16
Esa noche llegué al Blue Moon antes que Tannie y Daisy. Eran las siete menos cuarto y una luz dorada bañaba Serena Station. El aire olía a laurel, y el aroma se veía realzado por una tenue insinuación de humo de leña. A falta de un otoño visible, los californianos se ven obligados a imaginarlo, apilando leña para la chimenea, sacando jerséis de abrigo del último cajón. Muchos residentes viven en el exilio, desplazados del litoral Este y de los estados del Medio Oeste que acaban en la Costa Oeste en busca de un clima benévolo. No más ventiscas, no más días a cuarenta grados de temperatura, no más tornados, no más huracanes. Cuando uno se libra de los insectos, la humedad y los extremos climáticos, primero viene el alivio. Después se instala el aburrimiento. Pronto empiezan a hacer viajes nostálgicos a su lugar de origen, pese al considerable coste, para volver a visitar aquellos elementos de los que huyeron.
El aparcamiento para los clientes estaba completo y fuera había una fila de coches estacionados en el arcén de la carretera. Entré de todos modos, di una vuelta, encontré un hueco, pequeño y probablemente ilegal, y conseguí meterme. Mientras me dirigía a la puerta del Blue Moon eché un vistazo atrás y me hizo gracia ver cómo destacaba mi Volkswagen entre todas aquellas furgonetas, rancheras, camionetas y cuatro por cuatro.
Por fuera, el restaurante presentaba un aspecto rústico, con una fachada de tablas y listones desgastados tan cuadrada y recia como el salón de un decorado para una película del Oeste. El interior era una prolongación del mismo tema: ruedas de carreta, quinqués y mesas de madera con manteles a cuadros rojos y blancos. Estaban en plena happy hour. Si bien yo había previsto olor a tabaco y cerveza, impregnaba el aire un aroma a carne de primera calidad asada con madera de roble.
Tannie había reservado una mesa en el lado izquierdo de la zona del bar, que estaba atestado. A la derecha, más allá de un arco, vi dos o tres salones, pero adiviné que los clientes asiduos preferían comer en este otro lado, donde podían permanecer atentos a quién entraba o salía. A juzgar por las miradas de curiosidad que recibí, yo debía de ser una de las pocas caras desconocidas que veían desde hacía tiempo.
La camarera jefa me acompañó a la mesa y, al cabo de un momento, se acercó otra camarera. Me entregó una carta impresa en un sencillo papel blanco.
—¿Quiere beber algo mientras espera? La carta de vinos está al dorso.
Dejé de lado las bebidas alcohólicas fuertes en favor de algo más familiar y eché un vistazo a la carta de vinos que se servían en copa. Pedí un chardonnay y en ese momento vi a un hombre, sentado junto a la barra, que no me quitaba ojo de encima. Me volví para ver si miraba a alguna otra persona, pero aparentemente era yo el objeto de su atención. En cuanto la camarera se fue a buscar mi vino, abandonó el taburete y se dirigió a mí. Era alto, de cuerpo enjuto y brazos largos. Tenía el rostro estrecho, tan curtido y arrugado como un mapa topográfico. La intemperie le había teñido la piel de un color marrón almendra y, a causa de los capilares rotos de las mejillas, daba la impresión de estar ruborizado. Su pelo, en otro tiempo moreno, era por entonces entrecano.
Cuando llegó a la mesa me tendió la mano.
—Soy Jake Ottweiler, el padre de Tannie. Usted debe de ser su amiga.
—Encantada de conocerlo. Me llamo Kinsey. ¿Qué tal?
—Bienvenida al Blue Moon, aunque casi todos lo llamamos «Moon» a secas. La he visto al entrar.
—Usted y todo el mundo. Aquí no debe de venir mucha gente sin reservar.
—Más de lo que cabría pensar. Los vecinos de Santa Teresa se acercan al pueblo con regularidad.
Sus ojos eran de un azul penetrante que contrastaba con su tez tostada. Según Tannie, Jake se había dedicado a las labores del campo durante años, pero al parecer en su faceta de copropietario del Blue Moon había adquirido cierto refinamiento. Había cambiado el peto y las botas de trabajo por un pantalón informal y una americana de sport azul marino, de buen corte, encima de una camisa blanca de algodón suave.
Cuando volvió la camarera y dejó la copa de vino blanco, él, casi sin mirarla, susurró:
—Esto corre de mi cargo.
Saltaba a la vista que el trato entre ellos venía de tan lejos que la necesidad de conversación se reducía al mínimo.
—¿Me acompaña? —pregunté.
