14
Winston me llevó al lugar en New Cut Road donde había visto el Bel Air de Violet. Aunque yo deseaba verlo, no quería insistir porque él tenía que volver al trabajo.
Se echó a reír cuando le manifesté mi preocupación.
—Descuide. Chet no me despedirá. Soy el capullo que paga las facturas de su hija.
Tomó por la 166 en dirección este al salir de Cromwell y, pasados cinco kilómetros, dobló a la derecha por New Cut Road, que discurría en diagonal hasta cruzarse con la Interestatal 1, que iba al sur. Hasta septiembre de 1953, fecha en que se terminó New Cut, los automovilistas se veían obligados a desviarse muchos kilómetros de su camino cuando viajaban de Santa María a Silas, Arnaud o Serena Station. Apareció la vieja casa de los Tanner, y esa vez su fachada de estilo Tudor se me antojó fuera de lugar. Los campos al otro lado de la carretera habían sido sembrados y cosechados, y los pequeños tallos que quedaban, entremezclados con exuberantes hierbajos, parecían formar una pálida bruma.
Winston se detuvo en el camino de acceso de la casa de los Tanner y nos apeamos. Dejé el bolso en el coche, pero me llevé el mapa.
—Fue por aquí —indicó con un gesto vago—. Recuerdo la maquinaria pesada y los enormes montículos de tierra. Estaban nivelando la carretera y había una hilera de conos de color naranja y una valla al principio del tramo sin pavimentar para impedir el paso de vehículos, aunque el tráfico era escaso. Pero viéndolo ahora, me resulta difícil precisar el lugar exacto.
Cruzó la carretera, y yo, detrás de él, lo observé mientras se volvía. Retrocedió unos pasos, procurando orientarse.
—No me había dado cuenta de que la carretera pasaba tan cerca de la finca de los Tanner. Estoy casi seguro de que la valla se encontraba ahí, ladeada en esa dirección, como para obligar a dar un rodeo, pero es posible que me equivoque.
—Puede que suceda lo mismo que en una casa en construcción. Cuando no hay más que los cimientos, las habitaciones parecen muy pequeñas. Luego se levantan las paredes y de pronto todo parece más grande.
Él sonrió.
—Exacto. Nunca me he explicado por qué pasa eso. Lo lógico sería suponer lo contrario.
—¿Es posible que se cruzara con ella en la carretera? Si tuvo problemas con el coche, quizás intentó ir a pie al teléfono más cercano.
—No, qué va. Si ella hubiese ido a pie por la carretera, la habría visto con toda seguridad. Estuve atento por si acaso, pero fíjese usted misma: desde aquí tendría que haber caminado kilómetros. Lo curioso es que hasta ahora había borrado el incidente de mi memoria porque me sentía culpable y no quería afrontarlo. Debería haberme detenido para acercarme a ver qué ocurría.
—No se atormente así. Seguramente eso no habría tenido la menor incidencia en el resultado final.
—Supongo que no. En cualquier caso ella habría seguido adelante con sus planes al margen de mí. Sólo lamento no haberme comportado como un caballero y haber hecho lo que debía.
—Por otra parte, ella no le hizo a usted ningún favor.
Abrí el mapa y lo plegué en tercios para calcular las distancias relativas entre los puntos.
—¿Sabe qué me desconcierta? La gasolinera cerca de Tullis no podía estar a más de cinco kilómetros de aquí. Violet llenó el depósito a eso de las seis y media, así que cuesta creer que se quedase sin gasolina tan pronto.
Winston se encogió de hombros.
—Quizás esperaba a alguien. Esta es una zona muy aislada. Yo me encontraba aquí por casualidad. Había ido de un lado a otro sin rumbo fijo. Llegué hasta aquí y vi que no había ningún otro sitio adonde ir. Esto era literalmente el final del camino.
—¿Vio algún otro coche?
—No. Sólo recuerdo la oscuridad total. Era una noche despejada, y oí el ruido ahogado de los fuegos artificiales de Silas, en aquella dirección.
—Lo que significa que eso tuvo que ser antes de las nueve y media, la hora a la que se acabaron los fuegos.
—Cierto. No había pensado en eso.
—Foley jura que estuvo en el parque y deduzco que hubo gente dispuesta a confirmarlo. ¿Qué hacía ella aquí entretanto? A las nueve y media tenía que haber estado a más de trescientos kilómetros de distancia.
