18

Chet

Viernes, 3 de julio, 1953

Chet Cramer, sentado al volante de su berlina Bel Air de cuatro puertas, fumaba un cigarrillo, placer que se reservaba para el final de la jornada. Había abierto las ventanillas, incluidas las dos triangulares de la parte delantera, que había orientado en el mejor ángulo para captar el aire fresco. Le encantaba ese coche. El Bel Air era la gama más alta e incluía cuatro modelos: el cupé deportivo de dos puertas, el cabriolé de dos puertas y los berlinas de dos y cuatro puertas. Todos llevaban de serie cambio automático, radio y calefacción. El suyo era bicolor: la parte superior verde bosque, la inferior dorada, una combinación que había elegido él personalmente. Esos colores le recordaban el verde y oro de los antiguos paquetes de tabaco Lucky Strike. Al empezar la segunda guerra mundial, el gobierno había necesitado el titanio que se empleaba para la tinta verde y el bronce que se usaba para el dorado, así que Lucky Strike abandonó esa combinación de colores y optó por una diana roja en un paquete blanco. Cuando Chet empezó a fumar, escogió Lucky Strike atraído por el eslogan —«Sé feliz y te sonreirá la suerte»—, lo cual, visto en retrospectiva, no dejaba de ser irónico: desde la muerte de su padre en 1925 no había sido feliz ni afortunado. Recientemente había cambiado de marca, con la idea de desligarse de los conceptos de felicidad y suerte. Los nuevos cigarrillos Kent, con su filtro de micronita, se presentaban al público como «la mayor protección para la salud en la historia del tabaco». Él no sabía bien qué necesidad había de protegerse la salud, pero suponía que reducir los niveles de alquitrán y nicotina no le haría ningún daño.

Abrió la guantera y sacó la petaca de plata que había heredado de su padre. La llevaba llena del vodka de la oficina y la utilizaba a diario para fortalecerse antes de llegar a casa. Prefería el whisky de centeno, pero no podía permitirse saludar a Livia oliendo como uno de esos panes de las tiendas de exquisiteces. Desenroscó el tapón y echó un trago. Sintió cómo descendía el calor del alcohol, pero este no disolvió el dolor que anidaba en su pecho. Miró la hora en el reloj del salpicadero: 17:22. A las seis y cuarto cenaría con su mujer y su hija, y después más le valía volver al trabajo. Había aprovechado el fin de semana del Cuatro de Julio para su campaña: «Una oferta que correrá como la pólvora». De hecho, durante las promociones especiales de esa clase dedicaba muchas horas al concesionario, y ahora que había despedido a Winston tendría que apechugar con la parte del chico, por pequeña que fuese. Veía el trabajo como una bendición, una manera de sumergirse en el presente. De momento se limitaba a seguir con su vida de forma mecánica, consciente de que era más sencillo ceñirse a la rutina que pararse a pensar en lo que le había ocurrido.

Había estacionado en New Cut Road, de cara al sur, a medio camino entre la 166 y el punto donde terminaba la carretera en obras. La casa de los Tanner se encontraba justo en el centro de su campo visual. Inmediatamente a su izquierda nacía el camino de grava que daba acceso a la antigua planta envasadora de Aldrich. La verja giratoria de la entrada estaba cerrada con un candado y así llevaba desde hacía años, de modo que era un lugar perfecto para relajarse. El aire a mediados del verano era húmedo. Por el espejo retrovisor veía ondularse los campos por efecto de la brisa que agitaba las hojas verdes de la remolacha azucarera. Un tractor avanzaba despacio tirando de un remolque de plataforma bajo, el único tráfico que había visto en la carretera durante esa última hora. Mientras miraba, el conductor realizó una torpe maniobra y colocó el vehículo en posición de descarga. Chet tomó otro trago de vodka, pensando en trivialidades a la vez que intentaba asimilar lo importante.

Parecía haber transcurrido una eternidad desde el miércoles, pese a que hacía sólo dos días. No se había dado cuenta de lo deprimido que estaba hasta que Violet irrumpió en su vida como un relámpago. Lo había encandilado, y por primera vez desde que tenía uso de razón se había sentido engullido por el deseo. Era como si ella lo hubiese rociado con gasolina y le hubiese prendido fuego. En el instante mismo en que Violet le propuso ir y tomar una copa, él supo cuáles eran sus intenciones. Aturdido, la había seguido hasta su propio coche, tras darle a Kathy la primera explicación que se le ocurrió antes de salir. No recordaba ya qué le había dicho, alguna mala excusa que ella aceptó con un gesto de indiferencia. Por una vez, dio gracias por tener una hija tan corta de alcances. Pese a sus fantasiosos enamoramientos de actores de cine, padecía un considerable retraso en cuestiones sexuales y era demasiado ingenua para darse cuenta de la atracción que había surgido de repente entre Violet y él.

Al marcharse del concesionario, Violet no habló ya de ir a tomar una copa. Subieron al coche de Chet y ella le dio indicaciones para llegar al motel Sandman, que estaba a dos manzanas. Él no se había fijado antes en ese establecimiento, pero saltaba a la vista que Violet lo conocía bien. Le había indicado que pidiese una habitación individual y se inscribiese con un nombre falso. Violet esperó fuera mientras él se registraba como William Durant, que era el nombre del fundador de General Motors allá por 1908. Temía que la recepcionista captase el chiste, pero ni pestañeó. Tras engañarla hasta ese punto, Chet inventó una dirección y una explicación de por qué necesitaba una habitación. Descubrió que tenía más imaginación de lo que creía. Continuó mintiendo con toda desfachatez y coqueteó con la chica hasta que a ella le asomó a la cara un rubor muy favorecedor. Pagó la habitación, tomó la llave y regresó al coche.

