21
Jake
Jueves, 2 de julio, 1953
Jake Ottweiler fue a Santa Mónica para su corte de pelo bimensual. A la entrada de la barbería, se detuvo para echar una moneda a la máquina expendedora y sacar un ejemplar del Chronicle. Había encontrado los camisones sucios de Mary Hairl hechos un rebujo en el asiento delantero de la furgoneta, donde los había dejado sin darse cuenta la noche anterior. En cuanto llegase a casa pondría una lavadora y le llevaría ropa limpia cuando la visitara al día siguiente. Por regla general iba a primera o a última hora de la tarde sin falta, pero ella lo había instado a que se tomase un día de descanso. Él se había opuesto, más para disimular su alivio que por un deseo de imponer su opinión.
En cuanto a la ropa, ella había insistido en que los camisones del hospital ya le valían, pues no deseaba darle más trabajo cuando ya iba bastante apurado. Sin embargo, él se había dado cuenta de que ella se sentía mucho más a gusto con su bata y su camisón de algodón. Alguna que otra vez incluso conseguía calzarse las zapatillas y aventurarse a salir al pasillo a visitar a la madre del pastor, internada por una fractura de cadera.
Rudy lo saludó cuando entró en la barbería. Estaba acabando de afeitar al cliente que le precedía, así que aguardó su turno. Luego se sentó en el sillón de peluquería. Rudy le ciñó una cinta de papel en torno al cuello y después le puso una capa sobre los hombros. Apenas cruzaron palabra. Rudy le cortaba el pelo desde hacía veintisiete años y no necesitaba consejos de nadie. Jake abrió el periódico en busca de información para el puente de tres días que se avecinaba. No le interesaba demasiado la fanfarria del Cuatro de Julio, pero Mary Hairl quería que los chicos se divirtiesen. Steve ya tenía edad para entretenerse solo —como de hecho prefería—, pero con Tannie era distinto. Jake pensó en llevarla al rodeo anual del Cuatro de Julio en Lompoc, donde actuaría el Club de Hípica y Lazo. Para el espectáculo de fuegos artificiales, sus preferencias eran el Elks Field a las ocho y media del sábado o el pequeño parque de Silas, que estaba más cerca de casa. Para la cena, tenía previsto un picnic. No sabía cocinar, pero podía llevar panecillos y salchichas y asarlas en una de las parrillas que había en el parque. También compraría ensalada de patatas y judías con salsa de tomate en el mercado y tal vez unas golosinas de postre.
Al hojear las noticias de sociedad, le llamó la atención el nombre de Livia Cramer. La señora Livia Cramer había organizado una reunión de ventas en su casa en la que habían sido premiadas la señorita Juanita Chalmers, la señorita Miriam Berkeley, la señora R. H. Hudson y la señora P. T. York. A modo de refrigerio se sirvieron pizzas y tartas. A Jake no le cabía en la cabeza qué interés tenía eso como noticia, pero sabía que Livia se sentiría muy orgullosa de la atención recibida. Bastante presuntuosa era ya. Estuvo tentado de llevarle el artículo al hospital a Mary Hairl, pero si intentaba burlarse de Livia, su mujer saldría en su defensa. Livia ansiaba que llegase el día en que pudiera endosarle a algún pobre incauto aquella mole de hija que tenía. Con todo el jaleo de la fiesta de compromiso, la lista de bodas, el casorio, la recepción, los detalles del vestido, las flores y los planes para la luna de miel, Livia vería su nombre y su foto en las páginas de sociedad durante un año y medio. Eso en el supuesto de que alguien quisiera cargar con la chica.
Jake leyó las tiras cómicas —Nancy, Freckles, Gordo y Alley Oop—, que nunca se perdía aunque no le hacían gracia. Pasó luego a los resultados del béisbol y a la información agraria mientras Rudy le retocaba la nuca con la tijera. Se marchó a casa oliendo a polvo de talco. Pese a los esfuerzos de Rudy, le picaban la espalda y el cuello a causa del pelo recién cortado que se le había metido bajo la ropa.
