5
Kathy
Miércoles, 1 de julio, 1953
Kathy Cramer estaba trabajando en las oficinas del concesionario Chevrolet de su padre cuando apareció Violet en la furgoneta de Foley, una carraca, y empezó a mirar los coches. Acarreaba una enorme canasta de mimbre con un perrito dentro que asomaba la cabeza como el muñeco de una caja de sorpresas. Ese era el primer verdadero empleo de Kathy, y su padre le pagaba un dólar la hora, veinticinco centavos por encima del salario mínimo y el doble de lo que ganaba su mejor amiga, Liza, haciendo canguros. Un dólar la hora no estaba nada mal para una chica de catorce años, por más que su padre la hubiese contratado un tanto a su pesar. Al dejar su secretaria el puesto para casarse, él pensó poner un anuncio con la idea de buscar a una sustituta a jornada completa, pero la madre de Kathy tomó cartas en el asunto, insistiendo en que ya encontraría a alguien en otoño cuando Kathy empezara las clases.
Sus responsabilidades consistían en contestar el teléfono, archivar y mecanografiar, cosa que en general no hacía bien. Como esas no eran fechas de gran actividad, se pasaba el rato leyendo las revistas de cine que se ponía sobre la falda. James Dean era ya su preferido entre las nuevas estrellas de Hollywood. También lo era Jean Simmons, con quien se identificaba. Había visto Androcles y el león y, más recientemente, La reina virgen, esta última la había protagonizado Jean Simmons junto a su marido, Stewart Granger, a quien Kathy consideraba el mejor después de James Dean.
Corría el mes de julio y el despacho era pequeño. Como tenía cristales en los cuatro costados, los rayos oblicuos del sol penetraban y calentaban aquel espacio hasta alcanzarse temperaturas insoportables. Al no haber aire acondicionado, Kathy tenía un ventilador eléctrico en el suelo, inclinado hacia ella para que el efecto fuera mayor. El aire seguía caliente, pero al menos se movía. Le parecía imposible sudar tanto estando sentada. En primavera, su profesora de gimnasia había dejado caer que no le vendría nada mal perder unos quince kilos, pero la madre de Kathy no quería ni oír hablar del asunto. Las chicas prestaban demasiada atención a asuntos superficiales como el peso, la ropa y el peinado cuando lo que de verdad contaba era la belleza interior. Era más importante ser buena persona y dar ejemplo a quienes te rodeaban. La madre de Kathy insistía en que las impurezas de la piel se le irían a su debido tiempo siempre y cuando dejara de toqueteárselas. Kathy se ponía Noxzema todas las noches, pero no parecía muy eficaz.
Kathy se quitó las gafas y limpió las lentes con el dobladillo del vestido. Eran unas gafas nuevas de elegante montura arqueada en forma de ojos de gato que, en opinión de ella, le quedaban mejor que a nadie. Sin proponérselo, empezó a seguir a Violet con la mirada mientras esta recorría el aparcamiento. Llevaba el pelo teñido de un rojo vulgar, y un ajustado vestido veraniego de color violeta con un pronunciado escote redondo. Winston Smith, el vendedor que su padre había contratado hacía un mes, no apartaba los ojos del canalillo entre sus tetas. Todos se desvivían por Violet, y eso repugnaba a Kathy. En particular su amiga Liza, que consideraba a Violet incapaz de hacer nada malo. Kathy experimentó una intensa sacudida emocional, que quizá más adelante en la vida reconociese como envidia. En aquel momento se preguntó si era posible sentir sofocos a edad tan temprana. Había visto abanicarse a su madre, cómo le chorreaba el sudor de repente, y pensó que aquella sensación suya podía ser algo similar.
Winston trabajaba exclusivamente a comisión, lo cual explicaba con toda seguridad su manifiesto interés en hablar con Violet mientras esta se paseaba entre los coches de segunda mano. Winston tenía veinte años. Llevaba el pelo, de color rubio oscuro, peinado con una cresta de rizos en lo alto; a los lados, se lo había echado hacia atrás y ambas partes se unían en la nuca, era el peinado conocido como «culo de pato», aunque esa era una expresión que Kathy ni en sueños pronunciaría en voz alta. Lo vio gesticular, haciéndose el entendido cuando en realidad no había vendido aún un solo coche. La enternecía el hecho de que Winston fuese tan transparente para ella. Su objetivo era reunir dinero para pagarse el primer año de universidad, y a Kathy le había confiado su convicción de que la venta de coches era la manera perfecta de aumentar sus ahorros. Admitía que no poseía el talento para ese trabajo que en un principio creyó tener. Ni siquiera le gustaba demasiado, pero había tomado la firme determinación de desarrollar sus aptitudes, con el señor Cramer como modelo. Temporalmente, claro está.
