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De regreso a Santa María, Daisy tomó otra ruta trazando un amplio arco hacia el norte, que, según el mapa, abarcaba los municipios de Beatty y Poe. A decir verdad, no vi ninguno de los dos. Aguzando la vista, pregunté:
—¿Dónde está Poe? Según el mapa está aquí mismo, cerca de un pueblecito llamado Beatty.
—Creo que esos son nombres de empresas. En cuanto a Poe, no sé, pero existe una compañía llamada Petróleo y Gas Natural Beatty. Si alguna vez hubo pueblos ahí, puede que hayan dejado los nombres para que la zona no parezca tan desierta.
El paisaje era llano, dedicado por completo a la agricultura: campos de lechugas, remolachas y judías, hasta donde alcanzaba la vista. El aire olía a apio. Cabinas de inodoros de intenso color azul se alzaban paralelas a la carretera como centinelas. En el arcén, junto a algunos campos, había coches estacionados y camiones de plataforma cargados con altas pilas de cajas de madera. Agachados entre las ringleras de matas, los jornaleros itinerantes cosechaban algún cultivo que no reconocí a simple vista, dado que viajábamos a cien kilómetros por hora. La carretera describió una amplia curva hacia el norte. Pozos petrolíferos salpicaban el terreno y en un tramo del camino nos llegó, procedente de una pequeña refinería, un olor que recordaba al de neumáticos quemados. En algunos puntos vi detenidos convoyes de vagones de mercancías, que debían de extenderse a lo largo de medio kilómetro.
Miré por la ventanilla del conductor a lo que quedaba detrás de Daisy. Enclavada en un pinar, cerca de la carretera, había una magnífica casa antigua de piedra y estuco, a todas luces abandonada. La arquitectura presentaba elementos de estilo Tudor con un toque de chalet suizo, y todo el conjunto quedaba fuera de lugar entre campos labrados y eriales. La segunda planta tenía estructura de madera y tres mansardas asomaban en el tejado.
—¿Qué demonios es eso?
Daisy aminoró la marcha.
—Esa es la razón por la que hemos tomado este camino. Tannie y su hermano, Steve, heredaron la casa y ciento veinte hectáreas de tierras de labranza, parte de las cuales tienen arrendadas.
Dos enormes chimeneas de piedra delimitaban la casa por los extremos. Las estrechas ventanas de la segunda planta inducían a pensar que se trataba de habitaciones reservadas al servicio. Un magnífico roble, plantado probablemente hacía unos noventa años, crecía junto a una esquina de la casa y daba sombra a la entrada. Enfrente, al otro lado de la carretera, se extendían hectáreas y hectáreas de tierra yerma.
La maleza había invadido por completo el jardín. Los hierbajos habían proliferado y arbustos en otro tiempo decorativos medían ahora dos metros y medio de altura y tapaban las ventanas de la planta baja. Donde antes había un elegante acceso, flanqueado por bojes a ambos lados de un ancho camino de ladrillo, ahora el paso estaba casi cerrado. Alguien conducía un pequeño tractor para limpiar de maleza la franja contigua a la carretera y amontonar la broza. Los matorrales más cercanos a la casa probablemente tendrían que cortarse a mano. Un trabajo ímprobo, pensé.
—Fíjate en la parte trasera —dijo cuando pasamos de largo.
Me volví en el asiento y miré por encima del hombro para contemplar la casa desde otro ángulo. Un camino ancho de tierra y grava, posiblemente el camino de acceso original, comunicaba ahora con una carretera de servicios que se bifurcaba a la derecha. Supuse que la carretera de servicios se cruzaba con una de las viejas carreteras comarcales que quedaron obsoletas en cuanto se abrió New Cut Road.
En la parte de atrás de la casa habían desaparecido casi todas las ventanas de la tercera planta, y los marcos y vigas estaban chamuscados debido a un incendio que había consumido medio tejado. La imagen tenía algo de doloroso, y noté mi propia mueca.
—¿Cómo ocurrió?
—Unos vagabundos. Hace un año. Ahora hay una acalorada discusión sobre qué hacer con esto.
—¿Por qué se construyó la casa tan cerca de la carretera?
—En realidad no se construyó cerca. La casa estaba en el centro de las tierras, pero un día abrieron la nueva carretera. Los abuelos debieron de necesitar dinero, porque vendieron un buen pedazo de finca, quizá la mitad. Aún no se había secado la tinta en el cheque y ya estaban en marcha las negociaciones para un proyecto urbanístico que nunca se realizó. Así es la política local. Ahora Tannie está en un dilema: no sabe si restaurar la casa o demolerla para construir otra en un sitio mejor. Su hermano opina que les conviene más vender la propiedad ahora que aún están a tiempo. En estos momentos el mercado es propicio, pero Steve es de esas personas que siempre ven el futuro negro. Ahora Tannie y Steve andan a la greña. Ella tendrá que comprarle a él su parte si decide quedarse. Ha contratado a un par de hombres para que, en sus días libres, la ayuden a limpiar el terreno de maleza. Las autoridades del condado se han puesto muy quisquillosas con el peligro de incendio después de la experiencia del año pasado.
