10

El jueves por la mañana llevé a cabo mi rutina habitual, para empezar me desperté a las seis para salir a correr cinco kilómetros. Prefiero dejar resuelto el asunto del ejercicio físico antes de iniciar la jornada. Por la tarde es muy fácil poner excusas para no mover el culo. El aire matinal era fresco y en el cielo se extendían capas de nubes de colores salmón y ámbar que se superponían como cintas cosidas a los bordes de un mantel azul. Utilizaba el breve paseo hasta la playa a modo de calentamiento antes de emprender un suave trote. Junto al carril bici, las palmeras no se movían, ni un solo soplo de brisa agitaba sus frondas. Una franja de cinco metros de anchura de hierba de la plata separaba el carril bici y la playa. Más allá de la arena, el mar embestía y se arremolinaba. Un hombre había dejado el coche en el aparcamiento público y echaba migas de pan en la hierba. Las gaviotas, con chillidos de placer, descendían en círculo procedentes de todas direcciones. Aumenté el ritmo a medida que sentía calentarse el cuerpo y soltarse los músculos. No era la mejor carrera de mi vida, pero me sentó bien de todos modos.

Ya en casa, me duché, me puse los vaqueros, las botas y una camiseta, y a continuación comí un tazón de cereales mientras hojeaba el periódico local. Llegué al despacho a las ocho y media y me pasé una hora al teléfono para resolver asuntos que no tenían relación alguna con Violet Sullivan. A las nueve y media eché la llave, acarreé hasta el coche mi máquina de escribir portátil, una Smith-Corona, y me encaminé hacia Santa María para la entrevista con Kathy Cramer. No esperaba obtener gran cosa de ella. Por aquel entonces era demasiado joven para poseer la gran capacidad de observación de los adultos, pero supuse que valía la pena intentarlo. Nunca se sabía cuándo un fragmento de información o un comentario hecho sin pensar podía llenar un hueco en el lienzo que estaba pintando poco a poco.

Uplands, el complejo residencial construido en torno a un campo de golf al que Kathy Cramer acababa de mudarse, era aún un proyecto inacabado. El campo en sí era una serie irregular de calles y vistosos greens que formaban una V alargada de la longitud de un valle poco profundo. En el ángulo entre los nueve primeros hoyos y los nueve últimos había un lago artificial. Casas con amplias vistas se encaramaban en lo alto de una colina a un lado del campo de golf, mientras que en la colina opuesta se veían las parcelas trazadas y marcadas con banderines. Muchas casas ya estaban acabadas, con césped y diversos árboles jóvenes y arbustos. Otras se hallaban en construcción, algunas en armazón y varias sin nada más que el hormigón recién vertido. Más allá de las sinuosas colinas, vi un centenar de viviendas en distintas fases de realización. La casa de Kathy estaba terminada, pero no así el jardín. A un extremo y otro de la calle había visto casas gemelas o especulares: estuco de color beis y tejas rojas. Aparqué junto al bordillo, donde habían amontonado cajas de mudanza para que pasaran a buscarlas en la recogida de basuras. Recorrí el camino de acceso hasta la puerta. El estrecho porche ya estaba amueblado con un sofá, dos sillas de mimbre de imitación y un felpudo de bienvenida.

Mientras estaba llamando a la puerta, un coche entró en el camino y de él se apeó una mujer de melena rubia y crespa recogida con una cinta azul marino. Calzaba zapatillas deportivas y vestía un pantalón corto de color azul marino y una chaqueta a juego, con una malla debajo, visible por encima de la cremallera parcialmente abierta de la chaqueta. Tenía unas piernas tan esbeltas y musculosas como las de un ciclista. Dijo:

—Perdona. Espero no haberte hecho esperar mucho. Pensaba que llegaría antes que tú. Soy Kathy.

—Hola, Kathy. Soy Kinsey. Encantada de conocerte —saludé—. Has aparecido justo a tiempo. Acabo de llegar.

Nos estrechamos la mano y luego ella se volvió y abrió la puerta.

—He cambiado la hora de la clase de jazz-dance, pero me he encontrado con un atasco al volver. ¿Quieres un poco de agua fría? Yo necesito rehidratarme.

—Gracias, pero no me apetece. ¿Te gusta el jazz-dance?

