19

Volví a la recepción del motel y pedí a la señora Bonnet que me dejase usar el teléfono. Me puse en contacto con la oficina del sheriff para denunciar el incidente, y me dijeron que mandarían a alguien. Llamé después al Automóvil Club del Sur de California para solicitar asistencia. Mientras esperaba, telefoneé a Daisy a su casa y contestó Tannie. Dijo que Daisy ya se había ido a trabajar. Cuando le conté que me habían rajado las ruedas, se escandalizó, como es lógico.

—¡Pobre! No me puedo creer que te hayan hecho una cosa así.

—Personalmente, estoy encantada. O sea, por un lado, me da rabia. Me fastidia quedarme sin medio de transporte, y ya sólo me faltaba tener que comprar cuatro neumáticos nuevos. Por otra parte, es como cuando te salen las tres cerezas en una máquina tragaperras. Llevo investigando sólo tres días, y alguien ya se ha puesto nervioso como un gato.

—¿No crees que ha sido simple vandalismo?

—Ni mucho menos. ¿De verdad lo piensas? Reconozco que mi coche llama la atención en un aparcamiento lleno de furgonetas, pero no lo han elegido al azar. Ha sido una advertencia, o tal vez un castigo, pero yo lo interpreto como una buena señal.

—En fin, yo no me lo tomaría tan bien como tú. Si alguien me rajara los neumáticos, montaría una de padre y muy señor mío.

—Eso demuestra que voy por buen camino.

—¿Y cuál es el camino?

—Ni idea, pero mi antagonista debe de pensar que me estoy acercando a algo.

—Sea lo que sea ese «algo».

—Exacto. Entretanto, necesito el nombre de un buen taller, si es que conoces alguno.

—Olvidas que mi hermano se dedica a eso. Taller de reparación Ottweiler, en Santa María. Al menos no te clavará.

—Estupendo. Lo llamaré. ¿Y tú qué? ¿Qué tal pinta el día?

—Estaré en la finca; vienen a ayudarme un par de hombres. Si me lo propusiera, podría pasarme el resto de la vida quitando maleza. Además he quedado allí con un contratista a las once y media, pero ven si quieres.

—Ya veremos cuánto tardan en cambiarme los neumáticos. Si todo va bien, pararé en algún sitio a comprar unos bocadillos y podemos comer juntas.

—Dile a Steve que vas de mi parte. Eso sin duda lo sorprenderá. Mejor aún, llamaré yo misma y le diré que vas a ir.

—Gracias.

Al cabo de media hora llegó al Sun Bonnet un ayudante del sheriff, que dedicó quince minutos a tomar fotografías y reunir información para la denuncia. Dijo que me pasara a recoger una copia para enviársela a la compañía de seguros. No recordaba el tope de mi franquicia, pero con toda seguridad acabaría pagando yo los neumáticos. Poco después de marcharse el agente vino la grúa y el conductor subió mi coche a la plataforma. Me metí en la cabina de un salto y recorrimos los veinticinco kilómetros hasta Santa María sin hablar apenas.

Mientras descargaban el coche, Steve Ottweiler apareció y se presentó. Tenía siete años más que Tannie, una diferencia de edad que parecía favorecerlo. Según los criterios de nuestra sociedad, aparte de los míos, un hombre, a los cincuenta, empieza a ser atractivo, mientras que a los cincuenta una mujer se vuelve invisible. En California, las mujeres recurren a la cirugía estética para detener el reloj antes de que empiece la invisibilidad. De un tiempo a esta parte, la tendencia ha sido someterse a tratamientos quirúrgicos a una edad cada vez más temprana —los treinta si se es actriz—, antes de que se inicie claramente la cuesta abajo. Advertí el marcado parecido entre el hermano de Tannie y su padre, Jake, a quien había conocido la noche anterior. Steve era de la misma estatura y complexión, delgado y musculoso. Tenía el rostro más ancho que su padre, pero la piel era del mismo color moreno y curtido.

