13

En el piso de abajo, Chet Cramer me presentó a su yerno y luego se disculpó. Winston Smith era el vendedor fornido que había visto antes, y me pregunté si habría tenido éxito en su venta. Probablemente no, en vista de su nivel de energía, que parecía bajo, si no al borde de la depresión. Nos sentamos en su cubículo, yo de espaldas a la mampara de cristal que daba a la tienda. Winston tenía el escritorio colocado en un ángulo que le permitía ver si llegaba algún cliente sin parecer desatento.

De cerca, la palabra «corpulento» resultaba más apropiada que «fornido», teniendo en cuenta la amplitud de su cintura. Daba la impresión de que el simple recorrido hasta su coche lo dejaría sin resuello. No había cenicero a la vista, pero percibí el olor a tabaco en su ropa y su aliento. A causa de la considerable papada, el cuello de la camisa le apretaba de tal modo que moriría asfixiado si se agachaba a atarse los zapatos. Conservaba casi todo el pelo, que llevaba largo y rizado en lo alto, peinado hacia atrás en un estilo que yo no veía desde los inicios de Elvis Presley.

Apenas acababa de sentarme cuando sonó el teléfono.

—Disculpe —dijo, y descolgó—. Aquí Winston Smith. —Y luego, con cautela—: ¿Qué pasa?

Me era imposible saber quién estaba al otro lado de la línea, Pero él me lanzó una mirada y ladeó el cuerpo para mayor privacidad.

—No cuelgues. —Dejó la llamada en espera—. Permítame atender este asunto y enseguida vuelvo.

—Claro.

Salió del cubículo. Vi parpadear el piloto rojo de la línea uno hasta que él cogió la llamada desde un aparato cercano. En la pared que había delante de mí, una estantería empotrada contenía sus manuales de ventas apilados. En posición destacada, había una fotografía en color de unos novios en lo que supuse era el día de su boda. Me acerqué y cogí el marco para examinar la foto de cerca. Winston debía de rondar los veinticinco años, y era esbelto, apuesto, con el pelo rizado y aspecto juvenil; el esmoquin contribuía a darle un aire de elegancia informal. A su lado, Kathy Cramer, entrada en carnes, iba embutida en un vestido de novia tan ceñido que debía de dolerle hasta respirar. Por encima del escote en forma de corazón, los pechos parecían hinchados como dos bollos de levadura caseros a punto de reventar en el horno. En los años transcurridos desde entonces, los papeles de ambos se habían invertido. Ahora ella era esbelta, una adicta al ejercicio físico, mientras que él parecía haber perdido toda esperanza de ponerse en forma. ¿Y eso cómo se explicaba? Una y otra vez me acordaba del comentario que Tannie había hecho de pasada sobre Winston; según ella, él sabía más acerca de Violet de lo que había admitido.

Volví a colocar la foto y tomé asiento de nuevo apenas un momento antes de que él regresase mascullando:

—Disculpe. —Se sentó otra vez, pero algo en su actitud había cambiado—. Mi mujer —dijo a modo de explicación—. Ha telefoneado mientras estaba con un cliente y no he podido atenderla. No quería hacerlo otra vez.

—Descuide. He conversado con ella hace un rato y me ha enseñado la casa. Muy bonita.

—Ya puede serlo con lo que hemos pagado —dijo esbozando una sonrisa forzada.

—¿Juega usted al golf?

Negó con la cabeza.

—La golfista es ella. Yo no hago más que dar vueltas a la noria. No sé si se ha fijado en mi cojera, pero es de arrastrar la bola y la cadena. —Se echó a reír después de decirlo, y yo respondí con una sonrisa pensando «Uy, uy, uy».

—Yo nunca le he visto el sentido al golf. Eso de andar detrás de una pelota y luego darle con un palo… Aunque, ahora que lo pienso, esa descripción vale para muchos deportes. ¿Y sus hijas? ¿Juegan al golf?

—Amber tomaba clases antes de irse a España, pero ya veremos cómo acaba eso. Enseguida se aburre de todo, así que seguro que lo dejará por otra cosa. A Brittany no le van los deportes ni por asomo. Seguro que Kathy le ha dicho que ha salido a mí.

—Tengo entendido que Tiffany se casa en junio.

Imitó el tintineo de una caja registradora como si marcara una venta y contestó:

—¿Sabe cuánto cuesta hoy día una boda?

—Ni idea.

—Yo tampoco. Kathy me mantiene en la inopia para que no me oponga. Sin duda la cantidad ronda la deuda nacional.

Los dos nos echamos a reír, aunque yo no le vi la gracia al comentario. Obviamente, Winston y su mujer no eran de la misma cuerda.