Violet se había ido, pero la vio en el extremo opuesto del aparcamiento, apoyada en la valla que rodeaba la piscina. Aguardó hasta que él aparcó frente a la habitación; entonces pisó la colilla y, contoneándose, se encaminó hacia él con parsimonia. Debía de saber la impresión que causaba: el sol reflejado en su pelo rojo, la silueta nítidamente dibujada bajo el ajustado vestido de color violeta. Chet temblaba ante la perspectiva de poseerla.

Cuando llegó junto a él, le tendió la mano. Él le puso la llave en la palma y la observó mientras abría la puerta. Asombrado de su propia calma, entró detrás de ella. No tenía la menor idea de qué esperaba de él. Violet dejó la llave en la mesita de noche y se volvió.

—Te había comprado una botella de vodka, pero me la he olvidado y se ha quedado en casa. Lo siento. Pensaba que igual necesitabas un par de tragos para los nervios.

—¿Lo tenías planeado?

—Encanto, ¿te parezco idiota? He visto cómo me mirabas. ¿Crees que no sé qué te rondaba por la cabeza?

—Nuestros caminos rara vez se cruzan.

—No por culpa mía. Si no fueras tan recatado, habría hecho esto hace años. Me cansé de esperar a que dieras tú el primer paso. Así que ahora aquí estamos: sorpresa, sorpresa.

—Pero ¿por qué?

Violet se echó a reír.

—No te infravalores. Eres un hombre guapo, y la mar de sexy. Te diré otra cosa: trabajas demasiado; te lo veo en la cara. Por Dios, ¿cuándo fue la última vez que te desmelenaste y te lo pasaste bien?

—Pues…, no sabría decirte.

—¿Quién te ha pedido que hables? ¿Acaso he dicho yo que íbamos a estar aquí de charla, Chet? —Estaba jugando con el sonido «che» para tomarle el pelo, pero él descubrió que no le importaba. Se sentó en la cama y dio unas palmadas en el colchón para que él se acomodase a su lado—. Fíjate lo tenso que estás. Ven aquí y te ayudaré a relajarte.

Chet se dirigió hacia la cama, avanzando como si estuviera drogado. Cuando llegó hasta ella, Violet le frotó la bragueta con la palma de la mano.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué buena pinta tiene esto!

Ella se había mostrado dulce y obsequiosa, guiándolo a lo largo de un proceso tan electrizante y nuevo para él que tuvo la sensación de que iba a parársele el corazón. En su relación con Livia nada lo había preparado para semejante ardor. A Violet su timidez le había parecido cómica después de todas las gilipolleces que él le había soltado antes en el concesionario. Le había dicho «Eres todo un grandullón», y Chet no había podido por menos de reírse ante el tono de su voz. ¿Cómo podía burlarse de él y hacerle sentirse bien al mismo tiempo?

Después, durante su paciente tutela, Violet había murmurado:

—Así, cariño. ¡Ah, qué bien! Sigue.

Parecía divertirse dándole órdenes, infligirle alguna que otra punzada de dolor que elevaba su placer a la estratosfera. Le gustaba estar al mando, le gustaba hacerlo gemir con pequeños trucos que conocía. Hicieron el amor durante una hora, y al final se apartó de él, riéndose y sin aliento.

—Se acabó, hombretón.

—¿Qué pasa?

—No pasa nada. Tengo que largarme, nada más. Daisy está en casa de una vecina y no puedo llegar tarde a recogerla. Foley enloquece a la hora de interrogarme sobre lo que hago durante el día. Además, mi vecina es un mal bicho y sería muy capaz de mencionárselo. ¿Y tú qué tal?

Chet soltó una carcajada.

—Estupendamente. No puedo moverme.

—Bien, me alegro. Significa que te he tratado bien.

Permaneció tumbado y desnudo en la cama mientras ella se ponía la ropa interior y se deslizaba el vestido por la cabeza. Luego se acercó a él, se sentó en el borde de la cama y se apartó el pelo del cuello para que él le subiera la cremallera del vestido por detrás. Después siguió sentada de espaldas a él.

—Sé que la gente me considera una mujer fácil, pero esto no tiene nada que ver. Lo que ha pasado esta tarde es sólo algo entre nosotros, algo que los dos queremos. Sé que habría podido intentarlo de otra manera, pero tú no habrías accedido. Te habría preocupado Livia, te habría preocupado Foley, te habría preocupado que nos sorprendieran. No quiero que pienses mal de mí. Sabía que si yo no te empujaba, nunca habríamos llegado hasta este punto.

Violet se volvió para mirarlo, y él habría jurado que estaba al borde del llanto. Chet alargó el brazo y le acarició la cara. Avergonzada, se echó a reír enjugándose las lágrimas de las mejillas. Lo cubrió con la sábana.

—Tengo que taparte, o, si no, me pondrás otra vez a cien.

Él hizo ademán de levantarse, pero ella le apoyó una mano en el pecho.

—No, no. Tú quédate aquí. Me gusta tu pelo despeinado y de punta. Estás muy mono. Deberías llevarlo siempre así.

—No te vayas.

—Tengo que irme.

—Dame diez minutos más. Una hora. Mejor aún, quedémonos aquí juntos el resto de nuestras vidas.

Ella se lo pensó por un momento.

—Treinta segundos, pero no más. —Volvió a sentarse. Sacó un cigarrillo, lo encendió y se lo pasó a él—. Eres una caja de sorpresas, ¿lo sabías?

Él le tocó el brazo desnudo, y se maravilló del tacto sedoso de su piel.

—Eres preciosa.

—Contigo me siento preciosa.

—¿Cuándo volveré a verte?

—No me parece buena idea. Ya sabes que es peligroso.

—Me gusta el riesgo —contestó Chet—. No lo sabía hasta que tú has aparecido.

—Viniendo de ti, hombretón, es todo un halago. Me marcho.

Se besó el dedo índice y le tocó los labios con la yema. Se puso las sandalias, se levantó y se colocó el bolso bajo el brazo.