—¿Quiere labrar la tierra?
—Lo dudo. Quizá planea dedicarse a la hostelería. Tendrás que preguntárselo.
—Asombroso. —Sentí cómo cambiaba la percepción que hasta entonces había tenido con respecto a Tannie Ottweiler. Me la había imaginado llegando apenas a fin de mes con su sueldo de camarera, sin concebir siquiera la idea de que fuese una terrateniente—. Supongo que piensa trasladarse aquí.
—Eso espera. Viene los jueves y los viernes, así que si esta semana vuelve, podríamos comer juntas las tres.
—Una idea estupenda.
Siguió un silencio que se prolongó durante veinticinco kilómetros. Daisy era comunicativa a pequeñas dosis, pero al parecer no se sentía en la necesidad de parlotear todo el tiempo, y para mí tanto mejor.
—¿Y cuál es tu historia? —preguntó por fin.
—¿La mía?
—Tú has estado haciéndome preguntas. Seamos justos.
Eso no me gustó, la sensación de estar obligada a hablar para saldar la cuenta. Como de costumbre, reduje mi pasado a lo básico. No deseaba la comprensión ajena ni quería más preguntas. En cualquiera de las versiones que ofrecía, el final era siempre el mismo y ya me aburría recitarlo.
—Mis padres murieron en un accidente de coche cuando yo tenía cinco años. Me crio una tía soltera a quien no se le daba bien la maternidad.
Esperó a ver si seguía.
—¿Estás casada?
—Ahora no, pero lo he estado. Dos veces, que ya me parecen muchas.
—Yo llevo ya cuatro divorcios; te gano por dos, así que supongo que soy más optimista.
—O quizás aprendes más despacio.
Con eso le arranqué una sonrisa, aunque sólo fuera un amago.
Cuando regresamos a casa de Daisy, recogí mi coche y volví a Santa Teresa, en concreto a mi despacho, donde trabajé lo que quedaba de tarde. Escuché los mensajes acumulados en el contestador durante mi ausencia y luego me senté a leer los artículos de prensa sobre Violet de las semanas posteriores al momento en que se la tragó la tierra. La crónica inicial sobre la mujer desaparecida no salió a la luz hasta el 8 de julio, el miércoles de la semana siguiente. Era un texto breve en el que se solicitaba ayuda a todo aquel que pudiese aportar algún dato sobre la desaparición de Violet Sullivan, vista por última vez el sábado 4 de julio, cuando salió de su casa para reunirse con su marido en un parque de Silas, California, a quince kilómetros de su pueblo, Serena Station. Según se creía, iba al volante de un cupé Chevrolet Bel Air de dos puertas de color gris violáceo, con el adhesivo del concesionario en el parabrisas. Cualquiera que tuviese alguna información debía ponerse en contacto con el sargento Tim Schaefer, de la oficina del sheriff del condado de Santa Teresa. Se daba el número de teléfono de la delegación del norte del condado.
Aunque Daisy había recortado otros dos artículos, estos añadían poco más. Contenían alusiones al dinero de Violet, pero no se había confirmado ninguna cantidad concreta. El director de una sucursal bancaria de Santa Teresa había telefoneado a la oficina del sheriff para comunicar que Violet Sullivan llegó a Ahorros y Préstamos de Santa Teresa a primera hora de la tarde del miércoles 1 de julio. Primero se dirigió a él, le entregó la llave y le pidió acceso a su caja de seguridad. Como el director ya llegaba tarde al almuerzo, la remitió a una de sus cajeras, una tal señora Fitzroy, que había tratado antes con la señora Sullivan y la reconoció nada más verla. Cuando la señora Sullivan firmó, la señora Fitzroy verificó la firma y la acompañó a la cámara acorazada, donde le entregó su caja y la llevó hasta un cubículo. La señora Sullivan devolvió la caja unos minutos después. Ni la cajera ni el director tenían la menor idea de qué había en la caja, y tampoco sabían si ella había retirado el contenido.
