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Recibí a Daisy Sullivan en mi despacho a las nueve de la mañana siguiente. Después de dejarme ver un asomo de su rabia, había vuelto a su anterior estado de calma. Se mostró cordial, sensata y dispuesta a colaborar. Decidimos fijar un límite a la cantidad de dinero que me pagaría. Me entregó un cheque por valor de dos mil quinientos dólares; es decir, quinientos dólares diarios por cinco días. Llegados a ese punto, en función de lo que hubiese averiguado veríamos si merecía la pena continuar con la investigación. Era un martes, y Daisy iba de regreso a Santa María, donde trabajaba en el departamento de historiales de un centro médico. El plan era que yo la siguiese en mi coche, aparcase cerca de su casa y después fuésemos en el suyo al pequeño pueblo de Serena Station, a veinticinco kilómetros de allí. Yo quería ver la casa donde vivían los Sullivan cuando su madre fue vista por última vez.

Mientras nos dirigíamos al norte por la 101, permanecí atenta a la parte trasera del Honda de Daisy, un modelo de 1980, blanco a causa del polvo y con una enorme abolladura en la tapa del maletero. No imaginaba cómo podía haberse hecho algo así. Parecía como si un árbol hubiese caído sobre el coche. Era de esos conductores que apenas se separan del arcén, y las luces de frenado se encendían y apagaban como las bombillas intermitentes de un árbol de Navidad. Mientras avanzaba, las colinas amarillentas parecían acercarse y retroceder, el matorral que las cubría se veía tan tupido y erizado como el pelo de una manta de lana nueva. Una cortina gris de hierba seca ondeaba junto a la carretera, azotada por la brisa que levantaban los coches al pasar, y un incendio reciente había creado un otoño artificial, tiñendo las laderas de un tono broncíneo semejante al de una fotografía en sepia. Las hojas de los árboles, chamuscadas, presentaban un color beis apergaminado. Los arbustos habían quedado reducidos a estacas negras. De la tierra cenicienta asomaban los tocones de los árboles como tuberías rotas. Cada tanto se veía un árbol consumido sólo a medias por el fuego, como si hubiesen injertado ramas marrones en el follaje verde.

Frente a mí, Daisy encendió el intermitente y abandonó la autovía para tomar la 135, que torcía hacia el noroeste. La seguí. Para entretenerme, cogí el mapa que había plegado en tercios y lo coloqué en el asiento del pasajero. Una ojeada me reveló un puñado de pequeños pueblos desperdigados por una amplia zona, poco más que puntos en el paisaje: Barker, Freeman, Tullís, Arnaud, Silas y Cromwell, este último era el más grande, con una población de 6200 habitantes. Siempre he sentido curiosidad por saber cómo surgieron tales comunidades. Si el tiempo me lo permitía, a la vuelta las visitaría para verlo yo misma.

La casa de Daisy estaba en una calle adyacente a Donovan Road, al oeste de la 135. Entró por un camino de acceso que discurría entre dos casas de madera y estuco de los años setenta, réplicas exactas la una de la otra, si bien la suya estaba pintada de verde oscuro y la contigua de gris. En la fachada de su casa, buganvillas emparradas de gruesos tallos trepaban hasta el tejado de listones recubierto de tela asfáltica, en una maraña de flores de la forma y el color de las gambas. Aparqué junto a la acera y me apeé mientras ella guardaba el Honda en el garaje y sacaba la bolsa de viaje del maletero. Me quedé en el porche y la observé meter la llave en la cerradura de la puerta.

—Déjame abrir alguna ventana —dijo cuando entramos.

La seguí. La casa llevaba varios días cerrada y dentro se había acumulado el calor. Abriendo ventanas a su paso, Daisy atravesó el salón y el comedor hasta llegar a la cocina.

—El baño está por ese pasillo a la derecha.

—Gracias —dije, y fui a buscarlo, básicamente porque eso me brindaba la oportunidad de echar un vistazo a otras habitaciones. La planta era la habitual en aquella clase de viviendas. Había un salón-comedor en forma de L. A la izquierda, una cocina larga y estrecha se extendía de un extremo a otro y, a la derecha, un pasillo comunicaba dos habitaciones pequeñas separadas por un cuarto de baño. La casa estaba limpia pero mal conservada.