—¿Qué tal mañana al mediodía? Tendré menos de una hora, pero es la única posibilidad.

—¿No quieres que te acerque a tu furgoneta?

—Puedo ir a pie. No está lejos y será lo mejor.

Se fue y cerró la puerta al salir. Chet oyó desvanecerse el sonido de sus pasos en la acera. No sabía cómo sobreviviría las horas que faltaban hasta volver a verla.

Cuando llegó a su casa a última hora —tras su habitual rato de meditación en New Cut Road—, pensaba que se sentiría abrumado por la culpa, pero ocurrió todo lo contrario. Se sentía feliz. Resurgió en él algo cercano al afecto, y se sentó a la mesa de la cocina rebosante de buena voluntad. Livia había preparado salmón en gelatina para cenar, posiblemente lo más repugnante que él había probado en su vida aparte del hígado de pollo. Aun así, se descubrió observándola con una cordialidad poco habitual en él desde hacía tiempo. ¿Qué había sido de esos sentimientos? Se consideraba buena persona, pero se dio cuenta de que últimamente era un hombre irascible y malhumorado. Ahora todo ese malestar se había esfumado. Ni siquiera Kathy le parecía tan aburrida. Se divertía pensando que ella nunca imaginaría en qué andaba metido su padre. A él mismo le costaba creerlo: la transformación de muerto, a medio muerto y a renacido. Si por alguna casualidad a Kathy se le ocurría mencionar que él había salido con Violet del concesionario, se inventaría cualquier cosa en el acto y sabía que colaría. Tenía ante sí todo un mundo nuevo. El hecho de que eso incluyera la mentira, el adulterio y ciertos actos bíblicamente prohibidos lo hacía todo más emocionante. Pidió una segunda ración de judías blancas en lata esperando no echarse a reír por las imágenes que aún flotaban en su cabeza.

Se pasó la mañana del jueves pendiente del reloj. A las doce menos diez dijo que se iba a comer y salió del concesionario. Cuando Kathy le preguntó adónde, contestó que aún no lo había decidido, pero que tardaría un rato en volver. Sintiéndose mundano, pidió la misma habitación en el Sandman. Ahora ya era todo muy fácil. Violet llegó y al cabo de un momento, en medio de un revuelo de ropa tirada, besos enfebrecidos, gemidos agónicos y vehementes abrazos, estaban los dos desnudos y tendidos en la cama. A ella el aliento le olía a vino tinto y tabaco, pero él prefirió no preguntar qué había estado haciendo en el Moon a una hora tan temprana. ¿Qué más daba?

Esa vez el sexo fue aún más ardiente, una posibilidad que Chet ni siquiera había concebido. Ya se sentía cómodo con su cuerpo, seguro de sí mismo. Aquello no era hacer el amor con una desconocida, sino un acto de intimidad entre dos adultos. Violet podía ser brusca, y sacaba la procacidad que había en él. También le gustaba escandalizar y usaba un vocabulario que a veces hería su sensibilidad de hombre estirado. Por otra parte, podía ser tierna hasta tal punto que él sentía deseos de llorar.

Después compartieron un cigarrillo como amantes en una película. No podía sobreponerse a la nueva manera de percibirse a sí mismo. Violet estaba acurrucada bajo su brazo, con la cabeza apoyada en su hombro y la cara un poco ladeada para poder verlo. Él la miró y dijo:

—¿Qué?

Ella se echó a reír.

—¿Cómo has sabido que tenía algo en la cabeza?

—No eres la única con telepatía.

—Eso está bien, me gusta. —Guardó silencio y su sonrisa se desvaneció.

Chet le sacudió el hombro.

—Vamos, suéltalo.

—Estaba pensando en lo que dijiste ayer. Eso de pasar el resto de nuestros días en esta habitación, ¿te acuerdas? ¡Qué cosa tan bonita! Esas palabras me hicieron sentir que era especial para ti, y no un polvo fácil.

—Eh, ya está bien. No hables así de ti misma.

—Es lo que hay. Ya conoces mi fama. Soy una perdida. Llevo una vida alocada, pero ¿sabes cómo es en realidad? Detrás de todas esas habladurías y de todos mis líos no siento nada, como si ya estuviera muerta por dentro. Así que al menos, cuando estoy como una cuba y descontrolada, me siento viva. ¿Le ves algún sentido?

—Dios santo, acabas de describir mi vida. Yo no lo demuestro de la misma manera que tú, pero me pasa eso exactamente. ¿Te crees que soy feliz porque gano mucho dinero y vivo en una casa bonita? Pues las cosas no son así. Me he dedicado toda la vida a cuidar de los demás, esto es lo primero que hago para mí. Cuando dije lo de pasar el resto de mi vida contigo, hablaba en serio.

—Gracias. Oyéndote me siento bien. —Violet pareció vacilar—. En cuanto a lo que pasó ayer, con el coche… Lo siento mucho. No debería habérmelo llevado. Sé que hice mal en conducir tantos kilómetros, pero no sé qué me pasó. Fue como si acabase de salir de la cárcel y tuviese todo el mundo ante mí. El sol y el mar… Era tan hermoso, volar por la carretera. Llevaba las ventanillas bajadas y el pelo me azotaba la cara. Fui todo el camino a setenta y cinco kilómetros por hora…

—Joder, Violet, no me lo cuentes. Me dará un infarto.

—En fin, fue una experiencia increíble y he de agradecértela a ti.

—Y esto.

—Sí, y esto.

Chet calló por un momento y al final dijo:

—Sabes que puedo conseguirlo.

—Conseguir ¿qué?

—Me refiero al coche. Puedo arreglarlo para que sea tuyo.

Ella se echó a reír.

—Va, venga. No digas tonterías. No puedes hacer una cosa así. ¿Estás mal de la cabeza?

—Hablo en serio. Dile a Foley que venga a verme. Si se presenta mañana por la mañana, le propondré un trato.

—Foley no tiene un céntimo.