—Poco rato. Al menos hasta que llegue Tannie. Estoy seguro de que tienen mucho de que hablar. —Apartó una silla y pidió una copa con un gesto de la mano. Cuando la camarera volvió a alejarse, se reclinó en la silla y me examinó—. No se parece en nada a la idea que tenía yo de un detective privado.
—Es que hoy día nos hacen de todas las formas y tamaños.
—¿Y cómo le va?
—Una investigación como esta requiere la paciencia de un santo —contesté.
—Parece una empresa descabellada, si quiere que le diga la verdad.
—Sin duda. ¿Puedo hacerle unas preguntas aprovechando que lo tengo a mi disposición?
—Adelante —respondió—. No sé si puedo serle de gran ayuda, pero le diré lo que sepa.
—¿Hasta qué punto conocía a Violet?
—Pues bastante, supongo. La veía aquí dos o tres veces por semana. Era una mujer atribulada, pero desde luego no era mala persona.
—He oído que acabaron ante el tribunal de causas de menor cuantía debido a que su perro mató al de ella.
—Fue un asunto desagradable. Violet me dio pena, pero yo tenía a mi perro controlado. Ella lo llevaba suelto, así que la culpa fue tan suya como mía. Al final tuve que sacrificar a mi perro, pero eso no tuvo nada que ver con ella. De todos modos, llegamos a un acuerdo. Yo habría podido plantarle cara, pero ¿para qué? Su caniche estaba muerto y ella quedó desolada, hasta que Baby llegó a sus manos.
—¿Estuvo usted en el parque viendo los fuegos artificiales la noche de su desaparición?
—Sí. Tannie iba a acudir con su hermano, pero él se marchó con sus amigos, así que fuimos nosotros dos.
—¿Vio a Foley?
—No, pero sé que Livia Cramer y él se enzarzaron en una discusión. Ella no veía con buenos ojos a los Sullivan. Los consideraba paganos, cosa que no era asunto suyo, pero esa mujer era una entrometida. La emprendió con él por Daisy. La niña no había sido bautizaba, y eso a Livia le parecía una vergüenza. Por entonces, Foley ya estaba borracho y le dijo adonde podía irse exactamente. Livia se aseguró de que todo el pueblo se enterase de lo que él le había dicho. Lo consideró una prueba más de la clase de degenerado que era.
—¿No vio a Violet?
Negó con la cabeza.
—La última vez que vi a Violet fue el día anterior. Había salido a dar una vuelta por el pueblo con aquel coche suyo nuevo y se paró a charlar.
—¿Recuerda de qué hablaron?
—Más que nada pretendía alardear. Volvía de llevar a Daisy y a Liza Mellincamp a comer y al cine en Santa María. Como tenía recados pendientes, pensaba dejar a las chicas en casa para poder hacerlos.
—Tiene buena memoria.
Sonrió.
—Ojalá el mérito fuera mío, pero es un tema que sale a relucir cada dos por tres, por algún periodista que viene al pueblo. He contado la historia tan a menudo que podría repetirla hasta dormido.
—Le creo. Cuando habló con Violet, ¿estaba bien?
—Como siempre. Tenía sus altibajos, lo que hoy día llaman, según creo, trastorno bipolar.
—No me diga. Eso es nuevo. Nadie me había mencionado cambios de humor.
—Esa era mi impresión. No soy un especialista en esas cuestiones, así que no es más que una suposición mía. Lloraba mucho ante sus cervezas, por así decirlo.
—Daisy recuerda que sus padres tuvieron una buena trifulca la noche antes. Eso debió de ser el jueves. Dice que Foley arrancó unas cortinas de su madre. Violet estalló, arrancó las demás cortinas y las tiró a la basura. ¿Lo sabía usted?
Movió la cabeza en un parco gesto de negación.
—Parece propio de ella. ¿Y por qué me lo cuenta?
—Por lo que he oído, esa fue la razón por la que Foley acabó comprándole el coche, para compensarla.
—No le sirvió de mucho si ella se fue de todos modos —dijo él—. Una persona con quien le conviene hablar es mi socio, BW, que en esa época atendía en la barra. Por desgracia hoy no está, si no se lo presentaría.
—También Daisy me lo sugirió. ¿Podría decirle que intento ponerme en contacto con él?
—¿Y si le digo dónde puede encontrarlo a las siete de la mañana y va a verlo usted misma? En la Cafetería de Maxi. Está a pie de carretera, entre Silas y Serena Station. BW desayuna allí a diario y se queda poco más o menos una hora.
