11

Chet Cramer Chevrolet, sito en la calle mayor de Cromwell, era doce mil metros cuadrados de coches relucientes, quince amplios talleres y una sala de exposición y venta de dos plantas con ventanales de cristal cilindrado desde el suelo hasta el techo. Dentro, en la planta baja, había seis pequeños despachos con mamparas de cristal en la parte delantera, cada uno equipado con un escritorio, un ordenador, archivadores, dos sillas para los clientes y visibles despliegues de fotografías de familia y premios a las ventas. En esos momentos ocupaba uno de los cubículos un fornido vendedor en conversación con una pareja que, a juzgar por su lenguaje corporal, no mostraba tanto interés en comprar como él había previsto.

No vi que hubiese un mostrador de recepción, pero sí un cartel con una flecha que señalaba la sección de piezas de repuesto. Recorrí el corto pasillo, dejando atrás los lavabos y un salón con cómodas butacas donde dos personas leían revistas. Había diversos tipos de bollos y una máquina expendedora de té, chocolate a la taza, café, capuchino y leche gratis. Encontré a la encargada de la caja y le dije que tenía una cita con el señor Cramer. Anotó mi nombre y llamó a su despacho para avisarle de que había llegado.

Mientras esperaba, volví a la sala de exposición y venta, allí me Paseé entre un Corvette descapotable y una ranchera Caprice. El coche más atractivo era un Iroc Z Camaro descapotable, rojo chillón, con tapicería de color tostado. La capota estaba bajada y la piel de los asientos era suave. Debía de resultar imposible seguir a alguien en un coche así de vistoso. Al volverme, me encontré allí de pie al señor Cramer, con las manos en los bolsillos, admirando el coche igual que yo. Grosso modo, deduje que había cumplido ya los ochenta. Se notaba que había sido apuesto en su juventud, y percibí, como un aura, el volumen de aire que debía de haber desplazado antes de encogerse a causa de la edad. El traje, por la talla, podría haberlo llevado un joven.

—¿Qué coche tiene? —preguntó.

—Un Volkswagen del 1974.

—Intentaría venderle un coche, pero parece usted una mujer que ya sabe lo que quiere.

—Eso me gustaría creer —dije.

—Está usted aquí por la señora Sullivan.

—Así es.

—Subamos a mi despacho. Cuando la gente me ve aquí abajo, no me deja en paz ni un momento.

Lo seguí primero por la sala de exposición y venta y luego escalera arriba. Cuando llegamos a su despacho, abrió la puerta y se apartó para dejarme entrar. El despacho era sencillo: un escritorio de madera de patas rectas, un sofá, tres butacas y paredes blancas donde había colgado varias fotografías en blanco y negro en las que aparecía él en compañía de algunos de los gerifaltes del lugar. La Cámara de Comercio de Cromwell le había concedido una mención honorífica por sus servicios a la comunidad. Es muy posible que los muebles fueran los mismos con los que había iniciado el negocio.

—¿Es usted licenciada? —me preguntó mientras rodeaba el escritorio y tomaba asiento.

Me senté delante de él y dejé el bolso en el suelo a mis pies.

—Ni mucho menos. Fui dos semestres a la universidad, pero no creo que eso cuente.

—Llegó más lejos que yo. Mi padre se ganaba la vida cavando zanjas y nunca ahorró un centavo. Cuando yo estudiaba el último año de instituto murió en un accidente de tráfico. Llevaba una semana lloviendo, la carretera resbalaba como el cristal y se cayó de un puente. Yo era el mayor de cuatro hermanos y tuve que ponerme a trabajar. De mi padre aprendí que no debía dedicarme a trabajos manuales. Él aborrecía su empleo. Me decía: «Hijo, si quieres ganar dinero, busca un trabajo donde tengas que ducharte antes de empezar la jornada y no cuando vuelvas a casa». Sostenía que siempre hay alguien disponible cuando se trata de hacer trabajo sucio, y hasta el día de hoy he seguido su consejo.

—¿Cómo acabó vendiendo coches?

—Por desesperación. Al final todo salió bien, pero en un principio no resultaba tan prometedor. El único dispuesto a contratarme fue George Blickenstaff, propietario del concesionario local de Ford. Era un viejo amigo de la familia y supongo que se compadeció de mí. Empecé vendiendo Fords a los diecinueve años. Eso fue en 1925. No me gustaba mucho, pero al menos no tenía que trabajar con las manos. Dio la casualidad de que las ventas se me daban bien. Al cabo de cuatro años se hundió la Bolsa.

—Eso debió de hacer mella en el sector.

