acceso y, al entrar en la casa, exclamó «¡Yuju, ya estoy aquí!», por el puro placer de constatar que no había nadie.
Llevó la correspondencia al despacho de Cora y la dejó en una de las esquinas de su escritorio con la intención de revisarla más tarde con tranquilidad. Se sentó en la butaca de ella e inició un registro sistemático. Ella era muy reservada con sus documentos personales y lo guardaba todo bajo llave: los cajones, los archivadores, incluso el armario donde tenía las joyas y las pieles. Lo bueno era que él había descubierto hacía tiempo dónde escondía las llaves. Le divertía dejarla sentirse segura cuando en realidad él vigilaba cada uno de sus pasos. Sabía que no le convenía desviar dinero desde sus cuentas —podía ser muy zorra con esas cosas—, pero a veces sí que falsificaba un endoso en un cheque de dividendos. Había llegado uno el día anterior, y él lo había apartado del montón antes de entregarle a ella la correspondencia. En su cuarto de baño, con el cerrojo echado, abrió el sobre para ver qué le deparaba el engaño. Ah, 356,45 dólares. De unas acciones que ella tenía. A él le gustaba llevar dinero en los bolsillos, sólo unos pavos. Por lo visto, ella nunca se daba cuenta. Los cheques de dividendos llegaban periódicamente y la cifra variaba, por lo que ella contaba con una cantidad fija de dinero. No se enorgullecía de sí mismo, pero disfrutaba con sus pequeñas incursiones en los asuntos privados de Cora. A decir verdad, ella misma se lo había buscado.
Abrió el cajón del escritorio y encontró la carpeta donde Cora guardaba los cheques anulados. Sacó uno, y se alegró de disponer de una muestra de su firma. «Cora A. Padgett», con un pequeño bucle en la última «t». Tenía un buen surtido de papel de calcar y podía reproducir una aproximación aceptable en un periquete. Endosó el cheque —mejor dicho «Cora A. Padgett» endosó el cheque— y después guardó sus herramientas y recogió la pila de cartas. Las repasó a toda prisa, sin prestar atención a las facturas, excepto aquellas que no quería que ella viese. El último sobre era una carta dirigida a Loden Galsworthy de un banco de otro estado. Utilizó un abrecartas para abrir el sobre y leyó la carta firmada por un tal Lawrence Freiberg, uno de los dos vicepresidentes. El señor Freiberg, o Larry, como Tom se complació en llamarlo, escribía para interesarse por la cuenta arriba mencionada, que no había registrado ningún movimiento durante casi cinco años. Los intereses se habían ido acumulando y, por supuesto, se habían abonado debidamente, pero el banco quería saber si tal vez podía hacer algo más por él. Acababan de crear una división de inversiones para sus clientes más apreciados. Dado que Loden Galsworthy se contaba entre los mejores, el señor Freiberg sugería la posibilidad de que el banco lo pusiera en contacto con uno de sus expertos financieros para un análisis de su cartera. Tom leyó la carta dos veces. Eso debía de ser una cuenta de Loden que Cora había olvidado o de la que no estaba al corriente. El señor Freiberg probablemente no conocía en persona a su apreciado cliente y saltaba a la vista que no tenía la menor idea de que estaba escribiendo al difunto Loden Galsworthy. Cuando pasó la página y posó la mirada en el saldo de la cuenta, soltó una carcajada: 65.490,66 dólares.
No podía dar crédito a su buena suerte. Se había pasado semanas con la soga al cuello y de pronto quedaba libre. Sabía qué iba a hacer exactamente. Se levantó y se dirigió al armario donde Cora tenía lo que podía considerarse un altar a la memoria de su difunto marido. Como era una boba sentimental, había guardado una serie de efectos que le habían pertenecido, entre ellos su papel de carta personalizado y su estilográfica Mont Blanc. Tom sacó un sobre, varias hojas con membrete y papel en blanco. Luego se sentó ante la máquina de escribir de Cora (de Loden hasta su muerte) y flexionó los dedos, preparándose como si fuera a dar un recital de piano. Hizo uso del papel en blanco y, con un poco de ingenio, redactó una carta agradeciendo al vicepresidente su interés. Explicó que había estado en el extranjero y acababa de regresar a Estados Unidos después de cuatro años de ausencia. Era una suerte que le hubiese llamado la atención sobre esa cuenta, ya que en la actualidad contemplaba una oportunidad de inversión para la que los fondos arriba mencionados le serían de gran utilidad. Solicitó que la cuenta se cerrase y el dinero se le remitiese al apartado de correos que había mantenido durante su ausencia. Este era, de hecho, un apartado de correos que Tom había contratado tiempo atrás para que Cora no se enterase de ninguno de sus asuntos personales. Introdujo una hoja del papel de carta de Loden en el rodillo de la máquina de escribir y se puso manos a la obra. Era un mecanógrafo torpe, pero consiguió una copia aceptable al tercer intento. Si el banco conservaba la correspondencia anterior con Loden Galsworthy, comprobaría que el tipo de letra, el papel de carta y la plumilla de la estilográfica coincidían. Ya sólo necesitaba la firma de Loden.