En el camino de vuelta al pueblo charlamos de esto y aquello. Cuando llegamos al concesionario, Winston me acercó a mi Volkswagen. Me apeé y me incliné junto a la ventanilla.
—Gracias por la comida —dije—. No sabe cuánto le agradezco que me haya contado lo del coche. No sé si tiene importancia o no, pero es un dato nuevo y eso siempre resulta alentador.
—Me alegro.
—Una última pregunta rápida y le dejo volver al trabajo. Lo de usted y Kathy, ¿es materia reservada?
—¿Si es un secreto, quiere usted decir? No, ni mucho menos.
—Se lo pregunto porque voy a hablar con Daisy dentro de un rato y la pondré al corriente. Pero desde luego puedo callármelo si usted lo prefiere.
—Me da igual quién se entere. Kathy no deja de airear nuestros problemas, parloteando con sus amigas y compartiendo luego sus opiniones, siempre y cuando coincidan con la de ella. Puede decírselo a quien quiera. Cuantos más seamos, más reiremos. Así sabrá lo que se siente.
En cuanto me separé de él aparqué en una calle secundaria y tomé notas. Había sido la feliz beneficiaría de la rabia de Winston contra su esposa. El dato aportado sobre el coche planteaba más dudas que respuestas, pero al menos situaba a Violet en New Cut Road cuando la oficina del sheriff daba por supuesto que había abandonado ya el pueblo. O que había muerto. Pero si Foley la mató y la enterró, ¿cómo se las arregló? Los Sullivan tenían sólo un coche, y si este se hallaba aparcado en New Cut Road, ¿cómo llegó Foley hasta allí y volvió? El parque del pequeño pueblo de Silas estaba a diez kilómetros. Cierto que entre el final de los fuegos artificiales y el momento en que Foley llegó a su casa mediaban tres horas, pero habría tardado lo mismo en ir a pie hasta New Cut Road y volver. ¿Y qué habría hecho con el coche? Winston había especulado sobre la posibilidad de que Violet esperase a un hombre, y si era así, quizás ese hombre y ella se largaron a toda prisa del pueblo en cuanto él apareció. Eso al menos era compatible con la información. Lo preocupante era el perro. A decir de todos, Baby ladraba sin cesar; ¿a qué se debía, pues, que Winston no lo hubiese oído?
A las cuatro me presenté ante la puerta de Liza Clements. La casa era sencilla, una estructura cúbica de madera con un porche corriente en la parte delantera. El barrio de Santa María estaba bien conservado, pero había conocido tiempos mejores. Los árboles y arbustos habían crecido demasiado para las parcelas, aunque nadie se había atrevido a talarlos. Por tanto, los jardines eran umbríos y las ventanas quedaban en penumbra bajo las coníferas que se elevaban por encima de los tejados. Debido a la sombra un frescor parecía envolver todas las casas de la manzana.
La mujer que atendió la puerta aparentaba muchos menos años de los que tenía. Calzaba zapatillas de deporte y vestía pantalones holgados y una chaqueta cruzada blanca de chef. El pelo rubio, con la raya en medio y recogido por detrás de las orejas, le caía hasta los hombros. Tenía los ojos azules, las cejas anchas y rectas, la boca grande y la tez pálida y sedosa, con pecas en la nariz. Llevaba un medallón plateado en forma de corazón que relucía en el escote de su camisa. Se quedó inmóvil y me miró con cara de desconcierto.
—¿Sí?
—¿Es usted Liza?
—Sí.
—Yo soy Kinsey Millhone.
Tardó otra décima de segundo en recordarme y de pronto se llevó una mano a la boca.
—Me había olvidado de que venía. ¡Cuánto lo siento! Pase, por favor.
—¿Llego en buen momento?
—Sí, claro. Ayer no era mi intención dejarla con la palabra en la boca, pero estaba ya fuera cuando oí el teléfono.
Entré en la sala de estar, de unos tres por cuatro metros, decorada con mobiliario de Pier 1 Imports por poco dinero pero con buen gusto: mimbre, cojines mullidos con fundas indonesias estampadas de color negro y tostado, una estera en el suelo, y muchas plantas de interior que, vistas de cerca, resultaron ser artificiales.
—No se preocupe. Gracias por recibirme hoy. ¿Es usted cocinera?
—No profesional. Cocino por pasatiempo, lo hago desde hace años. Preparo sobre todo tartas nupciales, pero también cualquier otra cosa. Siéntese.
