17
El motel Sun Bonnet estaba en medio de ninguna parte, un edificio de estuco de una sola planta, muy corriente, ruinoso a más no poder, pero supuestamente limpio. Mi habitación era de las que más valía no examinar con una luz ultravioleta después de oscurecer porque las manchas iluminadas —en la ropa de cama, la moqueta, los muebles y las paredes— inducirían a pensar en actividades de las que una preferiría no saber nada. Se trataba de un negocio familiar, y los dueños eran, desde hacía cuarenta años, los señores Bonnet. Tenía una única virtud: la señora Bonnet —Maxi— era propietaria y supervisora de la Cafetería de Maxi, adosada a un extremo. Me había sonreído la suerte. Por la mañana podría interceptar a BW a cien metros de mi cama.
Daisy se había disculpado por no poder acogerme en su casa, pero Tannie iba a pasar la noche allí y ocuparía la única habitación libre.
—Lo siento, pero yo la vi primero —dijo Tannie, muy satisfecha de sí misma.
—Puedes dormir en el sofá —ofreció Daisy.
—Ah, no, eso sí que no. Ya estoy demasiado vieja para eso. Tal vez otro día.
Después de registrarme en la recepción volví al coche. La señora Bonnet me había adjudicado la 109, que se encontraba casi al final de la hilera, la penúltima de diez habitaciones. Todas las demás estaban a oscuras, pero había un coche aparcado a cada lado de la plaza correspondiente a la 109. Dejé el coche delante de mi puerta, sólo un poco preocupada al ver la cortina que colgaba de los ganchos. Abrí la puerta, entré y encendí la luz. Era una habitación pequeña y la combinación de colores tendía al calabaza y al melocotón. A mi derecha, centrada en la pared, había una cama de matrimonio. Las almohadas parecían aplastadas y el colchón tenía una depresión en medio, allí donde iría mi cuerpo, lo que me ahorraría dar vueltas innecesariamente. Las mesillas de noche y la cómoda eran de madera contrachapada. El sillón no parecía muy cómodo, pero tampoco pensaba sentarme.
Acompañada de los chirridos de mis pasos, entré en el cuarto de baño y saqué el cepillo de dientes, el dentífrico y una muda del bolso, donde siempre los llevo para ocasiones como esta. Lo único que lamenté fue no haber cogido un libro, pero había previsto hacer el viaje de ida y vuelta y no se me ocurrió que podría tener oportunidad de leer. Comprobé en todos los cajones, pero no había ni una Biblia de Gideon ni un libro de bolsillo extraviado. Me quité los vaqueros y el sujetador y dormí con la misma camiseta que había llevado puesta todo el día. Durante la noche se oía un estruendo en las paredes —como el sonido de un tren al pasar— cuando los huéspedes de las habitaciones contiguas tiraban de la cadena a distintos intervalos. La colcha olía a humedad, y a la semana siguiente me alegré de no haber leído hasta entonces el artículo sobre los ácaros del polvo.
A las seis se me abrieron los ojos automáticamente. Por un momento no supe dónde estaba, y cuando por fin caí en la cuenta, me enfadé conmigo misma por despertarme tan pronto. No tenía el chándal ni las zapatillas de deporte, lo que descartaba salir a correr tan temprano. Cerré los ojos en vano. A las seis y cuarto, como no tenía más opción, aparté las sábanas, entré en el cuarto de baño, me lavé los dientes y me duché. Volví a vestirme y me senté en el borde de la cama deshecha. No quería ir a la Cafetería de Maxi hasta las siete, cuando esperaba encontrar a BW.