Al llegar a casa se quitó las botas de trabajo, la camisa de Sears y el peto, y abrió el grifo de la ducha. Mientras esperaba a que saliese el agua caliente, lo echó todo en el cesto de la ropa sucia y, al pasar ante el espejo del cuarto de baño, se vio los arañazos que le había dejado Violet Sullivan en la espalda hacía cuatro días. Entró en la ducha sintiéndose a la vez horrorizado y excitado. Si alguien veía esas marcas, tendría problemas. No dejaba de sorprenderle el daño que podía causar esa mujer. Era menuda, no mayor que una niña, pura energía y descaro, con aquella melena roja hasta media espalda que se le ondulaba cuando él se la apartaba del cuello. Le gustaba peinar con sus dedos esa mata de pelo espesa, agarrar un mechón y, de un tirón, obligarla a echar hacia atrás la cabeza con tal fuerza que ella abría la boca en una expresión de sorpresa. Le acariciaba los pechos con la palma áspera de la mano y le recorría la espalda con la otra mientras ella se estremecía de deseo. Nunca había conocido a una mujer como ella, tan salvaje e insaciable. Llevaba un delicado perfume de violeta, su sello personal, decía. Vestía de color violeta y lavanda, y a veces de un intenso verde oscuro que hacía brillar como el fuego sus ojos verdes. Las telas eran suaves, la falda se le adhería a las piernas y, cuando él se la apartaba de los muslos, oía un sedoso susurro.
A él personalmente nunca le habían gustado las violetas. En su opinión, no eran más que mala hierba que invadía el césped. Mary Hairl las adoraba, en particular las blancas, y reprendía a Jake cada vez que amenazaba con eliminarlas. Él no le veía sentido a permitir que una planta silvestre e incontrolable engullera el césped. La primavera anterior, que fue la última de Mary Hairl, como él sabía ahora, Jake se había tumbado boca abajo entre las violetas para que el aroma dulce y suave le impregnase la piel. Había acariciado las hojas de color verde oscuro y arrancado las flores con la misma brusquedad con que había penetrado a Violet en su último encuentro. La moqueta del motel despedía un extraño olor metálico que él relacionaba con el sexo.
La noche anterior, en el hospital, reflexionó a su pesar sobre las diferencias entre las dos mujeres. En los últimos tiempos Mary Hairl tenía los ojos hundidos y ojerosos, y Jake se sintió tan culpable como si la hubiese abofeteado. Fue tierno y paciente, tenaz en sus atenciones, pero su cerebro desconectaba y volvía a Violet por más que intentara evitarlo. Mientras le pasaba un paño húmedo por la cara a Mary Hairl, pensaba en Violet, en la última vez que se habían acostado, en la ferocidad con que ella mordía y chupaba, aferrándose a él como una mujer que se ahogaba entre las sábanas. Podía provocar, retraerse, dejar que su melena roja le acariciase los muslos mientras él pugnaba por recuperar el control y se abalanzaba hacia ella. Violet se apartaba, sonriente, con los ojos chispeantes. Le lamía todo el cuerpo, y él sabía que nunca conseguiría ahogar el gemido cuando ella por fin tomaba su miembro entre los labios.
Bajó la vista. Mary Hairl le había pedido agua fría, y Jake fue a llenarle el vaso. Tenía sed y, tan confiada como una niña, chupó la pajita doblada y transparente que él le acercó a los labios. Le dio las gracias con un susurro y se recostó en las almohadas. Jake sabía que no podía seguir con Violet. Día sí día no decidía que debía romper con ella, pero cada vez que se presentaba la ocasión pensaba: «Una vez más…, sólo una vez más», y después esperaba reunir las fuerzas necesarias para poner fin a la relación.
Sentía una opresión en el pecho, un peso que le recordaba todo lo que había traicionado. A veces el malestar era tan intenso que sentía náuseas. Le estaba agradecido a Violet. Siempre le estaría agradecido por lo que había descubierto. Ella le había devuelto la vida después de años de atender a Mary Hairl en su dolor. Si Mary Hairl se iba —si se iba por fin—, sabía que esa asfixiante desesperación terminaría. Al mismo tiempo, aunque se negaba a admitirlo, albergaba la fantasía de que, una vez fallecida su mujer, Violet pasase a formar parte permanente de su vida y llenase el vacío que Mary Hairl habría dejado.
