12
Jake
Miércoles, 1 de julio, 1953
En el hospital, Jake Ottweiler acercó una silla a la cama de su mujer y se sentó a su lado tal como había hecho cada noche desde el 17 de junio, cuando la ingresaron. Mary Hairl estaba bajo los efectos de una fuerte medicación. Se dormía con frecuencia profundamente; en reposo, su rostro parecía piedra tallada. Él tenía cogida la mano de Mary, palma con palma, los dedos fríos de ella entrelazados con los de él, más calientes. Estaba blanca como el papel, y las venas de color lavanda se adivinaban bajo la piel de sus brazos. Delgada y frágil, olía a muerte. Él se avergonzaba de darse cuenta de ello, se avergonzaba de su deseo de apartarse.
Mary Hairl tenía treinta y siete años y había dado a Jake dos hijos maravillosos. Tannie, de nueve años, era una niña robusta, temeraria, alborotadora y extrovertida, con los codos huesudos, las rodillas peladas y su alegría de vivir. Tenía talento para el piano y leía libros muy por encima de su nivel. Nunca sería bonita, Jake lo sabía, no necesitaba esperar a lo que le depararía la pubertad. El estirón —los pechos—, la desaparición de la grasa infantil apenas incidiría en las facciones poco agraciadas de su cara. Pero era una niña alegre y divertida, y él valoraba en ella eso.
Su hijo Steve, con dieciséis años, no sólo era guapo, sino también listo, y aunque no era el primero de la clase, no andaba lejos. Jugaba al fútbol en las competiciones interescolares y, en el penúltimo año de instituto, su primera temporada, recibió una cazadora con la inicial de su equipo en premio a los méritos deportivos. Además era scout con el rango de «águila», el más alto. Con su voz de tenor, cantaba en el coro de la iglesia. Había jurado abstenerse de tomar alcohol durante toda la vida, y Jake sabía que lo cumpliría, por grande que fuera la presión ejercida por sus compañeros. Steve tenía cara de niño y un comportamiento infantil que, esperaba Jake, algún día dejaría atrás. Ya era bastante difícil ser hombre en este mundo para encima aparentar uno la mitad de su edad. Mary Hairl había sido una buena madre, y él no sabía cómo se las arreglaría cuando ella no estuviese. Haría lo que había hecho ella: ser firme, escuchar con atención y dejarlos cometer sus propios errores, siempre y cuando no fuese nada grave. Ya nunca sería lo mismo, pero de un modo u otro saldrían adelante. ¿Qué otra opción les quedaba?
Bajó la cabeza y apoyó la cara en el borde de la cama. Notó la sábana limpia y fresca contra la mejilla quemada por el sol. Sentía un cansancio infinito. Al volver de la guerra no había tenido ni la voluntad ni la fortaleza para dedicarse otra vez a las labores del campo. Había tenido diversos trabajos, el más reciente en la central azucarera. Como había faltado tantos días a causa de la enfermedad de Mary Hairl, lo habían despedido. Ahora andaba muy escaso de dinero, hasta límites inconcebibles, y, a no ser por la ayuda económica de su suegro, se habrían quedado en la calle. No se había dado cuenta de lo mucho que trabajaba su mujer. Desde que a efectos prácticos era un padre solo, debía ocuparse de la planificación de las comidas, la compra, la ropa sucia y la mayor parte de las tareas domésticas. A mediados de abril, justo antes de ser hospitalizada para una intervención quirúrgica, Mary Hairl había sembrado la huerta, que estaba floreciendo. Siempre había sido una mujer sufrida y, para cuando vio al médico por las molestias y la hinchazón abdominal, el tumor ya estaba avanzado. La operación confirmó el cáncer, que se había extendido por tantos órganos que ya no había nada que hacer. El cirujano volvió a coserla, y ahora esperaban el fatal desenlace. Otra serie de tareas que Jake había añadido a su lista era escardar, abonar y arrancar los chupones de las numerosas tomateras. Después de clase, Steve colaboraba cortando el césped y lavando la furgoneta, mientras Tannie se ocupaba de mantener la casa en orden y preparar las fiambreras. Hairl Tanner, el padre de Mary Hairl, seguía cenando con ellos, de modo que los cuatro comían juntos cada noche, un ritual un tanto lúgubre sin Mary Hairl. Una vez acabada la cena, Hairl desaparecía y dejaba que Tannie recogiera la mesa. Steve lavaba los platos mientras Tannie los secaba y los guardaba. Entonces Jake cogía su chaqueta y salía hacia el hospital, adonde llegaba a eso de las siete.