Ocupé una de las sillas blancas de mimbre con cojines de resistente lona en el asiento y el respaldo.
—Mi casero era panadero profesional antes de jubilarse. Ahora todavía ejerce cada vez que se le presenta la ocasión. Esta casa huele como la de él: a vainilla y azúcar derretido.
—Convivo con este olor desde hace tanto tiempo que ya ni siquiera lo noto. Supongo que es como trabajar en una cervecería. Al final se pierde el olfato. Mi marido siempre decía que nuestra casa olía así.
—¿Está casada?
—Ya no. Me divorcié hace seis años. Él es dueño de un negocio de alquiler de equipos para fiestas. Aún somos buenos amigos.
—¿Tiene hijos?
—Un chico —contestó—. Kevin y su mujer, Marcy, esperan su primer bebé, una niña, en los próximos diez días a menos que la pequeña se retrase. Van a ponerle Elizabeth, por mí, aunque piensan llamarla Libby. —Se llevó los dedos al guardapelo de plata y lo tocó como para que le diera suerte.
—Se la ve muy joven para ser abuela.
—Gracias. Me muero de impaciencia —contestó—. ¿En qué puedo ayudarla?
—Daisy Sullivan me ha contratado con la esperanza de que encuentre a su madre.
—Eso he oído. Antes ha hablado con Kathy Cramer.
—Una mujer encantadora —mentí con la esperanza de que Dios no me arrancase la lengua.
Sonrió y se remetió un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Le deseo suerte. Me encantaría saber dónde acabó Violet. Esa mujer cambió el curso de mi vida.
—¿Ah, sí? ¿Para bien o para mal?
—Para bien, de eso no cabe duda. Fue la primera adulta que mostró verdadero interés por mí. Fue toda una revelación. Yo me había criado en Serena Station, que es el culo del mundo. ¿Ha estado?
—Daisy me llevó. Parece un pueblo fantasma.
—Ahora lo es. En aquellos tiempos vivía allí mucha más gente, pero todos eran aburridos y convencionales. Violet fue como un soplo de aire fresco, y perdóneme el tópico. Le importaban un rábano las normas y le traía sin cuidado lo que los demás pensaran de ella. Era un espíritu libre. En comparación, todos parecían sosos y grises.
—Es usted la primera persona con quien hablo que tiene algo bueno que decir de ella.
—Ya por entonces era su única defensora. Ahora soy consciente de que tenía una veta autodestructiva. Era impulsiva, o quizá temeraria, para ser más exactos. La gente sentía a la vez atracción y repulsión por ella.
—¿Y eso?
—Creo que les recordaba todo aquello que deseaban pero no se atrevían a intentar conseguir.
—¿Era feliz?
—Ah, no. En absoluto. Se moría por largarse. Estaba harta de ser pobre y harta de las palizas de Foley.
—¿Cree, pues, que se marchó del pueblo?
Me miró con un parpadeo.
—Claro.
—¿Cómo se las habría arreglado?
—Igual que se las arreglaba con todo. Sabía lo que quería y aventajaba en astucia a todo aquel que se cruzaba en su camino.
—Vista así, Violet parece una persona implacable.
—Otra vez es un problema de semántica. Yo diría «resuelta», pero a veces se reduce a lo mismo. Se me partió el corazón cuando se marchó sin despedirse. Aun así, tuve que decir «Ve, y que Dios te proteja». A los catorce años no sabía expresarme con tanta claridad, pero era eso lo que sentía. Me dolió por mí, pero me alegré por ella. No sé si me explico. Vio una oportunidad y la aprovechó. Se abrió una puerta y ella la cruzó en el acto. La admiré por eso.
—Debió de echarla de menos.
—Al principio fue espantoso. Siempre hablábamos de todo, y de pronto se había ido. Me quedé hundida.
—¿Y qué hizo?
—¿Qué podía hacer? Aprendí a valerme por mí misma.
—¿Nunca se puso en contacto con usted?
—No, pero estaba convencida de que lo haría, aunque fuese mandando una postal con una sola línea o incluso sin mensaje. Un matasellos habría bastado. Lo que fuera para hacerme saber que había llegado a su destino. Me la imaginaba en Hawai, o en Vermont, en algún sitio totalmente distinto de esto. Me pasé meses rondando el buzón, pero supongo que ella no podía correr riesgos.