—En algunas zonas sí, pero aquí no mucho. El nuestro era un concesionario de poca monta, y aquello no nos afectó tanto como a los grandes. Cuando llegó la Depresión, las cosas me iban bastante bien, al menos en comparación con lo que tuvieron que pasar otros muchos. Por entonces me había convertido en el vendedor estrella de Blickenstaff. Cualquiera habría dicho que había nacido para eso. Como es lógico, estaba muy orgulloso de mí mismo y pensé que me merecía mi propio concesionario.

—¿Fue entonces cuando compró esto?

—Tardé años. El problema fue que, cada vez que tenía dinero en el banco, ocurría algo que me dejaba sin viento en las velas. Financié la universidad a mis hermanos y, justo cuando acababa de pagar la casa de mi madre, ella enfermó. Con la factura del hospital me quedé a dos velas. Si a eso añadimos los gastos de la funeraria y la lápida, prácticamente me fui a la bancarrota. No me casé hasta los treinta y dos años, y eso fue otro contratiempo, porque de pronto tuve que cargar con una familia.

—Pero perseveró —dije.

—Ah, mucho más que eso. En 1939 vi lo que se avecinaba. En cuanto Alemania invadió Polonia, convencí al viejo Blickenstaff de que acumulase neumáticos, piezas de repuesto y gasolina. Él no quiso ni oír hablar del tema, pero yo sabía que era una oportunidad que no podíamos dejar escapar. La intervención de Estados Unidos estaba cantada. Cualquier idiota se habría dado cuenta, excepto él, claro. Yo sabía que, cuando llegara el momento, el racionamiento sería inevitable, y no podíamos permitirnos quedarnos sin existencias. Él no lo veía igual, pero yo sabía que tenía razón y no cejé. Sabía que la intuición no me fallaba. Al empezar la guerra, como se vio, ningún otro concesionario de la zona había sido tan previsor. Venía gente de todas partes a mendigar gasolina, neumáticos, y a mí me sonaba a música celestial. Yo les decía que los ayudaría con mucho gusto, siempre y cuando hubiera suficiente dinero de por medio. La cuestión era entregar el producto y el servicio al cliente, y si Chet Cramer podía embolsarse un dólar en el proceso, ¿qué había de malo en ello? Blickenstaff tenía cargos de conciencia. Perdió a un hijo en la guerra y pensaba que era moralmente censurable… Esas eran sus palabras textuales, «moralmente censurable», beneficiarse cuando tantos chicos habían sacrificado sus vidas. La verdad es que el hombre estaba cansado y ya le tocaba retirarse.

—¿Le compró el concesionario?

—Qué va. Compré la franquicia de la Chevrolet y hundí a aquel carcamal: en 1945 cerró y yo me quedé con su concesionario a precio de ganga. Puede que le parezca una actitud fría, pero así es la vida: no se consigue nada a menos que se esté dispuesto a actuar. Se hace un plan. Se corre un riesgo. Así es como logra uno sus objetivos.

—¿Y sus hermanos? ¿Alguno de ellos entró en el negocio con usted?

—Esto es mío. Yo no comparto. Ya hice bastante por ellos y ahora cada uno va por su lado. —Cambió de posición en la butaca y se inclinó sobre el escritorio—. Pero usted no ha venido aquí para hablar de mí. Quiere información sobre Violet Sullivan.

—Sí, pero también siento curiosidad por el coche. ¿Podemos empezar por el coche?

—Foley no estaba en situación de comprar ese coche. —Hizo un gesto de desdén—. Debería haberle dado vergüenza. Los Sullivan eran más pobres que las ratas, si me permite la expresión.

—Es usted muy libre —dije.

—A Violet se le metió entre ceja y ceja que quería aquel coche, y Foley sabía bien que no le convenía interponerse en su camino. Yo no iba a renunciar a una venta, así que cerré el trato con él.

—¿Y cuál fue el trato?

—Me quedé a cambio su furgoneta, por poco que pudiera valer. Un gesto de pura cortesía por mi parte, pero le dejé clara una cosa. La primera vez que incumpliese un pago recuperaría el coche. Nada de excusas, nada de aplazamientos del pago, y ni un centavo menos. Me daba igual lo que dijese la ley: el coche volvería aquí.

—Teniendo en cuenta los antecedentes de Foley, corrió usted un riesgo considerable.

—La verdad es que nunca pensé que lo conseguiría. Estaba convencido de que tendría otra vez el coche en el aparcamiento en menos de tres meses y de que me lo quedaría yo.

—Pensaba que la venta la hizo Winston Smith.

