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Chet

Miércoles, 1 de julio, 1953

Chet Cramer regresaba tarde de almorzar, después de una interminable conversación de tres horas con Tom Padgett acerca de una posible participación en el negocio de este, de maquinaria pesada. En opinión de Chet, Padgett era un cretino. Se había casado con una mujer quince años mayor que él. Tom tenía ahora cuarenta y uno, así que ella debía de rondar los cincuenta y seis, una vieja arrugada y reseca. En el pueblo todos sabían que él iba detrás de su dinero. Ella había enviudado después de veinticinco años de matrimonio con Loden Galsworthy, que murió de un ataque al corazón. Loden tenía una cadena de funerarias, y Cora no sólo heredó eso, sino también el resto de sus bienes, que estaban valorados en un millón de dólares e incluían la casa, dos coches, acciones, bonos y un seguro de vida. Tom era un hombre de grandes planes y muy poco sentido común. Para establecer el negocio, le había dado un sablazo a su mujer. Además había pedido un préstamo al banco. Admitió que había andado escaso de fondos desde el principio, pero ahora quería expandirse, sacar provecho de la inevitable demanda de máquinas John Deere conforme creciese Santa María. Las constructoras tenían que arrendar a alguien, y por qué no a él. Chet entendía la propuesta, pero Padgett no le inspiraba gran simpatía, y si algo tenía claro como el agua era que no quería asociarse con él. Sospechaba que a Tom se le venía encima algún pago importante y que aquello no era más que una campaña para reunir la pasta antes de vencer el pagaré. Cora debía de haberse negado en redondo a sacarlo del apuro.

En el club de campo, ante una trucha a la parrilla, Chet se había comportado educadamente, simulando interés cuando en realidad tenía sus propios planes. Livia y él se morían de ganas de pertenecer al club de campo, y albergaba la esperanza de que Tom y Cora los apadrinasen en la solicitud de admisión. Aquel lugar poseía esa respetabilidad propia del antiguo abolengo que él siempre había admirado. El mobiliario era refinado, pero advirtió cierto deterioro en el pasillo camino del comedor. Sólo los ricos, tan seguros de sí mismos, podían ofrecerte sillas de cuero con grietas en el asiento de tan viejas. La cuestión era que los miembros del club constituían el poder fáctico del pueblo, y la admisión le daría a Chet derecho al tuteo con la mayoría de ellos. Incluso a la hora del almuerzo era obligatorio el uso de chaqueta y corbata en los hombres. Eso le gustaba. Había echado una ojeada al salón, imaginando las comidas de negocios que podría organizar allí. Livia era una cocinera entusiasta pero desastrosa, y Chet había hecho todo lo posible para disuadirla de invitar a gente a cenar. Ella no creía en el consumo del alcohol, que, según decía, contravenía las Sagradas Escrituras. Eso convertía cualquier comida en una propuesta deprimente. Desde la perspectiva de Chet, beber en exceso era la única manera de sobrevivir a los entusiasmos de ella, y recurría a toda clase de artimañas para mantener su copa llena de algo más apetecible que el té con hielo y edulcorante que ella servía.

Allí veía que los miembros e invitados, todos sin excepción, se deleitaban al mediodía con sus cócteles: Martini, Manhattan, whisky con limón. Chet quería iniciarse en el golf y le atraía la idea de que Livia y Kathy permaneciesen ociosas junto a la piscina mientras camareros de color con librea blanca les servían sándwiches sujetos con palillos decorados. Uno ni siquiera tenía que pagar por la comida. Firmaba una nota y le pasaban la factura a fin de mes.

