7
La estación de servicio donde Violet fue vista por última vez se encontraba cerca de Tullis, un pueblo diminuto que probablemente uno pasaría por alto si no ponía los cinco sentidos. Varias aldeas se arracimaban como estrellas de una constelación en un reducido espacio, y una estrecha carretera de dos carriles formaba la irregular cuadrícula que las comunicaba. Tullis se hallaba al este de una línea recta que llevaba a Freeman y de allí a la 101.
En la zona, las estaciones de servicio escaseaban y se hallaban muy alejadas entre sí; era fácil, pues, entender por qué Violet había elegido aquella. En ese momento sólo hacía un día que tenía el coche, pero al parecer había recorrido los suficientes kilómetros para vaciar el depósito. O acaso quisiera llenarlo en previsión de cualquiera de las dos cosas que hizo después, es decir, morir o abandonar el pueblo. Caí en la cuenta de que yo misma saltaba de una posibilidad a otra. Violet se había comportado como quien se marcha tan ufana, pero ¿adónde? Y, más importante aún, ¿llegó a su destino?
Ya en la estación de servicio, aparqué cerca de la entrada del baño de señoras, y aproveché la circunstancia para hacer uso de los lavabos. La cadena del inodoro funcionaba, pero el secador de manos estaba averiado y, como las toallitas de papel se habían suprimido en interés de la higiene, acabé secándome en los vaqueros mientras salía.
La gasolinera se encontraba en el cruce de dos calles, Robinson y Twine. Esa tarde hacía calor y el sol aún caía a plomo. Era septiembre, e imaginé que en julio el calor debía de ser achicharrante. En todas direcciones se extendían campos interminables, algunos con la tierra irregular después de la cosecha, otros recién sembrados y con tallos verdes. Sería a última hora del día cuando Violet se detuvo allí, y el lugar debía de presentar poco más o menos el mismo aspecto que tenía ahora. Era una zona seca y ventosa, sin una sola arboleda para dar sombra. Me imaginé el cabello rojo de Violet azotándole el rostro mientras charlaba allí de pie con el hombre que le llenó el depósito. ¿Qué pensaba ella que ocurriría a continuación? Eso era lo que me inquietaba: sus posibles intenciones y su inocencia.
De nuevo en el coche, doblé a la izquierda por Twine Road al salir de la gasolinera y me encaminé hacia el oeste. Dejé atrás un indicador de New Cut Road y caí en la cuenta de que la finca de Tannie debía de estar a un kilómetro poco más o menos. En efecto, la enorme casa de labranza asomó a lo lejos, ceñida a la calzada como si hiciese autoestop. Me sorprendió de nuevo la incongruencia de la casa en medio de aquel llano paisaje agrícola.
En Cromwell consulté las indicaciones que me había dado Daisy. Foley Sullivan trabajaba de cuidador en la iglesia presbiteriana de Second Street, allí en aquel pueblo. El edificio era sencillo, en el buen sentido de la palabra: una estructura de madera blanca con campanario rodeada de una ancha franja de césped. En un extremo se había añadido una gran ala de obra vista. Dejé el coche en el aparcamiento lateral y recorrí el camino hacia la parte delantera de la iglesia.
Empezando por lo obvio, probé con una de las dos hojas de la enorme puerta y, para mi sorpresa, la encontré abierta. Entré. El vestíbulo estaba vacío. Las puertas del templo propiamente dicho se hallaban abiertas, pero no había nadie a la vista. Grité «yuju» y cosas parecidas a fin de anunciar mi presencia, esperando que así nadie pensara que había irrumpido sin permiso en la casa de Dios. El templo estaba sumido en el silencio y, en respuesta, sin darme cuenta empecé a andar de puntillas por el pasillo central. A ambos lados había recargados vitrales y una tupida alfombra de color vino cubría el suelo. Los colosales tubos metálicos del órgano formaban una V invertida detrás del coro. Los bancos de madera vacíos resplandecían a la luz. El aire olía a claveles y a lirios, pese a que no se veía ninguna flor. A la derecha, detrás del púlpito, se elevaba la galería del coro. En la parte delantera de la iglesia vi a la derecha una puerta que, supuse, llevaba al despacho del pastor. A la izquierda, una puerta de dos hojas con la mitad superior de cristal daba probablemente al pasillo que comunicaba la iglesia con su anexo más moderno.