—Violet trató con él en un primer momento. Con veinte años, era un mequetrefe. Una mujer como Violet siempre encuentra la manera de conseguir lo que quiere. Se presentó aquí tan alegremente cuando yo no estaba y lo engatusó. Viéndola venir, yo le habría parado los pies. A la primera de cambio, convenció a Winston para que la dejara probar el Bel Air, sin acompañante. Como lo oye. Sin él en el coche. Nunca debería haber accedido, pero estaba tan preocupado por impresionarla que ni se dio cuenta de lo que hacía. Cuando por fin apareció Violet otra vez, había hecho 413 kilómetros con un flamante coche nuevo. Lo despedí en el acto. Luego llamé a Foley para decirle que moviera el culo y se presentara aquí. Finalmente, vino el viernes por la mañana y concluí la venta: aprobé el préstamo y me ocupé de todo el Papeleo.

—Aún no entiendo por qué se lo vendió. Según he oído, su situación económica era calamitosa.

—Foley me trae sin cuidado; ese hombre tiene la cabeza hueca. Sentí lástima por Violet. Pensé que merecía algo bonito en compensación por aguantarlo, tonta de ella.

—¿Y usted qué sacaba?

Sonrió avergonzado.

—Oiga, hasta un perro viejo como yo puede hacer de vez en cuando una buena acción. Todo el mundo sabe que soy un hueso duro de roer, pero también puedo ser generoso cuando me parece oportuno. Aunque es muy posible, claro, que esa fuera mi última buena obra. Cuando aquel coche desapareció, me puse a morir. Al final Foley lo pagó todo. Eso debo reconocerlo.

—¿No perdió nada, pues?

—Ni un centavo.

—¿Violet no le explicó cómo se las arregló para recorrer 413 kilómetros?

—No, pero puedo imaginármelo. Ese día se presentó en el banco de Santa Teresa y vació su caja de seguridad. Lo deduje después, porque la distancia prácticamente coincidía: unos doscientos kilómetros de ida y otros doscientos de vuelta. Comentó que hacía un día estupendo y que no había podido resistirse. En aquel momento tuve la impresión de que viajó por la costa hacia el norte, pero ella no lo dijo.

—Si quería ir a Santa Teresa, ¿por qué no cogió la furgoneta de Foley?

—Aquel trasto estaba en las últimas. No es de extrañar que prefiriese andar por ahí en un coche de lujo como el mío. Quizá se proponía camelarse al director del banco para que le concediese un crédito.

—¿Dio alguna señal de tener la intención de marcharse del pueblo?

—No soltó ni una palabra. Aunque tampoco tenía ninguna razón para confiarme una cosa así. Yo apenas la conocía. Y con respecto a qué había en su caja de seguridad, no llegué a enterarme.

—Foley piensa que era el dinero de una indemnización. La cifra que ha llegado a mis oídos es de cincuenta mil. Además de eso, su hermano dice que le prestó dos mil dólares el miércoles de esa semana.

—Calvin Wilcox. Ese se las trae.

—¿En qué sentido?

—Los dos, Violet y él, estaban siempre como el perro y el gato. Calvin asumió por completo el cuidado de sus padres, y su hermana no movía un dedo. A él tanto le daba si ella desaparecía o no. Seguro que saltó de alegría cuando murió su madre y todo el dinero fue a parar a sus manos. Si Violet hubiese seguido por aquí, habría tenido que repartírselo con ella.

Agucé la atención como un gato tras oír los arañazos de un ratoncito en la pared.

—¿Dinero?

—Sí, claro. Fue una buena herencia. Roscoe Wilcox amasó una fortuna perfeccionando la pintura fosforescente. Patentó una nueva fórmula mejorada, o eso he oído. Cada vez que vea brillar algo pintado, piense que es dinero en el banco, o, en este caso, en el bolsillo de Calvin.

—¿Lo conoce bien?

—Los dos somos socios del mismo club de campo y de la misma asociación de comerciantes locales. Levantó esa empresa de cero, cosa que siempre he admirado, pero por lo que se refiere a él como persona…, tengo mis dudas. Quizá sea porque yo nunca les he caído bien ni a él ni a su mujer.

—¿Qué fue de Winston Smith? Me gustaría hablar con él si sabe dónde está.

—Eso será fácil. A la semana de despedirlo lo readmití y ha trabajado para mí desde entonces. Ya le he dicho: la prisa es mala consejera. Lo que parece trágico en el momento puede a veces ser al final lo mejor del mundo.

—¿A qué se refiere?

—Acabó casándose con mi hija y ahora tienen a esas tres chicas maravillosas. Es un hombre con suerte.