—Lo sé, pero podemos llegar a un acuerdo.

—¿Harías eso por mí?

—Sí.

—¿No me estás tomando el pelo?

—Haría cualquier cosa por complacerte. De verdad. Estoy loco por ti.

—No tienes que decirlo sólo porque hemos acabado en la cama.

—No sabes lo que has hecho por mí. Ahora todo ha cambiado. Yo he cambiado.

—Ni mucho menos. Ahora por fin eres tú.

—Dime que nos veremos mañana —dijo él—. De lo contrario no llegaré vivo a la semana que viene.

Ella volvió a callar, y le examinó el rostro antes de contestar.

—De acuerdo. Mañana a las cuatro. Antes tengo que hacer algo, así que has de prometerme que no te reconcomerás si me retraso.

El viernes a las cuatro menos cuarto se registró en el Sandman. El miércoles por la tarde, en su primera visita al motel, le había dicho a la recepcionista que tenía una fuga de agua en su casa y se le había inundado la planta baja. Se lo había inventado sobre la marcha, sin saber que al día siguiente se registraría otra vez allí. El jueves le dijo que deberían haberse iniciado ya las obras de reparación, pero que el contratista lo había dejado plantado. Ella se había mostrado comprensiva el primer día y escéptica el segundo. Ese tercer día estaba impertinente y le dijo que si pensaba seguir registrándose por qué no se quedaba la habitación en lugar de usarla sólo durante una hora, marcharse y volver al día siguiente. Chet no se había dado cuenta de que ella vigilaba sus idas y venidas. Sintiéndose obligado a explayarse, le contó que la casa olía a moho y había tenido que mandar los muebles a un depósito. El teléfono sonó mientras él daba el parte. La recepcionista descolgó y se volvió de espaldas. Continuó de cháchara con alguna amiga hasta que Chet comprendió que no tenía la menor intención de escuchar una sola palabra más. Cogió la llave y se marchó. ¡Vaya una bruja! Él era un hombre de negocios respetable. A ella no le incumbía qué hacía o dejaba de hacer, ni con quién. No sabía por qué se había molestado en dar tantas explicaciones. Había otros moteles. La próxima vez Violet y él se verían en otra parte.

Volvió a su coche, recorrió el aparcamiento y estacionó delante de la habitación. En el camino había parado en una floristería y le había comprado a Violet un ramo que quería que viese nada más entrar. Lo cogió y entró en la habitación. Habían estado dos veces en la habitación número 14. Aquella era la 12, y notó que presentaba un estado de deterioro mucho mayor. A ella no le importaría. Chet sabía que el coche ya estaba en poder de Violet, porque Foley se lo había llevado a las diez y media de esa mañana. Había entrado en el concesionario a las nueve menos cuarto, y Chet le había ofrecido unas condiciones mejores de las que cabía esperar. Se había mostrado jovial durante todo el proceso, sabiendo que a las cuatro y cuarto se acostaría con la mujer de aquel tipo. Antes ya despreciaba a Foley, pero a partir de ese momento, además, lo compadecía. Era demasiado estúpido y demasiado zafio para ser consciente de que tenía una mujer preciosa y poco común. Obviamente no estaba a la altura de Violet, joven, sensual, hermosa, llena de vida. Foley había intentado controlarla con los puños, y sólo había conseguido ahuyentarla. Chet sabía cómo tratar a una mujer y disponía de los medios necesarios para hacerlo debidamente. Ya había formulado media docena de planes para sacarla de casa de Foley e instalarla en algún sitio más cercano. Al principio había pensado que tendría que abandonar a Livia, cosa que estaba más que dispuesto a hacer. Un divorcio podía ser un asunto turbulento y doloroso, pero él había cumplido ya cuarenta y siete años y tenía derecho a la felicidad. Su hija se llevaría un disgusto, lógicamente, pero los jóvenes pronto lo superan todo, o eso decía la gente. Cuando los padres no eran felices, los hijos lo notaban, y si uno disimulaba y fingía que todo andaba bien, no se les hacía ningún favor. Era mejor sacarlo a la luz.

Tras reflexionar un poco más, se preguntó si su primer impulso no sería desacertado. Cuantas más vueltas le daba, más conciencia tomaba de lo cruel que sería hacer pasar a Livia por una cosa así: la humillación pública, los cruces de gritos e injurias, por no hablar ya de las estrecheces que acarrearía el divorcio. Después de quince años de matrimonio quedaría desolada. Era mejor optar por la vía más noble y ahorrarle el estigma del divorcio y el abandono. Su relación con Violet era responsabilidad suya y la afrontaría como un hombre.

Había consultado los anuncios inmobiliarios en busca de apartamentos en Santa Teresa y había localizado uno en alquiler que tal vez serviría. Limpio y bonito, con vistas al mar, decía. Podía ir hasta allí en coche a ver a Violet cada vez que tuviese ocasión. La colmaría de regalos: ropa, viajes, todo lo que ella quisiera. Al principio, quizá se resistiese y se negase a quedar en deuda con él, pero ahora que el Bel Air era suyo, sabría hasta dónde estaba él dispuesto a llegar.

Llenó de agua la cubitera y colocó las flores, fantaseando ya con lo que le esperaba a continuación. En comparación con Violet, tenía poca experiencia, y eso era humillante. En el concesionario, él siempre estaba por encima de todos —en sentido figurado—, pero con ella se sometía y le permitía hacer con él lo que le venía en gana. Violet era la que llevaba las riendas, y él, sin darse cuenta, le cedía todo el poder. El cambio era un respiro para él, una posibilidad que jamás había concebido. Con Livia, a veces tenía que obligarse a hacer el amor. Tenía sus necesidades físicas, pero habría sido lo mismo apañárselas solo. Con Violet estaba en tensión, ya fuera de sí ante la expectativa de acostarse con ella.