Compré cuatro neumáticos nuevos dejándome asesorar sobre la marca que debía elegir, la única que tenía en existencias. Nos sentamos en su despacho mientras el mecánico levantaba mi coche con una plataforma de elevación y empezaba a aflojar las tuercas. A esas alturas, Steve Ottweiler era la única persona de los alrededores a quien no consideraba sospechosa de haberme rajado los neumáticos, en esencia porque hasta ese momento no había tenido ocasión de irritarlo. En los últimos dos días había ofendido a alguien, pero no a él, al menos que yo supiera.

—En tiempos de Violet Sullivan, usted tenía…, ¿cuántos años? ¿Dieciséis? —pregunté.

—Acababa de empezar en el instituto.

—¿Conoció al novio de Liza Mellincamp?

—¿Ty Eddings? Claro, pero por su mala fama más que por otra cosa. Conocía a su primo, Kyle. Los dos iban un curso por delante del mío, así que no nos relacionábamos mucho. A decir verdad, dudo que alguien conociera demasiado a Ty. Lo habían trasladado del instituto de East Bakersfield en marzo de ese año. En julio volvió a marcharse.

—Alguien me contó que se fue el mismo fin de semana que desapareció Violet.

—No existe ninguna relación, que yo sepa. Los dos eran personas conflictivas, pero eso es todo. Lo habían expulsado del instituto anterior y lo enviaron a vivir con su tía esperando que así se enmendase. Supongo que la idea no dio resultado.

—¿A qué se refiere?

—Corría el rumor de que se había liado con Liza Mellincamp, que tenía sólo trece años. El año anterior había dejado preñada a una chica de quince años, la cual murió a causa de un aborto chapucero. A Ty se le concedió rango de sinvergüenza. Y por entonces eso tenía gancho.

—¿No caía mal ni lo rehuían?

—Ni mucho menos. En aquella época nos entusiasmaba el dramatismo. A Ty lo consideraban un héroe trágico porque todo el mundo pensaba que la chica muerta y él estaban muy enamorados y que los padres de ella los habían separado. Era el Romeo de su Julieta, sólo que salió mucho mejor parado que ella.

—Pero ¿es imposible que Violet y él se liaran? ¿Las dos ovejas negras?

—Bueno, siempre es posible, aunque poco probable. Violet tenía veintitantos años y encima estaba casada, así que apenas nos fijábamos en ella. Vivíamos en nuestro propio mundo. Ya sabe cómo es eso; el mayor acontecimiento para nosotros fue la muerte de dos compañeros de clase en un accidente de tráfico. Violet era una mujer adulta. Nos traía a todos sin cuidado. Yo lo sentí por Liza.

—No me extraña —convine—. Hablé con ella ayer y me dijo que quedó destrozada cuando Ty se fue del pueblo. ¿Qué pasó?

—Por lo que yo oí, alguien telefoneó a la tía de Ty para decirle que andaba tonteando con otra chica menor de edad, o sea, Liza. Fue un viernes por la noche. Sin pérdida de tiempo, la tía llamó a la madre, que había ido a una boda a Chicago. Volvió a Bakersfield a última hora del sábado y lo recogió el domingo por la mañana temprano.

—Bien podría haber avisado a Liza. La abandonó sin decirle siquiera adiós.

—Supongo que los buenos modales no eran lo suyo —contestó.

—Le pregunté a Liza qué ocurrió después, pero me pareció que no le gustaba la pregunta y lo dejé correr.

—Las cosas fueron de mal en peor. Sus padres se habían divorciado cuando Liza tenía ocho años. Ella vivía con la madre, básicamente a su antojo, ya que esta bebía. Cuando el padre se enteró de su relación con Ty, vino en avión desde Colorado, la obligó a hacer las maletas y se la llevó a vivir con él. Eso, por supuesto, acabó mal. No se entendían; ella odiaba a la nueva familia de su padre y volvió al año siguiente. Nadie se sorprendió. Una chica como ella, acostumbrada a la libertad, no reacciona bien al control paterno.