Cerré la puerta del baño y aproveché la coyuntura para hacer uso del equipamiento, una manera delicada de decir que meé. Los azulejos eran de color marrón oscuro y el mármol acababa en un canto redondeado de color beis de unos cinco centímetros de anchura. La taza del váter era del mismo marrón oscuro. Detrás de la puerta colgaba la bata de Daisy, un quimono de seda de un denso azul celeste con un dragón verde y naranja bordado en la espalda. Al verlo, la tuve en mayor estima. Yo habría imaginado algo más ñoño, algo de franela con ramilletes de rosas, largo hasta los tobillos, más parecido a un camisón de abuela. Debía de tener un lado sensual que yo no había percibido.

Me reuní con ella en la cocina. Había puesto agua a calentar en uno de los hornillos, con el fuego alto para acelerar el proceso. En la mesa esperaban ya dos macizos tazones de loza y bolsitas de té.

—Enseguida vuelvo —dijo, y desapareció en dirección al cuarto de baño, lo que me permitió echar un vistazo por la ventana de la cocina.

Observé el cuidado jardín: el césped cortado, los rosales colmados de flores de color rosa intenso, arrebolado, melocotón, naranja dorado. Tannie me había comentado que Daisy bebía en exceso, pero por mucha angustia que le hubiese generado la desaparición de su madre, su vida exterior permanecía en orden, quizás en claro contraste con el caos emocional interior. En su ausencia, tuve la delicadeza de no mirar en el cubo de la basura para ver si había tirado alguna botella de vodka vacía. El hervidor empezó a silbar, así que apagué el hornillo y vertí el borboteante agua en las tazas.

Cuando regresó, traía una carpeta marrón claro que dejó sobre la mesa. Se acomodó en una silla y se puso unas gafas de leer con montura metálica redonda, de esas que se compran en las farmacias. Sacó unos cuantos artículos de periódico, recortados y sujetos con un clip, y una hoja de anotaciones, escritas con una caligrafía clara, las letras redondas y regulares.

—Esto es todo lo que encontré en los diarios. No hace falta que los leas ahora, pero he pensado que podrían servirte. Y aquí tienes los nombres, las direcciones y los números de teléfono de las personas con quienes quizá te interese hablar. —Señaló el primer nombre de la lista—. Foley Sullivan es mi padre.

—¿Vive ahora en Cromwell?

Asintió con la cabeza.

—No fue capaz de quedarse en Serena Station. Supongo que algunos se reservaron la opinión, pero la mayoría de la gente lo tenía ya en poca estima. Bebía antes de que ella se marchase, pero dejó el alcohol por completo y nunca ha vuelto a tomar una sola gota. En cuanto al siguiente nombre, Liza Clements…, su apellido de soltera era Mellincamp. Era la canguro que me cuidaba la noche que mi madre se fugo…, escapó…, o como quieras llamarlo. Liza acababa de cumplir catorce años y vivía a una calle. Esta chica, Kathy Cramer, era la mejor amiga de Liza, y de hecho todavía lo es. Su familia vivía a varias puertas…, una casa grande, en comparación con las otras. La madre de Kathy era una chismosa de cuidado, y es posible que Kathy oyese de ella alguna habladuría.

—¿Vive la familia aún allí?

—El padre sí. Chet Cramer. Foley compró el coche en su concesionario. Kathy se casó, y su marido y ella compraron una casa en Orcutt. Su madre murió siete u ocho años después de la desaparición de mi madre, y Chet se casó con otra mujer al cabo de seis meses.

—Seguro que eso dio que hablar. —Indiqué el siguiente nombre de la lista—. ¿Quién es este?

—Calvin Wilcox es el único hermano de Violet. Creo que se vieron aquella misma semana, así que tal vez pueda llenar algún hueco. Este, BW, era el camarero del local que frecuentaban mis padres, y los demás son diversos clientes que fueron testigos de sus famosas trifulcas.

—¿Has hablado con todas estas personas?

—Pues…, no…, —contestó—. O sea, las conozco a todas desde hace años…, pero nunca les he preguntado por ella.