Jake apenas se dio cuenta de que se había quedado traspuesto. Pensaba en aquella noche a primeros de mayo en que Mary Hairl fue ingresada por segunda vez en dos meses. Se aseguró de que su padre y los niños habían comido antes de aceptar, a regañadientes, llamar al médico, que se reuniría con ellos al cabo de una hora en la sala de urgencias. Steve se quedó en casa para cuidar de Tannie, y cuando Jake y Mary Hairl salieron, los dos chicos hacían sus tareas. Ella había sufrido un dolor atroz durante gran parte del día, y él la había dejado en manos de la enfermera de guardia con la reconfortante sensación de que al menos encontraría alivio por fin. Tales padecimientos no hacían más que recordar a Jake su impotencia ante la enfermedad de su mujer. Se quedó con ella hasta las nueve, observando el gotero, esperando que la medicación surtiera efecto. Había permanecido atento al reloj, deseando que las manecillas avanzaran más deprisa, y cuando por fin ella concilio el sueño, Jake abandonó el hospital.
Cogió la furgoneta en el aparcamiento del hospital de Santa María y fue derecho al Blue Moon, el único lugar de Serena Station donde un hombre podía tomarse una cerveza. Había llovido de manera intermitente. Era una noche de mayo fría, y puso la calefacción al máximo hasta que la cabina parecía una incubadora. Las carreteras estaban oscuras, y las casas iluminadas de Serena Station se veían tan aisladas como fogatas. Necesitaba una copa. Necesitaba relajarse en un ambiente que no le recordase la sangre, el sufrimiento o la pérdida inminente.
El Blue Moon estaba casi vacío. Tom Padgett, sentado a la barra, tomaba una cerveza Pabst Blue Ribbon y charlaba con Violet Sullivan y el camarero, BW McPhee. BW era un hombre duro, robusto y de pecho ancho, que hacía las veces de gorila cuando surgía la ocasión. Jake ocupó un taburete ante la barra y echó alguna que otra mirada indiferente a los otros, sentados a cuatro taburetes de distancia. Violet tenía los ojos hinchados de llorar y el pelo alborotado. Saltaba a la vista que había ocurrido algo. Tom intentaba levantarle el ánimo, fuera cual fuese la causa de su abatimiento. Jake prefería hacer como si Violet no existiera y ocuparse de sus propios asuntos, pero BW, mientras le abría la botella de Blatz, le contó que los Sullivan se habían liado a empujones y que al final ella había abofeteado a su marido. Foley, fuera de sí, volcó una mesa y rompió una silla. BW le dio un minuto para salir de allí o avisaría a la policía.
Cuando llegó Jake, Foley ya se había ido. Si bien Padgett hablaba en voz tan baja que no se oían sus comentarios, las respuestas de Violet sí eran audibles. Hablaba de su dinero con un tono entre jactancioso y resentido. Jake ya había oído esa cantinela, por lo general cuando Foley acababa de sacudirle y ella amenazaba con marcharse. En cuanto a eso de sus fondos personales, Jake no sabía si era verdad o no. Ella nunca mencionó una cantidad concreta, y a él le extrañaba que no cogiera el dinero y se largase.
Durante un rato, Padgett echó en la gramola una moneda tras otra, y Violet y él bailaron. Ella lucía un vestido verde esmeralda, de espalda muy escotada. Detrás de la barra, BW los observaba moverse por el local. De vez en cuando Jake se volvía, miraba por encima del hombro y seguía sus movimientos con un cabeceo. BW y él cruzaron miradas.
—Eso ha sido lo que ha sacado a Foley de quicio, que ella bailara con él —comentó BW.
—Pierde los papeles por poca cosa, esa mierda de tío —dijo Jake.
BW lo observó.
—Imagino que no querrás hablar de Mary Hairl.
—No tengo especiales ganas, no. No te lo tomes a mal.
—Nada más lejos. Dile que nos acordamos de ella, Emily y yo.
—Lo haré.
—¿Cómo va esa cerveza?
—Por el momento estoy servido.