Winston era apuesto y habría podido ser perfectamente actor de cine. Kathy lo encontraba guapísimo con el pantalón de pinzas, la camisa desabrochada en el cuello y los zapatos blancos de gamuza. De hecho, le recordaba a James Dean: los mismos pómulos y pestañas largas, la misma complexión delgada. Tenía la expresión de un hombre sensible, y se adivinaban en ella problemas ocultos. Kathy se lo imaginaba trabajando para su padre después de la graduación, pero él tenía sueños más ambiciosos, probablemente la facultad de derecho, decía. Kathy le pedía a menudo que le hablase de sí mismo, y le animaba a abrirse a ella.
En el cajón de los lápices, guardaba la caja de precioso papel rosa que usaba para la colección de poemas que estaba escribiendo. Le gustaba la orla de rosas en el contorno de las hojas y las mariposas de las esquinas. Componía los versos en papel pautado de renglón ancho y luego, cuando quedaba satisfecha, los pasaba a limpio. Había comprado el papel para Liza, que cumplía años el viernes 3 de julio, pero al darse cuenta de que era ideal para sus propósitos decidió quedárselo. Siempre podía regalarle a Liza los polvos de muguete que alguien le había regalado a ella el año anterior.
Tenía a medio acabar el poema que estaba componiendo. Ese era el cuarto que escribía, pero sabía que era el mejor. Quizá no era aún perfecto, pero su profesora de literatura decía que todo buen escritor introducía continuas correcciones, y Kathy había comprobado que no podía ser de otro modo. Llevaba trabajando incansablemente en ese poema la mayor parte de la mañana. Sacó el papel pautado y lo leyó en voz alta. Pensaba titularlo «A W…» sin dar ningún otro indicio de a quién estaba dedicado. Sabía de muchos poetas, como era el caso de William Shakespeare, que escribían sonetos con títulos así.
A W…
Al contemplar tus preciosos ojos castaños,
mi corazón palpita y aumenta de tamaño.
Tan grande es el amor que siento dentro de mí
que prometo, amado mío, estar siempre junto a ti.
Desde el principio con toda mi alma te amé
y de ti por nada del mundo me separaré.
Si pudiera estrecharte entre mis brazos…
Vaciló. La palabra «brazos» era un atolladero. Rimaba con «flechazo», pero no sabía cómo incorporar esta palabra al poema. Se llevó el lápiz a los labios y luego la tachó. Ya se le ocurriría algo mejor. Winston volvió a sus pensamientos. En séptimo había hecho un cursillo de protocolo para las citas, para anticiparse de esa manera a las oportunidades que se le presentarían en octavo. Había aprendido cuáles eran los temas apropiados para entablar conversación con un chico y qué decir en la puerta al final de la cita. En sus fantasías, el rostro del chico era amorfo y sus facciones se adaptaban hasta parecerse al actor de cine de quien ella anduviese encaprichada en esos momentos. Lo imaginó amable y atento, capaz de valorar sus muchas buenas cualidades. Por entonces no sabía lo pronto que entraría en su vida Winston, encarnación de todos sus sueños. Estaba convencida de que había mostrado cierto interés en ella, al menos hasta que apareció Violet.
Violet y Winston se acercaban a la sala de exposición, donde se exhibía el mejor coche del concesionario —un cupé Chevrolet Bel Air de dos puertas— bajo intensas luces para dar realce a sus elegantes líneas. Violet había visto el automóvil ya a lo lejos, desde el centro del aparcamiento, y Winston le soltaba su rollo como si le fuese en ello la vida. Cualquiera diría que existía la más remota posibilidad de que Violet lo comprara. ¡Muy gracioso! ¡Ja, ja! Kathy había oído decir que Violet y Foley eran tan pobres que a duras penas les llegaba para pagar el alquiler.