—Debería. Hago entre seis y ocho clases por semana. —Dejó caer la bolsa en la consola que había junto a la puerta—. Ponte cómoda. Enseguida vuelvo.

Desapareció por el pasillo en dirección a la cocina, acompañada por los chirridos de sus suelas de goma contra las baldosas de cerámica grises. Giré a la derecha y bajé los dos peldaños para acceder al salón en desnivel. Las paredes estaban pintadas de un blanco deslumbrante, y la única obra de arte a la vista era un cuadro enorme de una de esas galerías de orientación comercial que se dedican a distribuir la obra de un solo pintor. La escena otoñal mostraba a una yegua y su potrillo en un prado de aspecto etéreo al amanecer.

No había cortinas y la luz entraba a raudales a través de la bruma de polvo procedente de los solares en construcción. La tupida moqueta azul pastel había sido colocada recientemente, porque vi retazos dejados por los enmoquetadores. El tresillo estaba tapizado de felpilla de color crema. En la mesa baja, Kathy había dispuesto una pila de revistas de decoración, un centro de flores de seda azul claro y unas cuantas fotografías en marcos de plata. Las tres niñas retratadas eran variaciones de la madre: los mismos ojos, la misma sonrisa y el mismo cabello rubio y espeso. Las edades parecían oscilar dentro de una franja de seis años. La mayor, con un reluciente aparato en los dientes, debía de tener unos trece. Las otras dos estaban entre los once y los nueve. La mediana lucía un uniforme de majorette y aguantaba una batuta en alto.

Kathy volvió al salón con un vaso de agua fría en la mano. Cogió un posavasos y se dirigió a un grupo de butacas de color azul marino dispuestas en torno a una mesa de cristal como para una tertulia. Me representé una reunión de la asociación de vecinos durante la que los estridentes adornos de jardín de otras personas eran blanco de comentarios jocosos. Ocupó una butaca y yo me senté enfrente, fui formándome un retrato mental de ella sin mirarla abiertamente. Le calculé unos cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años muy bien llevados. Era delgada de un modo que inducía a pensar en un riguroso control del peso. Parecía tensa, pero teniendo en cuenta que la había sorprendido al final de una sesión de ejercicio, sabía que esa energía quizá fuese el resultado de una hora de esfuerzo intenso. Daba la impresión de haberse pasado el verano cultivando su bronceado, e imaginé una piscina por encima del nivel del suelo en el jardín trasero de la casa que acababa de dejar.

—¿Esas son tus hijas? —pregunté.

—Sí, pero las fotos son antiguas. En esa, Tiffany tenía doce años. Ahora tiene veinticinco y se casa en junio del año que viene.

—¿Con un buen chico?

—Un encanto. Estudia derecho en la Universidad de California en Los Ángeles, así que se irán a vivir allí.

—¿Y las otras dos?

—Amber tiene veintitrés; fue majorette en la orquesta del primer curso de secundaria. En rigor, está en el último curso de carrera, pero se ha tomado un año libre para viajar. Brittany cumple veinte el mes que viene. Estudia en el Alian Hancock —dijo refiriéndose a la escuela universitaria local.

—Son igualitas a ti. Deben de formar un buen equipo.

—Sí, son fantásticas. Nos lo pasamos muy bien juntas. ¿Quieres ver el resto de la casa?

—Me encantaría.

Se levantó y la seguí.

—¿Cuándo te has mudado?

—Hace una semana. Aún está todo patas arriba —contestó hablando por encima del hombro mientras recorríamos el pasillo—. Tengo la mitad de las cajas abiertas y la mayoría de las cosas ya colocadas, pero no amueblaremos algunas habitaciones hasta no se sabe cuándo. He de buscar a un decorador con el que me entienda. La mayoría no para de atosigarte. ¿No te has fijado nunca?

—Nunca he colaborado con ninguno.

—Pues no lo hagas si puedes evitarlo.

Me enseñó la casa mientras señalaba lo evidente: el comedor vacío, la despensa, la cocina comedor, el zaguán y el lavadero. Por las ventanas de la cocina vi el jardín de atrás, que consistía en un patio con el suelo de hormigón vertido que parecía una isla en un mar de tierra revuelta. Arriba había cinco habitaciones: el dormitorio de matrimonio, un cuarto para cada hija y una habitación de invitados sin amueblar. Kathy parloteó sin cesar, sobre todo de los proyectos de decoración. Sin poder evitarlo, hice comentarios frívolos y poco sinceros.