—¿No crees que tú tendrías más suerte que yo? Soy una desconocida. ¿Por qué habrían de sincerarse conmigo?

—Porque a la gente le gusta hablar, pero puede que sean reacios a decirme a mí ciertas cosas. ¿Quién va a querer contar a una mujer la de veces que su padre dejó grogui a su madre de un puñetazo? ¿O que su madre, en una ocasión, perdió los estribos y le echó a un hombre a la cara el vino de su copa? De vez en cuando llega a mis oídos algún detalle de esos, pero en general la gente se cierra en banda, mantiene la verdad detrás de un velo. Sé que actúan con la mejor intención, pero a mí eso me saca de quicio. Detesto los secretos. Detesto que exista toda esa información a la que se me niega el acceso. Vete a saber qué cuentan a mis espaldas incluso hoy.

—En fin, te informaré por escrito con regularidad, para que estés al corriente de todo lo que llegue a mis oídos.

—Bien. Me alegro. Ya va siendo hora —dijo—. Ah, ten. Quiero que te lleves esto. Más que nada para que sepas de quién hablamos.

Me entregó una pequeña instantánea en blanco y negro de borde ondulado y luego la miró por encima de mi hombro mientras yo observaba la imagen. Era una copia de diez por diez centímetros y mostraba a una mujer con un vestido de flores sin mangas. Sonreía a la cámara. El pelo, que podría haber sido de cualquier color, era de un tono oscuro medio; lo llevaba largo y un poco rizado. Era menuda y bonita a la manera de los años cincuenta, más voluptuosa de lo que se consideraría atractivo hoy en día. Sostenía en un brazo una canasta de mimbre de la que asomaba un cachorro peludo, que miraba a la cámara con ojos despiertos y negros.

—¿Cuándo se tomó esta foto?

—A primeros de junio, creo.

—¿Y el perro se llamaba Baby?

Baby, sí. Un pomerano de pura raza que todos aborrecían excepto mi madre, que adoraba a esa mierdecilla de perro. Si mi padre hubiese tenido ocasión, lo habría clavado en la tierra de un solo golpe de pala como si fuese la estaquilla de una tienda de campaña. Son palabras textuales suyas.

En la parte superior se veía un poste del porche, de cinco por diez centímetros de grosor, que parecía salir de la cabeza de Violet. Detrás de ella, en la barandilla del porche, leí los dos últimos números de la casa: 08.

—¿Esta es la casa donde viviste?

Daisy asintió con la cabeza.

—Te llevaré cuando acabemos aquí —dijo.

—Me gustaría.

Durante el viaje a Serena Station guardamos silencio. El cielo, de un azul desvaído, parecía blanqueado por el sol. La hierba era del color del azúcar moreno y las montañas se sucedían sinuosamente hacia el horizonte. El coche de Daisy era el único en la carretera. Pasamos frente a pozos de petróleo abandonados, herrumbrosos e inmóviles. A mi izquierda, alcancé a ver una antigua cantera y los raíles oxidados de una vía de tren que empezaba y terminaba en ninguna parte. En el único rancho claramente en activo, diez reses se habían aposentado sobre el suelo como robustos gatos a la sombra listada de un corral.

El pueblo de Serena Station apareció después de una curva. En la carretera de dos carriles por la que circulábamos había un letrero que anunciaba que, a partir de ese punto, pasaba a llamarse Land’s End Road. La calle seguía recta a lo largo de tres manzanas y acababa de pronto en una verja cerrada. Al otro lado de la verja, la carretera ascendía tortuosamente por una colina, pero daba la impresión de que nadie transitaba por ella desde hacía tiempo. En el pueblo había muchos coches aparcados —en los caminos de entrada a las casas, en las calles, detrás de la tienda—, pero, aparte del viento, no parecía moverse nada. Unas cuantas casas estaban tapiadas; sus fachadas, desprovistas de color. En una de ellas la cerca se veía parcialmente caída, con la madera a la intemperie bajo los escasos restos de pintura blanca. En los jardines pequeños y desiguales, el poco césped que quedaba estaba reseco y la tierra parecía dura e inclemente. En uno, el armazón de una ranchera permanecía al resguardo de un voladizo de láminas de plástico acanaladas de color verde. Había tres tocones de árbol y leña amontonada sin orden. Lo que en otro tiempo fue un taller mecánico ahora se hallaba abierto a la intemperie. Una palmera alta y oscura se alzaba por encima de la alambrada que delimitaba la parte trasera. Habían dejado allí apilados unos cuantos bidones de gasolina de doscientos litros. Los hierbajos crecían formando vaporosas bolas resecas que, a su debido tiempo, el viento desprendería y haría rodar por el centro de la carretera. Un perro trotaba por una calle adyacente para llevar a cabo alguna misión canina.