—No veo qué peligro podía haber en enviar una postal.
—En eso se equivoca. Sonia, la mujer de la oficina de correos la habría visto al clasificar las cartas. Yo no se lo habría dicho a nadie, pero habría corrido la voz. Sonia era una chismosa, cosa que Violet sabía muy bien.
—Usted fue la última persona que mantuvo un contacto digno de consideración con ella.
—Lo sé, y he pensado mucho en esa noche. Le doy vueltas y más vueltas. Es como cuando se te mete una canción en la cabeza y, hagas lo que hagas, vuelves a oírla una y otra vez. Eso mismo me pasa con ella. Incluso ahora. Bueno, ahora ya no tanto, quizá. Las imágenes se difuminan, pero ¿sabe una cosa? Huelo una colonia con olor a violeta y, pumba, vuelvo a acordarme de ella. Se me saltan las lágrimas.
—¿Nunca se le ocurrió que tal vez le había pasado algo?
—¿Se refiere a que fuera víctima de alguna acción violenta? Se habló mucho de eso, pero yo no lo creí ni por un instante.
—¿Por qué no? Usted había visto lo que Foley le hacía. ¿Nunca se le pasó por la cabeza que acaso aquello había acabado mal?
Movió la cabeza para negarlo.
—Pensé otra cosa. Aquel mismo día, unas horas antes, estuve en la casa y vi unas bolsas de papel marrón en la silla. Dentro reconocí algunas de sus prendas preferidas y le pregunté qué iba a hacer. Me dijo que había ordenado su armario y que la ropa era para la beneficencia. En fin, eso me pareció absurdo incluso entonces. Más tarde, cuando ya había desaparecido, pensé que había estado haciendo el equipaje.
—¿Para ir adónde?
—No lo sé. A casa de alguien en el propio pueblo, quizá. Algún sitio debía de tener.
Parpadeé.
—¿Le dijo algo al respecto?
—Ni una sola palabra. Foley no estaba… No sé adonde había ido… y yo pasaba por allí de visita. Ella cambió de tema, así que no insistí.
—¿Cómo es que no había oído hablar de ese detalle hasta ahora? He leído todos los artículos sobre Violet, pero no he visto ninguna referencia a esas bolsas de ropa.
—No sabría decirle. Se lo conté a los ayudantes del sheriff, pero actuaron como si no fuera con ellos. En esos momentos estaban más preocupados por interrogar a Foley sobre su paradero la noche del sábado. Yo no quise darle mucha importancia. Supuse que si Violet no lo había mencionado, era porque no quería que nadie lo supiera.
—Pero usted tuvo que pensar que alguien se habría puesto en contacto con las autoridades en cuanto corrió la voz de que se la consideraba desaparecida. Seguro que si Violet estaba cerca, alguien habría podido avisar a la policía sin comprometer su seguridad.
—Exacto, pero los periódicos publicaron la noticia dos veces y nadie se presentó, así que supuse que me había equivocado, que posiblemente se había marchado del pueblo.
—¿Y eso es lo que les contó?
—Bueno, no. Temí que, si pensaban que se había fugado, pusiesen controles de carretera o algo así.
—¿Para qué? Era una mujer adulta. Si se marchó por voluntad propia, no tenían derecho a intervenir. La policía no se dedica a perseguir a esposas fugitivas, en el supuesto de que ese fuera el caso. —Procuraba no hablar en tono de acusación. Liza tenía por entonces catorce años y la versión que me estaba ofreciendo era su razonamiento adolescente, sin pasar por el tamiz de la posterior madurez o perspicacia.
—Bueno, eso que dice tiene sentido, supongo, pero en su día yo no lo vi así. En aquellas fechas Foley era un caso perdido y tampoco quería que él se enterara porque temía que fuera detrás de ella.
—¿Pero eso cuándo sucedió? ¿Cinco, seis días después? Para entonces ya podía estar en Canadá.
—Exacto. Pensé que cuanta más ventaja llevase, más a salvo estaría.
Para mis adentros, puse los ojos en blanco.
—¿No le inquietaba que su silencio pusiera a Foley en una situación difícil?
—Él se lo había buscado. Yo no le hice nada.
—Foley siempre ha mantenido que Violet se fugó. Con eso, usted podría haber respaldado su versión.
—¿Por qué iba yo a ayudarlo? Le había pegado durante años y nadie había dicho ni pío. Al final, Violet huyó de él y yo lo celebro por ella. Yo no pensaba mover un dedo por Foley. Por mí, como si se pudría.