Empujé la puerta de dos hojas y me encontré en un ancho pasillo enmoquetado. A la derecha había aulas de catequesis, en su mayoría con sillas plegables, excepto dos que contenían pupitres y sillas para niños de corta edad. Todo estaba en orden. Olía a lejía, a detergente y a cera para muebles. Atravesé otra puerta de dos hojas y entré en un amplio salón de reuniones. Las mesas largas para banquetes estaban preparadas, pero las sillas plegables de metal continuaban apiladas en carritos arrimados a la pared. Imaginé que el salón podía amueblarse o vaciarse para adaptarlo a casi cualquier actividad o aforo. Me pregunté si todavía se celebraban cenas en las parroquias en las que eran los invitados los que aportaban la comida. Esperaba que sí. ¿Dónde, si no, iba una a probar las empanadas de carne y macarrones o las judías verdes a la cazuela con salsa de crema de champiñones? De niña me habían expulsado de la catequesis de numerosas confesiones, pero no les guardaba rencor. Como siempre, la comida prevalecía en mi memoria y atenuaba la experiencia reduciéndola a recuerdos tan dulces y suculentos como el bizcocho casero de chocolate y nueces recién hecho.
Entré en la cocina por una puerta de vaivén, volví a saludar y me detuve para ver si había respuesta. La luz del sol entraba a raudales. Las encimeras eran de acero inoxidable y enormes calderos de sopa pendían de soportes sobre los dos fogones industriales de acero. Los fregaderos de esmalte eran de un blanco impoluto. Empezaba a quedarme sin sitios donde mirar. «De un momento a otro veré a Foley», me dije. Estaba tan concentrada en encontrarlo que, cuando apareció detrás de mí y me tocó el hombro, me sobresalté y me llevé la mano al pecho dejando escapar un grito de sorpresa.
—Perdone si la he asustado.
—Es que no me lo esperaba —dije, y me pregunté cuánto hacía que me seguía. La idea me inquietó de tal modo que a duras penas logré serenarme—. Le agradezco que haya accedido a verme pese a haberle avisado con tan poco tiempo.
—No tiene importancia.
Era alto y enjuto, de brazos tan largos que las mangas le quedaban un poco cortas. Tenía las muñecas delgadas y las manos grandes. En su rostro bien afeitado se delineaban claramente los pómulos y la mandíbula, muy pronunciados. Su cara me recordó ciertas fotografías en blanco y negro tomadas durante la Depresión: hombres de expresión angustiada en las colas de los comedores de beneficencia, la mirada fija en la cámara con desesperación. Tenía los ojos azules y hundidos, rodeados de una aureola oscura. Me sonaba haber visto a alguien con ese mismo porte, pero en ese momento no recordé quién era. Mientras hablaba parecía totalmente apagado. Me miraba desde algún lugar remoto, una curiosa distancia entre su yo interior y la vida del mundo exterior. No vi ningún rasgo de Daisy en sus facciones, excepto, quizá, las huellas de la desdicha originada por Violet. Contaba sólo sesenta y un años, pero podría haber cumplido ya los cien a juzgar por el hastío de su mirada.
—Acompáñeme. Le enseñaré dónde vivo. Allí podremos hablar en privado.
—Sí, bien —dije, y lo seguí preguntándome si era lo más sensato. Sola con un individuo como Foley en aquella iglesia grande y vacía. Daisy era la única que sabía que yo estaba allí.
Bajamos por una escalera hasta el sótano, que era un espacio seco y bien conservado. Foley abrió la puerta que daba a un recinto tan exiguo que en un primer momento lo tomé por un cuarto de material.
—Este es mi apartamento. Siéntese en la silla que prefiera.
La habitación a la que me llevó, un cuadrado de unos tres por tres metros, tenía las paredes blancas y linóleo beis reluciente en el suelo. En el centro había una pequeña mesa de cocina de madera con cuatro sillas a juego. Contra la pared, encajados entre encimeras, tenía un calientaplatos y una nevera de reducido tamaño, amén de un sofá, una butaca tapizada y un televisor portátil. Por una puerta vi una habitación aún menor, en la que me pareció reconocer una cama con ruedas. Más allá intuí la presencia de un cuarto de baño.