Saqué las fichas y repasé mis notas, que empezaban a aburrirme soberanamente. Ninguno de los datos era una aportación extraordinaria. Venía haciendo las mismas seis u ocho preguntas desde hacía dos días, y si bien no había salido a la luz nada revolucionario, debía reconocer que ahora estaba mejor informada. Empecé a trazar la cronología de los días previos a la desaparición de Violet. El hecho al que volvía una y otra vez era la revelación de Winston, que había visto el Bel Air en New Cut Road, donde acababan las obras. ¿Qué hacía Violet allí? Pensaba que la teoría de él tenía visos de realidad: aquel podía ser el lugar de encuentro entre Violet y alguien; hombre, mujer, amante, amigo, pariente o conocido, no se sabía. En esa zona el paisaje era llano, y los faros de Winston debían de haberse visto al menos a dos kilómetros de distancia. Ella habría tenido tiempo de sobra de mover el coche, pero no había donde esconderse a menos que hubiese ido al otro lado de la casa de los Tanner o se hubiese alejado a campo traviesa. Una opción mejor era ocultarse (sola o con su hipotético acompañante) con la esperanza de que el conductor que se aproximaba diese la vuelta y se marchase sin parar a investigar. Si ella había tenido problemas con el coche y necesitaba ayuda, ¿por qué no salió de las sombras e hizo señas? ¿Y qué había sido de Baby, el cachorro pomerano que no paraba de ladrar? Aquella no era una de esas situaciones sherlockianas en las que el silencio revelaba familiaridad entre el perro y una persona. Ese perro ladraba a todo el mundo, o al menos eso decían. Seguía siendo un enigma por qué Violet había elegido aquel lugar, pero de momento esa era una cuestión que debía dejar de lado.
Dos minutos antes de las siete guardé mis artículos de baño en el bolso y salí de la habitación. El aparcamiento del motel estaba abarrotado de coches. Dejé el mío donde estaba y me encaminé hacia la cafetería, situada en la parte delantera. En cuanto entré me asaltó el ruido: conversaciones, música de gramola, risas, el tintineo de la loza. Era como una fiesta en marcha, y el ambiente de camaradería indicaba que esa reunión era un hecho cotidiano. Peones de labranza, obreros de la construcción, trabajadores de los pozos de petróleo, capataces, maridos, esposas, bebés y niños en edad escolar; por lo visto, todos aquellos que estaban en pie a esas horas iban allí a desayunar desde los pueblos cercanos. Olía a beicon, a salchicha, a jamón frito y a sirope de arce.
Tuve la suerte de hacerme con el único taburete libre que quedaba ante la barra. Los platos del día estaban apuntados en una pizarra encima de la puerta de la cocina. El menú era el habitual: huevos, fiambres, tostadas, magdalenas, panecillos con salsa blanca, gofres, tortitas y el habitual surtido de tés, cafés y zumos. Dos camareras atendían en la barra y otras cuatro trajinaban en los reservados y las mesas que llenaban la sala. Le dije a Darva, la camarera que me sirvió, que buscaba a BW. Yo ya había recorrido el establecimiento con la mirada, pero no había visto a nadie que coincidiera ni remotamente con su descripción, aunque cabía la posibilidad de que me hubiera pasado inadvertido en medio del tumulto. Darva llevó a cabo una inspección visual, como la mía, y negó con la cabeza.
—Me pregunto qué lo habrá entretenido. Suele estar aquí a esta hora. En cuanto entre, le señalo quién es.
—Gracias.
Me llenó la taza de café, dejó a mi alcance la jarra de leche y siguió con lo suyo, ofreciéndose a rellenar tazas antes de pasar la nota de mi pedido a la cocina. Llegó mi desayuno y centré la atención en el zumo de naranja, la tostada de pan de centeno, el beicon crujiente y los huevos revueltos. Era mi comida preferida, y me puse manos a la obra sin pérdida de tiempo. Darva dejó la cuenta debajo de mi plato, y cuando me llenó la taza de café hasta el borde, dijo:
—Allí está.
Miré por encima del hombro al cliente que acababa de entrar por la puerta. Era tal como lo había descrito Jake Ottweiler, si bien le habría añadido veinte kilos más a los ciento cincuenta que Jake le calculaba. Llevaba la cabeza rapada, pero le asomaban ya puntas de pelo blanco, como un cepillo. Tenía las cejas oscuras y las facciones de su cara parecían menguadas a causa de los muchos kilos que acarreaba. En la parte de atrás del grueso cuello, en la nuca, se le formaba un pliegue de grasa. Vestía vaqueros y un polo. Lo observé abrirse paso a través de la cafetería, deteniéndose a charlar con la mitad de las personas con quienes se cruzaba. Dos hombres dejaron libre un reservado y él lo ocupó, indiferente a los platos sucios que habían dejado. Antes de pagar y dirigirme hacia él esperé a que el ayudante de camarero recogiera la mesa y le concedí a BW un rato más para pedir.
—Hola. ¿Es usted BW?
—Sí. —Se levantó parcialmente del asiento y me tendió la mano, que yo estreché—. Usted es Kinsey. Anoche me llamó Jake y me dijo que pasaría por aquí. ¿Ya ha desayunado?
