8
Al salir del aparcamiento de la iglesia busqué una calle tranquila y me detuve junto a la acera. Apagué el motor y saqué unas cuantas fichas donde anoté lo que recordaba de la conversación. Al comienzo de mi trayectoria profesional intentaba usar una grabadora en las entrevistas, pero el proceso generaba situaciones incómodas. Coartaba a alguna gente, y tanto la otra persona como yo, para tranquilidad mutua, tendíamos a permanecer atentos a la bovina en rotación. A veces se acababa una bovina y justo cuando el entrevistado estaba en mitad de una frase dejaba de girar con un chasquido. Yo tenía que dar la vuelta a la cinta y preguntar de nuevo, y eso generaba, como mínimo, una distracción molesta. Después, transcribir la cinta era una pesadez, porque con frecuencia la calidad del sonido era pobre y el ruido ambiental impedía oír algunos fragmentos. Tomar notas a mano tampoco propiciaba la concentración. Al final desistí y empecé a improvisar sobre la marcha, acallando el parloteo de mi cerebro a fin de escuchar lo que me decían. Mi retentiva ha mejorado y ahora ya me permite recordar casi todo el contenido de una entrevista, pero todavía me resulta útil apuntar los detalles mientras los tengo frescos en la memoria. Con el tiempo hay partes de cualquier recuerdo que se desvanecen, y si bien me sería posible rememorar lo esencial, a veces la clave reside en los pormenores.
En mi cinismo, me pregunté si Foley habría dejado la bebida por miedo a irse de la lengua cualquier día a causa del alcohol y a decir algo que no debía. Por algún motivo, dudaba de la veracidad de las razones que había aducido para explicar por qué no había mantenido ninguna relación íntima tras la desaparición de Violet. La culpa genera su propia forma de soledad. En ocasiones, la tentación de confiarse a alguien debe de ser irresistible. Su sufrimiento había sido profundo, pero nunca había buscado consuelo, o eso decía.
Volví a consultar el mapa fijándome en la distancia entre la estación de servicio donde Violet había llenado el depósito, el parque de Silas y la casa de los Sullivan. Debía de haber veinticinco o treinta kilómetros entre cada uno de los puntos. Era posible, supuse, que Violet hubiese cargado gasolina y vuelto a Serena Station; en tal caso, podría haber llegado mucho antes que Foley. Si hubiese sido así, la canguro lo habría dicho. Sujeté con una goma elástica la gruesa pila de fichas; a continuación encendí el motor, puse el coche en movimiento y me dirigí a casa.
Mientras yo estaba abriendo la puerta delantera, Henry salió de su cocina y cerró con llave. Se lo veía muy peripuesto para ser un hombre con una manifiesta preferencia por los pantalones cortos y las chancletas. Me saludó con un gesto y esperé mientras cruzaba el jardín. Era casi la hora del aperitivo e imaginé que iba al bar de Rosie.
—En realidad cojo el coche para ir a Olvidado y llevar a Charlotte al cine. Llegaremos a la sesión de las cinco y luego iremos a cenar.
Charlotte era una agente inmobiliaria con la que había salido dos veces. Me alegró verlo tan interesado después de su reciente fracaso amoroso.
—Un plan divertido. ¿Qué vais a ver?
—No hay salida, del actor ese, Kevin Costner. ¿Qué te parece? —Abrió los brazos en ademán de solicitar mi opinión acerca de su pantalón y su polo.
—Estás guapo.
—Gracias. ¿Qué tienes entre manos?
—Un caso en la zona de Santa María. Estaré yendo y viniendo, pero no quiero que te preocupes si no me ves durante un par de días. Vale más que te pongas en marcha. A estas horas el tráfico se las trae.
Observé cómo se alejaba hacia su garaje de dos plazas y cómo se detenía el tiempo justo para pensar qué coche coger. Su orgullo es un Chevrolet de 1932, el cupé amarillo claro de cuatro ventanas laterales. Su otro automóvil es una ranchera para uso diario, práctica pero nada del otro mundo. Salió del camino marcha atrás en su Chevrolet antiguo y se despidió de mí con la mano antes de perderse de vista.