Winston abrió a Violet la puerta de cristal y la dejó pasar. Kathy alcanzó a ver un moretón azulado en la barbilla de ella. Violet siempre iba paseándose por ahí de esa manera, sin hacer el menor esfuerzo por ocultar sus marcas. Sin gafas de sol. Sin maquillaje. Sin sombrero de ala ancha, que quizás habría servido de algo. Hacía sus recados —ir al supermercado o la oficina de correos, acompañar a Daisy al colegio— con uno o los dos ojos morados, la mejilla hinchada, los labios tumefactos y abultados a causa de los golpes de Foley. Violet no inventaba pretextos ni daba explicaciones jamás, con lo que Foley quedaba como un cretino. ¿Cómo podía defenderse si ella no lo acusaba de nada? En el pueblo todos sabían que le pegaba, pero nadie intervenía. Se consideraba un problema personal, aunque la madre de Kathy decía a menudo que aquello era una vergüenza. La madre de Kathy opinaba que Violet era gentuza, y que Liza acabaría mal si andaba en su compañía. Precisamente la noche anterior, sentada en lo alto de la escalera mientras sus padres estaban en el salón, oyó hablar a su madre de Violet y de Jake Ottweiler, a quienes habían visto bailar lentos en el Blue Moon. Violet era una obsesa sexual, una ninfómana impenitente (fuera eso lo que fuera), y a su madre le indignaba que Jake tuviese trato con ella. Estaba alterada y levantaba cada vez más la voz (lo cual le permitía a Kathy oírla mucho mejor) cuando su padre estalló por fin: «¡Por Dios, Livia! ¿No tienes más ocupación que esa, quedarte ahí sentada y hacer correr habladurías de mal gusto? ¿Qué demonios te pasa?».
Discutieron, y su madre lo obligó a callar por miedo a que Kathy los oyese. Ella personalmente estaba de acuerdo con su madre. Violet era una golfa. Kathy cogió una pila de papeles y se acercó al archivador situado junto a la puerta para oír qué decían Violet y Winston. Concentrados en el coche, parecían ajenos a la presencia de ella. Winston decía:
—Esto no es un sedán corriente, no se vaya usted a pensar. Este es el Chevrolet cupé de cinco plazas con motor 235, transmisión automática Powerglide, doble carburador, tubo de escape y tapacubos completos. Tiene incluso filtro de aceite en forma de colmena, si es que cabe imaginarse algo semejante.
Era obvio que Violet no distinguía un filtro de un filete de pescado.
—Lo que me encanta es el color —dijo acariciando el guardabarros delantero con la mano. El adorno del capó parecía un águila o un halcón en pleno vuelo, el pico al frente, las alas hacia atrás, surcando el aire a toda velocidad en una pose estilizada.
—El color es personalizado: no hay otro igual. ¿Sabe cómo se llama? «Violeta pizarra». No es broma.
Violet le dedicó una sonrisa. Ella vestía siempre ropa de algún tono de violeta: morado, lavanda, lila, malva. Winston se inclinó ante ella y le abrió la puerta del conductor, dejando a la vista el tapizado de color rosa orquídea del panel inferior del salpicadero.
—Ahí tiene, tome asiento.
Bajó la ventanilla y se echó atrás para que ella lo viera mejor por dentro. Los asientos, tapizados en felpa azul verdosa, incluían recuadros y bandas laterales estampados de llamas azules y rosas, y estas se fundían dando como resultado un tono violáceo. Cuando el coche llegó al concesionario, el señor Cramer abrió el maletero para enseñarle a Kathy el interior, tapizado en esos dos mismos colores. Incluso la rueda de repuesto, guardada en su hueco correspondiente, estaba recubierta de felpa azul, como si llevase una funda.
Violet se sentó al volante y colocó las manos en las diez y las dos, casi enfebrecida de entusiasmo.
—Es precioso. ¡Me encanta! —Acarició el asiento con actitud reverente—. ¿Cuánto?
Winston soltó una carcajada, pensando que Violet hablaba en broma.
—¿Qué te hace tanta gracia?
Él bajó la vista y se quedó mirando la puntera de su zapato. Con la frente fruncida y hoyuelos en las mejillas, y lanzándole miradas bajo sus pestañas oscuras, dijo:
—En fin, señora Sullivan, no se lo tome a mal, pero creo que no está al alcance de su bolsillo. Desde luego no está al alcance del mío.