Me senté a la mesa. En el centro había un bol con cacahuetes sin pelar. Tomó asiento, parecía relajado. No apartaba los ojos de mí, pero su mirada resultaba curiosamente vacía. Señaló los cacahuetes.
—Sírvase alguno si quiere.
—Gracias, pero no me apetecen.
Cogió un cacahuete, rompió un extremo de la cáscara y lo ladeó para que el fruto resbalase hasta su boca. Abrió la otra mitad del cacahuete y se comió el fruto como ya había hecho con el otro. Él sonido me recordó el roce de los dientes de un caballo contra el bocado. Sostuvo la cáscara vacía. Lo vi palpar la superficie ondulada y recorrer con la yema de los dedos los contornos donde las fibras sobresalían de la cáscara. Aunque parezca mentira, yo incluso he llegado a comerme las cáscaras de los cacahuetes para no ensuciar.
Cogió otro cacahuete y lo hizo rodar entre los dedos, apretándolo un poco, para ver si se rompía. Daba la impresión de que aquellos dedos se movían por voluntad propia: haciendo rodar el cacahuete, pellizcándolo.
—Es usted detective privada. ¿De dónde?
—De Santa Teresa. Ejerzo desde hace diez años. Antes era policía.
Foley sacudió la cabeza dando a entender que no entendía.
—¿Por qué hace esto Daisy?
—Tendrá que preguntárselo a ella.
—Pero ¿qué le contó cuando la contrató?
—Está desquiciada. Según dice, nunca ha asimilado el abandono de su madre.
—Ninguno de los dos lo ha asimilado —repuso él. Apartó de mí la mirada y luego se encogió de hombros, como en respuesta a un debate interior—. Está bien. Supongo que lo mejor será acabar con esto cuanto antes. Pregunte lo que quiera, pero primero permítame decirle una cosa: el pastor de esta iglesia es el único hombre del pueblo con un corazón caritativo. Cuando Violet se marchó, me despidieron y no pude encontrar trabajo. Hasta entonces me había dedicado a la albañilería, pero de pronto nadie me contrataba. ¿Y en qué se basaban? Nunca me detuvieron. Nunca me acusaron. No pasé un solo día en la cárcel por algo relacionado con ella. Esa mujer se fugó. No sé cuántas veces tendré que repetirlo.
—¿Contrató a un abogado?
—No me quedó otro remedio. Tenía que protegerme. Todo el mundo pensaba que la maté. ¿Qué iba a hacer? Debía mantener a Daisy y no encontraba un empleo remunerado ni por asomo. ¿Cómo puede demostrar uno que no ha hecho algo cuando el pueblo entero piensa lo contrario?
—¿Cómo se ganaba la vida?
—No podía ganármela. Tuve que solicitar una prestación. Me daba vergüenza, pero no me quedó elección. Mientras estuvimos casados, Violet se negó a trabajar. Quería quedarse en casa con Daisy y yo no tenía inconveniente, aunque no me habría venido mal una ayuda. Algunos meses no conseguía reunir el dinero que necesitábamos para pagar las facturas. Fue una situación penosa. Por lo que se ve, algunos creen que a mí me traía sin cuidado retrasarme en los pagos, pero eso es falso. Yo hacía lo que podía, pero cuando ella se fue, no supe por dónde tirar. Si me separaba de Daisy un solo minuto, se sentía desorientada. Necesitaba tenerme a la vista, saber dónde estaba. Se agarraba a la pernera de mi pantalón por miedo a que desapareciese. Así fue. Violet hizo lo que le vino en gana sin tenernos en cuenta. Era una mujer egocéntrica, y la maternidad no era lo suyo.
—Entonces, ¿qué era?
—¿Cómo dice?
—Que qué era lo suyo. Lo pregunto porque me gustaría formarme una idea de ella…, no sólo de cómo se comportaba sino también de cómo era.
—Le gustaba la juerga. Salía de noche hasta muy tarde y bebía. A veces bailaba.
—¿Y usted? ¿También iba a bailar? —pregunté, curiosa por saber si usaba esa palabra en sentido metafórico.
—No tan a menudo como ella habría querido.
Dejó en el bol el cacahuete sin pelar y apoyó las manos en el regazo debajo de la mesa. Oí unos chasquidos y supe que hacía crujir los nudillos sistemáticamente.
—¿Tenía Violet aficiones o intereses?
—¿Como qué? ¿El macramé? —preguntó con cierto resentimiento—. Prácticamente nada.