Padgett era astuto, eso desde luego. Parecía percibir la ambición de Chet y probablemente tenía la esperanza de utilizarla como moneda de cambio para conseguir su hipotética participación en el negocio. Para ganar tiempo, Chet le sugirió que elaborase un proyecto de colaboración para que él y su contable lo examinasen. En cuanto Chet supo de qué cantidad de dinero hablaban, dijo que tendría que planteárselo a su banco. Era todo una sarta de mentiras. No necesitaba a su contable para indicarle que era un disparate apoyar la propuesta de Padgett cuando él, Chet, mantenía a duras penas su propio negocio a flote. En cierto modo, Padgett y él atravesaban dificultades parecidas. La central de Chevrolet esperaba que Chet ampliase su sala de exposición y venta, sus servicios y su sección de piezas y accesorios, con lo que aumentaría también su presencia en el mercado de segunda mano. La compañía insistía asimismo en que pagase una tasa de producto, una tasa de servicios y «otras tasas necesarias», ninguna de las cuales era barata. Estaba en reñida rivalidad con otros nueve concesionarios de automóviles: Studebaker, DeSoto, Packard, Buick, Dodge, Plymouth, Chrysler, Hudson y Cadillac. De momento el suyo se sostenía, pero él era consciente de que requeriría una inversión considerable si pretendía situarse a la cabeza.

El pobre imbécil de Padgett había pinchado dos veces con sus planes de enriquecimiento rápido: la primera, un parque de atracciones que habría costado un potosí; la segunda, otra idea descabellada en relación con la compra de una emisora de televisión. La televisión estaba bien, pero no iba a ninguna parte. Un televisor de mesa Ardmore —como el que tenía él— se vendía en la tienda por 359,95 dólares, ¿y cuánta gente podía permitirse pagar eso? Menos del diez por ciento de las familias de Estados Unidos tenía televisor. Para colmo, ya existían 326 emisoras de televisión en todo el país. En Los Ángeles había nueve. ¿Para qué más?

Al menos el negocio de maquinaria pesada era práctico, aunque probablemente Padgett encontraría la manera de echarlo a rodar, metafóricamente hablando. Chet contaba con la absoluta incapacidad de Padgett para elaborar un proyecto de colaboración comercial. Si conseguía dar forma a los números, Chet siempre podía echar la culpa a su contable cuando al final se negase. Si actuaba con habilidad, podía entretenerlo el tiempo necesario para que la solicitud de admisión al club de campo se aprobase antes de comunicarle la mala noticia. Tendría que reunir los diez mil dólares para la cuota inicial del club, pero ya se las arreglaría.

Chet entró en el concesionario y aparcó en el sitio de costumbre. Al cruzar la sala de exposición y venta advirtió que el cupé grande y reluciente no estaba y sintió un rayo de esperanza. El coche era de gama alta, muy potente y aerodinámico, provisto con lo último en equipamiento. Como era inevitable, la fábrica le había mandado el coche con accesorios que él no había pedido, pero a Chet se le daba bien convencer a los compradores de que aceptasen opciones caras. El coche había llegado hacía sólo dos días, y una venta así de rápida quedaría impresionante en su informe de los últimos diez días. Cada mes tenía que proporcionar a la compañía una estimación de ventas para los siguientes tres meses. Esas cifras se empleaban para determinar la producción de fábrica, pero si no cumplía las ventas previstas, no se le concedían existencias, y sin una buena selección de coches, el negocio decaería gradualmente.

Esa tarde daba la sensación de que el local estuviese desierto, porque dos de sus tres vendedores se habían ausentado por distintas razones que a él lo habían sacado de quicio. Uno había telefoneado para decir que tenía un resfriado de cabeza. ¿Qué clase de hombre era, por Dios? Chet no había pedido la baja por enfermedad ni un solo día en toda su vida profesional. Jerry Zimmerman, el otro vendedor, había alegado una excusa igual de pobre, y como consecuencia no le quedaba más que Winston Smith, el recién contratado, en quien no confiaba especialmente. Winston había recibido la misma y amplia formación de que disfrutaban todos los vendedores de Chevrolet, pero desde luego carecía de entusiasmo. Chet no sabía muy bien qué quería hacer el chico en la vida, pero no era vender coches. Sus ambiciones eran etéreas, mucho hablar y ninguna entidad. Seguramente consideraba las ventas un medio para conseguir un fin y no una vocación, que era lo que habían sido para Chet. Al principio, Chet pensó que el chico prometía, pero no había llegado muy lejos. Winston no demostraba la menor avidez y era totalmente incapaz de comprender el concepto de cierre. Vender no consistía en mantener largas charlas con la gente. Consistía en cerrar un trato, obtener una firma sobre la línea de puntos. Tendría que aprender a tomar el control e imponer su voluntad a los demás. De momento, el chico era concienzudo y bien parecido, y quizá le bastase con eso para salir adelante hasta estar más curtido.