Sacó un pañuelo y se enjugó el labio superior, donde había aparecido una sutil capa de humedad. Volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo de atrás.

—En cualquier caso, me ha dicho que usted quiere hacerme alguna pregunta sobre Violet Sullivan.

—Si no tiene inconveniente —respondí, previendo que él, como todos los demás, contestaría que el tema carecía de importancia.

—Y si lo tengo da igual: obedezco órdenes —dijo de nuevo con esa risa fácil y rápida, para demostrar lo bromista que era.

Entorné los ojos mentalmente, escuchando los comentarios implícitos que se escondían tras sus palabras. A mí no me gustan los dobles sentidos. Sus apartes eran como los que hacen los matrimonios que bromean en público, ventilando sus quejas con vistas a solicitar ayuda exterior. Si Kathy hubiese estado presente, habría contraatacado con sus propias risas irónicas, cosa que habría dado motivo de diversión a costa de él. Winston mismo se habría sumado al jolgorio, y eso era lo que a mí se me antojaba patético. Aquel hombre sufría.

—¿Qué órdenes?

—¿Cómo?

—¿Qué órdenes le ha dado su mujer?

—Dejémoslo. Es una historia demasiado larga.

—A mí me encantan las historias largas.

—¿No tiene a nadie más con quien hablar?

—En principio, debería ver a Daisy, pero si usted me deja usar el teléfono puedo aplazarlo. ¿Quiere ir a algún sitio a fumar un cigarrillo?

Llamé a Daisy al trabajo y mantuve una rápida conversación con ella para informarla de que había surgido un imprevisto y no llegaría a tiempo para comer. Sugerí que, si Tannie venía, podía quedarme en Santa María y así cenar las tres más tarde en el Blue Moon. Pareció gustarle la idea, y quedamos en que volvería a telefonearla por la tarde para concretar.

Esperaba que Winston saliera al vestíbulo a fumar, pero sacó las llaves del coche y me llevó al aparcamiento lateral, donde había dejado su coche. Me abrió la puerta del asiento del copiloto de una ranchera Chevrolet Caravan de 1987 de color azul metalizado. Cuando ocupó su asiento, dijo:

—Este es mío, pero sólo hasta que llegue el modelo del 88. Entonces me lo cambiarán.

—Los hay con suerte.

—Eso parece, hasta que ves lo que hay detrás. Por más que uno se encariñe con lo que tiene, siempre hay algo mejor por venir. Es una fórmula para la insatisfacción.

—Si uno cae en la trampa —contesté.

—En eso consiste mi trabajo: fomentar esa idea. Camelarme a los crédulos para que piquen el anzuelo.

—¿Y por qué no lo deja y se dedica a otra cosa? Nadie le ha puesto una pistola en la cabeza.

—Tengo cincuenta y cuatro años, demasiados para grandes cambios profesionales. ¿Me permite que la invite a comer?

—En cuestión de comida, siempre puede contar conmigo.

Me imaginé un McDonald’s, realmente siempre andaba imaginándome McDonald’s. Preferiría una Big Mac con queso a cualquier otra comida en el mundo.

Cruzamos el pueblo y entramos en el aparcamiento de un supermercado donde un matrimonio había instalado una barbacoa portátil, acoplada a una caravana. Era un artefacto de metal con ruedas de color negro, más o menos del tamaño de un fregadero de doble seno, provisto de una polea y una cadena que permitía subir y bajar una parrilla. Sobre las brasas se asaban varios trozos de carne, y flotaba en el aire el aroma ahumado de la ternera chamuscada. A un lado, en la misma parrilla, habían colocado panecillos con mantequilla cortados por la mitad.

Una sucesión de coches afluía al aparcamiento aprovechando el gran número de plazas vacías. En una mesa de juego vi montones de servilletas de papel, platos de papel, cubiertos de plástico y unas cuantas tarrinas de judías en salsa. Cerca había tres mesas de camping rodeadas de sillas de jardín de aluminio. Una nevera portátil contenía latas frías de refrescos a veinticinco centavos la unidad.

Aparcamos lo más cerca posible y nos pusimos en la cola, que reunía ya a unas veinticinco personas. La espera valió la pena, y no hice el menor esfuerzo por pulir mis modales mientras comíamos.

—¡Caramba! ¿Cómo lo consiguen? ¡Está buenísimo! —dije con la boca llena.

—La barbacoa de Santa María. Son dos consejos básicos —explicó—. Se frota con sal, pimienta y sal de ajo y se asa en madera de roble rojo.

—Queda fabulosa.