Violet y Padgett se acomodaron otra vez ante la barra, pero él, en cuanto se sentó, echó una ojeada a su reloj y se sorprendió al ver lo tarde que era. Dejó unos billetes en la barra y se despidió. Tan pronto como se cerró la puerta, Violet volvió la cabeza y miró en dirección a Jake. Él desvió la mirada de manera ostensible para rehuirla. Era de las que iban a los bares en busca de conversación, y él, en cambio, era de los que iban con la esperanza de que los dejaran en paz. Vagamente, percibió que ella cruzaba el local a sus espaldas, hacia el lavabo de señoras. Jake pidió otra cerveza, y se disponía a encenderse un cigarrillo cuando ella apareció a su lado. Recién peinada, fijó en él sus ojos verdes con una expresión de curiosidad. Sostenía un cigarrillo, y Jake, como hombre bien educado que era, le acercó la cerilla. Para entonces, la llama ardía tan cerca de sus dedos que se vio obligado a tirar la cerilla y encender otra para ella. Violet ocupó el taburete contiguo al suyo.
—¿Quieres compañía?
—No.
—¡Qué extraño! Se diría que eres un hombre a quien no le vendría mal una amiga.
Jake no encontró respuesta para eso. Conocía a Violet desde hacía seis años, y en todo ese tiempo no debía de haber cruzado más de una docena de palabras con ella. Estuvo el asunto aquel del perro, pero eso era lo más lejos que habían llegado. Él había oído los rumores que corrían sobre ella. Serena Station era un hervidero de habladurías sobre los Sullivan: la bebida de Foley, las palizas, el pendoneo de ella. Una parejita feliz. Jake despreciaba a Foley. Cualquier hombre que le levantaba la mano a una mujer o a un niño era para él lo peor de lo peor. En cuanto a Violet, no sabía qué pensar. Al parecer, Mary Hairl la apreciaba, pero su mujer era un alma de Dios, capaz de poner un cuenco de sobras a cualquier gato callejero que se acercara al porche. Él situaba a Violet en esa categoría: famélica, recelosa y necesitada.
—¿Sigues enfadada por lo del perro?
—Recibí mi dinero. Aunque no fue mío por mucho tiempo —contestó ella—. ¿Cómo está Mary Hairl?
—Él acaba de preguntarme lo mismo —respondió Jake señalando a BW con el cigarrillo.
—¿Y qué le has dicho?
—Que no me apetecía hablar del tema, pero gracias de todos modos.
—Porque es doloroso.
—Porque no es asunto de nadie. —Guardó silencio por un momento y luego, para su sorpresa, prosiguió la conversación—. Le han puesto el gota a gota. Morfina, muy probablemente. El médico no me explica nada y, de lo que le dice a Mary Hairl, ella tampoco me cuenta nada. No quiere que me preocupe.
—Vaya, lo siento —dijo Violet.
—No lo sientas. No tiene nada que ver contigo.
Jake desvió la mirada. Sentía en los ojos el escozor de las lágrimas contenidas. Se había propuesto firmemente no hablar con nadie de la enfermedad de su mujer. Los conocidos le preguntaban, pero él cortaba de inmediato. No le gustaba la idea de sacar a la luz los detalles íntimos del estado de Mary Hairl. Aunque hubiese estado mejor informado, ni siquiera podía hablar de eso con el padre de ella, Hairl se había convertido en un viejo huraño desde la muerte de su mujer. Ya era bastante carga saber que estaba a punto de perder a su única hija. ¿Con quién iba a hablar, pues? Desde luego no con sus hijos. Mary Hairl y él los habían dejado al margen de común acuerdo. Steve, a sus dieciséis años, era consciente de lo que pasaba, pero mantenía una actitud distante. Tannie, por suerte, no se daba cuenta de nada, así que Jake estaba solo.
Violet lo escrutó.
—¿Y cómo lo llevas? No se te ve muy animado.
Él levantó su botella de cerveza.
—Esto ayuda.
—Y que lo digas —convino ella, y chocó su copa de vino contra la botella de él—. ¿Por qué los hombres siempre intentan demostrar lo duros que son? En una situación como la tuya, ¿qué tendría de malo hablar de ello?
—¿Para qué? Convivo con eso día a día. Lo que menos necesito es, encima, hablar del tema.
—Te pareces a mí. Demasiado orgulloso para reconocer que algo te duele. Yo puedo quedarme aquí sentada llorando y todo el mundo piensa que soy así. Eres el primer hombre que se ha ofrecido a mantener conmigo una conversación como es debido.
—Yo a esto no lo llamaría conversación.