—He acabado hace un momento.
Volvió a sentarse.
—Siendo así, acompáñeme con una taza de café. Siéntese.
Me acomodé en el reservado delante de él.
—Mi enhorabuena por el Moon. Es un buen restaurante, y qué aglomeración de gente.
—Los fines de semana se llena todavía más. Aunque, claro, somos la única distracción del pueblo, y por eso nos va tan bien. Lo primero que hicimos al tomar posesión fue comprar una licencia para la venta de bebidas alcohólicas. Reformamos y ampliamos a finales de los años cincuenta y otra vez hace cinco años. Antes de eso, el Moon era una ratonera: cerveza y vino con unos cuantos aperitivos envasados, pretzels, patatas fritas, cosas así. Los clientes eran en su gran mayoría lugareños. Podía venir alguien de Orcutt o Cromwell, y a veces de Santa María, pero no más. ¿Le gustó la cena?
—Mucho. El filete estaba delicioso.
Llegó la camarera con una cafetera y tazas. Entabló una breve conversación con BW mientras servía el café.
—Enseguida te traigo tu desayuno —dijo y se alejó.
Él sonrió.
—Soy un animal de costumbres. Como lo mismo todos los días. A la misma hora, en el mismo sitio. —Echó leche en el café y luego cogió tres bolsas de edulcorante y las sacudió brevemente antes de romper los extremos. Vi desaparecer en su taza sustancias químicas durante cinco largos segundos—. Así que está de ronda preguntando por Violet. Debe de ser frustrante.
—Yo diría más bien monótono. La gente intenta ayudar, pero la información escasea y la historia tiende a repetirse. Violet tenía una pésima reputación y Foley le pegaba. En fin, como para sacar algo de ahí.
—Yo no tengo mucho que añadir. Los veía a los dos tres o cuatro noches por semana, a veces juntos, a veces solos, pero por norma medio borrachos.
—Así pues, si Violet hubiese ligado con un desconocido, ¿usted se habría enterado?
—Por supuesto, yo y todo el mundo. La gente frecuentaba el Moon porque conocía el local. Era un establecimiento demasiado pequeño y caía demasiado a trasmano para atraer a turistas o viajantes de comercio.
—¿Trabajaba usted todas las noches?
—Me tomaba un día libre de vez en cuando, pero en general siempre era yo el que estaba a cargo. El hombre que me sustituía si yo enfermaba o me iba de viaje murió hace mucho tiempo. ¿Con quién más ha hablado?
Enumeré los nombres de la lista y lo observé mover la cabeza en señal de asentimiento.
—Parece lo indicado. ¿Ninguno de ellos le ha servido de ayuda?
—Eso está por verse. He ido reuniendo datos sueltos, pero no tengo ni idea de si hay algo significativo en todo lo que he recopilado. ¿Se acuerda de cómo reaccionó usted cuando se enteró de que ella había desaparecido?
—No me sorprendió, eso se lo aseguro.
—¿Sospechó de alguien?
—¿Aparte de Foley? No.
—¿No sabe con quién pudo haberse fugado?
Negó con la cabeza.
—Según el sargento Schaefer, no desapareció ningún otro lugareño. Y dice que los rumores de que Violet tenía un amante procedían todos de Foley, que pretendía así procurarse una cortina de humo por si le hacía algo a ella.
Reapareció la camarera con el desayuno de BW: gofres, huevos fritos, salchicha, una guarnición de patata y cebolla frita y una segunda guarnición de sémola de maíz con mantequilla derretida.
—Tiene cierto sentido, eso en el supuesto de que Foley fuera así de listo, cosa que dudo.
—En su día, ¿pensó usted que quizás él la había matado?
—Se me pasó por la cabeza. Me consta que le dio más de una paliza, pero solía ser a puerta cerrada. Ninguno de nosotros habría tolerado que la maltratase en público.
—Me han dicho que tenían una pelea tras otra en el Moon.
—Sólo lo que yo tardaba en salir de la barra con mi bate de béisbol. De buena gana habría sacudido a Foley si se hubiese resistido. Normalmente cooperaba si yo dejaba claras las cosas.
—¿Ella también lo maltrataba?
—A veces arremetía contra él, pero era tan menuda que poco daño podía hacerle. Se enzarzaban como dos perros, gruñendo y enseñándose los dientes. Yo salía y los separaba, la mandaba a ella a un lado del local y a él al otro.