—Si el padre vivía en Colorado, cómo se enteró de lo de Ty —pregunté.

—Conservaba algún contacto en el pueblo.

—Así pues, ¿acabó viviendo otra vez con su madre?

—No por mucho tiempo. Sally Mellincamp murió al año siguiente en un incendio, un accidente doméstico, y una familia de la zona acogió a Liza. Charlie Clements era un buen hombre y no quería verla atrapada en el sistema de adopción oficial. Era el dueño del taller mecánico de Serena Station, que yo le compré cuando se jubiló en 1962. Liza se casó con su hijo.

—Así que al final todo enlaza.

—De una manera u otra, eso parece —respondió.

Llamaron a Steve del taller, pero él insistió en que me quedara allí hasta que mi coche estuviera listo. Su despacho era pequeño y funcional: escritorio metálico, silla metálica, archivadores metálicos y olor a aceite. Había por todas partes pilas de manuales de piezas y formularios de reparación. Aproveché para repasar mis fichas combinando los datos de todas las maneras posibles. Llegaría el momento en que todo encajaría, me dije animosamente. Pero por entonces las piezas eran un revoltijo y no veía dónde debía colocarse una sola de ellas.

Una y otra vez me venía a la cabeza la confesión de Winston. Durante años no le había dicho a nadie que vio el coche de Violet. De pronto tomé conciencia de que, para mí, había sido un golpe de suerte que su esposa se lo quitara de encima precisamente en ese momento. En su ira hacia ella, ya no tenía nada que perder, y por tanto había sido capaz de descubrir el pastel sin el menor reparo. Si hubiese hablado con él un día antes, tal vez no habría dicho nada. Era una lección que no debía olvidar: la gente cambia, las circunstancias cambian, y lo que un día parece fundamental pasa a ser insignificante al día siguiente, y viceversa.

Me devolvieron el Volkswagen al cabo de una hora, con los neumáticos tan limpios y flamantes como unos zapatos nuevos. Advertí que además me habían obsequiado con un lavado de coche. El interior olía a nuevo, gracias a un ambientador que colgaba del espejo retrovisor. Cuando salía del taller, vi a Steve Ottweiler y me despedí con la mano.

Ya en dirección oeste por Main Street, caí en la cuenta de que no estaba lejos del barrio del sargento Schaefer. Doblé a la derecha por el siguiente cruce y retrocedí hasta su casa, donde aparqué delante como en mi visita anterior. Cuando toqué el timbre, no me abrió, de modo que seguí el camino que rodeaba la casa hasta la parte de atrás a la vez que lo llamaba. Se hallaba en su taller y, al oír mi voz, se asomó por la puerta y me indicó que pasara.

Lo encontré encaramado en un taburete con una caja de ingletes y un par de tornillos sujetos al banco de trabajo. Había cortado listones de madera y estaba pegándolos. Ese día llevaba un peto vaquero, y el pelo blanco sobresalía como espuma por debajo de una gorra de béisbol negra.

—Esperaba encontrármelo con una mecedora.

—Acabé con ese proyecto y aún no he empezado otro. Afortunadamente estoy jubilado, porque hoy día ando tan ocupado con mis aficiones que, si trabajase, no tendría tiempo para todo. ¿Qué la trae por aquí?

—He pensado en ponerle al día. —Le conté lo de mis neumáticos, la llamada a la oficina del sheriff y la posterior visita al taller de Steve Ottweiler.

—Parece que está poniendo nervioso a alguien.

—Así lo interpreto yo. El problema es que no sé a quién ni cómo.

—Cuénteme qué ha hecho y quizá podamos deducirlo.

Le informé acerca de mis entrevistas, empezando por Foley Sullivan, y dije:

—Aunque no me guste reconocerlo, me dio la impresión de que Foley presentaba bien su defensa.

—Una de sus especialidades es aparentar sinceridad. ¿Y los otros?