Curiosamente, la había visto de lejos un rato antes. Poco después de las doce había ido al banco de Santa María para ocuparse de las gestiones del final de la semana, pero no recordaba que los bancos cerraban por el Cuatro de Julio. Había aparcado cerca del hotel Savoy, y cuando pasaba frente a la cristalera del salón de té, echó un vistazo por casualidad. Allí estaba Violet, con su hija Daisy y Liza Mellincamp, pasándoselo en grande. Sonrió al verla en apariencia tan feliz, probablemente porque el coche ya era suyo. Estuvo tentado de dar unos golpes en el cristal y saludarla, pero lo dejó correr. En adelante, en público, se comportaría como si no la conociera.

Eran las 4:20. Llegaba tarde, como ya le había advertido. A las 4:26, volvió a consultar su reloj preguntándose si habría ocurrido algo grave. Si había sufrido un retraso inevitable, no tenía manera de avisar, porque no sabía qué nombre había utilizado él para registrarse. En la remota posibilidad de que Foley hubiese llegado a casa inesperadamente, no tenía excusa para telefonear. Foley ya estaba bastante paranoico. El día anterior, en las treguas mientras hacían el amor, ella le había comentado algunos detalles del comportamiento de él: las amenazas, las promesas de castigo si alguna vez descubría que lo había vuelto a engañar. Chet se escandalizó, pero ella hizo un gesto de indiferencia, como si aquello no fuera nada del otro mundo.

—Pero has de saber una cosa —había dicho ella—. La próxima vez que se me eche encima se acabó. Me largo.

Eran ya las 4:29. Chet sentía que el nerviosismo le corroía el estómago. ¿Y si Foley se había enterado de su cita? Chet no se atrevía a marcharse. Si ella aparecía por fin y no lo encontraba, se pondría hecha una furia.

A las 4:36 oyó llamar a la puerta. Casi convencido de que se encontraría a Foley con una pistola en la mano, apartó la cortina. Gracias a Dios, era Violet. Abrió la puerta y ella entró sin dar la menor explicación. Chet esperó, pensando que sin duda ofrecería alguna excusa: recados, Daisy, el tráfico en la carretera.

—¿Qué te ha pasado, por Dios? Dijiste a las cuatro. —Sabía que empleaba un tono acusador, pero su alivio al verla había sido tal que no pudo contenerse.

—¿Eso es lo único que tienes que decirme? ¿Arriesgo el pellejo para llegar hasta aquí y tú te cabreas porque llego tarde? Ya te avisé de que te lo tomaras con calma.

—No me he cabreado. Sólo estaba preocupado. Si te he hablado como un imbécil, lo siento.

—¿De dónde han salido esas flores? ¿Me las has comprado tú?

—¿Te gustan?

—Claro, pero es mucho dinero para sólo treinta minutos. —Lanzó el bolso a la silla y se quitó los zapatos, que apartó a un lado de una patada.

—¿Sólo media hora? ¿No habías dicho una hora?

—Exacto. Tenía una hora y ya ha pasado media, así que no me agobies, ¿vale? Tenemos cosas mejores que hacer.

Empezó a desnudarse. Vestido. Medias. Se desabrochó el sujetador y dejó los pechos libres con un balanceo. Chet no podía adivinar de qué humor estaba. Bajo la aparente naturalidad, percibía cierta tensión que no acababa de gustarle. Esperó a que ella mencionase el coche, pero no dijo una sola palabra. Quizá la incomodaba expresar su agradecimiento. Lo miraba fijamente.

—¿Vas a desnudarte o piensas quedarte ahí mirándome todo el día?

Chet se apresuró a desvestirse mientras Violet apartaba la ropa de la cama y se tumbaba. Hicieron el amor, pero no con el ardor de la última vez. Además, él no estuvo a la altura, aunque Violet tuvo la delicadeza de decir:

—Bah, no te preocupes. Todo el mundo tiene un mal día. No pasa nada.

A continuación, bajó los pies al suelo y se sentó en el borde de la cama. Pese a las palabras tranquilizadoras de ella, Chet sentía cierto malestar y deseaba resarcirla. La rodeó con los brazos desde atrás, le acarició el pelo con los labios y le besó su suave piel en medio de la espalda. Notó que su vigor renacía.

—Mira esto —dijo.

—Para de sobarme. Me estás poniendo nerviosa.

En actitud juguetona, le tiró de un mechón de pelo.

—¿Y qué se siente cuando se es dueña de un Bel Air?

Eso le arrancó una sonrisa.

—Pues es increíble. Esta mañana, cuando Foley ha llegado a casa, lo ha aparcado enfrente y me ha hecho mirar por la ventana, no me lo podía creer.

Hablaba como si el mérito fuese de Foley. Chet habría hecho una broma al respecto, pero percibió que en el fondo estaba deprimida.

—Eh, Violet, cara larga, ¿qué te pasa? ¿Es que se te ha hundido el mundo?

—Nada, no me pasa nada.

—Venga, te conozco. ¿Qué ocurre?

—Es sólo que no sé cómo voy a poder seguir con esto. Anoche Foley y yo tuvimos una trifulca tremenda y el hijo de puta destrozó la casa. Es como si adivinara que pasa algo. Aún no lo ha descubierto, pero no tardará. En cuanto encuentra un rastro es como un perro de caza.

—¿Ha dicho algo?

—No, pero tiene una mirada que me da miedo. Estoy en la cuerda floja. Un paso en falso y…

—¿Qué?

—No sé, pero algo malo.

—Venga, no será para tanto.

—Para ti es muy fácil decirlo.

Chet sintió un asomo de temor.

—Pues, en ese caso, tomémonos un descanso hasta que se tranquilice otra vez. Mañana es fiesta. Yo tengo que trabajar, así que de todos modos tampoco podemos vernos. Este fin de semana puedes estar con él y tenerlo contento. Acompáñalo a ver los fuegos artificiales, llévalo a cenar al aire libre, haz lo que tengas que hacer. Te lo meterás en el bolsillo.