Ya en mi apartamento, dejé el bolso en un taburete de la cocina y llevé a cabo mi ritual de costumbre con los mensajes del contestador y el correo. Cheney había llamado para saludar y decir que volvería a intentarlo más tarde. La correspondencia era aburrida. Cuando eché un vistazo a la nevera, lo que apareció ante mis ojos no fue una gran sorpresa: básicamente condimentos —mostaza, pepinillos, aceitunas y un tarro de jalapeños—, una barra de mantequilla, un cogollo de lechuga ya parduzco y un paquete de seis Pepsi light. Hacía días que no compraba comida, y eso significaba que debía hacer una visita al supermercado, o bien volver a comer fuera de casa. Mientras intentaba resolver el dilema, devolví la llamada a Cheney. Sabía que no lo encontraría, pero le dejé un largo mensaje, contándole en qué andaba. No estaba segura de cuáles serían mis horarios a partir del día siguiente, pero me mantendría en contacto, dije. Aquello ya empezaba a parecerse a la clase de relación a distancia que había tenido con Robert Dietz. ¿Qué hago para acabar siempre así con los hombres?
Me hallaba a medio camino del restaurante de Rosie, no precisamente entusiasmada con la perspectiva, cuando me acordé del Sneaky Pete’s. Sabía que Tannie estaría allí trabajando y se me ocurrió que podríamos hablar sobre Daisy y Violet mientras me permitía otra exquisitez a base de salami picante en un panecillo con semillas de amapola. Corrí de nuevo al coche y me dirigí al centro del pueblo.
El Sneaky Pete’s es un bar de barrio, al servicio de una clientela fiel, poco más o menos como el de Rosie. Tannie me vio en cuanto entré. Ocupé un taburete junto a la barra y esperé a que ella acabase de servir dos cervezas a una pareja cerca de la ventana. Aún no eran las seis de la tarde y el local estaba tranquilo para ser miércoles. Incluso la gramola sonaba a un volumen tolerable.
Regresó a la barra y, sacando una copa de vino y una botella de Edna Valley, preguntó:
—Bebes chardonnay, ¿verdad?
—Buena memoria.
—Es mi trabajo. Dice Daisy que mañana comeremos las tres juntas.
—Ese es el plan. Quedamos en que la avisaría en cuanto acabase. ¿Tú a qué hora irás?
—Aún no estoy segura, pero no muy tarde. Ya me enteraré de adónde vais y nos encontramos allí. —Me sirvió el vino y luego cogió su cigarrillo y dio una última calada antes de apagarlo—. Dejaré el tabaco un día de estos. Trabajando aquí, una tiene que fumar en legítima defensa. ¿Y cómo va la batalla? Dice Daisy que ya estás metida hasta los codos.
—Bueno, hago lo que puedo. Me llevó a dar una vuelta por la zona para reconocer el terreno. Serena Station es deprimente.
—Que si lo es —dijo ella—. ¿Has conocido a Foley?
—Primero he hablado con el sargento jubilado de la oficina del sheriff y luego con él.
—Debe de haber sido una experiencia intensa.
—Mucho —respondí. Tomé un sorbo de vino—. No me dijiste que tenías una casa allí. Ayer por la tarde Daisy dio un rodeo para que la viese. Una lástima lo del incendio.
—Tuvimos suerte de que lo descubriesen a tiempo; si no, nos habríamos quedado sin casa. Ahora se pasa por allí un ayudante del sheriff para mantener a distancia a la gentuza. Mi hermano aborrece ese sitio.
—Según me dijo Daisy, esperas comprar su parte.
—Si consigo llegar a un acuerdo con él. Por el momento sigue tan testarudo como de costumbre, pero creo que dará el brazo a torcer. Su mujer está de mi lado; no le interesa cargar con una casa como esa. A mí me encanta, pero vaya un elefante blanco.
—El terreno debe de valer una fortuna.
—Tendrías que ver lo que pagamos de impuestos. La parte complicada es que existe un proyecto para recalificar la zona. En el pueblo se rumorea que han vendido la antigua planta envasadora y que van a demolerse los edificios. Esa finca linda con la nuestra, así que los promotores inmobiliarios me han ido detrás todo el año para echarle el guante antes de que corra la voz. Me quedaría de buena gana, pero nos embolsaríamos un buen fajo si se lo vendiéramos. —Alargó la mano bajo la barra y sacó un papel enrollado y sujeto con una goma elástica—. ¿Quieres ver lo que tienen planeado?
Retiré la goma y desplegué el largo rollo de pesado papel. Ante mis ojos cobró forma una maqueta a la acuarela que mostraba la magnífica entrada a una comunidad tapiada con el nombre de Tanner Estates. Dos grandes columnas de piedra daban acceso a la urbanización y un sinuoso camino discurría entre extensiones de exuberante césped. Se veían unos cuantos tejados a lo lejos, las casas muy espaciadas y enclavadas entre árboles adultos. A la izquierda aparecía la casa de Tannie, bellamente representada, restaurada a su estado original gracias a la destreza del artista.
