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Tom

Miércoles, 1 de julio, 1953

Sentado en el Blue Moon, Tom Padgett bebía su segunda cerveza mientras reflexionaba acerca de su vida. Al pensar con posterioridad en ella, podía visualizar la secuencia de acontecimientos: retazos de realidad alineados como las estacas de una cerca. O quizá no tanto las estacas como los espacios entre unas y otras. En el transcurso de tres meses, su percepción había cambiado y, de pronto, tomaba conciencia de que el mundo no era como lo había imaginado: bueno, equitativo o justo. La gente era codiciosa y egocéntrica. La gente sólo pensaba en sí misma. Descubrir la verdad había sido para él una auténtica conmoción, pese a que, al parecer, era algo evidente para todos los demás. En un periodo de tiempo asombrosamente corto había pasado de la esperanza y el optimismo a una concepción mucho más cruda de la naturaleza humana hasta que, por fin, se había dado cuenta a su pesar de que se encontraba entre los desposeídos, que era quizá donde había estado siempre.

Alcanzó a imaginar por primera vez lo que se le venía encima en una sesión de asesoría matrimonial la primavera anterior. De hecho, fue el primero de abril, día de los Santos Inocentes, lo cual tendría que haberle servido de indicio. Cora y él llevaban tres años casados, y desde hacía prácticamente dos vivían tirándose los platos a la cabeza. Eran como dos perros mordiendo los extremos opuestos de una toalla, dando tirones y sacudidas, vueltas y vueltas, sin ceder ninguno de los dos. En esencia la pugna era por el poder, y la medida del poder guardaba relación con el control del dinero, del que ella tenía la mayor parte. Él no recordaba quién había sugerido la reunión con el pastor en la iglesia a la que Cora y él asistían con regularidad. Él personalmente no era creyente, pero Cora daba mucha importancia a la Iglesia y para él eso bastaba. Ella contaba cincuenta y seis años y, claro está, tenía más cerca su última hora que él, que contaba cuarenta y uno, así que quizás esa circunstancia incidía en sus distintas actitudes. Si bien había jurado y perjurado que la diferencia de edad entre ellos le traía sin cuidado, se daba cuenta de que iba a ser una complicación cada vez mayor conforme pasaban los años. Cora aparentaba sus cincuenta y seis años hasta el último día. Su cara, que nunca fue agraciada, había experimentado algo parecido a un desmoronamiento en el transcurso de un año, justo a partir de los cincuenta y cinco. Tom no se explicaba por qué, pero era como si alguien hubiese dado un tirón a una cadena y una cortina de arrugas hubiese descendido con un ruido sordo. Su cuello parecía una prenda que hubiera quedado olvidada durante días en la secadora. Tenía el pelo más ralo. Empezó a ir al salón de belleza dos veces por semana para que se lo ahuecasen y peinasen hacia atrás a fin de dar cierta apariencia de volumen. Lo malo era que Tom le veía el cuero cabelludo a través de la tenue maraña. Ella necesitaba continuamente que le dijeran palabras tranquilizadoras, cualquier cosa que mitigara sus inseguridades. Lo único que le daba confianza en sí misma era el dinero que tenía. Tom estaba llegando a la madurez, pero no había logrado el éxito al que aspiraba. Eso era en parte culpa de Cora, porque tenía los medios para ayudarlo, pero se negaba a mover un dedo. Y ese era el motivo que los había llevado al despacho del pastor. Tom había realizado un somero estudio del Antiguo y el Nuevo Testamento, y le había complacido descubrir las numerosas advertencias acerca de los deberes de una esposa para con su marido. Ella debía ser su abnegada compañera, sumisa en todo. Eso decía en la Primera Epístola de San Pedro, capítulo tercero, versículos uno al doce.

Ahí era a donde él esperaba llegar.

Y sin embargo la conversación transcurrió de este modo.

El pastor, con un tono afable y afectuoso, le había preguntado a Tom cuál era, a su modo de ver, el problema.

Tom tenía la respuesta preparada.

—En resumidas cuentas, yo veo el matrimonio como una sociedad de iguales, como un equipo, pero eso no es lo que tenemos aquí. Ella no confía en mí, y eso debilita cualquier fe que yo pueda tener en mí mismo. No soy un experto en la Biblia, pero, con las Escrituras en la mano, eso no parece correcto.

Cora había intervenido ofreciendo al pastor su versión:

—Pero no somos iguales. Yo aporté una fortuna al matrimonio y él estaba a dos velas. No entiendo por qué he de sacrificar la mitad de lo que tengo para que él se sienta todo un hombre.

—Entiendo a qué te refieres, Cora —respondió el pastor—, pero aquí hay que ceder un poco.

Cora lo miró con un parpadeo.

—¿Ceder?

El pastor se volvió hacia él.

—¿Tom?

—Yo no le pido ni un centavo de su dinero. Sólo quiero un poco de ayuda para salir adelante.

—¿Por qué no le diriges a ella tus comentarios?