Noté cómo me bizquearon los ojos ante la sola perspectiva de dar un paseo en coche a esas horas de la mañana. Tendría que salir de Santa Teresa al amanecer.
—No me gustaría presentarme allí sin previo aviso. Puede que no le apetezca que lo interroguen mientras disfruta de su café matutino y se come unos huevos.
—A BW no le importará. Es un hombre tranquilo y le encanta tener público.
—¿Y cómo lo reconoceré?
—Muy sencillo. Pesa ciento cincuenta kilos y tiene la cabeza rapada.
Dirigió la mirada hacia la puerta a mis espaldas, me volví y vi entrar a Daisy y Tannie. Nos localizaron y, con Tannie al frente, se encaminaron hacia la mesa. Tenía la piel quemada por el sol después de un día al aire libre luchando contra la maleza, pero había encontrado un hueco para ducharse y cambiarse de ropa. Llevaba unos vaqueros recién planchados y una blusa blanca impecable, y el pelo, todavía húmedo, remetido bajo una gorra de béisbol. Daisy vestía una rebeca roja de algodón encima de un vestido estampado rojo y blanco. Se había recogido el cabello rubio en un moño, sujeto con un clip rojo de plástico.
Jake se levantó cuando se acercaron. Tannie dio a su padre un beso en la mejilla.
—Hola, papá. Veo que has conocido a Kinsey —dijo, y se sentó a mi lado.
Jake apartó una silla para Daisy.
—¿Qué tal, Daisy? ¡Qué guapa estás!
—Muy bien, gracias. Este sitio huele de maravilla.
—Tengo un filete de un cuarto de kilo reservado para ti.
Tannie bajó la mirada, pero su comentario iba dirigido a mí.
—Ahora no mires, pero acaba de entrar Chet Cramer con Caroleena, el clon de Violet Sullivan.
Por supuesto, alcé la vista de inmediato, y mi mirada se cruzó con la de Chet Cramer. Me dedicó una sonrisa cordial, pero advertí que cogía a su mujer por el brazo y la conducía hacia otra parte del bar. Aunque sólo alcancé a verla un instante, me pareció demasiado mayor para teñirse el pelo de un rojo tan vivo. Su tez clara se debía más al maquillaje que al delicado aspecto irlandés que pretendía emular. Vestido ajustado, tetas grandes, incipiente aumento de cintura.
—¿De verdad se parece a Violet?
—¡Qué va! —contestó Daisy con sorna—. Esa mujer es una vaca. Mi madre era una belleza natural. Pobre Kathy Cramer. Me moriría si mi padre se liara con una así.
Cercana ya la hora de la cena, el restaurante empezaba a llenarse, y Jake se disculpó para atender sus asuntos mientras nosotras tres nos concentrábamos en nuestras copas y una lectura atenta de la carta. Todas pedimos solomillo, no muy hecho, con ensalada de primero y patatas asadas de acompañamiento. Estábamos acabando de comer cuando volvió a salir el tema de Kathy Cramer. Como me habían concedido inmunidad ante cualquier acusación de chismorreo, lógicamente comuniqué la noticia de que el matrimonio Cramer-Smith se hundía.
—Bravo por él. Esa mujer es un mal bicho. Me alegra saber que por fin va a librarse de ella —dijo Tannie.
—Estoy de acuerdo contigo —convino Daisy—. Ya era hora de que él le echara valor.
—No sé si puede decirse que va a «librarse» de ella cuando es ella quien le ha dado la patada —precisé.
Tannie hizo una mueca de pesar.
—Antes era tan guapo… y encima con ese nombre, Winston. ¿No es para morirse? —comentó—. Creo que alguien debería decirle que tiene que perder peso. Con sólo diez kilos menos se le notaría ya un buen cambio. Si vuelve a salir al mercado, sé de media docena de mujeres que intentarían echarle el guante.
—Yo incluida —dijo Daisy, ofendida al ver que Tannie lo ponía a disposición del público sin consultar con ella.
—Sí, ya. Justo lo que necesitas, otro hombre con la soga al cuello. Espera a que Kathy le pida la pensión alimenticia para ella y las hijas. Nunca saldrá del agujero.
—Eso no se sabe.
—¿Qué otra elección tiene? —preguntó Tannie—. Llevan casados casi treinta años. Ella ya se prendó de él en octavo curso. ¿Te acuerdas? No, no te acuerdas. Tú aún estabas en primaria. Pero créeme, yo tenía diez años, y Kathy ya andaba por el pueblo como un alma en pena. Patético. Se las ingeniaba para tropezar con él y decía: «Ay, Winston, no me imaginaba que estarías aquí». Se sentaba detrás de él en la iglesia y se lo quedaba mirando como si fuera a comérselo vivo. El pobre nunca tuvo la menor oportunidad.