Chet atravesó la oficina exterior, sin prestar atención al hecho de que aquella hija suya con cara de patata garabateaba afanosamente en una hoja de papel rosa, que se apresuró a guardar en un cajón en cuanto advirtió su presencia. Le sacaba de sus casillas pagarle un dólar la hora cuando carecía de formación administrativa. Sus modales al teléfono eran atroces, y él tenía que pasarse el día detrás de ella para compensar a la gente por sus arranques de mal genio y la insolencia de su tono de voz.

Era hija única. Livia había insistido en tener tres, ansiosa por formar una familia lo antes posible. Chet no se casó hasta los treinta y dos años, pues tenía la esperanza de establecerse antes debidamente. En la época en que conoció a Livia vendía Fords en Santa María y estaba cansado de trabajar para otro. Había tenido la cautela de apartar un dinero y, según sus cálculos, estaría en condiciones de comprar su propio concesionario en menos de un año. Insistió en posponer los hijos durante cinco años por lo menos, hasta haber comprado la franquicia y consolidarse en el negocio. Livia «tuvo un fallo», o eso dijo, y quedó embarazada seis meses después de la boda, lo que significó que la vida de Chet había tomado otro curso. Ahora las cosas le iban bien, pero le dolía pensar que le irían mucho mejor si ella hubiese obrado como él le había pedido. Entonces él hizo una visita subrepticia a un médico de Santa Teresa e invirtió en un rápido tijeretazo que eliminaba todo riesgo de futuros fallos en ese terreno.

Aun así, cuando Kathy nació —seis semanas antes de tiempo—, Chet se sintió tan orgulloso que creyó que el corazón se le saldría del pecho. La vio por primera vez en la maternidad a través de la ventana de cristal cilindrado, acompañada de un cartel escrito a mano donde se leía niña, Cramer. Era una cosita minúscula: un kilo ochocientos gramos. Livia pasó dos semanas en el hospital, y la niña siguió allí otras cuatro semanas, hasta que rebasó los dos kilos cuatrocientos. Esa factura fue otra cortapisa para sus proyectos, y tardó años en recuperarse. No se quejó. Se alegró de tener una niña sana, con todos sus dedos en manos y pies. Imaginó que se convertiría en una hermosa damisela, inteligente, con una buena formación, muy unida a su padre. En lugar de eso, ahora cargaba con aquel desastre de chica, rechoncha y huraña, que tenía menos cerebro que la alcachofa de un aspersor.

Deprimido, Chet entró en su despacho, se sentó en la butaca de piel y la giró para quedar de cara al aparcamiento lateral, donde había una hilera tras otra de resplandecientes furgonetas. La serie Advance Design había salido al mercado en junio de 1948, y Chet se maravillaba aún de sus características: el capó de apertura delantera, las bisagras ocultas de las puertas, el parabrisas fijo de dos piezas. Dos años después la compañía introdujo el sistema NAPCO, que permitía convertir la tracción convencional en tracción a las cuatro ruedas. Dado que esa era una opción que los vehículos no traían de serie, el cliente primero tenía que comprar una furgoneta Chevrolet o GMC nueva; aun así, la furgoneta ligera estaba ganando terreno por méritos propios y los beneficios habían aumentado de manera notable.

Conocía las especificaciones de cada vehículo que llegaba al aparcamiento y conocía las necesidades de los trabajadores de la zona: granjeros, fontaneros, techadores y carpinteros. Como consecuencia de ello, colocaba más furgonetas que ningún otro concesionario del condado, y se proponía seguir así.

