20

Fui a la gasolinera cerca de Tullis y llamé a Schaefer desde el teléfono público. Le conté mi sospecha y le pregunté cómo podíamos confirmar o refutar la corazonada acerca del hoyo rectangular en la tierra. Schaefer expresó sus reservas, pero dijo que un amigo suyo tenía un detector de metales. Accedió a avisarlo. Si ese hombre podía ayudarnos, se reuniría con nosotros en la finca lo antes posible. Si no, él mismo se acercaría y evaluaría la situación. No le había contado a Tannie lo que me proponía, pero una vez iniciado el proceso, temí estar haciendo el ridículo más espantoso. No obstante, ¿qué más daba? Hay errores peores en la vida y yo los he cometido casi todos.

Cuando volví a la casa, Tannie ya había acabado con Bill Boynton y este se había ido.

—¿Dónde te habías metido? Pensaba que íbamos a comer.

—Sí, bueno, es que ha pasado algo. Quiero que le eches un vistazo.

—¿No podemos comer primero y verlo después?

—Será sólo un momento.

Me siguió al jardín lateral y le señalé el rectángulo irregular que me había llamado la atención. Al nivel del suelo, los contornos de la depresión no se veían tan bien definidos como desde arriba, sobre todo con las matas de hortensias, medio muertas, apiladas a un lado. De cerca parecía más bien que un topo había abierto un túnel a través del jardín. El suelo era desigual, pero había que fijarse para ver que estaba hundido en relación con la zona circundante. Era como mirar el cielo por la noche y tratar de identificar a Tauro visualizando líneas entre las estrellas. Nunca he visto nada ni remotamente parecido a un toro, incapacidad que atribuyo a mi escasa imaginación. Y sin embargo allí estaba yo, señalando como un perro de caza y diciendo:

—¿Sabes qué es eso?

—¿Tierra?

—Mejor que tierra. Creo que es la tumba de Violet Sullivan.

Tannie bajó la vista con expresión de asombro.

—Me tomas el pelo.

—No creo, pero lo averiguaremos.

Sentadas en los peldaños del porche, esperamos a Tim Schaefer. Tannie había perdido el apetito y ninguna de las dos estaba de humor para charlas.

—Pero cuando comamos los bocadillos, me pido el de braunschweiger —dijo ella.

A la una y diez llegó Schaefer en su Toyota 1982, acompañado del dueño del detector de metales, y aparcó en el camino de Tannie. Se bajaron los dos y, tras cerrar las puertas del coche al unísono, se acercaron al porche. Schaefer llevaba una pala y una herramienta larga de acero, como un bastón puntiagudo. Presentó a su amigo, que se llamaba Ken Rice, y añadió una breve biografía para que supiéramos con quién tratábamos. Al igual que Schaefer, tenía más de ochenta años y se había jubilado después de treinta y ocho en el departamento de policía de Santa María, donde había sido primero agente motorizado, luego agente de a pie, después miembro de la Brigada de Narcóticos y finalmente responsable de los perros rastreadores. Durante los últimos veinte años, su pasión había sido la localización y recuperación de reliquias enterradas, alijos de monedas y tesoros de otras clases. Nos estrechamos la mano y, acto seguido, Rice encendió su detector, que parecía formado por las dos mitades de una caja de herramientas conectadas mediante una varilla metálica.

—A ver qué encontramos.

Los cuatro cruzamos la finca hasta el jardín lateral, yo pisándole los talones a Rice como una niña pequeña.

—¿Y eso cómo funciona?

—El sistema lleva incorporados un transmisor y un receptor direccionales en estas cajas interconectadas. Al encenderlo, emite un campo electromagnético que penetra en el suelo. Es el mismo equipo que utilizan los empleados de los servicios públicos para buscar tuberías subterráneas. Cuando el modelo de búsqueda localiza un metal, se interrumpe la señal y genera una respuesta sonora.

—¿A qué profundidad?

—El aparato es capaz de revelar un objeto hasta seis metros de profundidad. Según la mineralización y las condiciones del terreno, es posible detectarlo incluso a una profundidad mayor.