—Ah, siempre me ha chiflado el estilo Luis XIV. Aquí quedará de maravilla.

—¿Tú crees?

—Por supuesto. No encontrarás nada mejor.

Las paredes de la habitación de Tiffany eran de color crema pálido. Estaba amueblada, pero me dio la impresión de que ella no iba a instalarse allí. Tenía la mira puesta en el futuro, cuando después de casarse volviera de vacaciones con su marido e hijos a cuestas. La habitación de Amber era de un severo color morado y ofrecía el mismo aspecto de habitación desocupada. Brittany, a sus diecinueve años, se aferraba aún a su colección de peluches. La combinación de colores elegida por ella era rosa y blanco: bandas, cuadros y motivos florales. Todo tenía volantes, incluido el tocador, los faldones de la cama y el dosel en arco que cubría la cama con cuatro columnas. Kathy me contó pormenorizadamente varios de los éxitos acumulados por sus hijas, pero para entonces yo ya había desconectado.

Bajando ruidosamente por la escalera dije:

—Es una casa fantástica.

—Gracias. A mí me gusta —respondió con una sonrisa.

—¿A qué se dedica tu marido?

—Vende coches.

—Como tu padre.

—Trabaja para mi padre.

—Estupendo. Me presentaré yo misma. Pasaré por el concesionario dentro de un par de días para hablar de Violet con tu padre. ¿No le vendió él aquel coche?

—Sí, pero dudo que pueda decirte algo más que yo.

—Cualquier pequeño detalle puede ser útil. Es como montar un puzle sin la imagen de la caja. Ahora mismo ni siquiera sé qué tengo ante los ojos.

Al volver al salón, Kathy se sentó en el sofá y yo ocupé uno de los sillones tapizados a juego. Ella alcanzó el vaso, hizo tintinear el hielo y se bebió los dos dedos de agua que se habían formado en nuestra ausencia.

—¿Conocías mucho a Violet? —pregunté.

—No demasiado. Yo tenía catorce años y apenas la traté. Mi madre la odiaba a muerte. La ironía es que…, no sé, unos seis meses después de morir mi madre, mi padre se casó con una mujer idéntica a Violet: el mismo pelo rojo teñido, los mismos modales de mujer vulgar. Caroleena va a cumplir cuarenta y cinco, tres años menos que yo, ¿te lo puedes creer? Yo tenía la esperanza de que fuese algo pasajero, pero llevan casados veinte años, así que ya debe de ser definitivo. Una verdadera lástima.

—Ah —dije, a falta de algo mejor.

Percibió el tono de mi voz y añadió:

—Es una vergüenza, pero ¿qué le vamos a hacer? Supongo que debería alegrarme de que tenga a alguien que lo cuide. Me ahorra las molestias. Aunque, claro, me juego lo que sea a que si algún día se pone enfermo, Caroleena coge la puerta y se larga.

—¿Cuántos años se llevan?

—Treinta y seis.

—Guau.

—Guau, exacto. Cuando se casaron, él tenía sesenta y un años y ella veinticinco. Ni me preguntes qué saca ella. Vive bien y sabe cómo conseguir todo lo que quiere —dijo frotando los dedos pulgar e índice en referencia al dinero.

Sentí cómo se me enarcaban las cejas mientras me preguntaba si la «nueva» señora Cramer despojaría de su herencia a la hija única de Chet.

—¿Y qué puedes decirme de Violet? Alguna impresión debió de dejarte.

—Pues pensaba de Violet lo mismo que mi madre, claro; ya se había preocupado ella de inculcármelo. Era una mujer chabacana, pero nada más. Los hombres la seguían como una jauría de perros, así que supongo que algo tenía. Fuera lo que fuese, a mí se me escapaba.

—¿Tú fuiste aquella noche a los fuegos artificiales?

Alineó los bordes de las revistas de decoración.

—Sí. En principio Liza y yo íbamos a ir juntas, pero Violet le pidió que se quedara con Daisy, de modo que no pudo ser. Creo que Liza llegó a la casa a las seis para bañar a Daisy y prepararla para irse a la cama.

—¿Viste por casualidad a Foley en el parque?

—Pues claro que sí. Charló un rato con mi madre. Había pasado por el Blue Moon y, como de costumbre, estaba borracho, así que mi madre y él pegaron la hebra.