Cerró los grifos con un chirrido, salió de la ducha y se secó. Ya en su habitación, se puso los vaqueros que había colgado de una percha detrás de la puerta del armario. Alcanzó el fardo de ropa sucia de Mary Hairl y fue al zaguán, donde había instalado la lavadora y la secadora. Levantó la tapa de la lavadora y se quedó mirando el rebujo apretado de ropa húmeda que se había olvidado de tender. No recordaba haber hecho una colada, pero cuando sacó la primera prenda, se dio cuenta de que era la ropa sucia de Mary Hairl de la semana anterior. Seguía mojada y ahora olía a humedad por el tiempo que llevaba allí. ¿Cómo podía haberle ocurrido una cosa así? Se había propuesto llevarle ropa limpia a Mary Hairl como prueba de su afecto y su preocupación. Ella no le había reclamado los camisones y las bragas. ¿Qué se había puesto durante toda la semana?
Con el rostro encendido, llenó otra vez la lavadora añadiendo la ropa de esa semana a la de la anterior, con la esperanza de que una buena dosis de jabón eliminase el hedor del algodón húmedo. Entró en el dormitorio, abrió el cajón de la cómoda de Mary Hairl y, con alivio, vio que tenía varios camisones más. Todo era de un blanco inmaculado y estaba en perfecto orden. Sacó cuatro camisones y puso encima seis bragas. Vaciló y luego dejó la pila sobre la cómoda.
Revisó los demás cajones registrando sus pertenencias, cosa que jamás se le había ocurrido hacer hasta entonces. No sabía qué lo impulsaba a rebuscar entre sus cosas. Quizá cierta curiosidad morbosa con respecto a los efectos personales que pronto tendría que embalar y donar. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Un consolador? ¿Pruebas de algún vicio oculto? ¿La bebida, la cleptomanía, la pornografía? Sabía sin necesidad de mirar que los vestidos colgados en su armario estaban descoloridos de tanto lavarlos, almidonados y escrupulosamente planchados. ¿Por qué le provocaba eso tal ira? ¿Por qué su propia vida caía en la degradación mientras que la de ella era tan insulsa y patética?
En el penúltimo cajón, escondido bajo las bragas de algodón, vio el ángulo de una caja amarilla. Apartó las bragas. El cajón estaba lleno de estuches de regalo sin abrir de colonia y loción para después del baño Jean Naté. No recordaba la última vez que había pensado en regalarle algo distinto. ¿Por qué habría de hacerlo? Para los cumpleaños ella siempre pedía Jean Naté. Jake creía que le encantaba. Al abrir el regalo, que él siempre hacía envolver al dependiente, a ella se la veía contenta y sorprendida, y sus palabras de agradecimiento parecían tan sentidas que él jamás dudó de su sinceridad. La Navidad nunca significó nada para él. Hacían regalos a los niños, pero como el intercambio de obsequios entre sí los incomodaba, abandonaron la costumbre de mutuo acuerdo. O eso había supuesto Jake.
Al ver los estuches de Jean Naté lo asaltó una profunda vergüenza. La había tratado con displicencia, tan ajeno que no se le había ocurrido regalarle nada más personal, más espléndido o espontáneo. Le abochornó que ella no se hubiese atrevido a decirle la verdad, que se hubiese considerado tan poca cosa que no había sido capaz de expresar sus verdaderos deseos. Seguramente ni siquiera ella misma sabía qué quería. Cuando llegara su cumpleaños, el 2 de septiembre, ya habría muerto, y de pronto comprendió que si él había traicionado el matrimonio, también lo había traicionado ella. La diferencia residía en que a ella, al morir, la considerarían una santa, y él tendría que seguir viviendo sin ella, bajo el peso de la ira, la corrupción y la culpabilidad. Quizá fuese un hombre sin carácter, pero ella era una mujer sin valor. ¿Quién era el peor de los dos?
Cuando acabó la lavadora, salió y se fue a Serena Station. Eran sólo las 10:35 de la mañana, pero BW abría el Blue Moon a las nueve. Un horario tan absurdo no tenía explicación. El local estaba vacío la mayor parte del día, en penumbra, con la puerta abierta, tan fresco y acogedor como una iglesia. Aparcó y entró. A una mesa lateral estaba sentado Winston Smith, solo, de espaldas a la barra, con expresión abstraída. Tenía una cerveza Mi11er ante sí, aunque Jake sabía con toda seguridad que aún no era mayor de edad y no podía beber. En vista de su abatimiento, quizá BW se había apiadado del chico y asumido el riesgo de una visita del inspector, que al fin y al cabo ya había estado allí hacía una semana.
