22

Las tres fuimos a casa de Daisy en nuestros respectivos coches, como si se tratase de una caravana muy corta. Después de avisarlas, salí por Broadway y me detuve en JC Penney, donde compré un camisón de algodón, dos camisetas y bragas baratas. Luego hice otro alto en una tienda cercana y compré tres novelas de bolsillo, champú, acondicionador y desodorante, pensando que si iba a quedarme en el pueblo durante cierto tiempo, no estaría de más que oliese bien. Aun si desenterraban el Bel Air por arte de magia y me marchaba a casa al día siguiente, esas compras me serían útiles. Al fin y al cabo, las bragas no tenían fecha de caducidad.

Llegué a casa de Daisy a las ocho, ya entrada la noche otoñal y con las farolas encendidas. Daisy había dejado la puerta del garaje abierta, así que metí el coche, eché la llave y accioné el cierre automático de la puerta al salir. En la casa encontré a Tannie tirada en el suelo del salón, intentando aliviar el dolor de espalda después de pasarse toda la mañana cortando maleza y toda la tarde mirando a la policía mientras desenterraban un coche de su jardín. Daisy estaba en la cocina preparando un té. Se había quitado la ropa de trabajo y llevaba un chándal, pero se la veía tan tensa como en la finca de Tannie. Tenía la expresión contraída, como si padeciera migraña, pese a que, según ella, se encontraba bien. El hallazgo del coche nos había puesto en tensión a las tres, pero cada una necesitaba un remedio distinto. Daisy ansiaba un baño y Tannie quería una copa. Por mi parte, habría dado cualquier cosa por poder estar sola, deseo irrealizable dadas las circunstancias. Ni siquiera podía irme a la cama, porque Daisy había traído su taza de té al salón y estaba sentada en el sofá, donde yo dormiría. Desde el suelo, Tannie dijo:

—Oíd, chicas, no recuerdo haber cenado, a menos que me haya perdido un episodio. ¿Alguien más tiene hambre? Me comería mi propio brazo.

Tras una breve negociación, Daisy cogió el teléfono y pidió una pizza grande, que el repartidor trajo al cabo de treinta minutos. Comimos con fruición, si bien Tannie rechazó todas las porciones de pizza con anchoas, que habían sido elección de Daisy y mía. Justo cuando creía que la jornada había concluido y podía dedicarme a leer o ver la tele sin tener que pensar en nada, sonó el teléfono. Daisy descolgó.

—Ah, hola, BW. ¿Qué hay?

Mientras escuchaba, vi demudarse su expresión. Sus mejillas enrojecieron gradualmente como si la intensidad del color de su tez se regulase con un potenciómetro.

—¿Cómo ha sido? —Cerró los ojos y cabeceó al oír la respuesta de él—. Ya. No, no, no es culpa tuya. Lo entiendo. Enseguida voy.

Colgó.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Mi padre está en el Blue Moon, borracho como una cuba. BW quiere que vaya a buscarlo antes de que se arme un alboroto.

—¿Foley está borracho?

—Eso dice BW. Ya me encargo yo. Quedaos aquí.

—No digas tonterías —respondí—. Yo te acompaño. No podrás tú sola si está tan mal.

Daisy se volvió hacia Tannie.

—¿Y tú qué? Haz lo que te parezca.

—Conmigo no contéis. Iré si me necesitáis, pero estoy deshecha. Tengo que levantarme temprano y coger el coche. Si vamos al Moon, acabaré tomando una copa y ya no habrá remedio. Me tienta, pero procuro comportarme.

—No te preocupes. Volveremos en cuanto se nos ocurra qué hacer con él.

Daisy cogió el bolso y las llaves del coche. Dijo que con el chándal no tendría frío, pero a mí me dio una chaqueta. La noche había refrescado, y ninguna de las dos sabíamos cuánto tiempo pasaríamos fuera. No dejó de cabecear en todo el camino, veinticinco kilómetros, desde Santa María hasta Serena Station.

—No me lo puedo creer. Llevaba treinta y cuatro años sobrio y ahora ha vuelto a empezar.

—Debe de haberse enterado de lo del coche.

—Eso ha dicho BW.

—Pero ¿por qué lo habrá alterado tanto?

—Ni idea. Ni quiero planteármelo siquiera.