—¿Y de qué hablaron?

—¿Quién sabe?

—¿Hablaste tú con él?

—Yo no. A mí me daba miedo y no quería saber nada de él.

—¿Alguna vez acompañaste a Liza cuando cuidaba a Daisy?

—De vez en cuando. Menos mal que mi madre nunca se entero, pues le habría dado un ataque. Era una abstemia a ultranza, convencida de que todos los males de este mundo salían de la botella.

—¿Qué era lo que te daba miedo de Foley?

—Todo: su violencia, su mal genio, sus exabruptos. Con él, uno nunca sabía a qué atenerse. Pensaba que si era capaz de pegarle a Violet, ¿por qué no a Liza y a mí?

—¿Le viste pegar a Violet alguna vez?

—No, pero vi las pruebas después del hecho. A mí me bastaba con eso.

—¿Cuándo te enteraste de que Violet se había marchado?

—El domingo por la mañana. No sabía que se hubiese marchado marchado, pero sí que no había vuelto a casa. El señor Padgett vino a comer después de misa y fue él quien se lo contó a mi madre.

—¿Y él cómo se había enterado?

—En un pueblo del tamaño de Serena Station todo el mundo se entera de todo. Quizás alguien se dio cuenta de que el coche no estaba aparcado delante de la casa. Eso habría dado de qué hablar.

—¿Corría algún rumor acerca de con quién se veía Violet? Algún sospechoso debía de haber.

—No necesariamente. Violet era muy ligera de cascos, así que podía ser cualquiera. Alguien que conoció en un bar.

—Deduzco que a ti no te extrañó la hipótesis de que se hubiese fugado.

—Ah, no. En el caso de ella, no.

—¿Aunque eso significase abandonar a Daisy?

Kathy hizo una mueca.

—Por aquel entonces, Daisy era una mocosa llorica. Y ya ves cómo vivían. Los Sullivan eran pobres como las ratas; su casa daba asco, y Foley sacudía a Violet a la menor ocasión. Lo raro es que tardase tanto en irse.

Al salir del complejo residencial de Kathy Cramer, fui a Santa María propiamente dicha, donde encontré una cabina telefónica en el aparcamiento de unas galerías comerciales. Marqué el número de la oficina del hermano de Violet que me habían facilitado, y la mujer que descolgó al otro lado de la línea dijo:

—Construcciones Wilcox.

—Hola. Me llamo Kinsey Millhone. Busco a Calvin Wilcox.

—¿Le importaría decirme de qué asunto se trata?

—Su hermana.

Un silencio.

—El señor Wilcox no tiene ninguna hermana.

—Ahora quizá no, pero la tuvo. ¿Podría preguntarle si dispone de unos minutos libres? Me gustaría hablar con él.

—No cuelgue. Voy a ver si está.

Supuse que era una estratagema para decirme luego sin mayor problema que «no estaba en su mesa», pero poco después se puso al teléfono él personalmente.

—Wilcox al habla.

Volví a soltar la misma cantinela procurando ser breve, porque parecía un hombre a quien le gustaba ir al grano.

—Si puede estar aquí en menos de media hora, bien. Si no, no podrá ser hasta primeros de la semana que viene.

—Enseguida estoy ahí.

Construcciones Wilcox tenía su sede en Highway 166, un edificio de acero prefabricado en un estrecho solar cercado por una alambrada. Era de estilo funcional tanto por fuera como por dentro. En una mesa justo a la entrada había una secretaria recepcionista cuyas responsabilidades incluían probablemente mecanografiar, archivar, preparar café y pasear al pastor alemán que dormía al lado de su escritorio.

—Es el perro guardián —explicó mirándolo con cariño—. Puede que dé la impresión de haberse quedado dormido en el puesto de trabajo, pero entra en servicio cuando se pone el sol. A propósito, yo soy Babs. El señor Wilcox está al teléfono, pero enseguida sale. ¿Quiere un café? Ya está preparado.

—No debería, pero gracias.

—En ese caso, tome asiento.

Se llenó un tazón de una cafetera de acero inoxidable y, en cuanto volvió a sentarse, su teléfono emitió un pitido.

—Es él. Puede pasar.