Jake se sentó a la barra y BW le puso delante una Blatz. Jake sabía que Violet pasaba por allí dos o tres veces a la semana cuando Foley se iba a trabajar. No la había visto desde el domingo, pero necesitaba hablar con ella antes de perder la determinación. Efectivamente, Violet entró al cabo de veinte minutos. Winston, a punto de pedir otra cerveza, se volvió y le lanzó una mirada hosca.
—Tengo que hablar con usted.
Violet se detuvo junto a su mesa.
—Pues habla.
—Tómese algo, por favor —dijo el chico. Empleaba un tono cauto, pero Jake advirtió una vibración en su voz.
Violet se sentó. Dijera lo que dijese, Winston habló en susurros, y Violet sólo expresó un relativo desconcierto. Por último, se inclinó hacia delante. Su respuesta fue inaudible, pero, fuera lo que fuese, Winston se quedó de una pieza. Ella se levantó y se dirigió al extremo de la barra.
—Mala puta —dijo Winston para sí.
Jake miró al chico y luego a BW.
—¿Qué pasa?
BW dirigió una mirada a Winston.
—El chico se ha quedado sin trabajo.
BW fue al extremo de la barra donde estaba Violet. Ella pidió y Jake observó a BW mientras le servía una copa de vino tinto. Jake cogió su cerveza, recorrió la barra y ocupó el taburete contiguo al de ella. Esperó a que BW le colocara la copa de vino delante.
—Invito yo —dijo Jake.
BW fue a la caja y marcó el precio añadiéndolo a la cuenta de él; luego desapareció en la trastienda para dejarlos solos. Jake había pensado que se pondría nervioso por lo que tenía que hacer, pero curiosamente experimentó un sentimiento de afecto hacia ella.
—Creía que nos veríamos ayer por la tarde —dijo.
—Me surgió un imprevisto —respondió Violet—. Tenía un asunto pendiente.
—No era una queja.
—Pues a mí sí me lo ha parecido. Si has venido a lloriquear, no te molestes. Ya he recibido una buena dosis de autocompasión por parte de Winston.
—¿Por qué está tan enfadado?
—Porque es un gilipollas. ¿Sabes qué me ha dicho? Que quiere que le preste el dinero para pagarse la matrícula de la universidad. ¿Te lo puedes creer? ¡Qué desfachatez! Le he dicho: «¿Y eso por qué? ¿Acaso parezco un director de banco? No te prestaría un céntimo aunque me fuera en ello la vida, capullo».
—Siempre andas hablando de dinero. Tal vez ha pensado que estarías dispuesta a ayudarlo.
—Ya, pues el dinero que tengo es mío y no pienso dárselo a nadie. Bueno, ¿y tú qué haces aquí?
—Tenemos que hablar.
—Eso mismo me ha dicho él. ¿De qué?
Jake bajó la voz.
—Sé que te has estado distanciando. Llevamos semanas así y me parece bien. No quiero que te sientas mal. Sólo quería decirte eso. Probablemente sea lo mejor, y lo acepto.
—No tengo ni idea de qué me hablas —contestó Violet con tono inexpresivo.
—Sospecho que has encontrado a otro.
—¿Y qué? No puedo contar contigo, eso está más claro que el agua. Tú tienes a Mary Hairl y yo, aquí desamparada, he de cuidar de mí misma. Tengo que largarme de este pueblo, ¿y tú qué me ofreces? Nada. Nada de nada.
—No te culpo, de verdad. No tengo nada que ofrecer y lo siento, porque me gustaría ayudarte si pudiera. Supongo que lo mejor que puede decirse es que no nos hemos hecho ninguna promesa.
Ella se volvió y lo miró con los ojos entornados.
—Oye, un momento, ¿a qué viene esto? ¿Estás rompiendo conmigo?
Jake levantó la palma de la mano para indicarle que bajara la voz.
—Es sólo que me gustaría ser un buen marido para Mary Hairl durante el tiempo que le quede de vida. ¿Crees que quiero hacerlo? Desde hace meses no pienso más que en ti. Antes no imaginaba siquiera cómo podría vivir sin ti. Incluso ahora, no sé si podré. A pesar de lo que has significado para mí…
—¿Lo que he significado para ti? No habré significado tanto si ahora me das una patada como a un trasto inútil. ¿Cuál es el problema? ¿No he dado la talla? Pues bien que te aprovechabas cuando te venía en gana, cabrón, y ahora que te has cansado de mí…
—No digas esas cosas. Ya sabes cómo ha sido. Los dos estábamos hundidos y nos ayudamos. Te lo agradezco, pero necesitas algo mejor y parece que lo has encontrado. Sólo quiero que sepas que me alegro por ti y te deseo lo mejor.