—Pero cabe la esperanza de que lo sea —dijo ella.
—¿Y qué me dices de Padgett? El bien que hablaba contigo.
—Tiene casi tanto éxito como yo. La gente piensa que yo soy una puta y que él es un imbécil. Así que tenemos algo en común.
—¿Y es verdad?
—¿Qué? ¿Lo suyo o lo mío?
—Él me trae sin cuidado. ¿Tú de qué vas?
Ella sonrió.
—Es como esa canción sobre los Whiffenpoofs… ¿Qué demonios es un Whiffenpoof? ¿Te lo has preguntado alguna vez?
—¿Qué canción?
—El dúo que cantan Bing Crosby y Bob Hope en Camino a Bali. —Empezó a cantar un fragmento con una voz asombrosamente dulce—. «Malditos de aquí a la eternidad. Que el Señor tenga misericordia de quienes son como nosotros». —En su sonrisa se traslucía hastío—. De eso voy. De maldita.
—¿Por Foley?
—Todo lo que va mal en mi vida es por él.
—Pues cualquiera diría que te gusta pelearte con él. Lo haces a menudo.
—¿Pelearme? Bueno, supongo que es una manera de plantearlo. Foley me muele a palos de manera habitual y yo acabo con un ojo morado como prueba de ello, pero ¿acaso me pregunta alguien cómo me va? Foley podría tumbarme de un golpe y nadie me echaría una mano. No quiero lástima, pero de vez en cuando me gustaría pensar que le importo a alguien. —Se interrumpió y forzó una sonrisa—. Fíjate, hablo como una víctima. A nadie le gustan las víctimas, y a mí menos que a nadie.
—¿Por qué lo aguantas? No me lo explico.
—¿Y qué voy a hacer? No puedo dejarlo. Ha amenazado con matarme, y sé que es capaz de hacerlo. Foley es un psicópata. Además, si me fuera, ¿qué sería de Daisy?
—Podrías llevártela.
—¿Y qué haría? Me casé a los quince años y no he trabajado en la vida. Ni siquiera sabría por dónde empezar.
—¿Y el dinero del que siempre estás hablando?
—Espero la ocasión. Supongo que tendré una sola oportunidad y no quiero desperdiciarla. En cualquier caso, Daisy quiere mucho a su padre.
—La mayoría de las niñas quiere mucho a su padre. Seguro que también te quiere mucho a ti. ¿Y eso qué tiene que ver?
—Daisy quiere a su padre más que la mayoría. Para ella, Foley es el no va más, así que ¿por qué iba yo a entrometerme? A veces pienso que estarían mejor sin mí. O sea, una cosa es marcharme, pero ¿llevarme a su hija? Me arrancaría el corazón, si no lo hubiera hecho ya.
Jake movió la cabeza en un gesto de negación.
—No os merece a ninguna de las dos.
—Ahí te doy la razón.
—¿Y qué viste en él?
—Cuando nos conocimos era encantador. Es la bebida lo que lo echa a perder. Sobrio no es tan malo. Bueno, un poco malo, sí, pero no tanto como podría pensarse. Aunque, claro, según él, bebe para soportar a la gente como yo.
—¿Qué tiene que soportar? Eres una mujer guapa. Me cuesta imaginar que sea tan difícil vivir contigo.
—Soy insufrible.
—¿Y eso?
—Para empezar, tengo fama de juerguista. Según él, no hago nada bien y eso lo saca de sus casillas. Haga lo que haga, nunca está contento. Después del trabajo entra por la puerta y la emprende conmigo. Que si la casa está patas arriba, que si la cena no está caliente, que si me he olvidado de llevar la ropa sucia a la lavandería. Quiere saber adónde he ido, quiere saber con quién he hablado y dónde he estado cada vez que ha intentado hablar conmigo por teléfono a lo largo del día. Y yo me pregunto qué soy, ¿su esclava? Tengo derecho a mi vida. Procuro mantener la boca cerrada, pero él la toma conmigo y yo tengo que defenderme. Si no, ¿cómo voy a respetarme a mí misma?
—Tiene que haber una salida.
—Pues, si la hay, me gustaría saber cuál es. —Apagó el cigarrillo—. ¿Llevas dinero suelto?
—¿Para qué? —preguntó él, pero ya estaba buscando en el bolsillo del pantalón, y sacó un puñado de monedas.