Calvin Wilcox, de poco más de sesenta años, vestía camisa tejana de manga corta y unos vaqueros ceñidos con un cinturón por debajo de su abdomen moderadamente abultado. Vi el contorno de una cajetilla de tabaco en el bolsillo de la camisa. Tenía el pelo rojo y ralo y pecas rojizas en los brazos. Las curtidas mejillas por la intemperie conferían a sus ojos verdes un aspecto electrizado en el rubicundo resplandor de su cara. Supe que estaba viendo la versión masculina de los ojos verdes de Violet y su falso pelo rojo.

Nos inclinamos por encima de la mesa para estrecharnos la mano. Era un hombre corpulento, no alto pero fornido. Aguardó hasta que me senté y luego se acomodó en su silla giratoria. En lo que seguramente era un gesto característico suyo, se retrepó y apoyó una de sus botas de trabajo en el borde de la mesa. Levantó los brazos y entrelazó los dedos por encima de la cabeza, actitud que le dio un aire de relajación y franqueza que se me antojó más que dudoso. A sus espaldas, en la pared, había una fotografía en blanco y negro de él en una obra. La sombra proyectada por el casco le ocultaba los ojos; los ejecutivos que tenía a ambos lados, en cambio, llevaban la cabeza descubierta y entornaban los párpados. Uno sostenía una pala, y supuse que el acontecimiento era la ceremonia de colocación de una primera piedra.

Observándome con cierta expresión de astucia en la mirada, me sonrió.

—Mi hermana, Violet. Aquí la tenemos de nuevo.

—No sabe cuánto lo siento. Me consta que el tema sale a la luz cada pocos años.

—A estas alturas ya debería estar acostumbrado. ¿Cómo dice el viejo refrán ese? La naturaleza tiene horror al vacío. La gente necesita un punto final. Si no, siempre esperas a oír cómo cae el otro zapato. ¿Desde cuándo trabaja para Daisy?

—No hace mucho.

—Supongo que puede gastar el dinero como le apetezca, pero ¿qué espera conseguir?

—Quiere encontrar a su madre.

—Ya, hasta ahí llego, ¿y luego qué?

—Depende de dónde esté Violet.

—Cuesta creer que eso todavía le preocupe después de tanto tiempo.

—¿Y a usted? —pregunté—. ¿A usted le inquieta?

—En absoluto. Violet hizo lo que le vino en gana. Su vida era asunto suyo. Rara vez me consultaba, y si yo le ofrecía consejo, se daba media vuelta y hacía todo lo contrario. Aprendí a mantener la boca cerrada.

—¿Alguna vez le comentó que Foley le pegaba?

—No hacía falta. Saltaba a la vista. Le rompió la nariz, le rompió un diente, le rompió dos costillas. No me explico cómo lo aguantaba. Si ella hubiese querido marcharse, la habría ayudado, pero volvía con él una y otra vez, así que al final desistí.

—¿Es usted mayor o menor que ella?

—Dos años mayor.

—¿Algún otro hermano?

—Ojalá. Los padres envejecen y estaría bien tener a alguien con quien compartir la carga. Violet no estaba dispuesta a hacerlo, eso por descontado.

—¿Viven aún sus padres?

—No. Mi padre tuvo varios infartos en 1951. Tres seguidos, y el último fue fatal. Los médicos lo achacaron a un defecto de nacimiento. Tenía cuarenta y ocho años. Hasta la fecha he conseguido vivir trece años más que él. Mi madre murió hace un par de años, a los ochenta y cuatro.

—¿Está usted casado o soltero?

—Casado. ¿Y usted?

—Soltera, pero mis padres ya no viven.

—Considérese afortunada. Mi madre se pasó años en una residencia para ancianos. No, llamémoslo un centro de internamiento. Yo no lo consideraría una residencia. Me llamaba por teléfono seis o siete veces por semana para rogarme que fuera a buscarla. Por mí, lo habría hecho, pero mi mujer se mantuvo en sus trece. Es agente de Bolsa. Por nada del mundo habría renunciado a eso para cuidar a mi madre. No se lo eché en cara, pero fue duro.

—¿Tiene hijos?

—Cuatro chicos, ya mayores e independientes. Dos viven aquí en el pueblo. Tengo otro en Reno y el cuarto en Phoenix. —Echó una ojeada a su reloj—. Si quiere preguntarme por Violet, acelere. Se me echa encima una reunión.