—¿Señor Cramer? ¿Podría hablar con usted?

Al volverse, Chet se encontró a Winston en la puerta. A partir del mediodía las temperaturas habían sobrepasado ampliamente los treinta grados, y Winston sudaba de un modo muy poco atractivo. Tendría que buscar la forma de aleccionarlo en el uso de antitranspirante. Chet se puso en pie y, mientras circundaba el escritorio, le tendió la mano a Winston para estrechársela.

—Vaya, hijo. Me alegro de que hayas vuelto. He visto que te habías llevado el cupé. Espero que tengas a uno vivo en el anzuelo. Veamos si recuerdas lo que te enseñé acerca de cómo recoger el sedal a la hora de pescar una venta.

Tenía pensado salir con Winston a la sala de exposición para ofrecer al potencial comprador un apretón de manos y su bienvenida personal. A los clientes les gustaba conocer al dueño del establecimiento; así se sentían importantes. Respondería a todas sus preguntas, haría alguna que otra él mismo y allanaría el camino en general. Winston no tenía experiencia, y Chet pensó que le agradecería que interviniese y le mostrase cómo se hacía.

Winston tenía la frente perlada de sudor y, con el pañuelo que llevaba en el bolsillo, se enjugó la piel entre la nariz y el labio. La nuez de Adán se le movió perceptiblemente.

—Bueno, esa es la cuestión. La clienta se ha llevado el coche para hacerse una idea de cómo responde…

—¿Con un mecánico? Hijo, muy mala idea. Se trata de una venta, esa es la situación. Y ese trabajo te corresponde a ti. Cualquier duda sobre la parte práctica del automóvil puede esperar a que el trato se cierre. Buscaré la manera de sacarle provecho a las circunstancias, pero que no vuelva a ocurrir.

Notó que a Winston le violentaba la amonestación, pero las cosas podían hacerse bien o podían hacerse mal, y no estaba de más que el chico se atuviese a las pautas de la dirección desde buen comienzo. Chet pasó por delante del escritorio de Kathy, camino de la tienda, seguido de cerca por Winston. De pronto Kathy empezó a revolver sus papeles simulando estar muy ocupada, pero lanzó una mirada a Winston cuando los dos hombres cruzaron la oficina. Chet la había visto perdida en ensoñaciones y sabía que estaba encaprichada del muchacho, pero esa tarde se advertía un asomo de culpabilidad en su expresión. Era poco probable que Winston le hubiese tirado los tejos. No podía ser tan tonto.

Vio a sus dos mecánicos en el taller, pero no había ni rastro del coche. Se paró en seco, y Winston casi tropezó con él como un personaje de dibujos animados.

—¿Señor Cramer? Lo que ha pasado es que…, la clienta…, está interesadísima en el coche. Hemos hablado largo y tendido y prácticamente se ha comprometido a comprarlo. Ha llegado al punto de mencionar una posible adquisición al contado. Así que cuando me ha preguntado si podía probarlo, le he explicado, claro está, que yo no podía abandonar el establecimiento, y ella ha dicho que daba igual, que no necesitaba mi ayuda, porque sólo iba a dar una vuelta a la manzana y regresaría enseguida.

Chet se volvió y clavó la mirada en él. El corazón le latía de forma atronadora, como si alguien le diese puñetazos en el pecho, golpes que bombeaban un líquido frío y espeso por sus venas. Debía de haber entendido mal, porque lo que acababa de decir Winston sencillamente no podía ser verdad. Cora Padgett era la única mujer del pueblo con medios suficientes para entrar en un concesionario, llevarse un coche de la tienda y pagarlo a tocateja. Pero Tom le había dicho durante el almuerzo que ella no estaba en el pueblo. Cora había ido a Napa a recorrer las bodegas con su hermana, Margaret, que vivía en Walnut Creek. No regresaría hasta el miércoles de la semana siguiente…, a menos que aquello fuese una sorpresa y hubiese contado a Tom la historia de las bodegas para poder comprar el coche sin que él se enterase.