—He visto la foto de boda que tiene en su despacho —dije—. Estaba muy delgado.
—Así es —confirmó Tannie—. Y ella parecía una tanqueta.
—¿Cómo adelgazó?
—¿Y tú qué crees? Tomando pastillas como caramelos.
—¡No me digas!
—De verdad. Compra anfetaminas en el mercado negro. Tiene un proveedor, según he oído.
—Ahora que lo dices, sí que la noté acelerada —observé.
El ayudante de camarero se llevó los platos y la camarera se acercó otra vez a ofrecernos el postre, pero las tres rehusamos tomar uno.
Vi a un hombre que, al separarse de la barra, dio un rodeo para acercarse a nuestra mesa. De lejos le calculé unos cuarenta y cinco años, pero cuando llegó hasta nosotras le añadí treinta. Tenía el pelo ondulado y moreno, pero supuse que el color debía de obtenerlo gracias a la fórmula Grecian. Tras unas gafas de montura gruesa y negra con audífonos en las varillas asomaban unos ojos azules. Era poco más o menos de mi estatura, un metro sesenta y ocho, pero con los tacones de las botas se ponía otros cinco centímetros. Vestía vaqueros, una camisa a cuadros rojos con un lazo al cuello y una chaqueta azul pastel, como las del Oeste, pinzada en la cintura.
Saludó a Daisy y Tannie con familiaridad, cogiéndoles la mano a las dos. Cuando acabaron de lanzarse besos, Tannie dijo:
—Te presento a Kinsey Millhone. Tom Padgett. Es el dueño de Construcciones Padgett y del almacén de Equipos Pesados A-Okay en Santa María. Daisy le compró su antigua casa.
—Encantada de conocerlo —dije.
Intercambiamos las cortesías de rigor y Tannie y él entablaron conversación mientras Daisy se excusaba.
Tannie señaló la silla vacía.
—¿Te apetece tomar algo con nosotras?
—No quisiera importunar.
—No seas tonto. De todos modos pensaba llamarte para sacarle partido a tu cerebro.
—Lo que queda de él —respondió Padgett.
Nos invitó a una ronda de copas de sobremesa, y la conversación pasó de lo general a lo concreto, que era la casa de los Tanner y su controvertida rehabilitación. Padgett adoptó una expresión pesarosa.
—La casa ha estado deshabitada desde 1948. Te olvidas de que hice muchas reformas para Hairl Tanner, y él me la enseñó. Las tuberías y la instalación eléctrica eran ya un desastre por aquel entonces. Dejando de lado el reciente incendio, la casa tiene buen aspecto por fuera, pero al entrar te encuentras con una verdadera calamidad entre manos. En fin, qué te voy a contar. Tú ya sabes a qué me refiero.
—Sí, lo sé.
—Deja una casa como esa vacía, y los primeros que se instalan dentro son los mapaches. Luego vienen las termitas y después los vagabundos. Era fantástica en otro tiempo, pero si intentas rescatarla te arruinarás. Hablamos de más de un millón de pavos.
—O sea, que te opones —concluyó Tannie, y se echó a reír—. Sé que está mal, pero forma parte de mi infancia. No me veo derribándola. Además, sacamos algo de dinero con la finca, entre los arrendamientos para la extracción de gas y los de petróleo.
—En fin, me has pedido la opinión y yo te la he dado. Ya conoces los rumores sobre la recalificación de terrenos. Si quieres salvar la casa, lo mejor que puedes hacer es vendérsela a los promotores inmobiliarios y dejarles el trabajo a ellos. Podrían convertirla en oficinas o en un centro de recreo en medio de una urbanización.
—Eso mismo opina Steve. No irás a decirme que te has confabulado con él.
—Yo no tengo ningún interés en este asunto. Deberías pedirle a un contratista que vaya a echar un vistazo.
—¿Y por qué no tú?
—Ya sabes lo que pienso. Te conviene oír otra opinión. Así te quedarás más tranquila. Estoy dispuesto a reunirme con quien quieras y aportar mi grano de arena.
—Intentarías imponer tu opinión.
—No abriría la boca hasta que oyeras lo que el otro contratista tuviera que decir.
—¿A quién me recomiendas?
—Billy Boynton o Dade Ray. Los dos son buenas personas.