Más allá del pueblo se elevaban escarpados cerros, aunque ni por asomo podían llamarse montañas. Eran agrestes, sin árboles, hospitalarios para los animales pero poco atractivos para los excursionistas. Vi cables eléctricos tendidos de una casa a otra, y los postes telegráficos se alejaban de mí como palotes en un dibujo a lápiz. Aparcamos, salimos y nos echamos a andar tranquilamente por el centro del asfalto agrietado. No había aceras ni semáforos.

—Esto no está lo que se dice muy animado —comenté—. Da la impresión de que el taller mecánico ha cerrado, ¿no?

—Era del hermano de Tannie, Steve. De hecho, trasladó el negocio a Santa María con la idea de que si a alguien se le averiaba el coche no conseguiría traerlo hasta aquí, y él no estaba dispuesto a ir a buscarlo. En aquel entonces sólo tenía una grúa y, por lo general, estaba fuera de servicio.

—Mala publicidad para un taller.

—Ya, y además no se le daba bien el trabajo. Cuando se trasladó, contrató a un par de mecánicos, y ahora las cosas le van sobre ruedas. —Daisy señaló la casa donde Chet Cramer vivía con su actual mujer—. Los Cramer eran la única familia con unos ingresos razonables. Tuvieron el primer televisor que se veía por aquí. Si uno jugaba bien sus cartas, podía ir a ver algún concurso o programa infantil. Liza me llevó una vez, pero como no le caí bien a Kathy, no volvió a invitarme.

La vivienda de los Cramer era la única de dos plantas que había visto, una anticuada casa de labranza con un amplio porche de madera. Hablaría con varios de los actuales y antiguos vecinos del pueblo, y pensé que me serviría formarme una idea de dónde vivían los unos con respecto a los otros.

Daisy se detuvo frente a una casa de estuco verde pálido con tejado plano. Levantó la mano para comerse las uñas. Un corto camino conducía de la calle al porche. Una alambrada rodeaba la propiedad y de la verja abierta colgaba un letrero donde se leía prohibido el paso. El jardín estaba muerto. Habían tapiado las ventanas con tableros de contrachapado sin pulir. La puerta, desgoznada, estaba fuera, apoyada contra la pared. El número de la casa era el 3908.

—Aquí vivías tú. Reconozco la barandilla del porche por la fotografía.

—Sí. ¿Quieres entrar?

—¿No está prohibido?

—Ya no. La compré. No me preguntes por qué. Mis padres se la alquilaron a Tom Padgett, que me la vendió a mí. Verás su nombre en la lista. Estuvo presente en el bar durante algunas de sus agarradas. Mi padre era obrero de la construcción, así que a veces teníamos dinero y a veces no. Si tenía, lo gastaba, y si no lo tenía, mala suerte. Nunca le importó deber dinero a los demás. Cuando hacía mal tiempo, se quedaba sin trabajo; si no, lo despedían por presentarse borracho. No era exactamente un holgazán, pero actuaba con esa misma mentalidad. Se hacía cargo de las facturas si estaba de humor, pero no podías confiarte. Padgett siempre le andaba detrás para cobrar el alquiler, porque mi padre tendía a pagar con retraso, y eso si pagaba. Nos amenazaban con el desahucio, y cuando por fin apoquinaba el alquiler, siempre era con la actitud de quien se siente víctima de un abuso.

Crucé la verja detrás de ella. Sabía que Daisy debía de haber vuelto allí un centenar de veces, pero ¿en busca de qué? ¿Una explicación, una pista, una respuesta a las preguntas que la atormentaban?