—¿De qué hablas? ¿Qué cliente?

—La señora Sullivan.

—¿Sullivan?

—Sí. Ha venido Violet Sullivan. Quiere comprar un coche…

—¿Has permitido que Violet Sullivan se lleve ese coche sola? Pero ¿a ti qué te pasa?

—Lo siento. Sé la impresión que puede dar considerando la política de la empresa y demás. Le he dicho que volviera enseguida, ya me entiende, que no era buena idea…

—¿Cuánto tiempo hace que se ha ido? —preguntó Chet con voz aguda y penetrante, consciente de que estaba a punto de perder el control. Ponía especial empeño en hablar siempre a los subordinados en un tono correcto. Pero la gravedad de aquel error, las posibles consecuencias…

—No he consultado la hora…

—¡Aproximadamente, pedazo de imbécil!

—Diría que a eso de las doce. Bueno, no lo sé, quizás un poco antes, pero no mucho.

En el mejor de los casos eran… ¿Cuánto? ¿Cuatro horas? ¿Cinco? Chet cerró los ojos y bajó la voz.

—Estás despedido. Sal de aquí.

—Pero, oiga, puedo explicárselo.

—Lárgate de este local. Inmediatamente. Fuera de mi vista o llamaré a la policía.

Winston, abochornado, se ruborizó y lo miró con expresión sombría.

Chet se esperó hasta ver que el chico se marchaba, y entonces se dio media vuelta y regresó a su despacho. Tendría que avisar a la oficina del sheriff y a la policía de carreteras. Si ella había sufrido un accidente, o si había robado el coche sin más, podía estar ya en cualquier parte. Tenía un seguro a terceros, cobertura a todo riesgo para todos los vehículos del concesionario, pero las primas se duplicarían en el instante en que se presentara la denuncia. Y ya iba escaso de dinero. Se sentó en su silla giratoria y alargó el brazo hacia el teléfono.

—¿Papá? —Kathy estaba en la puerta.

—¡Qué!

—La señora Sullivan acaba de entrar con el coche.

Vio el Bel Air por la ventana y sintió un profundo alivio. Al parecer, el vehículo estaba intacto, al menos lo que veía de él. Salió a la tienda sabiendo que ni por asomo podía permitirse ella la compra del cupé. Violet se dio la vuelta cuando Chet se acercaba, y él se sorprendió de su vitalidad: el cabello ondeante, la tez clara, los ojos de un intenso color verde. Nunca la había visto de cerca, porque Livia insistía en cambiar de acera, agarrándolo del brazo y tirando de él, si se cruzaban con Violet en cualquier lugar del pueblo. Su esposa pensaba que Violet era una fulana, con aquellas finísimas blusas de nailon que se le transparentaban. El vestido de verano que llevaba Violet ese día ponía de relieve la tersura de sus brazos, y el vuelo de la falda realzaba sus piernas. Livia era una mujer de cintura ancha y mente estrecha, muy crítica con aquellos cuyas circunstancias o creencias o comportamientos eran una afrenta para ella. A Chet le irritaban sus juicios mordaces, pero mantenía la boca cerrada. A lo lejos había visto los coqueteos de Violet con hombres casados y se había preguntado cómo se sentiría uno al recibir sus generosas atenciones.

—Hola, Chet. Perdona que haya tardado tanto.

Él rodeó el coche para asegurarse de que no había sufrido ningún desperfecto. Impulsivamente, se agachó y miró el cuentakilómetros: 413. Por un momento se quedó sin habla. Violet había convertido aquel precioso Bel Air nuevo en un coche usado de mierda.

—Pase al despacho —ordenó.

Violet se acercó a Chet y entrelazó su brazo con el de él, obligándolo a aflojar el paso.

—¿Te has enfadado conmigo, Chet? ¿Puedo llamarte «Chet»?