—Disculpe. Siento curiosidad por las personas y me olvido de mis propios asuntos.

—Por mí no hay inconveniente. Es cosa suya.

—Deduzco que usted y Violet no estaban muy unidos, ¿me equivoco?

—En eso tiene razón. La última vez que la vi se pasó por la oficina y me pidió dinero. Yo, tonto de mí, se lo di.

—¿Cuánto?

—Dos mil. Fue el uno de julio, por si le interesa saberlo. Cuando se marchó de aquí, se presentó en casa de mi madre y también la sableó. Mi madre no tenía mucho, pero Violet se las apañó para sacarle quinientos dólares. Al cabo de un mes nos enteramos de que le había robado a mi madre las joyas buenas: pulseras de diamantes, pendientes, dos collares de perlas y demás. Valían unos tres mil dólares y no volvimos a verlas.

—¿Cómo sabe que fue ella?

—Mi madre recordaba que Violet fue al baño, y sólo podía llegarse a él a través del dormitorio. El joyero estaba en el tocador. Mi madre no tuvo ocasión de abrirlo hasta su cumpleaños, cuando Rachel y yo íbamos a llevarla a cenar al club. Quería ponerse de tiros largos, y fue entonces cuando se dio cuenta de que había desaparecido todo.

—¿Lo denunciaron a la policía?

—Yo lo habría hecho, pero ella se negó. Dijo que si Violet lo necesitaba tan desesperadamente, podía quedárselo.

—¿Había robado algo antes?

—No, pero pedía dinero a la menor oportunidad, por lo general cantidades pequeñas. Como sostenía que era para Daisy, no nos oponíamos.

—Es curioso. Anduvo alardeando de que tenía cincuenta mil dólares, que, según Foley, recibió a modo de indemnización. No puede confirmar la suma, pero sabe que cobró.

—A mí me dijo lo mismo, pero no la creí. Si tenía tanto dinero, ¿por qué se molestó en gorronearme los dos mil?

—¿Y si estaba reuniendo dinero para poder alzar el vuelo?

—Siempre es posible.

—¿Cree que se habría mantenido en contacto con su madre? —pregunté—. No paro de pensar que, aun si consiguió iniciar una nueva vida por su cuenta, quizá desease mantener algún lazo con el pasado.

—Conmigo no, desde luego. Que yo supiese, Violet no tenía ningún vínculo sentimental. Es imposible que Violet se pusiese en contacto con mi madre sin que yo me enterase. Para empezar, su número no aparecía en el listín, y toda la correspondencia que le llegaba pasaba antes por mis manos. Durante un tiempo los timadores la tuvieron en su punto de mira y le mandaban cartas proponiéndole «lucrativos» proyectos financieros o diciéndole que había ganado la lotería y que tenía que pagar la cuota de procesamiento del cobro. Era tan crédula que habría sido capaz de dar los muebles si alguien se los pedía.

—¿Tenían muchas medidas de seguridad en el centro de internamiento?

—¿Piensa acaso que Violet se habría colado a escondidas? Quíteselo de la cabeza. Después de desplumar a mi madre, ya no le servía de nada. Ahora, claro, da igual, porque mi madre falleció, pero si Violet hubiese conseguido empezar una vida nueva, no se habría arriesgado a ser descubierta por consideración a una mujer que le importaba un carajo.

—¿Tiene alguna idea de adónde pudo ir?

—A dondequiera que la llevase la carretera. Era un ser impulso; no hacía planes a largo plazo.

—Pero ¿cuál es su opinión al respecto? ¿Cree que sigue por ahí en algún sitio?

—Yo no he dicho eso. Si estuviese viva, habría vuelto a mendigar, pedir prestado o robar lo que pudiese. Dudo que pasara un mes sin una limosna. —Retiró el pie de la mesa y se apoyó en los antebrazos—. ¿Quiere saber mi opinión?

—Claro. ¿Cómo no?

—¿Quiere hacer feliz a Daisy? Bien. ¿Ganarse unos cuantos pavos? Por mí no hay problema. Pero no lo convierta en su misión sagrada en la vida. Si encuentra a Violet, sólo conseguirá crear más problemas.

—¿A quién?

—A todo el mundo, e incluyo a Daisy.

—¿Qué sabe usted que yo no sé?

—Nada. Conozco a Violet. Es una simple suposición.