—¡Vaya, qué generosidad la tuya! Me deseas lo mejor. Me pregunto qué desearás cuando Foley se entere.
A Jake le dio un vuelco el corazón y se esfumaron todos sus buenos sentimientos.
—Esperemos que eso no ocurra, tanto por tu bien como por el mío.
—Ocurrirá, no te quepa la menor duda. ¿Sabes cómo lo sé? —Consultó su reloj—. Porque hoy, a eso de las seis, en cuanto Foley ponga los pies en casa, tendré un ataque de remordimientos y se lo confesaré todo. Le contaré lo mucho que me horroricé y asombré cuando me obligaste a aceptar tus atenciones sexuales no deseadas, y que la pobre Mary Hairl no tiene ni la menor idea de que andas por ahí empinado y restregándote contra cualquier mujer que se te cruce.
—Oye, no hagas eso —dijo Jake; incluso a él su tono le sonó lastimero.
—¿Por qué no? Tengo que protegerme.
—No te creerá. ¿Por qué habría de aceptar tu palabra? Sabe Dios la de hombres que te habrás tirado…
Violet cogió su copa y le echó el vino a la cara; luego arrojó la copa a un lado. Cayó al suelo, rebotó una vez y se hizo añicos. Agarró el bolso y salió sin mirar atrás. Winston volvió la cabeza y la observó marcharse; acto seguido, dirigió de nuevo la mirada hacia la barra, donde Jake permanecía sentado como si le hubieran pegado un tiro, visiblemente alterado. El vino tibio le había mojado la cara y empapado la pechera de la camisa. BW salió de la trastienda. Miró a Jake, cogió un paño y se lo entregó por encima de la barra. Jake se enjugó la cara, deseando que se lo tragara la tierra. Gracias a Dios, BW y Winston eran los únicos testigos.
Fuera oyó el motor de la carraca de Foley. Violet arrancó con un chirrido y resonó el golpeteo de la grava contra los bajos. Jake sintió que lo invadía una sensación de pánico. Sin duda ella no se arriesgaría a hablarle a Foley de él. Sabía que estaba furiosa, pero no lo había entendido bien. Él no la rechazaba, le daba la libertad.
Alzó la vista cuando Tom Padgett apareció en la puerta. Tom echó una ojeada atrás por encima del hombro, con el reflejo de la luz en las gafas. Luego recorrió la escena con la mirada: la camisa empapada de Jake, Winston borracho, BW detrás de la barra como paralizado.
—¿Qué demonios pasa aquí?
Jake llamó a Violet dos veces el jueves por la tarde, pero el teléfono sonó y sonó, al parecer en una casa vacía. A la tercera llamada lo cogió Foley Sullivan y Jake dejó el auricular en la horquilla sin pronunciar palabra. Pasó las últimas horas de la tarde del jueves en el hospital con Mary Hairl, cosa que no tenía previsto hacer, pero ella parecía tan contenta y agradecida de verlo que casi se convenció de que lo había hecho por ella. En realidad, estaba demasiado nervioso para quedarse en casa. Un asomo de miedo se había aposentado en sus entrañas. Violet era una insensata, y él la creía muy capaz de meterse en la boca del lobo con tal de vengarse de él. En compañía de Mary Hairl se sentía a salvo, como si, velando por ella, velase a la vez por sí mismo… O acaso fuese más exacto decir que, permaneciendo a su lado, esperaba ahuyentar el desastre que se le echaba encima.
Telefoneó el viernes a la hora de comer, pero tampoco recibió respuesta. Recorrió Serena Station en su furgoneta buscándola. Hizo un recado en Silas y luego volvió a cruzar el pueblo y aparcó enfrente de la oficina de correos para recoger su correspondencia. La suerte quiso que la descubriese allí, al volante del flamante Chevrolet que había visto en la tienda de Chet Cramer. Estaba cruzando la calle cuando ella aminoró la velocidad y se detuvo. Se asomó por la ventanilla y esperó hasta que él llegó a su altura.