En la pared del despacho de Cora colgaba un certificado de agradecimiento por la labor realizada como voluntaria al servicio de la Cruz Roja en 1918, cuando tenía veintiún años. Era un documento impreso y debieron de repartirse a centenares entre las mujeres que habían cedido miles de horas de trabajo gratuito, pero ella lo había enmarcado y colgado como si fuera la única receptora. Loden Galsworthy había sido uno de los tres firmantes. Cora le había contado a Tom que Loden y ella habían comentado más de una vez la asombrosa coincidencia de ese lazo entre ellos antes de conocerse.
Tom descolgó el marco con el certificado y dedicó unos veinte minutos a perfeccionar la firma de Loden. A continuación firmó la carta, plegó la hoja, la metió en el sobre y puso un sello. Todo en un solo día. Lo echaría en el buzón de camino al banco. Aquello era ciertamente un regalo de los dioses, la respuesta a sus plegarias. Se sentía extraordinariamente ligero y libre. No se había dado cuenta del alcance de su malestar hasta que pasó la crisis. Ahora ya no le preocupaban las miserias de Cora. Se acabaron las adulaciones y los manejos. De un plumazo se habían resuelto todos sus problemas. Como la guinda de un pastel, su comida con Chet Cramer del día anterior había ido muy bien. Era consciente de que Chet había accedido a escucharlo sólo porque él y Livia ambicionaban pertenecer al club de campo del que eran socios los Padgett, pero consideraba que su presentación del proyecto había sido eficaz. Chet no sólo había mostrado interés, sino que además le había pedido a Tom que elaborase un proyecto de colaboración comercial para pasárselo a su contable. Tom pensaba ponerse con ello poco después del almuerzo.
Fue al banco e hizo un ingreso, mezclando el cheque de dividendos falsificado con varios cheques suyos. Con los 65.490,66 dólares que pronto tendría en sus manos, ya no necesitaba los insignificantes 356,45, pero como había falsificado la firma de Cora, ¿por qué no seguir adelante? Había aprendido a no escatimar esfuerzos. En cuanto concebía un plan lo llevaba a la práctica, un principio que le había reportado pingües beneficios.
Charló con el cajero, concluyó sus gestiones y, cuando se disponía a salir, se tropezó con el responsable de los préstamos, Herbert Greer, que lo había interceptado aposta. Tom llevaba un tiempo eludiéndolo, porque sabía que iba a exigirle el pago de su deuda. Pero en ese momento, con los fondos recién hallados en el aire, saludó a Greer como a un viejo amigo, estrechándole la mano con verdadero afecto.
—Herb, ¿cómo estás? Me alegro de verte.
Saltaba a la vista que Herb no estaba preparado para la cordialidad de Tom después de semanas de evasivas y excusas.
—Pensaba que te habías ido de viaje —dijo Herb—. Le dejé un par de recados a Cora para ti a principios de esta semana y, como no diste señales, supuse que andabas por ahí.
—Yo no. Cora es la que se ha ido. Se ha marchado esta mañana a visitar a su hermana en Walnut Creek. Una chica traviesa. No me ha dicho que habías llamado. No tenía ni idea.
—Debió de pasársele.
—Seguro. Por lo general me da los recados, pero tenía prisa por hacer las maletas y salir a la carretera. Da igual, de todos modos iba a acercarme a tu mesa, pero he visto que estabas al teléfono.
Herb se mostró cautamente complacido al oírlo, pues había imaginado que, con toda seguridad, tendría que placar a Tom y mantenerlo bien sujeto para obligarlo a concertar y respetar semejante cita.
—¿Por qué no vienes a sentarte a mi mesa y lo resolvemos ahora mismo?
Tom consultó la hora y adoptó una expresión de pesar.
—Imposible. Lástima. Voy a comer en el club de campo con Chet Cramer y ya llego tarde.
—Me pareció verte en el club con él ayer.
—Cierto. Yo no te vi. Deberías haberte acercado a la mesa a saludar. Puede que te haya mencionado que estamos en conversaciones para crear una sociedad. Él conoce el sector de la maquinaria pesada, que, según dice, no se diferencia mucho del de un concesionario de automóviles.
—No tenía ni idea de que os traíais negocios entre manos. Me alegro.
—Bueno, todavía tenemos que pulir los detalles, pero ya lo conoces. Es un hombre que se toma las cosas con calma. De nada sirve presionarlo. Quiere tenerlo todo atado y bien atado antes de lanzarse.
—Llevamos años trabajando con Chet. Es un cliente solvente donde los haya.
—Te diré lo que haremos. Si llegamos a un acuerdo, lo traeré y quizás encontremos la manera de poner esto en marcha.
—Estoy a vuestra disposición. Dale recuerdos de mi parte.
—Con mucho gusto.
—¿Y si quedamos el lunes? ¿A las diez?
—Perfecto. Hasta entonces.
Y por primera vez en su vida, Tom salió del banco con una sensación de optimismo. En cuanto llegase el dinero de Loden Galsworthy podría financiar la expansión. Ya sólo necesitaba otro buen pellizco para poder devolver el préstamo al banco el lunes.