—Sí, ya, tú tómatelo a la ligera. Aquí está la buena de Violet. Me quedo con él, le alegro la vida, le beso el culo, se la chupo, cualquier cosa para apaciguarlo, al muy hijo de puta, que ha sido un psicópata desde que nació.

—No me lo tomo a la ligera.

—Mira, tú no vives con él. No sabes cómo es. No es a ti a quien muele a palos día sí día no. Fíjate en esto, aún tengo un moretón de cuando me tiró la puta cafetera.

—¿Y por qué no te marchas?

—¿Y adónde voy? ¿Te crees que llegaría muy lejos?

—Tan lejos como tú quieras. Si es cuestión de dinero, yo puedo ayudarte.

—Chet, no es un problema de dinero. ¿Es que sólo piensas en eso?

—¿Y qué es, pues?

—Joder, ¿cómo puedo explicarlo? Es esa sensación que tengo de que…, es como si estuviese sola en esto. ¿A quién le importo? En este pueblo soy basura, peor que basura.

—A mí me importas.

—Ya.

—De verdad. Me importas mucho.

—Ya sé yo lo que a ti te importa. Echarme un polvo.

—Eh, un momento…

—Era broma, ¿vale? Intento tomarlo con humor. ¿De qué sirve compadecerse de sí mismo?

—Violet, estoy de tu lado. Eso es lo que intento dejar claro. He estado pensando en ello y no me parece sensato que sigas bajo el mismo techo que él. Así que se me ha ocurrido la idea de buscarte otro sitio donde vivir…

—Ya… En fin, déjalo correr. Ya encontraré la solución.

—Pero ¿por qué no me permites ayudarte si estoy sinceramente preocupado por ti?

—Vamos, Chet. ¿«Sinceramente preocupado»? ¿Te crees que no me doy cuenta de lo que pasa? Esto no tiene que ver conmigo. Esto tiene que ver contigo y con lo que quieres. Durante estos dos días no me has preguntado nada sobre mí misma salvo si tomo anticonceptivos. ¿Es eso lo único que te preocupa? ¿Que eres tan potente que podrías dejarme preñada y arruinarte la vida?

Chet sintió cómo perdía el color de la cara.

Ella percibió su expresión y se frenó.

—Perdona. No hablaba en serio. Ni siquiera sé lo que digo. ¿Por qué no lo achacamos a esos días del mes y ya está?

—¿Es eso? ¿Por qué no lo has dicho? Ven aquí…

—¿Quieres dejar de hablar con ese tono de voz tan falso? Eso no resolverá mi problema. ¿Acaso no lo entiendes? —Se levantó, fue de un lado a otro de la habitación y volvió a sentarse. Se inclinó y, acodándose en las rodillas, apoyó la cara en las manos. Dejó escapar un suave gemido de exasperación—. No me escuchas, pero la culpa es mía. Sólo mía. Tendría que haberme explicado mejor. Para estar a salvo, Chet, lo que debo hacer es alejarme de ti. Eres buen tío y tienes buenas intenciones, pero a la hora de andar follando por ahí, eres un aficionado. Si estoy en peligro, y lo estoy, es por ti.

—Pero eso es lo que intento decirte. Puedo sacarte de aquí.

—No, no puedes. Mírate, loco por mí y loco por el amor. Te crees que soy la respuesta a tus plegarias, pero soy el camino más rápido al infierno. Sé que no quieres oírlo, pero es la verdad. No puedes vivir así, siempre a escondidas. No es lo tuyo. En esencia eres un hombre honrado, lo que significa que meterás la pata. Cometerás algún error tonto y lo pagaré yo. Más me vale cortar ahora.

—No hablas en serio.

—¿Lo ves? A eso me refiero. No me escuchas. No sólo me pones delante del tren, sino que además me atas a los raíles. Si te importo, si tanto me quieres, ¿por qué no me das una oportunidad y desapareces? Sé manejar a Foley, pero no si tú andas rondando por ahí. Porque esto es lo que va a pasar. Una noche entrarás en el Moon con una sonrisa en la cara, y Foley se dará cuenta sólo con verte. Adivina quién acabará entonces en el otro barrio. Primero yo, luego tú y después él.

—Eso no sucederá. Nunca se enterará. Violet, he hablado con él esta mañana. Se ha sentado delante de mi mesa, más cerca de lo que tú estás ahora. Te aseguro que no tiene la menor idea.

—¿Sabes por qué? Porque había dinero de por medio y él intentaba sacarte algo. Además, porque ahora mismo sólo llevamos juntos tres días y aún no has tenido ocasión de cagarla, pero lo harás.

—Un momento, un momento. Pensemos. No nos precipitemos. A ver qué te parece esto. Te alquilo un apartamento en Santa Teresa, con un nombre falso. Si no te gusta la idea, nos escapamos juntos y nos instalamos en otra parte. Lo haría por ti, te lo juro.

Ella sonrió y negó con la cabeza.

—¿Esa es tu solución? Hay que reconocer que tienes mucha imaginación. —Encontró el sujetador y se lo puso. Se inclinó y se ciñó las copas en torno a cada pecho. Cogió las bragas y se las puso. Se pasó el vestido por la cabeza y se subió la cremallera ella misma. Era un espectáculo de strip-tease a la inversa. Se acercó a la mesita de noche, donde sacó un cigarrillo del paquete de él y golpeteó el filtro contra la uña—. Fíjate qué antro. Ni siquiera hay una puta caja de cerillas. ¿Me das fuego?

Aturdido, Chet encendió el mechero y la miró inclinarse sobre la llama apartándose el pelo. Violet dio una calada y dejó escapar el humo formando una columna hacia el techo.

—Gracias.

Cogió el cenicero y el bolso y entró en el cuarto de baño. A través de la puerta abierta, Chet la vio arreglarse.