—Cocinar, por ejemplo. ¿Algo así?
—Preparaba comida de lata. Tamales envueltos en papel. A veces ni se molestaba en pasarlos por una sartén para calentarlos. Sé que doy una imagen muy negativa de ella, y lo siento. Puede que tuviese sus buenas cualidades, sólo que yo no las veía. Era guapa, eso lo reconozco. Me tenía en sus manos.
—¿Por qué se quedó con ella?
—Por tonto, supongo. No lo sé, ha pasado tanto tiempo… A veces casi ni me acuerdo de cómo fue esa época. Buena no, eso me consta. Me quedé a su lado porque quería a esa mujer más que a mi propia vida.
—Entiendo —dije, pese a que su afirmación era absurda después de lo que había oído.
—En todo caso —prosiguió—, yo no era el único que se quejaba. Ella no era feliz, pero también se quedó conmigo. Al menos hasta que se marchó.
—Según me ha contado Daisy, usted cree que ella tenía una aventura.
—Sé que la tenía.
—¿Por qué está tan seguro?
—¿Aparte del hecho de que me lo dijo ella misma?
—¿En serio? ¿Qué le dijo?
—Me dijo que él era el doble de hombre que yo. Que era una fiera en la cama. No quiero entrar en ese tema. Me hirió en lo más hondo, y con ello consiguió lo que se proponía.
—Quizá se lo inventaba.
—Nada de eso. Ella no. Había otro, sin duda. Créame.
—¿Tiene idea de quién podía ser?
—No.
—¿No sospechó de nadie?, ¿ni siquiera un poco?
Negó con la cabeza.
—Al principio pensé que se trataba de alguien de Santa María o de Orcutt, de alguno de esos pueblos, pero en la zona ninguna mujer denunció la desaparición de su marido, razón por la que nadie da crédito a lo que digo.
—Hablemos de usted. ¿Cuál es la historia de su vida?
—Yo no tengo historia. ¿A qué se refiere?
Me encogí de hombros.
—¿Estuvo en el ejército?
Movió la cabeza en un adusto gesto de negación, como si yo hubiese añadido otro motivo de queja a la lista.
—El ejército no me aceptó: en 1941, al empezar la guerra, yo tenía quince años. En cuanto cumplí los dieciocho intenté alistarme, pero me rechazaron por razones físicas. Problemas dentales. En principio, uno ha de tener seis incisivos y seis molares bien alineados. Yo no me los arreglé hasta más tarde. Para entonces ya había visto que pertenecer al ejército no era tan buena idea. Un montón de chicos de por aquí se fueron y ya no volvieron.
—Daisy me dijo que Violet tenía quince años cuando se casó con usted.
—Seguro que también le ha explicado el porqué.
—Sé que Violet estaba embarazada. ¿No se plantearon alguna vez dar la niña en adopción?
—Violet habría hecho eso o algo peor, pero yo se lo impedí. Quería a esa niña. Quería casarme y formar una familia. Ella se comportó como si yo se lo hubiera impuesto, cosa que quizá fue así, pero pensé que se adaptaría.
—A los quince años aún se es muy joven —comenté. Una obviedad sin más propósito que mantener la conversación a flote.
—Violet nunca fue joven. Una vez me contó que a los doce años ya andaba con chicos. Yo no fui el primero en acostarme con ella y desde luego tampoco el último.
—¿Eso le molestaba?
—¿Su pasado? Me daba igual. Lo que me molestó fue lo que hizo después. Seguramente le habrán contado que la pegaba, pero toda historia tiene dos puntos de vista. Me era infiel, una y otra vez, y yo desafío a cualquier hombre que diga que es capaz de vivir con eso. ¿Podría usted vivir con algo así?
—Para eso está el divorcio —respondí sin la menor hostilidad.
—Lo sé, pero la amaba. No quería vivir sin ella. Pensaba que a golpes conseguiría inculcarle un poco de sensatez. Sólo pretendía eso. Sé que me equivocaba. A veces me cuesta creer que yo pensara eso en otra época, pero así era. Era testaruda…, caprichosa…, y nunca cambió de hábitos. Yo la traté todo lo bien que supe, y aun así nos abandonó. Casi me rompió el corazón.
—¿Y nunca volvió a casarse?