Cuando llegamos al lugar, los tres observamos a Rice mientras peinaba el suelo con el detector. Se había puesto unos auriculares, y deduje que el aparato producía un sonido continuo que aumentaba de volumen cuando encontraba algo. En la primera pasada, vi que la aguja del indicador saltaba a la derecha y se quedaba allí como si estuviese pegada. Rice se llevó una mano al oído y, con expresión ceñuda, siguió barriendo la zona. Al acabar, dijo:

—Ahí abajo hay algo del tamaño de un vagón de tren.

Me eché a reír.

—¿De verdad?

—Según me ha dicho Schaefer, buscan un coche, pero esto podría ser otra cosa.

—¿Como qué?

—Un contenedor, un depósito de almacenamiento subterráneo, una lámina metálica de un tejado.

—¿Y ahora qué? —dije.

—Eso me pregunto yo.

Rice y Schaefer cruzaron unas palabras y luego Schaefer regresó a su coche, donde abrió el maletero. Volvió con un ovillo de cordel y una bolsa de plástico con los tees de golf que utilizaba para sujetar las tiras de mimbre al reparar rejillas. Mientras Rice pasaba varias veces con su detector, Schaefer lo seguía y clavaba los tees en el suelo, reproduciendo aproximadamente la forma de la señal que recibía Rice. Tannie y yo nos turnamos para escuchar, pasándonos los auriculares. Si Rice se alejaba demasiado a izquierda o derecha, el volumen disminuía. Schaefer tendió el cordel de un tee a otro. Cuando terminaron de dibujar el contorno, el cordel formaba un rectángulo de seis metros por más de dos metros y medio. Se me puso carne de gallina en los brazos al pensar que allí había enterrado un objeto de ese tamaño. Algo parecido debe de sentir uno cuando, navegando por el mar, descubre que una ballena está a punto de asomar a la superficie debajo del barco. La proximidad misma resultaba amenazadora. Invisible y sin identificar, irradiaba una energía inquietante.

Schaefer recogió la barra de metal que usaba como sonda. Eligió un lugar y, apoyando todo su peso, la clavó. Logró hundirla unos veinte centímetros, no sin cierta dificultad. En esa parte del estado, la tierra tiene un alto contenido arcilloso, salpicado de rocas y areniscas de considerable tamaño, circunstancia que dificulta cualquier excavación incluso en el mejor de los casos. Si uno golpea una piedra con el filo de una pala, el impacto reverbera hasta los brazos.

Rice contribuyó al esfuerzo con su propio peso. La sonda se hundió otro medio metro y se detuvo.

—¿Qué opinas? —preguntó Rice.

—Veamos si es roca o si hemos dado con alguna otra cosa.

Schaefer empuñó la pala y se puso manos a la obra, hendiendo el suelo duro y apisonado. Pensé que la tierra cedería, pero resultó ser un proceso lento. Después de veinte minutos de esfuerzo continuado, había una zanja de unos cincuenta centímetros de anchura y casi un metro de longitud. Quedaron a la vista frágiles raíces, que colgaban a los costados perpendiculares del hoyo como flecos vivos. A un lado, la pila de tierra crecía.

A una profundidad de unos setenta centímetros entró en contacto con un objeto, o parte de un objeto. Los cuatro guardamos silencio y miramos con atención.

—Si quieren cavar poco a poco, tengo una paleta —dijo Tannie.

—Buena idea —contestó Rice.

Cuando Tannie regresó, dijo:

—¿Puedo hacerlo yo?

—Adelante —contestó Schaefer—. Es su finca.

Tannie se puso a cuatro patas y empezó a apartar la tierra. El objeto podía haber sido de cromo en otro tiempo, pero estaba tan oxidado que era difícil saberlo. Sin darme cuenta, ladeé la cabeza y pregunté:

—¿Y eso qué es?

Cuando excavó otros doce centímetros, quedó al descubierto algo de borde metálico que se extendía sobre una suave curva de cristal. Alzó la vista.

—Es un faro, ¿no?

Schaefer apoyó las manos en las rodillas y se inclinó hacia el hoyo.

—Creo que tienes razón.

Al retirar más tierra, Tannie reveló lo que parecía la curva metálica de un guardabarros delantero del lado derecho, cubierto de herrumbre.

—Será mejor que alguien llame a la oficina del sheriff para pedir ayuda —dijo Rice.