Los dos nos chupamos los dedos antes de abrir los paquetes de toallitas húmedas que venían con la comida. Cuando tuve las manos limpias, dije:

—Gracias. ¡Qué festín!

—No hay de qué.

Dejamos libres nuestras sillas de jardín a la gente que esperaba para sentarse y volvimos a su coche. Nos quedamos fuera del vehículo mientras él se encendía un pitillo de sobremesa. La fina capa de buen humor de la que hacía gala había desaparecido y había dado paso a algo más sombrío. Aquel no era un hombre feliz. Emanaba una pesadumbre que parecía teñir el propio aire. Sin venir a cuento, levantó el cigarrillo.

—¿Sabe por qué hago esto?

—Ella no le deja fumar dentro.

Me lanzó una mirada.

—¿Cómo lo sabe?

—He estado en la casa. No hay ceniceros.

—Tiene mano dura.

—Mucha gente adopta esa misma actitud ante el tabaco —dije con poca convicción, sin mencionar que yo era una de ellas.

—Que me lo cuenten a mí. Pero bueno, no me apetece hablar de eso.

No pregunté a qué se refería con «eso». Preferí decir:

—Bien. Entonces podemos hablar de Violet.

Guardó silencio durante un buen rato.

—Era muy ligera de cascos.

Kathy había empleado la misma expresión.

—Vamos. Todo el mundo dice que era ligera de cascos. Cuénteme algo que no haya oído ya.

Observé su rostro preguntándome qué escondía detrás de la mirada.

Él examinó el ascua brillante de su cigarrillo.

—Kathy tiene celos de ella.

—¿Tiene o tenía?

—Tiene.

—Eso se las trae. Violet desapareció hace treinta y cuatro años.

—Dígaselo a ella.

—Pensaba que ellas dos apenas se conocían.

—Eso no es del todo cierto. Liza Mellincamp era la mejor amiga de Kathy. De pronto apareció Violet, y Liza se vio atrapada en medio del drama familiar de los Sullivan. Los padres de Liza estaban divorciados, cosa que en esa época era mucho más grave que hoy día. Ahora es la norma, pero entonces era un escándalo, se consideraba algo propio de las clases bajas. Y además estaba Violet, cuya conducta dejaba mucho que desear. Tomó a Liza bajo su protección. Kathy no lo soportó.

—¿Por eso detestaba a Daisy?

—Desde luego, sin duda la detestaba. Daisy representaba otro vínculo con Violet. Liza pasaba mucho tiempo en casa de los Sullivan. Ese verano, además, tuvo un novio, aunque él rompió con ella el mismo fin de semana que desapareció Violet.

—No lo entiendo. Muchos hechos parecen relacionados con Violet. No directamente, tal vez, pero sí de manera periférica. A usted lo despidieron. La madre de Tannie murió.

—A veces pienso que hay personas que generan esas situaciones. No se lo proponen, pero todo lo que les pasa acaba afectando a los demás. El día que me despidieron fue el peor de mi vida. Tenía veinte años y allí se esfumó toda esperanza de formación universitaria.

—¿Qué planes tenía?

—Ni siquiera me acuerdo. Algo mejor que lo que he conseguido. No tengo madera de vendedor. No me gusta manipular a la gente. Cramer lo ve como un juego, pero es un juego en el que gana él. Todo junto me pone enfermo.

—Sin embargo, da la impresión de que se gana usted bien la vida.

—Debería ver las facturas de mis tarjetas de crédito. Apenas llegamos a fin de mes. Kathy gasta más dinero del que gano. La cuota del club de campo. La casa nueva. Los trapos. Las vacaciones. No le gusta cocinar, así que la mayoría de las noches cenamos fuera. —Dejó de hablar y movió la cabeza en un gesto de desolación—. ¿Y sabe cuál es la ironía?

—Dígamelo. Me encantan la ironías.

—Ahora me sale con que necesita su «espacio». Me dio la noticia anoche. Dice que, como las niñas prácticamente se han independizado, ha llegado el momento de reevaluar sus objetivos.

—¿El divorcio?

—No emplea esa palabra, pero todo se reduce a eso. La boda de Tiffany la mantendrá entretenida, después será sálvese quien pueda. Entretanto, ella cree que yo debo buscarme un sitio para vivir. ¿Recuerda cuando me ha llamado antes? Esperaba que hubiese cambiado de idea, pero lo único que quería era asegurarse de que yo no se lo mencionaba a usted.

—¡Uy!