—Bueno, las personas con quienes he hablado se dividen en dos categorías: aquellos que como usted, yo, y el hermano de Violet, Calvin, piensan que Violet está muerta, y aquellos que opinan que sigue viva, a saber, Foley, Liza y posiblemente Daisy. No sé cuál es la postura de Chet Cramer al respecto. Me olvidé de preguntárselo.

—Lástima que no podamos someterlo a votación —dijo él—. Entiendo que Liza y Daisy hayan acabado en el mismo saco. Ninguna quiere aceptar la idea de que Violet se ha ido para siempre.

—A lo mejor los cínicos somos nosotros, pensando que ha muerto cuando podría estar vivita y coleando en Nueva York.

—Esa posibilidad no puede descartarse.

Seguí con mi enumeración y le conté lo que Winston había admitido en cuanto al coche de Violet.

—He estado pensando en ese coche —contestó Schaefer—. Me reúno con otro par de jubilados una vez al mes para cenar y charlar de los viejos tiempos. Les he hablado de ti y de lo que te traes entre manos. Uno de ellos trabajó en el Departamento de Robo de Vehículos y me ha dicho que si el Bel Air acabó en el desguace, el número de chasis podría haber ido a parar a otro automóvil. Eso es lo que se hace cuando quieres que desaparezca un coche robado. Lo bueno es que te permite registrar un coche robado como si lo hubieras reciclado. Dices que has comprado una carraca y la has arreglado, ¿y quién va a enterarse? Los llaman coches fantasmas. El caso es que al día siguiente telefoneé a la oficina del sheriff y pedí a uno de los ayudantes que me diera el número de chasis del Bel Air de Violet.

—¿Lo tenía?

—Sí, claro. Chet Cramer nos lo había dado en uno de los primeros interrogatorios. Llamé al Departamento de Vehículos Automóviles de Sacramento y les pedí que lo buscaran en el ordenador. El número de chasis no consta en ningún sitio. Mala suerte. Por un momento tuve la esperanza de encontrar algo, pero el coche nunca apareció, lo que me lleva a pensar una vez más que acabó en el extranjero.

—Da usted por supuesto que el número facilitado por Cramer era el correcto —dije—. Le bastaba con cambiar un dígito y el ordenador no daría ningún resultado.

—Esa es una posibilidad inquietante. ¿Se andará con cuidado?

—Por supuesto.

—Y téngame al tanto.

Le aseguré que así lo haría.

Me detuve en una tienda de comida preparada y compré unos bocadillos y unas Coca-Colas. Luego salí de Santa María por la 166 hasta el cruce con New Cut Road. A esas alturas ya estaba familiarizada con el camino y conduje con la atención puesta en la carretera sólo a medias. Manteniendo mi energía mental en equilibrio, cribé la miscelánea de datos que había reunido durante los últimos dos días. No había averiguado gran cosa, pero al menos tenía situados a todos los participantes.

Llegué a la finca de los Ottweiler a las once y cuarto. El contratista de Tannie había llegado antes de lo previsto y aparcó en el camino al mismo tiempo que yo. Se presentó como Bill Boynton, uno de los dos que Padgett había recomendado la noche anterior. Le dije a Tannie que había traído bocadillos y la dejé hablando con él mientras yo aprovechaba para dar una vuelta por la casa. Desde el porche vi a dos hombres trabajar en el límite de la finca, cortando maleza como hacía ella antes. Habían despejado ya una franja desde los cimientos hasta el fondo del jardín. El suelo quedaba desnudo y triste sin las malas hierbas, zarzas y viejos matorrales.

Incluso a primera vista, no pude por menos de coincidir con Padgett, que consideraba la propiedad irrecuperable. No era de extrañar que el hermano de Tannie la instara a vender. La planta baja tenía todo el encanto de una casa de vecindad suburbial. Conservaba detalles de su antiguo esplendor —molduras en forma de corona de veinticinco centímetros, preciosos techos de escayola con recargados medallones y cornisas tan delicadas como el glaseado de un pastel—, pero en la mayoría de las habitaciones, las décadas de goteras y abandono habían pasado factura.