—Claro. Por supuesto. Con mucho gusto. Lo que no entiendo es tu actitud. No puede decirse que el dinero lo hayas ganado tú. Eso lo hizo Loden Galsworthy. Cuando lo conociste, tú eras dependienta en una tienda de moda y confección y él era un astuto hombre de negocios. Sus funerarias son todo un éxito, y yo lo admiro por eso. ¿Quién, si no, sería tan morboso como para forrarse a costa de los muertos? Estoy pidiendo la oportunidad de demostrarte que yo soy igual o mejor.

—¿Por qué insistes en rivalizar con él?

—No es verdad, yo no hago eso. ¿Cómo voy a rivalizar si está muerto? Cora, no soy un oportunista. No es mi manera de ser. Con una mínima oportunidad puedo demostrártelo. Lo único que necesito es que apuestes por mí.

—A Loden nadie le regaló el dinero —repuso Cora—. Se lo ganó él.

—Pero nació en un entorno privilegiado, como tú bien sabes Reconozco que mi origen es más humilde. Tú misma eres de origen humilde y no es algo de lo que avergonzarse. Lo que no entiendo es por qué me niegas la oportunidad.

—¿Y cómo calificarías los veinte mil dólares que te presté el otoño pasado?

—Con eso no tenía ni para empezar. Intenté explicártelo en su momento. Habría sido lo mismo veinte dólares que veinte mil. No puede abrirse un negocio sin una aportación de capital, y menos uno como el mío. Pero ya ves lo que he conseguido. El negocio está en marcha y lo he logrado sin la ayuda de nadie. Ahora lo que necesito es un pequeño empujón.

—Si tu negocio estuviera en marcha, no estarías aquí sentado, intentando intimidarme para que te dé más.

Tom miró al pastor.

—¿Intimidarte? ¿Es esto intimidarte cuando prácticamente estoy postrado de rodillas?

—Creo que Cora es consciente de tu postura en esto —terció el pastor.

—No, un momento —dijo Tom a Cora—. ¿De quién ha sido la idea de venir aquí? Mía. Estoy aquí para intentar resolver las cosas, salvar nuestras diferencias con tu valiosa ayuda, que es más bien escasa.

—Estás aquí porque pensaste que podías utilizar al pastor para presionarme. Lo siento, pero no voy a darte ni un centavo. No cuentes con ello.

—No te pido que me des el dinero. Hablamos de un préstamo. Podemos redactar los documentos que gustes y yo firmaré en la línea de puntos. No quiero caridad; quiero tu confianza y tu respeto. ¿Es eso mucho pedir?

Cora se miró las manos.

Tom supuso que estaba pensando la respuesta, pero al final se dio cuenta de que esa era la respuesta. Sintió que le ardía la cara. El silencio de Cora lo decía todo. No lo respetaba en absoluto, ni confiaba en él. Todo se reducía a que ella se había casado con él a sabiendas de que su situación económica era precaria. Ella había dicho que no le importaba, pero, como él veía ahora, lo que quería era llevar la voz cantante. El dinero equivalía a control, y ella no tenía la menor intención de renunciar a la ventaja que le proporcionaba. Mientras estuvo casada con Loden, él llevaba las riendas y ella dependía de él, bailando al son que él tocaba. Ahora ella hacía lo mismo con él.

Tom no recordaba cómo terminó la sesión. Sin concesión alguna por parte de Cora, eso desde luego.

Habían vuelto al coche en silencio, y siguieron en silencio de camino a casa. Él la dejó ante la puerta y se fue derecho al Blue Moon. Violet pasó por allí esa noche. Se encaramó a un taburete junto al suyo y la invitó a una copa de vino tinto. Ella estaba medio trompa, pero a esas alturas también lo estaba él.

—Te veo bajo de ánimos. ¿A qué se debe? —preguntó ella.

—Es por Cora. Hemos tenido una sesión de asesoría matrimonial con el pastor y en algún momento se ha hecho por fin la luz. Esa mujer no confía en mí ni me respeta. No lo entiendo. Se casó conmigo para lo bueno y para lo malo. Ahora corren malos tiempos para mí, y ella se niega a echarme una mano para sacarme del agujero.

—¿Qué clase de agujero?

—Dinero, ¿qué, si no? Mi negocio necesita una inyección. No pido nada más.

Violet se echó a reír.

—¿Y tiene que darte ella el dinero? ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

—Yo lo haría por ella. ¿Qué es el matrimonio si no se comparte todo a partes iguales? ¿No es lo justo?

—Desde luego, pero en este caso las dos partes son de ella. ¿Qué tienes tú para ofrecerle?

—Mi experiencia en los negocios. Soy un empresario.

—Eres un gilipollas. Hablas igual que Foley. Le encantaría echarle la zarpa a mi dinero. Es como la tortura china del agua. Una gota, otra y otra y otra.

—¿No os veis como un equipo?

—Claro. Estamos hechos el uno para el otro. Él es el boxeador y yo el saco de arena.

—¿No le darías nada? ¿Aunque le cambiara la vida?

—Por supuesto que no. ¿Por qué habría de hacerlo? Seguro que se lo fundiría.