Ella cogió una de cinco centavos y se bajó del taburete. Él la observó encaminarse hacia la gramola, donde insertó la moneda y pulsó un número. Al cabo de un momento, Jake oyó los acordes iniciales de Pretend, interpretada por Nat King Cole.
Violet volvió junto a él tendiéndole la mano.
—Ven, vamos a bailar. Esta canción me encanta.
—Yo no bailo.
—Sí bailas. —Miró al camarero—. BW, dile que tiene que bailar conmigo. Ya es hora de animarse.
Jake se dio cuenta de que estaba sonriendo cuando ella le tiró de la mano para arrastrarlo hacia el pequeño espacio libre entre las mesas que hacía las veces de pista de baile. Se deslizó entre sus brazos, indiferente al torpe movimiento de vaivén que era la única clase de baile que él conocía. Ella cantó junto a su cuello, y su aliento a vino y tabaco le hizo cosquillas en la oreja. Él percibía su olor a violetas y a jabón y al mismo champú que Mary Hairl usaba antes de la enfermedad. Por encima del hombro de Violet vio que BW se afanaba detrás de la barra, intencionadamente ajeno a lo que ocurría. A Jake nunca le había interesado mucho la música, pero en ese momento se dio cuenta de que quizá tuviese el poder de hacer olvidar. Si algo necesitaba Jake, era la dicha del olvido, aunque sólo fuera por un rato.
A las doce de la noche, BW empezó a apagar las luces.
—Lo siento, gente —se disculpó, como si el bar estuviese lleno de clientes.
Lo dijo con tono aburrido, pero Jake advirtió el deje de irritación. BW no quería ser cómplice de aquello. Jake se acercó a la barra y pagó, separando los billetes de uno en uno y añadiendo una generosa propina, en parte para recordarle a BW su sitio.
—¿Vas a llevarla a casa? —preguntó BW.
—Puede, aunque no sé si es asunto tuyo.
—Sé que tus intenciones son buenas, pero, tratándose de ella, no sabes dónde te metes. Pregúntale a Padgett. El te lo confirmará.
—Gracias, BW, pero me parece que no te he pedido consejo.
—Te lo digo como amigo.
—No necesito a amigos así. Tu trabajo es atender la barra. Sé cuidarme solo, pero gracias igualmente.
—Luego no me digas que no te avisé.
Jake ayudó a Violet a ponerse la gabardina y le sostuvo la puerta. Al salir del bar, el aire parecía tan fresco como en una floristería. La lluvia de mayo había cesado y dejado tras de sí una bruma en el aire. El asfalto estaba húmedo y resplandecía allí donde se habían formado charcos poco profundos. Abrió la puerta de la furgoneta por el lado del acompañante y le tendió la mano para ayudarla a entrar. En el aparcamiento no había más iluminación que el resplandor azul proyectado por el cartel del Blue Moon, el neón pulsátil y parpadeante. Jake subió por el otro lado y, tras sentarse, se quedó mirando la luz, fascinado, sin saber qué ocurriría a continuación. No es que no se hubiera permitido alguna que otra cana al aire en el transcurso de su matrimonio, pero nunca sabía bien en qué se metía y eso confería una emoción morbosa a la situación.
—Esto es como un tiempo muerto —dijo Violet—. No cuenta. Aprecio a Mary Hairl.
—Yo también —dijo él. Sujetaba el volante como si realmente estuviera a punto de arrancar y de ponerse en marcha.
BW apagó el cartel de neón y al cabo de un momento salió por la puerta de atrás, cerró con llave y se dirigió a su coche.
Jake supo que los rostros de ambos debieron de quedar iluminados cuando los faros del coche de BW barrieron la parte delantera de la furgoneta de Jake.
Y se perdió de vista.
Violet estaba bebida y Jake también había empinado el codo más de la cuenta, pero necesitaba a una amiga, alguien a quien sentir cerca sólo por esa noche. A tientas, tendió una mano y ella se la cogió. Hicieron el amor. El asiento de cuero era asombrosamente cómodo. Empezó a hacer frío, y por la ventana abierta le llegó el olor a flores de azahar de los naranjos del huerto cercano. El aroma era tan intenso que apenas podía respirar. Oyó las cigarras y las ranas y de pronto la noche se sumió en un silencio sepulcral excepto por el susurro de la ropa y su propia respiración ronca. Se sentía como si hubiese corrido kilómetros y kilómetros sólo para llegar hasta ella.