—¿Habló Violet alguna vez de abandonarlo?
—De vez en cuando —contestó él—. Ya sabe, lloraba y se quejaba compadeciéndose de sí misma. Pero es lo que le decía a ella, yo soy camarero, no psicoterapeuta de parejas. Hacía lo que podía, pero no suponía gran cosa. El problema era que estaban tan acostumbrados a pelearse que, en cuanto pasaba el temporal, se comportaban como si no hubiera ocurrido nada. Y a la mínima empezaban otra vez. Los habría echado a los dos para siempre, pero pensaba que mientras estuvieran en el Moon al menos podía vigilarlos e intervenir si era necesario.
—¿Discutían siempre por lo mismo o era por algo distinto cada vez?
—En general, por lo mismo. Ella coqueteaba con algún hombre y Foley se ofendía.
—¿Con quién?
—¿Con quién coqueteaba Violet? Con cualquiera que se pusiese a tiro.
—¿Con Jake Ottweiler, por ejemplo?
—Rectifico. Con Jake no. Estaba casado y tenía a su mujer en el lecho de muerte.
—Perdone —dije—. No pensaba que Violet hiciese sutiles distinciones morales.
—No las hacía. La vi ir detrás de Tom Padgett y estaba casado. Y había otro hombre que tenía un pequeño negocio de fontanería. Una noche Violet estuvo agobiándolo sin parar. Debió de meterle el miedo en el cuerpo, porque el pobre ya no volvió a aparecer.
—¿Coqueteó alguna vez con usted?
—Claro, cuando ya no quedaba nadie más en el bar.
—No tiene sentido, supongo, preguntarle si sucumbió a sus encantos.
—No sentí la tentación. Quizás había visto demasiado y, por eso mismo, la idea ya no me atraía. Violet me gustaba, pero no en ese sentido. Se había echado a perder, y yo nada podía hacer al respecto. Ella era como era, ella y Foley, los dos. Le diré una cosa sobre él: no ha puesto un pie en el Moon desde el día en que ella desapareció.
—¿Cuándo compró el local?
—En otoño de 1953. Antes los dueños eran dos tipos de Santa María. Yo me ocupaba de todo: llevaba los libros, hacía los pedidos, me encargaba de que los servicios estuviesen limpios.
—¿Por qué lo compró?
—Después de morir Mary Hairl ese agosto, Jake no tenía oficio ni beneficio. Había pasado por varios empleos, pero no se había sentido a gusto en ninguno. Llegó a la conclusión de que era hora de cambiar algo y, cuando se enteró de que el Moon estaba en venta, me propuso asociarme con él para comprar el local. Yo aporté un par de miles de dólares que tenía en el banco, así como mis años de experiencia, y él sabía que podía confiar en que yo no esquilmaría la caja.
—¿El acuerdo ha sido beneficioso para los dos?
—Mucho.
—Perdone que insista en este punto, pero ¿se le ocurre con quién podía estar enredada Violet? A ese respecto estoy muy despistada.
—Seguramente ya he hablado más de lo que debería. En mi oficio, uno no mira, no pregunta y no quiere saber. Todo aquello que sé, no lo repito.
—¿Ni siquiera treinta y cuatro años después?
—Sobre todo treinta y cuatro años después. ¿De qué sirve?
—De nada, supongo.
—¿Me permite que le dé un consejo? —preguntó BW.
—¿Por qué no? Quizá no lo siga, pero siempre estoy dispuesta a escuchar.
—Tenga en cuenta una cosa: esta es una comunidad pequeña. Velamos por el prójimo. Si viene alguien como usted a hurgar y fisgonear, la gente se lo toma a mal.
—Hasta ahora nadie se ha quejado.
—No en sus narices. Somos demasiado educados para eso, pero ha llegado a mis oídos alguna que otra protesta.
—¿De qué clase?
—Debe quedarle claro que esto no sale de mí. Repito cosas que he oído.
—No lo consideraré responsable. ¿Qué más?
—Si nadie ha encontrado a Violet hasta la fecha, ¿qué la hace pensar que usted va a llegar a alguna parte? A algunos les parece un descaro.
—Para hacer cualquier cosa en esta vida se necesita cierto valor —dije—. Sencillamente he salido de pesca; puede que no pique ningún pez, y en ese caso me iré.
—¿Cree que si alguno de nosotros supiese dónde está Violet, se lo diría después de tantos años?