—Eso, uy. Me he pasado años haciendo lo que me decían, dándole todo lo que quería, y, total, para nada. Ahora quiere ser libre y se supone que también he de correr con los gastos. Seguramente tiene un fulano por ahí. Tampoco se lo he preguntado. De todos modos me mentiría, así que ¿para qué? Lo único bueno es que ya no tendré que aguantarla más.

—¿No se han planteado una terapia de pareja?

—¿Una terapia para qué? Ella no reconocerá que tenemos un problema, sólo dirá que necesita «distancia» para ver las cosas con «claridad». Yo también debería ver las cosas con cierta claridad: contratar a un buen abogado y demandarla antes de que lo haga ella. Entonces se iba a enterar.

—Lo siento. Ojalá pudiera darle algún consejo.

—¿Quién necesita consejos? Lo que a mí me vendría bien es una válvula de escape.

—Quizás es verdad lo que dice, que necesita espacio para respirar.

—Imposible. Debe de haber estado planeándolo durante meses, esperando hasta la mudanza para soltar la bomba. —Fumó en silencio, reclinado contra la puerta trasera del lado del conductor; yo me apoyé en el guardabarros junto a él, nos quedamos observando cómo se reducía el número de gente en torno a la barbacoa. Al igual que un psicoterapeuta experto, dejé prolongarse el silencio, preguntándome cómo lo llenaría él. Empezaba a impacientarme y me disponía a intervenir cuando por fin habló:

—Le diré una cosa sobre Violet que no le he dicho a nadie. Es un detalle menor, pero que siempre me ha pesado. ¿Sabe la noche que desapareció? Pues vi el coche.

No lo miré por miedo a romper el hechizo.

—¿Dónde?

—Cerca de New Cut Road. Fue mucho después de anochecer. Había obras en la carretera y estaba todo levantado. Llevaba horas dando vueltas en coche, jamás en la vida he estado tan deprimido. Excepto, quizás, ahora —añadió cáusticamente.

Sentí que se me erizaba el vello de la nuca, pero no quise presionarlo.

—¿Y ella qué hacía?

—A ella no la vi. Sólo vi el Bel Air. Supuse que tenía algún problema con el coche…, quizá se había quedado sin gasolina, pero me importó un carajo. Pensé: «Si tan lista es, que se las apañe». Días después, cuando me enteré de que había desaparecido, debería haber informado a la policía. Al principio no creí que fuese importante, y más tarde me preocupó que pensaran que yo había tenido algo que ver con aquello.

—¿Con aquello?

—Con lo que le pasó.

—¿Por qué iban a pensar eso de usted?

—Por razones obvias. Había perdido el empleo por culpa de ella y estaba cabreado.

—Es raro. Si se había quedado sin gasolina, lo lógico sería que la hubieran visto en la gasolinera otra vez.

—Pues sí. Pensé que quizás alguna otra persona había visto el coche, pero nadie lo comentó. Aquello era un lugar perdido; aun así, me cuesta creer que yo fuese el único que la vio. Al ver que el departamento del sheriff no averiguaba nada, decidí dejarlo correr.

—¿Y nunca se lo ha contado a nadie?

—A Kathy, después de casarnos —dijo—. Creo que las parejas no deben tener secretos y eso me inquietaba mucho. Así pues, una noche que había bebido más de la cuenta se lo solté. Ella no le dio mucha importancia. Me dijo que lo dejase correr, y eso hice. El inspector ya había hablado conmigo un par de veces, igual que hablaba con cualquier otro, pero nunca me preguntó cuándo la había visto por última vez y yo no se lo dije.

—¿Y el coche estaba allí parado, sin más?

—Sí. Quizás a unos quince o veinte metros de la carretera. Lo iluminaron los faros de mi coche y lo vi claro como el día.

—¿Está seguro de que era el de ella?

—Totalmente. Sólo había un coche como aquel en el condado. Ella lo había usado para ir de un sitio a otro a partir del momento en que Foley se lo regaló. Era el suyo, sin lugar a dudas.

—¿No se le habría pinchado una rueda?

—Es posible. No vi ninguna rueda pinchada, pero tal vez fuera eso. Podría haber sido cualquier cosa.

—¿Tenía el motor al ralentí o apagado?

—Apagado, y los faros también. La carretera estaba en muy malas condiciones y aminoré la marcha hasta parar con la intención de dar la vuelta. Fue entonces cuando vi el coche. Bajé la ventanilla y me asomé, pero no se movía nada. De hecho, me quedé allí un par de minutos y, al ver que no sucedía nada, pasé de todo y volví por donde había venido.

—¿Había parado, tal vez, para pasear al perro?

—No vi al perro. En ese momento no se me ocurrió que hubiera algo extraño. Ahora ya no sé qué pensar.