—Tengo dinero.
—Tanto no —contestó él con tono jocoso, para quitarle hierro al asunto.
Kathy advirtió que Winston pretendía paliar la decepción que ella sentiría cuando se enterase del precio. Pensó que Violet fanfarroneaba un poco, que se daba aires de grandeza. ¡Vaya un chasco iba a llevarse!
La sonrisa desapareció de los labios de Violet.
—¿Crees que no puedo permitirme un coche tan bonito como este?
—Yo no he dicho eso, señora Sullivan. Nada más lejos.
A Kathy le costaba creer que aquella mujer siguiese en sus trece, pero Violet dijo:
—Contesta a mi pregunta, pues.
—El precio de venta al público es de 2375 dólares. Puede que mi jefe esté dispuesto a hacerle un descuento, pero no gran cosa. Un coche como este se considera gama alta y no hay mucho margen de maniobra, como decimos nosotros.
Kathy observó la expresión de Violet con la esperanza de que se diese cuenta de lo desencaminada que iba. Violet no apartó la mirada de Winston, que parecía un tanto distraído por el escote de ella, de por sí exagerado.
—Me gustaría probarlo —dijo.
—Sí, cómo no. Podemos organizarlo.
Violet sacó la mano por la ventanilla, con la palma abierta.
—¿Tienes las llaves?
—No, no las llevo encima. Deben de estar en la oficina…, allí —respondió él, señalando de manera innecesaria.
—Pues bien, Winston, tendrás que ir a buscarlas. ¿Serás capaz de eso? —Violet empleó un tono insinuante y aterciopelado, pero a Kathy esas palabras le sonaron ofensivas.
—Por desgracia, mi jefe ha salido a comer, y sólo quedo yo.
—¿Y?
—Pues que no puedo marcharme sin más, porque él me ha dejado a cargo de la tienda, ya me entiende.
—Si no me equivoco, hay un mecánico en el local. Dos, de hecho. ¿Cómo se llama aquel? Floyd, ¿no?
Tanto Kathy como Winston echaron un vistazo al taller, donde vieron a Floyd, que revisaba un coche que acababa de llegar. El señor Padgett había hablado de dejar su coche usado como entrada para comprar otro, pero al final decidió esperar hasta otoño, cuando pusiesen a la venta los nuevos modelos del 54. Había dicho que entretanto prefería disponer del dinero, así que lo había vendido sin más.
Winston pareció sentir alivio, como si Violet le hubiese proporcionado la escapatoria perfecta.
—Señora Sullivan, Floyd no puede trabajar en la tienda. No sabría qué hacer en la misma medida en que yo no podría entrar en el taller y hacer su trabajo por él.
—¿Para qué te necesito? Sólo voy a dar una vuelta a la manzana. ¿No te fías de mí?
En el cuello de Winston, la nuez de Adán se movió perceptiblemente.
—Claro que sí. No se trata de eso. Es sólo que sería mejor esperar a que vuelva mi jefe para que usted pueda hablar con él. Se conoce este coche de arriba abajo, mucho mejor que yo. Además, si a eso vamos, es él quien se ocupa de todo el papeleo, así que será lo más aconsejable.
—¿Papeleo?
—La entrada, los plazos y esas cosas, ya sabe. Tendría que hacer venir a su marido para que firme.
Violet pareció tomarse a broma ese último comentario.
—¿Para qué? Foley no tiene un centavo. Mi idea es pagar con dinero en mano.
—¿Todo al contado?
—¿Sabes cuánto dinero tengo? No debería decirlo, pero cuento con tu discreción —dijo ella bajando la voz.
—Es mejor que no me diga nada personal, señora Sullivan. Tendría que hablar del estado de sus finanzas con el señor Cramer.
—Cincuenta mil dólares.
Winston, nervioso, se echó a reír.
—¿En serio?
—Claro. ¿Por qué iba a bromear sobre una cosa así?
—¿Qué ha hecho? ¿Atracar un banco?
—Ha sido una indemnización. Yo quería más, pero eso fue lo que la compañía de seguros me ofreció a toca teja. Mi abogado me aconsejó aceptar, y eso hice. Seguramente estaban los dos conchabados. A Foley no le he dicho siquiera la cantidad real. Lo tendría encima al instante y echaría a perder hasta el último centavo. ¿Ves esto? —Violet se señaló el moretón de la barbilla—. Un día Foley va a pasarse de la raya conmigo, y entonces se acabó. Me marcharé. Ese dinero es mi escapatoria. —Tendió la mano—. Y ahora, ¿me das las llaves?