—Me intriga saber por qué me lo cuenta a mí si no se lo ha mencionado a nadie. Los periodistas debieron de preguntarle.
—Con ellos no tenía ninguna obligación. Para empezar, no me gustan los periodistas. ¿Cómo se hacen llamar? ¿«Periodistas de investigación»? ¡Por favor! ¡Como si fueran a ganar el Pulitzer! Eran groseros, y la mitad del tiempo me trataban como si fuese un testigo en el estrado. Lo único que les preocupaba era vender periódicos y promocionarse profesionalmente.
—¿Y la oficina del sheriff? ¿No se le ocurrió volver para dejar las cosas claras?
—Eso ni hablar. Para entonces lo habían convertido en un caso de tal envergadura que me daba miedo abrir la boca. Ahora estoy dispuesta a admitirlo porque aprecio a Daisy y me alegro de que se haya decidido a dar este paso.
Reflexioné por un momento preguntándome cómo encajaba aquello con lo que ya sabía.
—Hoy me he enterado de otra cosa. Winston Smith me ha dicho que vio el coche de Violet en New Cut Road esa noche. Fue antes de acabarse los fuegos artificiales, porque los oyó a lo lejos. No vio a Violet ni al perro, pero conocía el Bel Air. No entiendo por qué Violet seguía allí a esa hora si había salido de su casa a las seis y cuarto.
Liza cabeceó.
—Ahí no puedo ayudarla. ¿Qué explicación puede tener?
—Ni idea.
—¿Y por qué no lo ha contado antes? Y dice que yo me callé. Pues ya ve, también él podría haber hablado hace años.
—Lo hizo. Se lo mencionó a Kathy, y ella le quitó importancia. Fue uno de esos casos en que cuanto más tiempo se guarda el secreto, más difícil resulta hablar. Si ella lo hubiese animado, quizás él habría facilitado la información.
En la expresión de Liza se advertía un asomo de desagrado.
—No sé hasta qué punto puede dársele crédito a Winston. Kathy y él pasan momentos difíciles. Seguramente él diría cualquier cosa con tal de hacerla quedar mal.
—Puede ser, pero la cuestión es que corrobora la declaración de Foley.
—Yo nunca he dicho que Foley la matara, sino todo lo contrario.
—Pero mucha gente pensó que sí la había matado. Aquello arruinó su vida. El caso es que si él estaba en el parque y el coche tan lejos, ¿cómo podía matarla y salir impune?
—Haría falta una suerte loca, supongo.
—Lo digo en serio.
—Lo siento. No era mi intención frivolizar.
—¿Estoy pasando algo por alto? —pregunté.
Bajó la mirada al suelo y advertí que examinaba mentalmente las posibilidades.
—Sólo por plantear la hipótesis, porque no es que lo crea, pero ¿y si ella entonces ya estaba muerta?
—Es una posibilidad que no puede descartarse —convine—. Pero si fue Foley quien la mató, ¿cómo se las apañó? Estuvo en el parque hasta que acabaron los fuegos artificiales y después se fue al Blue Moon. ¿Cómo iba a llegar hasta allí, librarse del cadáver y hacer desaparecer el Bel Air? No disponía de medio de transporte, porque había entregado su furgoneta al concesionario y ella llevaba el único coche que tenían.
—Podría haber pedido un coche prestado o incluso robarlo. Y luego ir hasta allí a enterrarla. ¿Tan complicado es eso?
—Pero entonces se habría quedado con dos coches, el Bel Air y el que había pedido prestado o robado. Usted ha dicho que llegó pasada la medianoche, pero aun así habría ido muy justo de tiempo. ¿Qué pudo haber hecho con el coche de ella? Si lo despeñó por un acantilado o lo tiró por un barranco, igualmente tuvo que volver a pie hasta donde estaba el coche robado o prestado, recogerlo y volver a casa. Es una explicación demasiado rebuscada e implica excesivo trabajo. Habría necesitado toda la noche.
Vi un asomo de rubor en sus mejillas.
—En realidad, usted ni siquiera sabe si ella estaba allí. Todo eso es pura especulación. Violet podría haber abandonado el coche y haberse marchado con otra persona.
—Ah, en eso tiene razón. Me gusta la idea. Pero ¿y después qué? ¿Un ladrón de coches llega oportunamente y se apropia del Bel Air?