—¿Cómo iba a casarme? No tengo nada que ofrecer. No puedo decir que soy divorciado; no puedo decir que soy viudo. Aunque tampoco me lo ha preguntado una sola mujer. Cuando Daisy se fue de casa, conseguí este trabajo. El pastor me dio un sitio donde vivir y aquí sigo desde entonces. —Guardó silencio por un momento, y yo adiviné el remolino de emociones que le sacudía por dentro.
—Hábleme del coche.
—Puedo contarle lo ocurrido con toda exactitud. Violet y yo tuvimos una pelea, ya no recuerdo la razón. Arranqué una de sus cortinas de encaje y ella, loca de rabia, arrancó las otras y las tiró a la basura. Luego se fue al Moon y la seguí. Empezamos a beber y se calmó un poco. Pensé que todo volvía a la normalidad, pero de pronto salta y me dice que va a dejarme. Me dijo que aquello se había acabado y que se marcharía al día siguiente. No me creí una sola palabra. Violet decía cosas como esa semana sí, semana no. Aquella vez lloraba de tal manera que me llegó al alma. Me arrepentí de lo que había hecho. Sabía que aquellas cortinas de encaje tenían para ella un valor especial. Deseé compensarla por eso y por todo lo demás.
»Ella había visto el coche hacía un par de días y no hablaba de otra cosa, así que fui al concesionario y lo compré. Me lo llevé a casa ese mismo día y lo aparqué delante de la puerta. Luego entré y le dije que saliera a mirar. Cuando vio el coche, reaccionó como una niña. Nunca la había visto tan contenta.
—¿Eso cuándo fue? ¿En qué fecha? —pregunté.
—El 3 de julio, un día antes de marcharse.
—¿Habló ella de la posibilidad de ir a algún sitio, de algún viaje por carretera?
—Ni una sola palabra. Hacía mucho mucho tiempo que ella no se mostraba tan amable, y yo pensé que todo iba bien. Pasamos juntos el sábado por la mañana, los tres: ella, Daisy y yo. Tenía que ocuparme de un trabajo a primera hora de la tarde, pero después volví e hicimos unas cuantas cosas en casa. A las cinco preparó la cena para Daisy: beicon y huevos revueltos, que era la comida preferida de la niña. Violet había quedado con la canguro en que pasaría a las seis. Iba a meter a Daisy en la bañera y prepararla para acostarse. Quería cambiarse de ropa y dijo que nos encontraríamos en el parque a tiempo de ver los fuegos artificiales.
»De camino entré en el Blue Moon. Admito que me tomé un par de cervezas…, más de un par, si he de serle sincero. Cuando llegué al parque, casi había oscurecido y los fuegos artificiales estaban a punto de empezar. La busqué por todas partes y al final tomé asiento y disfruté del espectáculo yo solo.
—¿Lo vio alguien allí?
—Sí, cómo no. Eso la gente no podía negármelo. Livia Cramer estuvo allí sentada hablando conmigo, a la vista de todos. Cuando llegué a casa, no vi el coche en el camino. Entré y descubrí que Violet tampoco estaba.
—Pero la canguro sí estaba, ¿no?
—Eso dice ella. Yo no tenía las ideas muy claras.
—¿Y eso por qué?
—Tomé otro par de cervezas en el parque y después, de vuelta a casa, paré otra vez en el Moon. Por eso no andaba con paso muy firme. Entré en el dormitorio y me tendí en la cama al través. No miré en la habitación de Daisy porque no se me ocurrió. Pensé que Violet se la habría llevado para darle un paseo en coche. Supuse que Violet había cambiado de idea y decidido que Daisy tenía que ver los fuegos artificiales. Cuando me di cuenta, ya era de día y Daisy me tiraba de la mano.
—¿Y qué pasó entonces?
—Entonces empezaron los dos peores días de mi vida. El domingo por la mañana llamé a la oficina del sheriff para ver si sabían algo. Pensé que a lo mejor la habían detenido o que se había visto envuelta en un accidente de circulación. El ayudante del sheriff me dijo que no, pero que si el martes aún no sabía nada de ella, que podía ir a la oficina y denunciar la desaparición, que es lo que hice al ver que no regresaba. Dejé la bebida ese mismo día y desde entonces no he probado una sola gota de alcohol.
—¿Y ella nunca se puso en contacto?
—Ni una llamada. Ni una postal. Ni una sola señal a partir de aquel día.