—¡Caray! Lo que he visto esta tarde no se parece en nada a esto. ¿Dónde se encuentran los enormes y horribles bidones de gasolina y las alambradas?
—Supongo que si uno tiene pasta suficiente, puede darle el aspecto que le plazca. Dudo mucho que el condado apruebe el proyecto, pero Steve dice que razón de más para vender ahora que aún estamos a tiempo.
—Eso no tiene sentido. Si se aprueba la recalificación de los terrenos, el valor aumentará, y eso es motivo suficiente para quedársela.
—Díselo a él. Quiere quitársela de encima a toda costa.
Solté los extremos de la lámina y se arrolló sola.
—¿Te criaste ahí?
Tannie negó con la cabeza.
—Era de mis abuelos, Hairl y Mary Clare. Mi madre, Steve y yo vivimos ahí mientras mi padre estaba en la guerra. Cuando él se incorporó a filas, en 1942, mi madre volvió a instalarse en la casa. Ella no tenía ningún tipo de formación profesional y mi padre no podía mantenernos con la paga del ejército.
—¿Has dicho que tu abuelo se llamaba «Hairl»?
Sonrió.
—Debería haberse llamado Harold, pero mi bisabuela no sabía cómo se escribía, y en la partida de nacimiento consta «Hairl». A mi madre le pusieron los nombres de sus padres, Hairl y Mary Clare, así que se quedó con «Mary Hairl». Gracias a Dios ahí terminó la combinación de nombres, pues no quiero ni saber cómo me habrían llamado a mí.
—¿De dónde viene «Tannie»?
—En realidad es «Tanner», el apellido de soltera de mi madre.
—Me gusta. Te pega.
—Gracias. Yo misma le tengo cariño. El caso es que Hairl y Mary Clare vivieron en la casa desde que fue construida, en 1912, hasta que ella tuvo una embolia e ingresó en una residencia para ancianos, en 1948. El abuelo compró un dúplex en Santa María para estar cerca de ella.
—¿Vosotros os quedasteis en la casa?
—Mi madre no podía arreglárselas sola, así que nos trasladamos al dúplex del abuelo y ocupamos una parte. Así, ella se aseguró de que él se cuidaba. El abuelo comía siempre con nosotros.
—Todo un cambio para ti.
—Y nada fácil. Echaba de menos la vida en el campo. Allí no tenía amigos, pero podía vagar de un lado a otro con entera libertad. Teníamos perros y gatos. Desde mi perspectiva, era un sitio idílico, pero como ella señaló, nuestra nueva casa estaba más cerca del pueblo, yo podía ir al colegio a pie o en bicicleta. Al final me acostumbré. Cuando mi padre se licenció del ejército, pasó por sucesivos empleos, el último en la central azucarera. Aunque nunca había ganado un céntimo con las labores agrícolas, siempre le había gustado trabajar la tierra; sin embargo, después de la guerra ya no le atraía y no se veía con ánimos de dedicarse a ello. Si hubiésemos tenido ocasión de volver a mudarnos al campo, a mi madre le habría tocado arrimar el hombro. Aun después de la muerte de mi abuela conservé la esperanza, pese a que, ahora lo veo, las probabilidades disminuían a cada año que pasaba. Mi abuelo le habría dejado la casa a mi madre, pero ella murió antes que él.
—¿Qué edad tenía?
—Treinta y siete. Le diagnosticaron un cáncer de útero en 1951 y murió dos años después, cuando Steve tenía dieciséis años y yo nueve.
—Debió de ser muy duro para todos vosotros.
—Sobre todo para mi padre. Quedó hundido. Nos trasladamos del dúplex del abuelo a una casita en Cromwell. Fui a varios colegios del norte del condado, que es como conocí a Daisy. Por aquel entonces ella y yo éramos un par de calamidades. Las dos habíamos perdido a nuestras madres y teníamos la vida patas arriba.
—Os enfrentabais a una situación muy difícil.
—En efecto, y no me habría venido mal un poco de estabilidad. Steve y yo veíamos al abuelo siempre que teníamos ocasión, pero por esas fechas era un viejo avinagrado y muy resentido con la vida. En otro tiempo había sido el soberano de su propio reino mágico, y de pronto su mujer se había ido y su única hija estaba muerta. Era como si considerase a mi padre responsable de todas las desgracias.
