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Encontré al sargento Timothy Schaefer en un taller al fondo del jardín de su casa de Hart Drive, en Santa María. A juzgar por el aspecto, la casa debía de haberse construido en la década de 1950: una estructura de madera con tres habitaciones, de un blanco tan uniforme que sin duda estaba recién pintada o revestida de vinilo. El taller debió de ser en otro tiempo un cobertizo para herramientas, ampliado en sucesivas etapas hasta su tamaño actual, equivalente a la mitad de un garaje de una plaza. Por dentro, las paredes eran de madera sin pulir, con los clavos a la vista. Había utilizado capas de papel de periódico como aislante, y si me hubiese fijado bien, seguramente habría podido leer las noticias locales de todo un año.

Schaefer me había dicho que se retiró de la oficina del sheriff del condado de Santa Teresa en 1968, a los sesenta y dos años, así que en la actualidad tenía ochenta y uno. Hombre corpulento, llevaba unos holgados pantalones grises sujetos con tirantes y una camisa marrón y azul a cuadros, aunque los colores, de tanto lavarse, habían quedado reducidos a una mezcla de tonos desvaídos. Tenía el pelo canoso y lacio, fino como el caramelo hilado, y usaba unas bifocales que apoyaba casi en la punta de la nariz. De vez en cuando clavaba en mí una penetrante mirada por encima de la montura.

Frente a él, en un macizo banco de trabajo que abarcaba tres de las cuatro paredes, tenía colocada una mecedora a la que había dado una nueva capa de barniz y necesitaba un cambio de rejilla en el asiento. Había dispuesto en orden las herramientas: unos alicates de punta fina, dos punzones, un cuchillo, una regla, un recipiente con glicerina y rollos de mimbre sujetos con pinzas de tender. En la mecedora cuyo asiento tenía ya a medio tejer en ese momento había utilizado tees de golf para mantener las tiras de mimbre en su sitio hasta poder asegurarlas por debajo.

—Mi hija me metió en esto —dijo, hablando por hablar—. Al morir su madre pensó que un hobby me allanaría el camino. Los fines de semana recorríamos los mercadillos y las casas donde se organizaban ventas de artículos usados, y conseguíamos mecedoras en estado tan lastimoso como esta. Resultó ser una propuesta lucrativa.

—¿Cómo aprendió?

—Leyendo libros y haciendo lo que decían. Tardé un tiempo en cogerle el tranquillo. Con la glicerina, el mimbre se desliza con más facilidad. Si no se macera el tiempo suficiente, cuesta trabajar con él. Si se macera demasiado, se vuelve más frágil y quebradizo. Confío en que no le importe que siga con esto. Prometí que tendría lista la mecedora esta semana.

—¡No faltaría más!

Durante un rato me bastó con observar sin decir nada. La mecánica del trabajo me recordaba a labores como la calceta o el bordado, actividades cercanas a la meditación. El proceso tenía cierto carácter hipnótico, y podría haberme quedado allí mirando todo el día si el tiempo no hubiese apremiado.

Al telefonear el día anterior había dejado caer el nombre de Stacey Oliphant, y me había granjeado así credibilidad inmediata, ya que los dos habían trabajado juntos durante unos cuantos años. Schaefer y yo hablamos de él varios minutos por teléfono. Cuando le dije que buscaba información sobre Violet Sullivan, le pregunté si necesitaba autorización del departamento antes de recibirme.

—Eso ya no interesa a nadie —contestó—. Sólo unos cuantos recordamos el caso. Violet sigue clasificada como persona desaparecida, pero dudo que consiga gran cosa después de tantos años.

—Vale la pena intentarlo —dije.

Ya en su taller, le pregunté:

—¿La conocía?

—Claro que sí. Todo el mundo conocía a Violet, una mujer menuda y briosa con el pelo de color rojo intenso. Era una chica guapa con una veta rebelde. Si Foley le ponía un ojo a la virulé, no hacía el menor esfuerzo por disimularlo. Exhibía un moretón como una señal de honor. Era un auténtico bombón. Incluso llena de cardenales le daba cien vueltas a cualquier otra mujer del pueblo. Yo no tuve la inteligencia de mantener la boca cerrada, y mi mujer estaba tan celosa que echaba chispas. Violet era la clase de mujer con la que sueñan los hombres. Muchas esposas se reconcomían.

—¿Conoció bien a Foley?