A las tres habían llegado ocho policías: un inspector de la Brigada de Investigación y un joven ayudante del sheriff de Santa Mónica; un sargento, dos inspectores de Homicidios y dos agentes eventuales de Santa Teresa. Había venido, además, un investigador del Laboratorio Forense del Estado, con sede en Colgate, cerca del aeropuerto de Santa Teresa. Se había habilitado un aparcamiento provisional para los vehículos oficiales, incluida la unidad móvil de investigación criminal.

El primero en llegar, el joven ayudante del sheriff de Santa Mónica, había acordonado la zona y nos obligó a Schaefer, a Ken Rice, a Tannie y a mí a mantenernos a veinticinco metros. Toda aquella persona que se encuentre en el lugar de un crimen que haya sido acordonado recibe el mismo trato que un testigo principal y puede ser llamado a declarar en un juicio, razón por la que tuvimos que permanecer a esa distancia. Por otra parte, si el caso se convertía en una investigación por homicidio, siempre existía el riesgo de que personas no autorizadas contaminaran el lugar de los hechos.

El investigador al mando, el inspector Nichols, se acercó y se presentó. A continuación nos informó de la estrategia que se seguiría en la excavación. Era un cuarentón esbelto y atractivo, con camisa y corbata bajo una trenca, pero sin americana; tenía el pelo castaño claro y lo llevaba muy corto. Me miró.

—¿Es usted la señorita Millhone?

—Así es.

—¿Podríamos hablar un momento?

—Claro.

Nos apartamos un poco para poder conversar en privado.

—Tengo entendido que Daisy Sullivan la contrató para que buscara a su madre. ¿Puede explicarme cómo ha hallado esto? —preguntó, señalando hacia el rectángulo.

Me remonté al principio de la investigación y le puse al corriente de mi conversación con Winston, incluido el pequeño detalle de que había visto el coche. Me había llamado la atención, le expliqué, el hecho de que a partir de ese momento nadie hubiese vuelto a ver el coche.

—Estaba paseándome por la casa y, al mirar desde una ventana del primer piso, he visto esa hondonada en la tierra. Al principio he pensado que era un antiguo arriate, pero de pronto me he acordado del coche. He llamado al sargento Schaefer y él ha venido con Ken Rice.

—¿No tenía información previa acerca del caso?

—No. En realidad, sólo recordaba vagamente la desaparición de Violet Sullivan. Había leído algún que otro artículo en los periódicos, pero no le había concedido mayor importancia hasta que Daisy se puso en contacto conmigo el lunes pasado. Fue Tannie quien nos presentó, y por eso he acabado aquí.

Fijó en mí una mirada razonablemente cordial, pero dando a entender a la vez que la cosa iba en serio.

—Si averigua algo más, procure que sea yo el primero en saberlo.

—Descuide.

Nos reunimos con los otros. Los cinco observamos mientras uno de los técnicos de la Brigada de Investigación fotografiaba la zona y el otro medía y dibujaba un esbozo, representando lo que en apariencia era el ángulo y la orientación del coche. Por lo que pudo verse en las fases iniciales de la operación, se especuló con la idea de que el autor del enterramiento había utilizado un bulldozer con una pala de dos metros y medio y hecho una rampa de entre veinte y treinta grados de pendiente. El coche había entrado en el hoyo marcha atrás y luego lo habían cubierto. Según los cálculos, se había requerido una longitud aproximada de quince metros y una profundidad máxima de cinco metros a fin de introducir todo el coche bajo tierra con la parte delantera lo bastante hundida para impedir que fuese descubierta. Por fin entendí la importancia de aquellas plúmbeas clases de geometría del instituto. Era absurdo tomarse tantas molestias para enterrar un coche si la insignia del capó iba a quedar a la vista tras el primer aguacero. Si el trabajo se hacía mal, el coche iría asomando con el paso del tiempo, poco a poco, hasta parecer una isla en medio del jardín. Eso en el supuesto de que estuviese allí todo el vehículo. A lo mejor teníamos ante nosotros la parte delantera seccionada sin nada más detrás. El inspector Nichols se disculpó y volvió a la excavación.

Si los cálculos acerca de la profundidad y el ángulo de la pendiente eran correctos, el coche estaba inclinado bajo la superficie igual que un submarino hundido, suspendido sobre una plataforma subacuática. Si ese era el caso, el techo del coche y el borde superior del parabrisas se hallarían aproximadamente a dos pasos del extremo del hoyo y a unos setenta y cinco centímetros de profundidad. Para demostrar la teoría, Nichols llamó al ayudante con un silbido, le entregó la pala y le ordenó que empezase. El joven se puso manos a la obra, y comenzó a cavar dando paladas poco profundas. Al cabo de un cuarto de hora, la hoja de la pala raspó la superficie del techo.