Kathy vio cómo se debatía Winston ante la petición. Sabía que él no era un gran rival en un enfrentamiento, y menos ante una mujer como Violet. No obstante, sabía que su padre le había dado instrucciones concretas: no podía probarse ningún coche sin vendedor a bordo; no podía dejarse la tienda desatendida.
—¿Qué comisión te llevas por una venta? —preguntó Violet, como si la venta fuese ya un hecho.
—Alrededor del cuatro por ciento.
—En este caso, suficiente para pagarte la matrícula y los libros de los dos próximos cursos, ¿o me equivoco?
—Más o menos eso, sí —contestó él.
Incluso Kathy quedó anonadada ante la idea de que Winston se embolsase tal cantidad de dinero.
—Entonces, ¿quieres la venta o no?
Winston echó una ojeada a su reloj.
—No sé qué decir, señora Sullivan. El señor Cramer llegará en cualquier momento…
—¡Vamos, por Dios! Dame las llaves y acabemos de una vez. Sólo voy a dar una vuelta a la manzana.
Kathy cerró el cajón del archivador y levantó la vista al techo en un gesto de aversión. La prepotencia era una actitud impropia de una mujer —todo el mundo lo sabía—, pero la blasfemia era imperdonable. Regresó a su escritorio y tomó asiento. Aquella mujer deliraba. Winston no iba a permitirle ni por asomo marcharse en ese coche. ¿Sin que un solo dólar cambiase de manos? Muy gracioso. Ja, ja. Kathy cogió una pila de papeles y los ordenó golpeando contra la mesa; a continuación abrió y cerró un cajón, haciendo ver que estaba absorta en su trabajo.
Winston apareció ante su escritorio. En las sisas de la camisa se le veían amplios círculos de humedad, y a Kathy le llegó el olor a sudor.
—Tengo un problema.
—Lo sé. Esa mujer se da tantos humos que es para vomitar.
—¿Puedo coger las llaves del Bel Air?
Parpadeando, Kathy clavó la mirada en él.
—¿Por qué me lo preguntas?
—¿Podrías dármelas, por favor? Piensa comprar el coche y antes quiere ver cómo va.
—Yo no las tengo.
—Sí las tienes. He visto cómo te las daba tu padre.
Kathy no se movió porque de pronto se acordó de una cosa. La noche anterior durante la cena había oído que su padre le decía a su madre que tenía un exceso de stock y poca liquidez. ¿Y si era verdad que Violet disponía del dinero y se echaba a perder la venta? Si Kathy armaba un alboroto y el trato quedaba en nada, no se lo perdonarían nunca. Notó que le ardía la cara.
Winston, exasperado, se inclinó sobre el escritorio y abrió el cajón de los lápices. Allí, bien visibles, estaban las llaves, en un llavero con el logotipo de Chevrolet, la marca y el modelo del coche escritos a mano en una etiqueta de papel redonda. Las cogió él mismo.
—Lo lamentarás —dijo Kathy sin mirarlo.
—Sin duda —respondió Winston, y volvió a la tienda.
Violet seguía dentro del coche.
Al padre de Kathy le daría un ataque cuando se enterase, pero ¿qué iba a hacer ella?
Winston ofreció las llaves a Violet. Ella las cogió sin mediar palabra y arrancó el motor. Puso marcha atrás y comenzó a retroceder hacia la ancha puerta de acero al fondo de la tienda. Kathy observó cómo se dirigía Winston hacia la puerta y agarraba el tirador para levantarla. La puerta ascendió por su guía con un débil gruñido. Winston se inclinó hacia la ventanilla del conductor, probablemente para dar algún consejo a Violet, pero ella salió al callejón con un viraje y se alejó sin volver siquiera la vista atrás.
Kathy vio que Winston echaba un vistazo a su reloj y sintió un ligero estremecimiento de temor, porque supo con toda exactitud qué le había pasado por la cabeza. Aun si Violet daba la vuelta al pueblo, el paseo no podía durar más de cinco minutos, y eso significaba que tendría el coche de nuevo en la tienda antes de que su padre regresase del almuerzo.