—¿A tu padre? ¿Y eso por qué?
—¿Quién sabe? Quizá por asociación. Ver a mi padre debía de ser demasiado doloroso porque le recordaba el pasado. Puede que la etapa más feliz de mi abuelo fuesen esos tres años en que llevó la batuta por la ausencia de mi padre. Murió un mes después que mi madre.
—Lo siento.
—Espera. —Se apartó y recogió un pedido de la ventana de la cocina para entregárselo al hombre que aguardaba en el extremo de la barra. Lo vi atacar el panecillo con semillas de amapola, con el huevo chorreando en el plato, y saboreé en mi imaginación el salami y el queso. Cuando Tannie me vio la cara, pasó mi pedido sin preguntarme siquiera. Yo debía de tener la misma expresión lastimera que un perro suplicando las sobras de una mesa—. Con quien debes hablar es con Winston Smith. ¿Está en tu lista? Es el que le vendió el coche a Violet.
—El nombre no me suena, pero puedo comprobarlo. ¿Qué sabes de él?
—Nada en concreto. Es sólo una corazonada. Siempre pensé que sabía más de lo que dio a entender.
—¿Qué opinión tienes de Foley? Creo que no me lo has dicho. Me refiero a él como persona, no a lo que pueda haber hecho o dejado de hacer.
La vi desviar la atención. Otro cliente había entrado y Tannie se desplazó hacia la mitad de la barra mientras él ocupaba un taburete. El hombre pidió lo que quería, y observé cómo ella preparaba el cóctel, aunque no reconocí cuál era por las bebidas que vertió. Era obvio que Tannie conocía al cliente, pues charló con él al mismo tiempo que cogía botellas del estante y las inclinaba con la despreocupación fruto de una larga experiencia. Tras atender a aquel hombre aprovechó la interrupción para recorrer las mesas, donde le pidieron otras tres bebidas que sirvió antes de volver conmigo. Hizo un alto para encender un cigarrillo y me contestó como si no se hubiese ausentado:
—Fue siempre un elemento de cuidado. No me trago toda esta santurronería de ahora. He oído que ha dejado la bebida, pero eso a mí me deja fría. Con un individuo así, si rascas un poco en la superficie, topas con lo que siempre ha sido. Sólo que ahora lo esconde mejor.
—¿Tuviste mucho contacto con él?
—Bastante. Daisy y yo éramos amigas, pero mi padre nunca me dio permiso para pasar una noche en su casa. Para empezar, la casa adonde se mudaron era un cuchitril, y, por otra parte, consideraba a Foley la clase de hombre con quien no debía dejarse a chicas jóvenes a solas. Daisy podía venir a nuestra casa siempre que quería. Cuando Foley pasaba a dejarla, intentaba charlar conmigo. Yo sólo tenía diez años y ya me daba cuenta de que era un gilipollas de talla mundial.
—¿Pensabas eso a los diez años?
—Lo calé. Los niños reaccionan a un nivel muy visceral y es difícil engañarlos. Nunca le dije a Daisy qué pensaba de él… Bastantes problemas tenía ya la pobre…, pero yo huía de él como de la peste. No lo toleraba ni siquiera mi padre, que es uno de esos hombres que sólo se interesan en cosas de hombres.
—¿Tu padre aún vive?
—Sí, claro. Tiene una salud de hierro. Dice Daisy que puso su nombre en la lista de personas con quienes debes hablar. No creo que conociese a Violet. Mejor dicho, sí la conocía…, todo el mundo conocía a Violet, pero sobre todo porque ella y Foley eran clientes asiduos del Blue Moon. Mi padre ahora es copropietario del establecimiento.
—¿No es ese el Blue Moon donde los Sullivan tuvieron algunas de sus peleas más estridentes?
—El mismo —respondió—. Puedes preguntar al camarero. Presenció la mayoría de esas peleas. De hecho, él y mi padre hicieron un fondo común y compraron el Moon no mucho tiempo después de desaparecer Violet. Me han propuesto que me ocupe de administrarlo si vuelvo al pueblo.
Cada vez había más clientes, y cuando Tannie me trajo el sándwich, la dejé en paz para que atendiese sus obligaciones. En el bolso llevaba las fichas, así que mientras comía revisé mis anotaciones con el propósito de formarme una idea intuitiva de dónde estaba y adonde necesitaba ir a continuación. El muro de años entre Violet Sullivan y yo me parecía tan impenetrable como siempre, pero empezaba a percibir atisbos de ella.