Siguió una larga discusión sobre la conveniencia de usar una excavadora, opción que por fin se aprobó. La idea de desenterrar el vehículo a mano quedaba descartada. El inspector llamó por radio y se envió a un ayudante a Maquinaria Pesada A-Okay para preguntar a Padgett si disponía de una excavadora. Esto provocó otro retraso, ya que fue necesario localizar la excavadora, cargarla en un camión de plataforma y traerla del pueblo.

Tannie y yo nos retiramos a su coche, aparcado entonces a cien metros en el arcén de la carretera. Con las ventanillas bajadas, comimos los bocadillos, que se suponía eran el almuerzo pese a que ya habían dado las cuatro. No tengo ni idea de cómo corrió la voz, pero empezó a llegar un goteo de personas, y la carretera no tardó en llenarse de vehículos. Dos ayudantes controlaban el acceso al lugar de los hechos, que se había delimitado con cinta. Steve Ottweiler llegó y, tras acercarse a nosotras, nos habló por la ventanilla abierta.

—¿Lo sabe papá? —preguntó Tannie.

—Le he llamado y está de camino. Voy a ver qué dice Tim Schaefer. Tendrá más información que nosotros.

Steve cruzó la carretera. Schaefer estaba en medio de un corrillo de hombres. Mientras conversaban, llegó el camión de plataforma. Tom Padgett lo había seguido en su coche y supervisó la descarga de la excavadora compacta John Deere, tras lo cual sólo se autorizó la entrada en el círculo mágico al operario de la máquina. Padgett fue apartado igual que nosotros, cosa que pareció irritarlo sobremanera. Durante la siguiente hora observamos con asombro al operario mientras manejaba su máquina con la delicadeza de un cirujano. Dirigido mediante silbatos y señales con las manos, era tal su pericia que podía hundir la pala en la tierra a sólo un par de centímetros o a más de un palmo según le indicaran.

Ken Rice consiguió que alguien lo llevara a su casa y Schaefer se quedó allí, tomando café de una taza de poliestireno que alguien le había dado. Incluso jubilado, se sentía atraído por el drama que se desplegaba ante sus ojos. Llegó Jake Ottweiler y aparcó en la carretera. Su hijo se acercó a recibirlo y los dos regresaron junto a Tim Schaefer. Después de trabajar en la oficina del sheriff treinta y tantos años, era la mayor autoridad civil entre los circunstantes. Advertí la presencia de BW McPhee, que había llegado en algún momento. También vi a Winston, pero antes de que tuviese ocasión de cruzar una mirada con él ya había desaparecido. Un canal de la televisión local envió una unidad móvil, y el inspector Nichols hizo unas declaraciones breves y poco esclarecedoras, limitándose en esencia a remitir al periodista al sheriff para más información.

A las seis menos cuarto llegó Daisy. Tannie y yo salimos del coche y la llamamos. Se acercó a nosotras, pálida y apagada. Vestía aún la ropa de trabajo, un pantalón azul marino, un jersey de algodón y unos sobrios zapatos de tacón bajo. Se mordía otra vez la uña del pulgar, pero al verme se sintió observada y bajó la mano. Escondió los dedos y desplazó el peso del cuerpo de una pierna a la otra como para entrar en calor. No estaba enterada de que me habían rajado los neumáticos, y hablamos de eso a fin de distraerla.

—Esto me huele mal.

—Es un tanto melodramático, pero yo lo veo como una buena señal —dije.

—¿Qué planes tienes para esta noche?

—Pensaba volver a casa, pero creo que me quedaré hasta que sepamos qué hay ahí abajo.

—No puedes volver al Sun Bonnet.

—No, pero hay más moteles.

—Quédate a dormir en mi casa. Tannie se marcha mañana a primera hora. No vas a morirte por pasar una noche en el sofá. Yo misma lo he hecho más de una vez. Entretanto, podemos guardar tu coche en mi garaje para apartarlo de la calle por si ese hijo de puta sale a buscarlo.