La siguió hasta la puerta y vio el reflejo de ella en el espejo.

—Estás diciéndome que se ha acabado.

—Así es. No te lo tomes a mal, pero dejémoslo ahora que estamos a tiempo.

Permaneció callado casi un minuto, mientras pensaba en los tres últimos días.

—Lo has hecho por el coche, ¿verdad?

Ella se volvió boquiabierta.

—¿Qué has dicho?

—Todo esto ha sido para conseguir el coche, y ahora que lo tienes, ya no quieres saber nada de mí.

—¿Te refieres a que he follado contigo por un coche? Muchas gracias. ¿Qué clase de puta crees que soy? Eres tú quien me dice que no hable mal de mí misma, y ya ves cómo hablas tú.

—Lo siento, lo siento…

—Si tanto lo sientes, ¿por qué no paras de acosarme? —De pronto se concentró de nuevo en los labios, y resiguió el perfil de la boca con el lápiz—. Si quieres hacerte el gallito conmigo, coge número y ponte en la cola. En cuestión de malos tratos, Foley te lleva ventaja.

—¿Estás loca? Estás loca. No te quedes ahí alardeando de lo mal que te trata ese hombre. He venido aquí dispuesto a ofrecerte una vida.

—Oye, guapo, yo ya tengo una vida. Puede que a ti no te parezca gran cosa, pero hago lo que puedo, así que no me vengas con esos aires de superioridad.

—Violet… No… —Intentó hablar, pero se le cerró la garganta y se le quebró la voz.

—Por Dios, Chet. Compórtate como un adulto. Ha estado bien, pero afrontemos la realidad. Es sexo. Ahora mismo puede parecerte el no va más, pero ¿cuánto dura esto? En dos meses habrá desaparecido, así que no le des más importancia de la que tiene. No vas a fugarte conmigo. Eso son gilipolleces.

Chet dio la última calada a su cigarrillo y lo tiró por la ventanilla. Tomó otro sorbo de la petaca y la guardó. El tractor y el remolque, ya con la plataforma vacía, volvieron a pasar en dirección a la 166. En la finca de los Tanner quedó el bulldozer amarillo junto con otros dos, grande como un tanque. No se había subido a un bulldozer desde los dieciocho años, aquel verano espantoso antes de la muerte de su padre. Había trabajado en una obra con la intención de reunir algún dinero para su primer curso en la universidad. Ahora el sindicato organizaba cursos para el manejo de maquinaria pesada, pero por aquel entonces te subías a un bulldozer, lo ponías en marcha y confiabas en no acabar metido en una zanja.

Hizo girar la llave de contacto y quitó el freno de mano. Dio un giro completo en la desierta carretera de dos carriles. Lo que había vivido con Violet equivalía a una aventura amorosa de tres años condensada en tres días, con su principio, su parte central y su final. Y adiós muy buenas. No podía evitar pensar que ella le había tomado el pelo. Lo había enredado, engañado. Quería el coche. Una vez pasado todo era evidente, pero ella había sabido jugar con él y él en parte la admiraba por su astucia. A una pequeña señal suya, él había correteado detrás de ella como un cachorro juguetón. No sentía aún la vergüenza, pero pronto le llegaría, en cuanto se le pasara el efecto del alcohol. Sabía que en su caso la humillación era inseparable del goce, pero el goce había sido fugaz, en tanto que la rabia ardería en su pecho como el fuego en las entrañas de una mina de carbón, año tras año. Lo que le dolía era saber que ella no compartía en absoluto su aflicción. A partir de entonces, cada vez que viera el coche, cada vez que Foley satisficiera un pago, se encogería y se sentiría impotente e insignificante. Volvería a casa con Livia y allí acabaría todo. Su vida apenas había sido tolerable hasta entonces, pero ¿cómo sería ahora que conocía la diferencia?

Al llegar a su casa entró por el camino de acceso y aparcó en el garaje. En un intento de mantener el control se sacudió el malestar. Tenía que desempeñar un papel. No podía permitir que Violet arruinara su vida familiar como le había arruinado el trabajo. Entró. El vestíbulo olía a col que llevaba medio día cociéndose. Quiso llorar. Ni siquiera le quedaba la ilusión de una buena comida casera. Livia, con su torpeza y su triste concepto de la cocina, servía unas comidas infumables: empanada de caballa, pollo con salsa sobre gofres, pudin de tapioca que parecía un cuajaron de mucílago infestado de huevas de pescado. Lo había probado ya todo, cada una de las variaciones sobre el mismo tema, a veces sin atreverse a preguntar qué era.

—Papá, ¿eres tú?

—Sí.

Miró hacia la sala de estar. Kathy estaba repantigada en el sofá, las gruesas piernas colgando por un extremo. Llevaba un pantalón corto blanco y una camiseta, ambos inadecuados para una chica de su tamaño. Tenía un mechón de pelo en la boca y chupeteaba la punta mientras veía la televisión. Un programa infantil. Hablando de perder el tiempo. Una marioneta de un vaquero con pecas y la boca colgante. Incluso se veían los hilos que lo movían, las botas flácidas que se arrastraban de puntillas cuando brincaba de un lado a otro de la pantalla.

Chet se quitó la americana y la colgó de un gancho en la entrada. ¿Qué más daba si se le deformaba el hombro? Se desabrochó el cuello de la camisa y se aflojó la corbata. Tenía que recobrar la compostura. Pero al cabo de un cuarto de hora, cuando se sentaba a cenar, Livia hizo un comentario absurdo sobre lo ridículo que era el llamamiento del presidente de Corea del Sur, Syngman Rhee, a cristianos y no cristianos para rezar por la paz.

Con súbita indignación, Chet clavó la mirada en ella.

—¿Te parece ridículo que pueda acabar la guerra? ¿Después de haber perdido treinta y tres mil soldados americanos? ¿Dónde carajo tienes la cabeza? Rhee es el hombre que liberó a veintisiete mil prisioneros de guerra norcoreanos hace menos de dos semanas, saboteando las conversaciones para el armisticio. Ahora que suaviza su postura, ¿te burlas de él?