—Mejor que a ella, dados sus numerosos contactos con las fuerzas del orden. Fue así como lo conocí al principio, por las palizas que le daba a ella. Debí de ir a la casa media docena de veces. A ninguno de nosotros nos gustaban las visitas a domicilio. Para empezar, era peligroso, y por otro lado uno no podía dejar de preguntarse qué demonios le pasaba a la gente. Violet y Foley estaban al borde del abismo. Un mal asunto. Su hija tenía una edad en la que inevitablemente acabaría en la línea de fuego. Los malos tratos se propagan. Pueden empezar por la esposa, pero los niños los sufren también tarde o temprano.

—¿Y qué puede decirme de Violet? ¿Tenía antecedentes?

—No.

—¿Foley nunca la denunció por agresión?

—No. Si ella le pegaba, a él debía de darle vergüenza llamarnos.

—Así que nada, ni fotos de archivo ni huellas digitales. Una lástima —comenté.

—Estaba limpia como el que más. Y no constaba en la Seguridad Social, porque nunca tuvo empleo, así que ese es otro callejón sin salida. Aparte de las peleas conyugales, sólo se vio envuelta en una discusión, fue con Jake Ottweiler, y lo llevó al tribunal de causas de menor cuantía. El pit bull de Jake atacó al caniche de ella y lo mató en el acto. Creo que sacó unos doscientos dólares. Seguramente Foley se lo pidió todo prestado para pagar facturas.

—Daisy recuerda las peleas de sus padres. Dice que ninguno de los dos la emprendió con ella, pero la situación tuvo sus consecuencias.

—Eso no lo dudo —dijo él—. Cogimos a Foley por banda y le leímos la cartilla más de una vez, pero, como la mayoría de los maltratadores, siempre echaba la culpa a los demás. Sostenía que Violet lo provocaba, y por tanto era ella la responsable, no él.

—¿Cuánto duró esa situación?

—Dos o tres años, y se prolongó hasta que ella fue vista por última vez. Después de hablar con usted ayer, telefoneé a uno de los ayudantes del sheriff y le pedí que rescatara el expediente. Revisó los informes y dice que tuvieron una buena el sábado 27 de junio, la semana anterior a la desaparición. Foley le tiró una cafetera y la alcanzó en la barbilla. Ella nos llamó. Fuimos a la casa, detuvimos a ese pobre desdichado y lo retuvimos una noche para que se calmase. Entretanto, ella presentó una demanda acusándolo de agresión menor…

—¿Por qué menor?

—Las lesiones no eran nada serio. Si le hubiese roto la mandíbula, la cosa habría cambiado. Le aconsejamos en ese mismo momento que solicitase una orden de alejamiento contra él, pero dijo que con aquello bastaba. Foley se fue derecho a casa en cuanto salió. Le suplicó que retirase los cargos, pero antes de que el asunto quedase zanjado ella se fue, y así acabó todo.

—¿Cuándo denunció él la desaparición?

—El 7 de julio. Por aquellas fechas la ley exigía un plazo de setenta y dos horas si no existían indicios de delito, y no los había. Así que se pasaron el domingo y el lunes sin tener noticias de ella. El martes por la mañana Foley acudió a la oficina para hacer la denuncia. Fui yo quien tomó los datos, aunque para entonces ya había corrido la voz y sabíamos que teníamos un problema entre manos.

—¿Qué impresión le dio Foley?

—Estaba muy nervioso, eso desde luego, pero sobre todo por su propia situación, diría yo. Con sus antecedentes tenía que saber que, en cuanto se iniciase la investigación, él sería el primero de la lista. Hicimos público un anuncio en todo el condado con una descripción de Violet y del coche que presuntamente conducía, y al cabo de dos días lo difundimos a nivel estatal. Nos pusimos en contacto con la prensa de las poblaciones costeras al norte y al sur. Para serle sincero, no generamos mucho interés. Los diarios, en su mayoría, incluyeron breves notas en la segunda edición, y eso los que se tomaron la molestia. Con la radio, tres cuartos de lo mismo. En el pueblo se concedió a la noticia cierto espacio en antena, pero nada extraordinario.

—¿Por qué no se le dio una cobertura mayor? ¿A qué se debió?

—Antes los medios no tendían a abalanzarse sobre una noticia como ahora. Violet era una mujer adulta. Algunos tenían la impresión de que se había fugado por iniciativa propia y que ya regresaría cuando quisiera. Otros se decantaban por la idea de que nunca se marchó de aquí, o al menos no viva.

—¿Cree usted que Foley la mató?

—Eso pensé entonces.

—¿Por qué?