—Si me quedo, tendré que lavarme la ropa o pedirte prestadas unas bragas.

—Haremos las dos cosas.

—Este ambiente es tan masculino… Me encanta —comentó Tannie observando los numerosos corrillos de hombres.

El inspector Nichols se acercó a Tim Schaefer al otro lado de la carretera y se presentó a Jake y Steve Ottweiler. Después de unos minutos de conversación, Nichols regresó junto a nosotras. Para entonces ya sabía que la finca era de los Ottweiler y que Daisy era la hija única de la desaparecida Violet Sullivan. Se presentó a Daisy, y vi que ella lo examinaba: gafas, bien afeitado, una sonrisa agradable. Saltaba a la vista que lo encontraba atractivo.

Él echó un vistazo a los grupos de curiosos congregados junto a la carretera. Pese a la escasa visibilidad, seguían fascinados con las labores de recuperación del vehículo.

—Estoy por ordenar a los ayudantes que dispersen a esa gente. Esto no es un espectáculo. Si es necesario traer otra máquina o más efectivos, no quiero verme obligado a trabajar con todos estos mirones y coches aparcados alrededor. Voy a tener que pedirles que le den sus números de contacto a uno de mis ayudantes por si necesito hablar con ustedes. Les agradecería que no comentasen nada de lo que han visto ni oído. No queremos que se conozcan los detalles. Cuanta menos información circule, tanto mejor.

—¿Le importa que nos quedemos? —preguntó Daisy.

—No, siempre y cuando hagan lo que se les diga y no estorben.

—¿Cuánto tardarán? Ya sé que no puede decirlo con exactitud…

—Unos dos días, calculo. No tiene sentido andarse con prisas y arriesgarse a causar en el coche más daños de lo que ya ha ocasionado la propia naturaleza.

—Pero ¿aún no han encontrado nada?

—Todavía no. Entiendo que esté preocupada por su madre y la mantendré informada. En cuanto rescatemos el coche lo llevaremos al depósito municipal. Allí disponemos de un garaje donde guardarlo mientras lo examinemos. Ahora mismo no tenemos la menor idea de qué pruebas vamos a encontrar, si es que encontramos alguna después de tanto tiempo. ¿Y su padre? ¿Ha hablado con él?

Daisy negó con la cabeza.

—He venido directamente del trabajo. Supongo que a estas alturas ya lo habrá avisado alguien, o quizá no. Sin duda ya estaría aquí si lo supiera.

—Necesito hacerle una pregunta a su padre. Aunque tal vez pueda contestarme usted misma. ¿Recuerda qué llevaba puesto su madre el día de su desaparición?

—Un vestido de verano. De algodón azul lavanda con topos blancos. Sandalias de piel y unas finas pulseras de plata, seis en total. En realidad no recuerdo nada de eso. Constaba en la denuncia que presentó mi padre en su día. —Se la veía tan tensa que parecía que los dientes estaban a punto de castañetearle—. ¿Si está allí abajo enterrada me lo dirá?

—Claro que sí. Tiene derecho a saberlo.

—Gracias. Se lo agradecería.

Cuando el inspector se alejó, Daisy lo observó con mirada calculadora.

—Vaya, sí que está de buen ver. Y casado, seguro.

Tannie se echó a reír.

—Es tu tipo. Lástima que trabaje. Si no, sería perfecto para ti.

Pocos minutos después vimos a dos ayudantes dispersar a los curiosos. La gente empezó a retirarse. Oímos cómo se cerraban las puertas de los coches y cómo cobraban vida los motores; poco a poco, la multitud se disgregó. De hecho, no había gran cosa que ver por el momento. La excavación estaba abordándose como una labor arqueológica: se dibujaron bosquejos y diagramas, se tomaron medidas y fotografías y el proceso se documentó también con una videocámara. Se formaron equipos de dos hombres, y cada palada de tierra se vertía en uno de los dos cedazos que allí había, se sacudía y se cribaba en busca de pruebas físicas.

Al anochecer instalaron generadores portátiles y plantaron focos de alta intensidad. Para entonces, Daisy tiritaba.

Entrelacé mi brazo con el suyo.

—Vámonos de aquí. Esta noche no encontrarán nada. Tú estás helada y yo muerta de hambre. Además, si no voy al baño ahora mismo, me haré pipí encima.

—Ay, yo también —dijo Tannie.