Liza empezaba a impacientarse.
—¿Quién sabe? A estas alturas ya me tiene sin cuidado. Me preocupa lo que le pasó a ella, pero no al coche.
—De acuerdo. Dejemos eso de lado. Volvamos a su teoría y supongamos que se fugó con un hombre. ¿Quién pudo ser? ¿Alguna sugerencia?
—Nunca la vi con alguien. Además, aunque la hubiera visto con alguien, no sé si se lo diría.
—¿Todavía siente la necesidad de protegerla?
—Sí, imagino que sí —respondió Liza—. Si había un hombre y hubieran averiguado quién era, podría haberles servido de pista para localizarla.
—Pensaba que usted quería ayudar a Daisy. Si tiene alguna idea, estaría bien saberla.
—No he dicho eso. He dicho que, por el bien de ella, me alegro de que haya decidido buscar a su madre. No es que esté guardándome información. Pero ¿y si Violet no quiere que la encuentren? ¿No habría que dejarla en paz?
—Por desgracia, es posible que los intereses de Daisy y los de su madre no coincidan.
—Oiga, yo lo único que tengo claro es que no me gusta que me involucren de esta manera. Ya le he contado todo lo que sé. El resto es problema suyo. Espero que Daisy consiga lo que quiere, pero no a costa de Violet.
—Eso me parece razonable —dije—. Supongo que a largo plazo les corresponde a ellas resolverlo. La encontraré si puedo. Lo que hagan ellas dos después es asunto suyo. Daisy está afrontando la idea del rechazo. No quiere pensar que su madre se marchó y la abandonó sin mirar siquiera atrás.
—Violet no la rechazaba necesariamente. Quizás estaba diciendo que sí a otra cosa.
—¿Y cuál sería la conclusión en ese caso? Antepuso sus intereses a los de Daisy.
—No sería la primera vez que una mujer hace una cosa así. A veces la elección es difícil. Si había encontrado a un hombre y le convenía de verdad, podría haberle compensado. No pretendo seguir defendiéndola, pero la pobre no está aquí para defenderse a sí misma.
—Sí, lo entiendo —afirmé—. Ella significaba mucho para usted.
—Rectifico: «mucho» no; lo significaba todo para mí.
—Lo cual implica que Daisy y usted van en el mismo barco.
—No exactamente. Pensé que no lo superaría, pero aquí estoy y la vida sigue. Daisy debería aprender a hacer lo mismo.
—Quizá lo consiga algún día, pero de momento se siente estancada. —Se produjo un breve silencio que aproveché para repasar las versiones que había oído, en busca de algún detalle más. Estoy segura de que Liza deseaba que la dejara en paz—. ¿Qué fue de su novio:
—¿Cómo?
—Su novio. ¿No salía usted con un chico por aquel entonces?
—Con Ty Eddings. ¿Cómo se ha enterado de eso?
—Alguien lo mencionó, ya no recuerdo quién. Hablábamos de todo lo que sucedió en esa época. Rompieron, ¿no es así?
—Más o menos. Él se fue el día después de desaparecer Violet.
—¿Por qué?
—Ni idea. O sea, no es que hubiéramos reñido. Habíamos quedado en vernos el domingo por la mañana y pasar el día juntos. En lugar de eso, su madre vino en coche desde Bakersfield y se lo llevó. No volví a saber de él.
—Una experiencia dura.
—Sí, lo fue. Ty fue el amor de mi vida. Era un mal chico, pero encantador. Yo estaba loca por él. Tenía diecisiete años, tres más que yo. Había estado en apuros…, absentismo escolar y malas notas, cosas así. Sus padres lo mandaron a Serena Station para que partiera de cero. A mí me daba la impresión de que le iba bien.
—¿No hubo relación entre él y Violet?
—¿Se refiere a que si fue él el hombre con quien ella se fugó?
—Los chicos malos pueden ser atractivos si una tiene una veta temeraria.
—Ah, ya entiendo, pero no, imposible. Nos pasábamos el día juntos, y cuando yo no estaba con él, estaba con ella.
—Era sólo una idea.
—No fue él, eso se lo aseguro.
—Se llevó un disgusto doble: perdió a Ty y a Violet prácticamente en el mismo día.
Esbozó una sonrisa fugaz.
—Es cuestión de suerte. Uno juega con las cartas que le tocan. Después ya no tiene sentido darle muchas vueltas.