—Porque la violencia había ido en aumento y ella tenía firmes propósitos de mantener los cargos, lo cual habría supuesto un serio problema para él. Es lo que me dijo el ayudante del fiscal: «Si no tienes testigo, no tienes caso». Si Foley hubiese ido a juicio, casi con toda seguridad habría acabado en la cárcel. A él lo beneficiaba la desaparición de Violet, eso por descontado.

—Supongo que hubo una investigación.

—Sí, claro. Reconstruimos los pasos de Violet prácticamente hasta el momento en que salió de casa aquella tarde a eso de las seis y cuarto, después de llegar la canguro. Aún no había oscurecido, ni oscurecería hasta casi las nueve. Un par de personas la vieron cruzar el pueblo en coche. Según declararon, sólo la acompañaba el perro, que iba erguido en su regazo y ladraba por la ventanilla. Paró a repostar gasolina en una estación de servicio cerca de Tullis, donde llenó el depósito, así que sabemos que llegó hasta allí.

—¿A qué hora fue eso?

—A las seis y veinticinco poco más o menos. El empleado que atendía el surtidor le limpió el parabrisas y comprobó la presión de los neumáticos, cosa del todo innecesaria. Era un coche nuevísimo, y el tipo estaba interesado en saber qué tal respondía. Hablaron de eso unos minutos. Como yo sentía curiosidad por el estado de ánimo de Violet, le pregunté si había advertido algo fuera de lo normal en ella. Si se disponía a abandonar a su hija para siempre, lo lógico habría sido que estuviese cabizbaja. En cambio, él la notó contenta. «Alocada», según sus propias palabras. Aunque, claro está, jamás la había visto antes, así que, por lo que él sabía, ese bien podía ser el estado normal de ella. Yo tenía la esperanza de que Violet hubiese hecho algún comentario sobre su lugar de destino, pero no hubo suerte. El perro ladraba como un desesperado y saltaba del asiento delantero a la parte de atrás. Al final, lo dejó salir a hacer sus cosas en la hierba. Después de meter el perro en el coche otra vez, entró en la oficina, pagó al encargado de la caja y compró una Coca-Cola del frigorífico. Luego volvió al coche y se marchó en dirección a Freeman.

Abrí el bolso y extraje un bolígrafo y mi mapa de Santa María.

—¿Puede indicarme dónde está la estación de servicio? Me gustaría ir a echar un vistazo.

Se reajustó las bifocales y examinó el mapa, desplegándolo por completo y volviéndolo a doblar.

—Debe de ser por aquí —dijo trazando una marca en el papel—. La gasolinera aún existe, pero el empleado del surtidor y el encargado de la caja ya no viven en la zona. Desde allí, Violet podría haber ido a cualquier sitio. Por una de esas carreteras secundarias podía salir a la 101 y dirigirse al sur, a Los Ángeles, o tomar dirección norte, a San Francisco. Podría haber dado media vuelta y regresar a casa. Calculamos qué distancia podía recorrer con ese depósito de gasolina e indagamos en todas las estaciones de servicio dentro de ese radio. No fue tarea fácil. Nadie recordaba haberla visto, cosa que me extrañó. Aquel coche era una preciosidad, y Violet también. Cabía pensar que alguien se habría fijado en ella si había parado por algo, para comer, para ir al baño, para pasear al perro. No me explico cómo pudo esfumarse así, literalmente sin dejar rastro.

—Según los periódicos, a Foley no se le consideró sospechoso.

—Lo era, eso por descontado. Y todavía lo es. Hicimos correr esa versión con la esperanza de que contase lo que sabía, pero era un zorro. Fue a contratar a un abogado en el acto, y después ya no soltó prenda. No encontramos nada con que inculparlo.

—¿No dio ninguna explicación?

—Conseguimos sonsacarle un poco antes de que se cerrara en banda. Sabemos que pasó por el Blue Moon y tomó un par de cervezas. Sostuvo que llegó a casa poco después, o sea, entre diez y diez y media. El problema es que la canguro, Liza Mellincamp, no lo vio hasta más tarde, calcula que entre las doce de la noche y la una, y, por tanto, si la mató, tuvo tiempo de hacer desaparecer el cadáver.

—Debió de hacer un buen trabajo si nunca lo han encontrado.

Schaefer se encogió de hombros.

—Imagino que aparecerá el día menos pensado, suponiendo que los bichos hayan dejado algo.

—Y suponiendo también que él la matase —añadí—, ya que podría no ser así.

—Muy cierto.

—Aunque yo no digo ni que sí ni que no.

—Lo entiendo —respondió—. Yo mismo cambio de idea a menudo, y he tenido años para dar vueltas a las distintas posibilidades.