—¿Por qué siguió pagando los plazos del coche?
—Para demostrarle que la quería. Para demostrarle que mi propósito de cambiar de hábitos era sincero. Creí que volvería, y el día que volviese, si ese día llegaba, quería que supiese que nunca había perdido la fe.
—¿No le sacaba de quicio tener que pagar el coche en el que ella se había marchado?
—Me entristecía, pero en cierto modo…, si tenía que irse…, me alegraba que al menos tuviera eso. Como un regalo de despedida.
—Para entonces todo el mundo pensaba que usted le había hecho algo —dije.
—Esa ha sido mi cruz, y espero haber cargado con ella como un hombre. Quizá perciba en mis palabras resentimiento, pero no es hacia ella. Es por el hecho de haber sido juzgado y condenado. —Alargó la mano hacia el bol de cacahuetes y cogió uno; enseguida cambió de idea y lo devolvió. Se me quedó mirando con sus ojos hundidos y sombríos—. ¿Me cree?
—No tengo opinión. Sólo llevo un día con este caso. Usted es la segunda persona con quien hablo, y por tanto no estoy en situación de dar crédito o negarlo. De momento reúno información.
—Y yo estoy contándole lo que sé.
—¿Y qué hay de los cincuenta mil dólares que, según se dice, tenía ella?
—Eso fue después de nacer Daisy. Desconozco los detalles, excepto que el parto se alargó horas. Rompió aguas a las nueve de la noche de un viernes, pero no pasó de ahí. Tenía contracciones de vez en cuando, aunque apenas le dolía. Pensó que quizá no fuese para tanto como la gente decía. No sé por qué, pero en cuanto una mujer se entera de que está embarazada, las demás le salen con historias terribles sobre lo atroz que es, sobre la prima de fulanito que murió de una hemorragia, sobre bebés deformes. Estaba muerta de miedo y quería retrasar al máximo el ingreso en el hospital. Nos pasamos la noche en vela jugando a las cartas, al gin rummy, y las apuestas eran un centavo por punto. Creo que me sacó unos quince dólares. Al cabo de un rato, los dolores fueron en aumento y se puso tan mal que no podía concentrarse. Le dije que debíamos marcharnos y por fin cedió. Llegamos al hospital y se la llevaron a la sala de partos. Eran las seis de la mañana. Enseguida salió la enfermera para decir que sólo había dilatado cuatro centímetros, así que me dejaron entrar y sentarme con ella. La pobre sufría de mala manera, pero el médico no quería darle nada para el dolor por miedo a que el proceso se hiciera aún más lento. A las doce del mediodía salí a comer algo. Regresé a la sala de espera cuando llegó el médico. La enfermera lo había avisado porque tenía la impresión de que el parto de Violet no evolucionaba como debía. Desconozco los detalles de lo que ocurrió a continuación. Sé que algo salió mal y que la culpa fue del doctor Rawlings. Daisy estaba bien. Había nacido por fin a eso de la siete de la tarde, con fórceps. Hubo complicaciones con la madre y, como resultado, fue necesario extirpar la matriz. Allí estaba Violet, a sus dieciséis años e incapacitada para tener más hijos. No creo que a ella eso le importara mucho, pero vio la oportunidad de embolsarse algo de dinero. Me parece que demandó al médico por medio millón de dólares y consiguió mucho menos. Corrió un tupido velo sobre todo aquello y se negó a decirme la cantidad. Dijo que el dinero le pertenecía y no era asunto mío, que lo había ganado por el camino difícil y quería asegurarse de que yo nunca le echara el guante. No pensaba ponerlo en una cuenta de ahorros normal por miedo a las leyes de bienes gananciales. Contrató una caja de seguridad y lo guardó allí. Le dije que era una estupidez, que le convenía más invertirlo, pero ella se mantuvo en sus trece. El dinero le daba una sensación de poder, creo.
Allí sentados, nos miramos fijamente mientras yo digería la información. Por fin dije:
—Le agradezco la franqueza. Ahora mismo no sé qué otros temas necesitamos abordar. Puede que más adelante tenga alguna otra pregunta para usted.
—Me hago cargo —dijo—. Lo único que le pido es que no me juzgue antes de tiempo.
—Descuide —respondí—. Y si surgen más preguntas, espero que podamos hablar otra vez.
—Naturalmente.