Livia apretó los labios hasta tal punto que a Chet le sorprendió que fuera capaz de hablar.

—Lo único que digo es que no tiene sentido que los no cristianos recen por la paz si no creen en Dios.

—¿Los no cristianos no creen en Dios? ¿Eso piensas? ¿Todo aquel que no va a tu iglesia y venera a tu divinidad es una especie de pagano? Livia, no es posible que seas tan idiota.

Se dio cuenta de que ella se había ofendido, pero en realidad le traía sin cuidado. Con las mejillas teñidas de indignación, ella le plantó con tal fuerza el plato con la cena sobre la mesa que casi se partió en dos. Él miró la comida, que consistía en un plato principal y una guarnición de col hervida durante tanto tiempo que había perdido el color. Señaló el entrante.

—¿Y esto qué es?

Livia se sentó y se colocó la servilleta en la falda.

—Hoy es la Noche Internacional. El primer viernes de cada mes. Lo ha preparado Kathy y a mí me parece espléndido.

—Es conejo a la galesa —dijo Kathy satisfecha llevándose ya a los labios el tenedor colmado.

—¿Conejo? ¿Es que estáis chifladas? Esto no es conejo. Es queso pringoso con pan tostado.

—¿Te importaría probar un poco antes de juzgarlo, o acaso es mucho pedir después de los esfuerzos de Kathy?

—¡Esto es una mierda! No puedo volver a casa después de todo un día de trabajo y encontrarme con una cena como esta. No hay carne.

—Vigila tu vocabulario, por favor. Hay una joven delante.

Chet apartó el plato.

—Disculpadme.

Abandonó la mesa y fue al lavabo de la planta baja, donde sacó la petaca y apuró el resto del vodka en seis tragos. No tenía ni para empezar, pero quizá le permitiría sobrevivir el siguiente cuarto de hora sin enloquecer.

Volvió a la mesa y empezó a comer, intentando imaginar cómo se comportaban los hombres normales. Los maridos de toda América debían de estar sentados ante cenas igual que aquella, con esposas e hijas como las dos que tenía delante. ¿Cómo lo hacían? ¿Hablaban de trivialidades? Eso se veía capaz de hacerlo. Desde luego, no tenía sentido conversar sobre la paz mundial. Miró a Kathy, sin demasiada atención porque solía masticar con la boca abierta.

—Hoy he visto a tu amiga —dijo él.

—¿A quién?

—A Liza.

—Ah.

Estaba tan absorta en atracarse que Chet se preguntó si lo había oído.

—¿Qué te ha pasado con ella?

Kathy le lanzó una mirada.

—Nada. ¿Por qué lo dices?

—Hace seis meses erais inseparables, como uña y carne. ¿Te ha dejado plantada o qué?

—No, papá. No me ha dejado plantada.

—¿Y por qué ya no os veis?

—Nos vemos continuamente. Hoy estaba ocupada. ¿Acaso es algo prohibido?

—Yo no la he visto tan ocupada. A no ser que comer por todo lo alto en el centro del pueblo signifique estar ocupado.

—Liza no ha comido en el centro.

—Pensaba que hoy era su cumpleaños. ¿No dijiste algo así anoche durante la cena?

—¿Y?

—Y nada. Pensaba que pasaría todo el día contigo.

—Hemos hablado por teléfono. Ha dicho que su madre estaba enferma y podría ser contagioso; si no, habría venido a celebrarlo.

—Ah —dijo él alargando la exclamación—. Tal vez eso lo explique.

—¿Explique qué?

—Qué hacía tan bien vestida con Violet Sullivan. Estaban las dos muy juntas con sus cócteles de gambas.

Kathy dejó el tenedor y lo fulminó con la mirada.

—No es verdad.

—Sí lo es. Ajá. Y tanto que sí.

—¿Dónde?

—En el hotel Savoy. En el salón de té de la planta baja. Las he visto desde la calle.

—Chet —intervino Livia.

—Muy gracioso. Ja, ja. ¿Y Daisy dónde estaba? ¿Te has olvidado de ella?

—También estaba allí sentada, comiéndose a sorbetones un plato enorme de fideos con mantequilla.

—Eso sólo lo dices para incordiarme porque estás de mal humor. Puede que Liza haya salido, pero no con la señora Sullivan.

—¿Por qué no se lo preguntas a ella a ver qué dice?

—Chet, ya basta.

—No puedo volver a llamarla. Acabo de hablar con ella. Su madre está muy enferma, y ella la atiende.

—Vale, muy bien. Si eso es lo que quieres… Me sabría mal si vuestra amistad se estropeara. Es lo único que me preocupa.

Kathy se sumió en el silencio. Entretanto, Livia le lanzaba miradas sombrías y elocuentes que auguraban una inminente reprimenda. Chet no tenía intención de quedarse a escucharla. Se limpió los labios con la servilleta y la tiró al plato. Se levantó conteniendo el impulso de echarse a correr. Sentía crecer el despecho en su interior. ¿Qué demonios le pasaba? No iba a recuperar a Violet creando problemas en otra parte. ¿Por qué enemistaba a su hija con su mejor amiga? La mezquindad de lo que acababa de hacer había servido sólo para avivar su ira. Pensó que estaba al borde de la locura, en un estado irracional, imprevisible, descontrolado.

Descolgó la americana del gancho y se la puso. Livia lo había seguido hasta el vestíbulo.

—¿Te vas?

—Sí.

—Pero espero visitas. Esta noche tengo mi partida de canasta. Las chicas estarán aquí a las ocho. Dijiste que llevarías a Kathy a algún sitio.

Salió y cerró de un portazo, con la garganta atenazada por la ira de tal modo que fue incapaz de pronunciar una sola palabra.