—¿Qué me dices?
Ya sin la sombría ira de la última vez, se la veía radiante, tan contenta como una niña con una bicicleta nueva. Jake no pudo por menos de sonreír.
—¿De dónde lo has sacado? Es impresionante.
—Es mío. Me lo ha comprado Foley.
—¿Te lo ha comprado? Pensaba que Foley no tenía un céntimo.
—Bueno, tiene sus recursos. Ha debido de enredar a Chet, porque esta mañana ha salido de casa antes de las nueve y al cabo de una hora ha aparcado esta preciosidad junto a la acera.
—¿Y qué celebráis?
—¿Acaso hace falta celebrar algo? Está loco por mí. Desde luego, también cuenta que anoche perdiera los estribos y destrozase la casa. Mis cortinas de encaje nuevas acabaron en el cubo de la basura. ¿Adónde vas? ¿Quieres dar una vuelta a la manzana?
—No, tengo cosas que hacer. Quizás en otro momento —contestó Jake. Se fijó en que había unas gafas de cartón blanco en el asiento delantero—. ¿Son tus gafas de sol?
Ella bajó la vista.
—¿Esto? No. —Las cogió y se las puso—. Esta tarde he llevado a Daisy y Liza Mellincamp al cine a ver una película en tres dimensiones. Bwana, diablo de la selva. Daisy va a tener pesadillas durante un mes.
—Con los niños suele pasar —contestó él, por decir algo.
—En fin, tengo que ir a un sitio; te dejo. Adiós muy buenas —se despidió Violet. Pisó el acelerador y se marchó.
Jake nunca la había visto tan alegre ni tan rebosante de buenas intenciones. Volvió a su coche con una desbordante sensación de alivio. Quizá todo se había arreglado y podía respirar tranquilo otra vez.
Regresó al hospital a media tarde con una despreocupación que no sentía desde hacía meses. Aún no eran las cinco, pero los carritos con la cena ya estaban en el pasillo. La acompañaría mientras cenaba y se quedaría con ella hasta que se durmiera. Le había comprado una planta de interior para poner al lado de la cama. La florista la había envuelto con papel de seda verde y un lazo violeta. Jake había pensado que a ella le gustaría tener algo de colores vivos que mirar. Entró en el ascensor y subió a la primera planta. Cuando se abrieron las puertas, se detuvo en seco. El padre de Mary Hairl estaba en el pasillo con una expresión fría en el rostro. Algo le había ocurrido a Mary Hairl. Quizá su estado se había agravado; quizás había muerto. Sintió que el frío del suelo le calaba los huesos.
Hairl tenía una Biblia en una mano y con la otra sujetaba un papel rosa con unos renglones en tinta negra.
—Hijo de puta. Júrame sobre esta Biblia que nunca te has dejado llevar por la lujuria. Júrame que no te has acostado con Violet Sullivan y no mientas. Mi pobre hija, mi única hija, ahí dentro moribunda mientras hablamos. Seguramente no le queda más de una semana de vida. ¡Júrame, pues, que no la has metido en la boca de esa puta despreciable! ¡Júralo sobre este libro! No es la primera vez que haces una cosa así, muchacho. ¿Te crees que no lo sé? La gente habla y me he enterado de cada una de tus aventuras. Te creías muy listo, pero nunca me has engañado. Apenas podía mirarte a la cara, pero callaba por Mary Hairl… Debería haber dicho algo hace años, pero ella te veneraba, besaba el suelo que pisabas. Eres un fracasado. Eres un inútil. Ni siquiera eres capaz de ganarte un sueldo decente. Si no fuera por mí, vivirías de la beneficencia. Y ahora ya ves, poniéndote en evidencia en un bar. —Hairl se fue apagando. Se le quebró la voz y el papel rosa empezó a temblar en su mano trémula. Se sorbió la nariz y recuperó el dominio de sí mismo—. Si tuviera fuerzas, te estrangularía. Mi niña preciosa… Es la bondad en persona, ¿y qué eres tú? Eres un miserable, escoria. Por tu culpa ahora es digna de lástima en este pueblo, y se irá a la tumba pasando por una tonta, pero a ti te esperan cosas peores, eso te lo aseguro.
A Jake se le quedó la mente en blanco. Enmudeció de horror. ¿Qué había hecho esa mujer? ¿Qué demonios había hecho Violet Sullivan?