Dentro, la distribución era elemental. Una sala de estar con un rincón a modo de comedor. Una cocina con espacio sólo para una mesa y unas sillas, aunque estas habían desaparecido hacía mucho. Habían retirado los electrodomésticos, y los tubos y cables asomaban de la pared. Los recuadros de linóleo relativamente limpio indicaban los lugares que ocuparon en otro tiempo la cocina y el frigorífico. El fregadero seguía en su sitio, junto con las encimeras de formica desportillada y borde metálico. Las puertas abiertas de los armarios revelaban los estantes vacíos, y el papel encima de estos se abarquillaba en los ángulos. Sin planteármelo siquiera, me acerqué y cerré uno de los armarios.

—Lo siento. Soy un poco maniática para estas cosas.

—Yo también —dijo Daisy—. Espera. Sal de la cocina, vuelve a entrar, y la puerta ya se habrá abierto otra vez. Cualquiera diría que hay fantasmas.

—¿No te sientes tentada de hacer reformas?

—Quizás algún día, pero no concibo la posibilidad siquiera de volver a vivir aquí. Me gusta la casa que tengo.

—¿Cuál era tu habitación?

—Esta de aquí.

La habitación, de apenas tres por cuatro metros, estaba pintada de un desagradable tono rosado que, supuse, habían elegido por considerarlo propio de una niña.

—La cama estaba en el rincón. La cómoda, ahí. El armario. El arcón de los juguetes. Una mesa pequeña y dos sillas. —Se apoyó contra la pared y recorrió el espacio con la mirada—. Me sentía muy afortunada de tener una habitación para mí sola. No sabía lo que era el mal gusto. La mayoría de la gente que conocíamos vivía en condiciones tan precarias como las nuestras. O al menos así es como yo lo veo ahora.

Pasó de su habitación al segundo dormitorio y se detuvo en la puerta. Pintado de azul lavanda, tenía una cenefa de papel estampado de violetas en lo alto de las paredes, allí donde estas confluían con el techo bajo. Retrocedí tres pasos y examiné el cuarto de baño, donde el lavabo y la bañera seguían en sus respectivos sitios. Habían quitado el inodoro y taponado el agujero de desagüe con trapos, pese a lo cual despedía aún olor a huevos podridos a causa del antiguo uso de la cañería. Tal vez fuera la casa más deprimente que yo había visitado en mi vida.

Entró detrás de mí, quizá viendo la casa con los mismos ojos que yo.

—Lo creas o no, mi madre hizo lo que pudo para adornarla. Cortinas de encaje en la sala, alfombras, tapetes para los muebles…, cosas así. En una de las últimas peleas que recuerdo, mi padre se puso hecho una fiera y rompió una de las preciosas cortinas de mi madre. Seguramente era lo peor que podía hacer. Así eran los dos: siempre lo llevaban todo al extremo, se sacaban de quicio. Ella rompió las otras, las arrancó de los rieles y las tiró a la basura. La oí gritar que aquello era el final. Que se había acabado. Dijo que él destrozaba todas las cosas hermosas que ella intentaba hacer y que lo aborrecía por eso. Etcétera, etcétera. Sucedió un par de días antes de marcharse.

—¿Te asustaban esas peleas?

—A veces. Por lo general pensaba que era así como se comportaban los padres —respondió—. En cualquier caso, el resultado es que padezco de insomnio crónico. Los psiquiatras se lo pasan en grande con eso. Sólo recuerdo haber dormido bien cuando era pequeña y mis padres salían. Debían de ser los únicos momentos en que me sentía segura, porque yo pasaba a ser responsabilidad de Liza y sabía que podía confiar en que cuidase de mí.

—¿Recuerdas algo más de esos últimos días?

—Un baño de espuma. Son los pequeños detalles los que se le graban a una en la memoria. Yo estaba sentada en la bañera y ella se marchaba ya. Asomó la cabeza por la puerta…, con aquel pequeño y escandaloso perro en los brazos…, y me lanzó un beso. Si hubiese sabido que era el último, la habría obligado a volver y darme uno de verdad.