Ese viernes por la noche el Blue Moon estaba hasta los topes. La happy hour había acabado a las siete, pero la bebida seguía corriendo. El nivel de energía era demencial, reflejo del júbilo por el fin de la semana laboral. Esa vez el local sí que olía a cerveza y tabaco. Entre el vocerío, la gramola y las carcajadas amplificadas por el alcohol, el ruido era ensordecedor.

Foley Sullivan estaba sentado junto a la barra, ajeno a todo, como un hombre sumergido en un tanque de privación sensorial. Su whisky y él llevaban separados tres décadas. Ahora, como viejos amantes, se habían vuelto a reunir, y él se había propuesto seriamente rehacer la relación, sin dejar espacio a nadie ni a nada más. Permanecía muy erguido en el taburete. Tenía aún el rostro demacrado, pero ahora un brillo de alivio asomaba en sus ojos hundidos. Era la clase de borrachera que estaba a dos sorbos de una ira ciega, incontenible.

Daisy se acercó y se aseguró de que él la viese antes de ponerle la mano en la espalda. Se inclinó hacia él para hacerse oír.

—Hola, papá. ¿Cómo va? Me he enterado de que estabas aquí.

Él no se molestó en mirarla, pero levantó la voz.

—Veo que te has dado prisa en venir a buscarme. Pues estoy bien, hija. No hacía falta. Me las arreglo solo. Agradezco tu interés, pero creo que está fuera de lugar.

—¿Qué te ha impulsado a esto?

—Supongo que he nacido con propensión al azufre. Tú también deberías tomarte una copa. El whisky apaga las penas del alma.

El hombre sentado en el taburete contiguo los había oído. Yo no sabía si conocía a Daisy y su padre o si sencillamente aquella no era una conversación que le interesara oír. El hecho es que desocupó el asiento y Daisy se acomodó en él.

Foley se había vuelto a sumir en su estado de contemplación, fijando la mirada en su vaso como si fuese el corazón negro del género humano. Cuando Daisy le tocó el brazo, pareció sorprenderse de que ella siguiera allí. Le sonrió con dulzura.

—Hola, cielo.

—Hola, papá. ¿Podemos salir a hablar? Necesito un poco de aire fresco, ¿tú no?

—No hay nada de que hablar. Ese coche era el último lazo. —Simuló un tijeretazo con un gesto de la mano—. Ahora se ha cortado. Así, sin más. Ella sabía que me arrancaría el corazón si llegaba a salir a la luz.

—Si salía a la luz, ¿qué?

—El coche. Lo enterró antes de marcharse. Yo pagué y pagué porque la quería y pensaba que volvería. Dios santo, quería que ella supiese que no me debía nada.

—¿De qué hablas?

Concentró la mirada en el rostro de su hija.

—Han encontrado el Bel Air. Pensaba que lo sabías.

—Claro que lo sé. Esta tarde me han llamado de la oficina del sheriff.

—Así sea, pues. Debemos aceptar el hecho. Tu madre lo escondió bajo tierra y se largó. Debemos hacernos a la idea de que nos abandonó.

—No lo enterró ella. Es imposible que pienses una cosa así. ¿Cómo iba a hacerlo?

—Es evidente que la ayudaron. El fulano con el que se fugó debió de ayudarla a cavar.

—Eso es absurdo. Si iba a fugarse, ¿por qué no se llevó el coche? Si no lo hubiese querido, lo habría vendido.

—Fue su manera de provocarme. El coche fue mi último regalo y lo rechazó.

—Basta ya, papá, por favor. Sabes muy bien lo que está pasando. Es más que probable que ella también esté enterrada allí. Por eso se lo toman con tanta calma, para no destruir pruebas.

Él movió la cabeza en un gesto de negación, con las comisuras de los labios hacia abajo, como si le doliese dar la noticia. No arrastraba las palabras, pero el cerebro le funcionaba a medio gas y debía concentrarse mucho. Se golpeó el pecho.

—No está muerta. Si lo estuviera, lo sentiría aquí.

—No te lo voy a discutir, pero ¿podemos salir a la calle?

—Cielo, no eres responsable del estado en que me encuentro. Hago esto en consideración a tu madre, con quien bebí durante muchos años. Esta es mi despedida. Renuncio a ella. Violet Sullivan queda libre. —Levantó el whisky para brindar por su esposa antes de apurarlo.