—Pues sí, será lo mejor. Soy consciente de que no hago más que aplazar lo inevitable. Una y otra vez me digo «vayamos paso a paso», pero ¿a quién intento engañar? Es como cuando hay que sacrificar a un perro. Sabes que el animal está demasiado enfermo para seguir en este mundo, pero siempre quieres dejarlo para mañana.
—Lo entiendo. Debes hacerlo a su debido tiempo.
—En fin, no se hable más. Ha quedado claro y agradezco tu opinión.
—Siempre a tu entera disposición —dijo él. Se volvió hacia mí—. Disculpe mis malos modales. Jake acaba de hablarme de usted. Menudo trabajo le ha caído entre manos.
—Bueno, es un reto donde los haya. Al principio la idea me pareció absurda, pero ahora me lo estoy pasando bien. Yo contra Violet. Es como jugar al escondite.
—¿Y cuál es la teoría?
—No tengo ninguna teoría. De momento estoy hablando con todo el mundo, rellenando lagunas. Las preguntas no cambian, pero a veces recibo una respuesta que no esperaba. Uno de estos días cogeré un hilo y veré adónde me lleva. Por lo que he oído acerca de Violet, puede que fuera taimada, pero no se le daba bien guardar secretos. Alguien sabe dónde está.
—¿De verdad piensa eso?
—Sí. Ya sea el hombre con el que se fugó, o el hombre que acabó con ella. De hecho, todo se reduce a encontrar el rastro de ese hombre.
—Es usted una optimista, debo reconocerlo —dijo con escepticismo meneando la cabeza.
—Eso es lo que me mantiene en pie. ¿Y usted qué dice? ¿De qué lado se decanta en este debate?
—¿A qué se refiere? ¿A si está viva o muerta? Personalmente, creo que se fugó, y lo dije desde el principio. Me pasé más de una noche escuchando las quejas de Violet. Se lo aseguro, sólo era cuestión de tiempo que encontrase una escapatoria.
—Pero ¿adónde podría haber ido? —pregunté—. ¿Eso no se lo ha planteado nunca?
—Claro que lo he pensado. Era una mujer joven y, a su manera, inocente. Una chica de pueblo. Tenía experiencia con los hombres, pero no sabía nada del mundo en general. No me la imagino en una gran ciudad como San Francisco o Los Ángeles. Ni siquiera me la imagino en ninguna otra parte de este estado. California es hoy una zona tan cara como lo era entonces, en proporción a los sueldos. Considerando el dinero que tenía, que no debía de ser mucho, supongo que se largó a algún sitio al alcance de su bolsillo. El Medio Oeste, el Sur…, un lugar así.
—¿Oyó hablar de su dinero?
—Media docena de veces. Cada vez que se echaba a llorar amenazaba con largarse si Foley no se enmendaba y entraba de una vez en vereda.
—Como si eso fuera posible —intervino Tannie.
Cambiamos de tema. Con tan escasa información, el número de ideas que podía barajarse era limitado. A las diez y media Padgett se excusó y se encaminó hacia la puerta.
Entretanto, Daisy estaba como una cuba. Había bebido mucho y una personalidad más alegre y locuaz se había adueñado de ella. Coqueteaba con un hombre y reía con excesiva estridencia. Vista de lejos, parecía divertirse. Pero si me acercaba, descubriría que estaba fuera de control, no me cabía la menor duda. Fue el primer indicio que vi de su capacidad para meterse en problemas. Tannie la observó también, y las dos nos cruzamos una breve mirada.
—Cuando llega a este punto, no hay quien la pare —dijo Tannie—. Él acabará en su cama y a partir de ese momento todo irá cuesta abajo.
—¿No podemos intervenir?
—Esta vez sí, claro, pero mañana por la noche vendrá otra vez aquí y pasado mañana también. ¿Quieres asumir una responsabilidad como esa? Porque yo desde luego no quiero. Al menos, no después de esta ocasión. Tannie al rescate. Vaya una idiota estoy hecha. Deséame suerte.
Dejó la mesa y se acercó a Daisy, que bailaba con su vaquero. No fue fácil persuadirla, pero volvió a la mesa sin su nuevo mejor amigo. Cuando nos disponíamos a separarnos eran las once, y yo había tomado alguna copa de más. No estaba tan mal como para no poder dar un paseo en coche, pero no me atraía la perspectiva de conducir hasta casa.
—Oíd, chicas, no me entusiasma la idea de echarme a la carretera. ¿Hay algún motel o pensión cerca de aquí?