—Supongo que eso depende de por qué se fue y en qué medida desean protegerla. Liza Mellincamp cree que sigue viva en alguna parte. Afirma que no sabe dónde, pero desde luego no desea ser la responsable de que se descubra su paradero.
—Supongamos que es verdad —dijo—. Supongamos que se marchó del pueblo como mucha gente piensa. ¿Y si inició una nueva vida? ¿Para qué habría que buscarla? Ya sufrió bastante, créame. Si consiguió escapar, lo celebro por ella.
—Daisy me ha contratado para ocuparme de este asunto. Si la gente tiene algún problema, dígales que hablen con ella. ¿Cuál es mi opinión personal? Creo que tiene derecho a toda la información que yo reúna.
—En el supuesto de que encuentre algo.
—Exacto, pero ¿sabe qué? Los años no pasan en balde para nadie. Los secretos son una carga. Si alguien está al borde de la duda, le basta un empujoncito, y eso forma parte de mi trabajo.
Él apartó su plato y sacó un paquete de tabaco. Lo observé encenderse un cigarrillo y apagar la cerilla de un soplido cargado de humo. Lo sostuvo en la comisura de los labios y entrecerró los ojos debido al humo mientras se inclinaba a la izquierda y extraía un clip con dinero del bolsillo del pantalón. Separó un billete de diez y lo dejó junto al plato.
—Pues le deseo suerte. Entretanto, tengo un negocio que atender.
—Una última pregunta muy breve: ¿cree que está viva o muerta?
—Preferiría no contestar a eso. Que le vaya bien.
—Gracias.
En cuanto salió por la puerta saqué mis fichas y tomé nota de todos los detalles de la conversación que me habían quedado grabados en la memoria. Consulté mi reloj: las ocho menos cuarto. Con un poco de suerte podría ponerme al habla con Daisy antes de que se fuese a trabajar. Cogí el bolso y avancé entre la menguante concurrencia.
Regresé a mi habitación con el propósito de echar un rápido vistazo final antes de abandonar el motel. Al acercarme aflojé el paso. La puerta estaba entornada. Paré en seco. Quizá la camarera había entrado a limpiar. Avancé con cautela y, con la punta de un dedo, empujé la puerta para abrirla del todo. Hice una lenta inspección visual y entré. Todo estaba tal como lo había dejado, al menos en apariencia. Como no tenía equipaje, si alguien había entrado por la fuerza con la intención de robar, no había encontrado nada que registrar. La cama seguía deshecha, las mantas a un lado. En el cuarto de baño, la toalla húmeda continuaba donde yo la había puesto, en el borde de la bañera.
Me detuve en el umbral entre las dos habitaciones y las recorrí con la mirada. Objeto por objeto, superficie por superficie. Nada parecía alterado. Aun así, sabía que había dejado la puerta bien cerrada, porque al salir había tirado del picaporte. Fui a la recepción con la llave en la mano. En el aparcamiento sólo quedaban la mitad de los coches, pero no vi a nadie que mostrase interés en mí.
La señora Bonnet estaba tras su escritorio. Le anuncié que me marchaba y, mientras esperaba el comprobante de la tarjeta de crédito, dije:
—¿Ha venido alguien esta mañana preguntando por mí?
—No. No damos información sobre los clientes. ¿Esperaba a alguien?
—No. Al volver de desayunar me he encontrado la puerta de mi habitación abierta, y sentía curiosidad.
Negó con la cabeza y se encogió de hombros, incapaz de sacarme de dudas.
Firmé el comprobante. Ella me entregó la copia y me la guardé en el bolso. Regresé al coche, aparcado frente a mi habitación. Abrí la puerta y, después de lanzar el bolso al asiento contiguo, me senté al volante. Hice girar la llave de contacto preguntándome durante un fugaz momento de paranoia si saldría volando por los aires. Afortunadamente, no fue así. Retrocedí y luego puse la primera. Al acelerar tuve la impresión de que el coche se contoneaba. Pese a mis limitados conocimientos en cuestiones mecánicas, supe que eso no era buena señal. Pensando que tal vez había arrollado algún objeto y, sin saberlo, lo llevaba a rastras, avancé otro par de metros. El contoneo siguió. Perpleja, pisé el freno, abrí la puerta y me incliné hacia mi izquierda. Apagué el motor y salí.
Me habían rajado las cuatro ruedas.