En un tercer artículo, publicado el 15 de julio, el responsable de relaciones públicas de la oficina del sheriff del condado declaró que estaban interrogando a Foley Sullivan, el marido de la mujer desaparecida. No se lo consideraba sospechoso, pero era una «persona de interés». Según la versión de Foley Sullivan, él se fue a tomar una cerveza al terminar los fuegos artificiales a las nueve y media. Llegó a casa un rato después y vio que el coche no estaba. Supuso que su mujer y él no habían conseguido encontrarse en el parque y que ella no tardaría en llegar. Admitió cierto grado de embriaguez y afirmó que se fue derecho a la cama. A las ocho de la mañana siguiente, cuando su hija lo despertó, se dio cuenta de que su mujer no había regresado. Todo aquel que tenga información, etcétera.
Durante los años posteriores se escribieron de vez en cuando artículos de fondo sobre el caso, material de relleno básicamente. El tono pretendía ser implacable, pero la cobertura era superficial. Se dilataban y adornaban los mismos datos básicos sin grandes revelaciones. Por lo que pude ver, el asunto nunca se había abordado de manera sistemática. El incierto destino de Violet la había elevado al rango de una celebridad menor, pero sólo en la pequeña comunidad rural donde vivía. Al parecer, fuera de esa zona nadie mostró gran interés. Había una fotografía de ella en blanco y negro y otra del coche, no el suyo en particular, claro, sino uno de la misma marca y modelo.
El asunto del coche me llamó la atención y leí esa parte dos veces. El viernes 3 de julio de 1953 Foley Sullivan había rellenado los papeles del crédito sobre un precio de compra de 2145 dólares. Puesto que el automóvil no apareció, él no tuvo más remedio que realizar el pago de las siguientes treinta y seis mensualidades hasta satisfacer las condiciones. La propiedad del vehículo no llegó a registrarse. El permiso de conducir de Violet Sullivan caducó en junio de 1955, y no solicitó la renovación.
Lo que me pareció curioso fue que, según la descripción de Daisy, su padre era algo así como un holgazán, y no me explicaba, pues, por qué había continuado pagando los plazos del coche. Tener que seguir apoquinando por un vehículo que quizá su mujer usase para fugarse con otro hombre era el colmo de la desgracia. Como el concesionario no tenía manera de recuperar el coche, Foley estaba atado de manos. En todo caso, no entendía qué más le daba si el concesionario lo demandaba o encargaba el asunto a una agencia de cobro a morosos. Total, no tenía nada que perder. Ya no le quedaba crédito, ¿qué importancia tenía, pues, una deuda más? Archivé la pregunta en el fondo de mi mente con la esperanza de encontrar allí una respuesta cuando volviese a mirar.
A las cinco cerré el despacho y me marché a casa. Mi estudio se encuentra en una calle secundaria a cien metros de la playa. Mi casero, Henry, había convertido el garaje de una sola plaza en un apartamento de alquiler, el cual está comunicado con su propia casa mediante un pasillo acristalado. Vivo allí muy a gusto desde hace siete años. Henry es el único hombre que conozco con quien me casaría de buena gana si (y sólo si) la diferencia de edad no fuese de cincuenta años. Resulta penoso que el hombre perfecto en la vida de una sea un octogenario…, por bien que lleve sus ochenta y siete años. Henry es esbelto, apuesto, elegante, de cabello canoso y ojos azules, y muy activo. Podría seguir recitando sus muchas virtudes, pero seguramente ya se han formado ustedes una idea.
Aparqué y crucé la chirriante verja que anuncia mi llegada. Rodeé la casa para acceder a la parte trasera y entré en mi apartamento, donde, tras una breve pugna con mi conciencia, me puse la ropa de deporte y corrí cinco kilómetros por la playa. Cuando regresé a casa, cuarenta minutos después, me esperaba en el contestador un mensaje de Cheney Phillips. Me proponía una cena rápida y decía que, si no había contraorden, nos reuniríamos en el bar de Rosie a las siete. Me duché y volví a ponerme los vaqueros.
—En fin, es una proposición interesante, debo admitirlo —dijo Cheney cuando se lo expliqué. Rosie había tomado nota. Después de preguntarnos qué queríamos, acabó apuntando lo que ella había decidido servir previamente, un plato impronunciable que señaló en el menú. Como resultó ser un estofado de carne de cerdo y ternera que sabía más a crema agria que a otra cosa, nos pasamos varios minutos añadiendo sal y pimienta a hurtadillas hasta el punto de que nos escocieron los ojos. Por lo general, los guisos de Rosie son sabrosos, así que ninguno de los dos nos explicábamos qué le ocurría. Cheney bebía cerveza y yo vino blanco de mala calidad, que era lo único que se servía allí.
—¿Sabes qué es lo que más me hace dudar? —pregunté.
—Cuenta.
—La posibilidad de fracaso.
—Hay cosas peores.