—Puede usted llamarme señor Cramer, como todo el mundo. ¿Ha recorrido cuatrocientos trece kilómetros con ese coche? ¿Adónde carajo ha ido? —Se arrepintió de la palabra malsonante tan pronto como salió de su boca, pero a Violet no pareció importarle. Cuando él abrió la puerta de su despacho, ella pasó delante y él percibió el olor de su colonia.

El corazón le latió con redoblada fuerza, esta vez calentándole la sangre. Se apartó de ella.

—Tome asiento.

—Sí, como usted diga.

Chet circundó el escritorio y se sentó al otro lado, consciente de pronto de su poder. Ella debía de darse cuenta de que tenía las de perder, de que él podía exigirle cualquier precio. ¿Cuatrocientos trece kilómetros en un flamante coche nuevo? Se preguntó si esa había sido su intención desde el principio. Quizás ella le había echado el ojo a él al mismo tiempo que él a ella. Lo miró con interés, en apariencia impertérrita ante su ira o ante el hecho de que le daba órdenes.

Violet buscó un paquete de tabaco en el bolso. Tan caballeroso como siempre, Chet sacó su encendedor e hizo girar la ruedecilla. Ella se inclinó sobre la mesa permitiéndole ver el nacimiento de sus pechos a la vez que aceptaba el fuego. Tenía un morado en la barbilla y él sabía cuál era la causa. Ella se reclinó en el asiento y cruzó las piernas. Chet echó un vistazo a Kathy, en la oficina exterior, al otro lado de las mamparas de cristal de su cubículo. Observaba la cabeza de Violet desde atrás con la misma mirada de desdén que su madre, desarrollando maneras nuevas y mejores de sentirse superior. Cuando Kathy lo sorprendió mirándola, se levantó y se acercó al surtidor de agua fría. Catorce años, y ya era tan rígida, mal pensada y mojigata como su madre. Kathy había sacado una hoja de papel rosa y la había colocado visiblemente en el centro de su escritorio. Incluso de lejos, Chet veía la gruesa letra negra en el papel, un garabateo de aspecto airado que recorría oblicuamente la página.

Chet cogió un lápiz y tamborileó en el escritorio mientras ponía en orden sus pensamientos. No tenía idea de cómo jugar sus bazas, pero le encantaba la sensación de estar al mando.

—¿Y bien? ¿Qué vamos a hacer con este asunto, señora Sullivan?

Violet esbozó una lenta sonrisa, y el humo se escapó de entre sus labios como si ardiera por dentro.

—Veamos, señor Cramer, encanto, tengo una sugerencia que hacer, pero no sé si usted quiere hablar del tema aquí. Invíteme a una copa y seguramente podremos llegar a un arreglo.

Cada sílaba que pronunció entrañaba una promesa. Tenía la mirada fija en la boca de Chet con una avidez que él nunca había visto en una mujer y, por supuesto, nunca había experimentado en sí mismo. ¿Cómo podía sucederle algo así? La tenía a su disposición. Estaba claro como el agua. Aunque nunca lo admitiría, era un hombre de inclinaciones convencionales. Tenía cuarenta y siete años, y en quince años de matrimonio nunca había sido infiel a su esposa, no por falta de oportunidades, sino porque —lo vio en ese momento— no acababa de entender por qué habría de hacerlo. Después de los primeros meses con Livia, el sexo pasó a ser rutinario —placentero, sí, y desde luego un alivio, pero en modo alguno imperioso. Quizá Livia no fuese una gran belleza, pero al margen de sus enfados cotidianos con ella, nunca le había negado la satisfacción de sus necesidades, ni había insinuado jamás que el sexo fuese una carga. Si bien Chet no se sentía satisfecho, tampoco había entendido nunca por qué se le daba tanta importancia al tema.

De pronto todo eso cambió.

Allí, ante él, Violet Sullivan, con su insolencia y su atrevimiento, lo había puesto al rojo vivo, despertando un deseo tan devorador que apenas podía respirar. Pensó que tal vez eso fuese lo que se entendía por vender el alma al diablo, porque en ese momento supo que estaba dispuesto a pudrirse en el infierno por ella.