—Las mujeres sois muy duras. Nunca he visto una cosa así. Según la Biblia, las esposas deberían someterse a sus maridos. ¿No lo has oído nunca?

—No.

—Pues mi mujer tampoco. El dinero ni siquiera es suyo. Lo recibió de ese carcamal con el que se casó. Por Dios, yo mismo me habría casado con él si me lo hubiese pedido de buenas maneras.

Violet enarcó las cejas.

—¿Cómo? ¿Eres uno de esos?

—No, no soy uno de esos. Sólo es un decir.

—Tú no sabes por lo que han de pasar las mujeres para conseguir dinero.

—Pues a ti yo puedo ponértelo fácil —contestó Tom—. ¿Sabes ese dinero que tienes? Dámelo y te prometo un beneficio del cuarenta por ciento en tres meses. Garantizado.

—Y una mierda. —Violet sacó un cigarrillo y Tom se inclinó hacia ella con una cerilla. Dejó escapar una bocanada de humo y le lanzó una mirada especulativa—. Tengo una pregunta que hacerte. ¿Cómo es que nunca me has echado los tejos? ¿Acaso no me encuentras atractiva?

—Sí, claro que sí. ¿A qué viene esa pregunta?

—Eres todo un hombre. Lo sé con solo mirarte.

Abochornado, Tom se echó a reír.

—En fin, agradezco tu confianza. Pero no sé si Cora estaría de acuerdo.

—Lo digo en serio. ¿Cuánto tiempo hace que hablamos así? ¿Cuántas veces hemos estado aquí bailando y haciendo el payaso? Pero tú nunca te has lanzado. ¿A qué se debe?

—Me cuesta creer que me critiques por ser el único hombre del pueblo que no intenta liarse contigo. ¿Sabes por qué? Te lo diré. Me interesa más esto —dijo, tocándose la cabeza—. Claro que podríamos darnos un revolcón en el pajar. ¿Y luego qué? Tú pasarías al siguiente. Prefiero ser tu amigo.

—Venga ya.

—¿Sabes lo que me duele? Ver echarse a perder una cabeza como la tuya. Estás tan ocupada manteniendo a raya al psicópata de tu marido que no te queda tiempo ni energía para nada más. ¿Por qué no usas el cerebro, para variar, y dejas plantado al tipo ese?

—No lo sé. A su manera, Foley es un encanto.

—Eso son paparruchas y tú lo sabes. En estas cosas uno no puede dejarse regir por las emociones. Tienes que ser dura.

—Pero no lo soy.

—Llámalo práctica si lo prefieres. Fíjate en Cora y en mí. A ella no se le puede reprochar nada. Yo la admiro, pero ¿eso de qué sirve? Nuestro matrimonio está muerto. Ella lo sabe tan bien como yo, pero ¿quieres saber qué pasará si pido el divorcio? Me quedaré con una mano delante y otra detrás. Igual que tú. Tú puedes marcharte, pero sólo te llevarás lo puesto.

—Eso a mí me da igual. Si pudiera ser libre, estaría dispuesta a dejarlo todo atrás. ¿A quién le importan las posesiones materiales? Todo lo que tengo puede sustituirse. Dispongo de mi propio dinero.

—No puedes dejar de hablar de eso, ¿eh?

—Eres tú quien ha sacado el tema del dinero.

—Ahora hablas igual que Cora.

—En cualquier caso, ¿de qué demonios te quejas? Tienes esa casa enorme y todos esos coches. ¿Sabes lo que yo daría por tener un coche como el tuyo?

—Eso intento decirte, Violet. ¿Cuatro mil por un coche? Eso es una miseria. Es como andar buscando monedas por el suelo. Deberías tener una visión más amplia de las cosas.

—¿Has pagado cuatro mil dólares por un coche? Tú estás de broma.

—Ahí lo tienes, ese es tu fallo. No piensas a lo grande. Te crees que si te aferras a tu dinero puedes evitar que los billetes vuelen. No funciona así. Tienes que soltarlos. Poner el dinero a trabajar. Veamos, ¿cuánto tienes en el banco? ¿Veinte mil?

Violet levantó el pulgar indicando que la cifra era más alta.

—¿Treinta y cinco?

—Cincuenta —dijo ella.

—No está mal. Es fantástico, pero cada día que pasa pierdes dinero…

—Ni hablar —lo interrumpió ella—. Sé adónde quieres ir a parar y no hay trato.

—No tienes ni idea de adónde quiero ir a parar, así que ¿y si me escuchas, para variar? Te propongo que hagamos un fondo común.

—Ah, claro, un fondo común. Seguro que eso te gustaría. ¿Sabes por qué? Porque yo tengo más que tú.

—Yo tengo dinero.

—¿Cuánto?

Tom ladeó la cabeza mientras calculaba.

—Te seré sincero. Tengo mucho, pero no tanto como tú. En eso estoy trabajando ahora mismo.

—Estupendo. Me alegro por ti. Aun así, no voy a darte un centavo.

—Eso es lo que me gusta de ti. Eres tozuda como una mula. Pero te diré lo que haremos: si cambias de idea, sólo tienes que decirlo.

—Ya puedes esperar sentado.