Cuando llegué a la escalera, empecé a percibir el penetrante olor de la madera chamuscada y supe que las plantas superiores habrían sufrido los daños no sólo del fuego, sino también de las mangueras de los bomberos. Subí siguiendo una balaustrada de roble en otro tiempo hermosa pero por entonces sucia de hollín y deteriorada por el paso de los años. Bajo mis pies crujió una fina capa de cristales rotos, que hacían que se oyeran mis pasos. Habían arrancado los apliques. En la habitación más amplia, en la parte delantera de la casa, me sobresalté por un momento al ver lo que me pareció un indigente aovillado en un rincón. Cuando me acerqué, me di cuenta de que el «cuerpo» era un viejo saco de dormir, probablemente abandonado por un vagabundo que se refugió allí sin que nadie lo invitara. En el espacioso armario de la ropa blanca, vi etiquetas escritas a lápiz en el borde de los estantes —SÁBANAS INDIVIDUALES, SÁBANAS DOBLES, FUNDAS DE ALMOHADA—, donde se indicaba a las criadas el lugar de la ropa recién lavada.

La segunda planta estaba inaccesible. Una cinta amarilla con el rótulo PELIGRO extendida a través de lo que quedaba de escalera impedía el paso. Los agujeros abiertos en la pared del hueco de la escalera indicaban el recorrido del fuego al abrirse paso por las habitaciones de arriba. El ruinoso estado de la casa tenía algo de espeluznante. Regresé a la primera planta y me paseé deteniéndome en muchas de las ventanas para contemplar las vistas. Aparte del campo al otro lado de la carretera, no había gran cosa que ver. En un campo más allá brotaba algún cultivo nuevo a través de las láminas de plástico empleadas para prevenir las malas hierbas. Por una ilusión óptica parecía hielo. Más cerca de la casa, la lucha de Tannie contra la maleza había despejado los tortuosos senderos de ladrillo y una huerta invadida entonces por las malas hierbas. Durante el verano, una tomatera había resucitado por propia iniciativa y se extendía a lo largo de un banco de madera, los tomates cherry asomaban como pequeños adornos rojos de un árbol navideño. Vi los contornos de los antiguos arriates y árboles atrofiados por la falta de sol debida al exceso de vegetación.

A la izquierda, en un ángulo, detecté una hondonada de contornos desdibujados que podría haber sido una piscina o los restos de una antigua fosa séptica. A principios de siglo, cuando se construyó la casa, no debía de haber alcantarillado. En uno de los bordes se veía una pila de matas de hortensias recién arrancadas. Las plantas exhibían flores grandes como coles antes de un vivo color azul. Me supo mal que sacrificaran arbustos que se habían desarrollado de manera tan extraordinaria.

En el jardín lateral de la parcela donde teníamos la caravana, mi tía había plantado hortensias casi del mismo color, aunque no tan exuberantes como debieron de ser aquellas. Las hortensias de la vecina eran de un rosa desvaído y mi tía Gin se deleitaba con la superioridad de sus flores. El secreto, decía, era enterrar clavos en la tierra, lo cual provocaba que el rosa cambiara por alguna razón hasta convertirse en ese intenso tono azul.

Más tarde pensé que había estado muy obtusa por haber tardado tanto en atar esos cabos en particular. Observé el rectángulo de tierra agrietada y un poco hundido y de pronto experimenté una revelación, la repentina cristalización de hechos que hasta ese momento parecían inconexos. Era allí donde Winston había visto el coche por última vez. Entre los montículos de tierra, la maquinaria pesada y los conos de plástico naranja, había dicho. Había una valla provisional para impedir el acceso al tráfico. Ni rastro de Violet, ni el menor sonido del perro, pero a partir de esa noche nunca más volvió a verse el Bel Air.

Quizá porque estaba enterrado allí. Tal vez todos esos años las hortensias azules se habían nutrido de la herrumbre.