—Dime una.
—Una endodoncia. Una inspección de hacienda. Una enfermedad terminal.
—Pero al menos esas cosas no inciden en otras personas. No quiero embolsarme el dinero de Daisy si no puedo darle nada a cambio, ¿y qué probabilidades tengo?
—Es una mujer adulta. Según dice, eso es lo que quiere. ¿Tienes alguna razón para dudar de su sinceridad?
—No.
—¿Por qué no le pones un tope al dinero?
—Ya lo he hecho, y no me tranquiliza.
—Te las arreglarás. Basta con que hagas todo lo que esté en tus manos.
El miércoles por la mañana hice varias llamadas en el despacho para concertar citas con los principales integrantes de la lista. Aunque pensaba que el orden de las entrevistas carecía de importancia, ordené los nombres según mi preferencia personal y telefoneé a uno tras otro. Hablé primero con el sargento Timothy Schaefer, que fue el responsable de la investigación cuando Violet desapareció. Quería conocer los hechos desde su punto de vista y me parecía que era la persona idónea para establecer los antecedentes del caso. Acordamos vernos a la una del mediodía y me dio indicaciones para llegar a su casa, en Santa María. Foley Sullivan era el siguiente en mi lista. Daisy le había anunciado mi llamada; aun así, sentí alivio al descubrir que estaba dispuesto a cooperar. Quedé con él después de la entrevista con el sargento Schaefer. A continuación telefoneé a Calvin Wilcox, el único hermano de Violet. Como estaba comunicando pasé al siguiente.
La cuarta de la lista era la canguro, Liza Clements, de soltera Mellincamp, una de las últimas personas que estuvo en compañía de Violet. Esperaba crear un calendario de acontecimientos, empezando por Liza y retrotrayéndome para reconstruir qué había hecho y con quién se había encontrado Violet durante los días previos a su desaparición. Marqué el número de Liza y descolgó al sexto timbrazo, en el preciso momento en que iba a desistir.
Cuando me identifiqué, contestó:
—Perdone, pero ¿podríamos hablar en otro momento? Tengo hora con el dentista y estaba a punto de salir.
—¿Qué tal esta tarde? ¿A qué hora volverá?
—La verdad es que hoy tengo un día complicado. ¿Qué tal mañana?
—Sí, no hay problema. ¿Cuándo?
—¿A las cuatro?
—De acuerdo.
—¿Tiene mi dirección?
—Me la dio Daisy.
—Estupendo. Hasta entonces, pues.
Seguí con Kathy Cramer. Liza y ella tenían a la sazón catorce años, y por consiguiente pronto cumplirían los cincuenta. Sabía que Kathy estaba casada, pero por lo visto había decidido conservar su apellido de soltera, porque yo no disponía de más referencia que esa. Marqué su número y, en cuanto se puso, me presenté y le expliqué en qué consistía mi misión por encargo de Daisy.
—Es broma, ¿no? —preguntó con un tono inexpresivo de pura incredulidad.
—Pues, sintiéndolo mucho, no —respondí. Aquello ya me aburría. No le encontraba la menor gracia a repetir esa misma cantinela una de cada dos llamadas.
—¿Está buscando a Violet Sullivan después de tantos años?
—Para eso me han contratado. Tengo la esperanza de que usted pueda llenar ciertas lagunas.
—¿Ha hablado con Liza Mellincamp?
—Iré a verla mañana por la tarde. Le estaría muy agradecida si pudiese concederme media hora.
—Quizá me sea posible. ¿Qué tal mañana por la mañana a las once?
—Cómo no.
—¿Qué dirección le han dado? Acabamos de mudarnos.
Leí la dirección anotada en mi lista, que ya no se correspondía con la actual. Me facilitó la nueva y me indicó cómo llegar, lo anoté todo apresuradamente.
Por último, telefoneé a Daisy para anunciarle que haría una visita corta a Santa María. Calculaba que el jueves dispondría de un rato libre y le propuse quedar para comer y ofrecerle un sucinto informe verbal. Ella accedió y sugirió que probásemos una cafetería que se encontraba cerca de su trabajo. Como Tannie también estaría el jueves en Santa María, Daisy se pondría en contacto con ella para ver si podía sumarse a la reunión. Al mediodía tenía horario flexible, así que acordamos que la llamaría en cuanto me dispusiera a tomarme un respiro.
Después de colgar, plegué la lista y recogí mis fichas, llené el depósito del VW y me encaminé hacia el norte. Ya empezaba a aburrirme del viaje de una hora de ida y otra hora de vuelta y no me entusiasmaba la cantidad de kilómetros que estaba echándole a cuestas a mi escarabajo de trece años.