Yo ignoraba de dónde salía tanta grandilocuencia y me era imposible discernir su estado de ánimo. Parecía peligroso, suspicaz e imprevisible pese a la formalidad de sus palabras. Daisy me lanzó una mirada. En un pacto tácito acordamos que convenía convencerlo con buenas palabras para que saliese antes de estallar. Apoyé la mano en su hombro y me incliné hacia él.

Cuando me reconoció, dio un ligero respingo.

—Así que también se la ha traído a usted aquí.

—Las dos estábamos preocupadas. Es tarde y hemos pensado que quizá preferiría tomarse la última copa en casa.

Foley tenía la mirada desenfocada, como si bizqueara.

—En casa no tengo whisky. El pastor no lo aprobaría. Vivo en la celda de una iglesia, propia de un monje.

—¿Por qué no vamos a casa de Daisy? Mañana podemos llevarlo a desayunar, y luego o bien volver a casa de Daisy o dejarlo en la suya.

—Usted nunca ha asistido a una reunión de Alcohólicos Anónimos, ¿verdad?

—No, para serle sincera.

—Esto no es responsabilidad suya. No tiene nada que ver con usted. No necesito que me rescaten. No necesito que me salven. Quiero quedarme aquí sentado y pasármelo bien, así que déjeme en paz. La eximo de toda responsabilidad. —Movió una mano con displicencia para remarcar sus palabras.

Con el rabillo del ojo vi acercarse a BW y recuerdo que pensé: «Menos mal». Había lidiado con las borracheras de Foley durante años. Si bien no llevaba nada en las manos, era evidente que venía en actitud de gorila. Jake Ottweiler lo seguía a dos pasos de distancia.

—Foley, quiero que salgas de aquí ahora mismo —dijo BW.

Foley miró alternativamente a BW y a Jake y bastó con eso. Los demonios de Foley se desbocaron, pese a que, al contestar, se dibujó una sonrisa en sus labios.

—He ahí al hombre que se folló a mi mujer.

—Por favor, papá. Baja la voz.

Jake había parado en seco. Foley se bajó del taburete y se tambaleó. Actuando con rapidez, BW inmovilizó los brazos de Foley con los suyos.

—¡Hijo de puta! —exclamó Foley con voz aguda—. ¡Confiésalo! Utilizaste a mi mujer y luego la abandonaste como si fuera basura. Ni siquiera tuviste la decencia de reconocerlo.

—Ya está bien —dijo BW. Levantó a Foley y lo llevó a rastras por el bar—. Si vuelves a poner los pies aquí, será lo último que hagas. Te lo advierto.

Sujeto por BW, Foley apenas tocaba el suelo con los pies. Parecía una bailarina que, de puntillas, daba ligeros y garbosos pasos con notable velocidad y gracia.

—¿Me adviertes a mí? ¿Y por qué no se lo adviertes a él? ¿Por qué no se lo adviertes a todos los hombres del pueblo que tengan una mujer tan guapa como la mía? Estoy diciendo la verdad, como él sabe de sobra…

Daisy agarró a BW del brazo y se vio arrastrada de igual manera.

—¡Basta! ¡Suéltalo! No puede controlarse.

—Quizá yo pueda ayudarlo. A ver qué tal te sienta esto.

BW abrió la puerta de una patada y arrojó a Foley al exterior, que cayó sobre la cadera y, por el impulso, rodó hasta quedar a cuatro patas. Antes de que pudiera intervenir alguien, BW asestó un rápido puntapié a Foley en plena cara. Le aplastó el cartílago de la nariz con la bota y se oyó un crujido como el de una sandía al caer contra un suelo de cemento. La sangre brotó a borbotones de su nariz y la boca se le tiñó de rojo. Una hilera de dientes blancos, postizos, había saltado intacta, pero otros se le habían roto y tenía la lengua hinchada como si se la hubiese mordido. Puso los ojos en blanco hasta que sólo se vieron dos rendijas claras. Y luego quedó inmóvil. Daisy lanzó un chillido.

El corazón me latía con tal fuerza que pensé que al día siguiente tendría moretones en el pecho. Daisy se arrodilló junto a su padre, que gemía y se revolcaba. Miró a BW horrorizada, mientras las dos esperábamos una segunda patada. BW se dio media vuelta. Mientras sujetaba la puerta con una mano dijo con tono de repugnancia:

—Mierda. Avisaré a una ambulancia y enviaré a alguien con hielo para que se lo ponga en la cara.