—¿Alguien respalda la declaración de Foley en cuanto a la hora a la que llegó a casa? —pregunté.

Schaefer negó con la cabeza.

—Ni mucho menos. La gente sabe a qué hora aproximadamente se marchó del Blue Moon, pero nadie sabe adónde fue después. Quizá regresó a casa, quizá no. Es la palabra de Liza contra la suya.

—¿Y el coche? Según tengo entendido, tampoco se encontró el menor rastro.

—Supongo que dejó de existir hace mucho tiempo, probablemente se desguazó y vendió en piezas. Si no fue ese el caso, en Europa y Oriente Medio siempre hay demanda de coches robados. En California se llevan la palma Los Angeles y San Diego.

—¿Ya en aquellos tiempos?

—Pues sí, señora. Puede que las cifras varíen, pero los porcentajes son los mismos. En esas dos ciudades se robaron, sólo el año pasado, cerca de ochenta y cinco mil coches. Los roban, los trasladan a puertos de la zona y los embalan para el transporte en barco. La otra opción es cruzar la frontera en un coche y venderlo al otro lado. En sitios como México y Centroamérica si no se encuentra comprador, se abandona el vehículo en la calle y acaba en un depósito municipal. Si uno va a Tijuana ve miles: coches, furgonetas, caravanas. Algunos llevan allí años y nadie los reclamará nunca.

—¿El coche era de él o de ella?

—Fue él quien firmó los papeles del préstamo, pero el coche era de ella. Violet se aseguró de que todo el mundo se enterase de eso. Por aquel entonces, las mujeres no podían pedir un crédito aunque trabajasen. Todo se hacía a nombre del marido.

—Pero ¿por qué haría él una cosa así? ¿Comprarle un coche y matarla al día siguiente? No tiene ninguna lógica.

—Podría haberla matado impulsivamente, agredirla en un arrebato de furia. No tuvo por qué hacerlo conforme a un plan.

—Pero ¿por qué iba a comprarle el coche? Daisy me contó que apenas le alcanzaba el dinero para los recibos. También he sabido que ella tenía dinero de sobra para pagarlo al contado.

—Le daré mi opinión —dijo Schaefer—. Foley lo hizo porque le remordía la conciencia. Era su pauta de comportamiento. Montaba en cólera, le daba una paliza de muerte y luego tenía algún detalle amable para compensarlo. Tal vez se dio cuenta de que ella estaba a punto de llevarlo a los tribunales e intentó disuadirla con un regalo. Ella perdía el tino por ese coche.

—Por lo que he oído, Foley cargó con el pago de todos los plazos sin nada a cambio. Qué extraño, ¿no?

—Eso depende de cuál fuese su acuerdo con el concesionario —contestó—. A ese respecto debería hablar con Chet Cramer, de Chet Cramer Chevrolet en Cromwell. Le daré la dirección.

—Gracias. Daisy lo mencionó. Me sorprende que siga en activo después de tantos años.

—Claro que sigue. No se jubilará jamás. Tiene las riendas bien cogidas y preferiría caerse muerto antes que soltarlas.

Me remonté en el tiempo y repasé mentalmente los artículos que había leído en los periódicos.

—En un diario se decía que Violet entró esa semana en un banco de Santa Teresa y pidió acceso a su caja de seguridad. ¿Se le ocurre qué podía haber dentro?

—No. Objetos de valor, supongo. Al igual que usted, yo oí que disponía de una considerable suma, pero eso es pura cuestión de fe. Conseguimos una orden judicial y perforamos la caja de seguridad cuando quedó claro que se había marchado. Estaba vacía.

—¿Y qué se ha hecho desde entonces? Sé cómo afectan a Stacey las situaciones como esta. Los casos abiertos indefinidamente lo sacan de quicio.

—Y que lo diga. De vez en cuando alguien vuelve a echar una ojeada, pero no hay mucho en qué apoyarse. No tuvimos ningún golpe de suerte en este caso y nunca hemos dispuesto de efectivos suficientes para una segunda investigación completa. Los inspectores de Santa Teresa no dan abasto a lo que tienen entre manos. Un novato podría tantear el terreno alguna que otra vez, pero eso es todo.

—¿Y la teoría de que tenía una aventura?

—Eso sostiene Foley, pero yo tengo mis dudas. Pregunte por ahí y verá que la mayoría de la gente lo oyó de él. Violet se acostaba con medio mundo, eso desde luego, pero si se fugó con alguien, ¿cómo es que no desapareció nadie más?