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El misterio de la desaparición de Violet Sullivan me cayó encima cuando me llamó por teléfono Tannie Ottweiler, a quien había conocido por mediación de mi amigo el teniente Dolan, un inspector de Homicidios con quien había colaborado la primavera anterior. Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada con licencia y, por término medio, llevo siempre entre manos de doce a quince casos, desde la indagación de antecedentes hasta el fraude en el cobro de seguros, pasando por la infidelidad conyugal en medio de divorcios enconados. Había sido un placer colaborar con Dolan, porque me proporcionó un motivo para dejar de lado mis habituales investigaciones burocráticas y salir a trabajar sobre el terreno.

En cuanto oí la voz de Tannie, una imagen cobró forma en mi cabeza: más de cuarenta años, rostro agraciado, poco o ningún maquillaje, cabello oscuro recogido detrás con peinetas de concha, envuelta en un halo de humo de tabaco. Supervisaba, atendía la barra y a veces servía las mesas en un local de mala muerte conocido como Sneaky Pete’s. Fue allí donde Dolan me convenció de que lo ayudara. Él y su compinche, Stacey Oliphant, que había trabajado en la oficina del sheriff del condado de Santa Teresa pero ya estaba jubilado, investigaban un homicidio sin resolver que llevaba dieciocho años archivado. Ninguno de los dos gozaba de buena salud y me pidieron que me ocupase de parte de la labor de campo. En mi memoria, ese trabajo y Tannie Ottweiler aparecían unidos de manera indisoluble, lo cual me predisponía favorablemente. La había visto un par de veces desde entonces, pero nunca habíamos ido más allá de las cortesías de costumbre, y eso hicimos en nuestra conversación telefónica. Noté que fumaba, lo que podía indicar cierto grado de inquietud.

—Mira —dijo a la postre—, te llamo porque me preguntaba si te prestarías a tener una charla con una amiga mía.

—Claro. No hay inconveniente. ¿Sobre qué?

—Sobre su madre. ¿Te acuerdas de Violet Sullivan?

—Creo que no.

—Vamos. Seguro que te acuerdas. Serena Station, en la zona norte del condado. Desapareció hace años.

—Ah, sí. Ahora me acuerdo. Me había olvidado por completo. Fue en los años cuarenta, ¿no?

—No hace tanto. Fue el Cuatro de Julio de 1953.

«Yo tenía tres años», pensé.

Corría septiembre de 1987. Había cumplido los treinta y siete en mayo, y me daba cuenta de que empezaba a tomar mi edad como referencia a la hora de situar los acontecimientos en el pasado. Desenterré una noticia del fondo de mi memoria.

—¿Por qué tengo la impresión de que había un coche por medio?

—Porque su marido acababa de comprarle un Chevrolet Bel Air, que también desapareció. Un coche grande, un cupé de cinco plazas. Vi uno exactamente igual en la feria del automóvil del año pasado —explicó Tannie. Oí cómo daba una calada al cigarrillo—. Según se rumoreaba, se entendía con otro hombre, y los dos se fugaron.

—Pasa todos los días.

—A mí me lo vas a decir. Tendrías que oír las cosas que me cuentan algunos clientes mientras lloran sobre su cerveza. Estar detrás de una barra ha deformado sin duda mi visión del mundo. La cuestión es que hay mucha gente convencida de que a Violet se la cargó su marido, pero nunca se ha encontrado la más mínima prueba. Ni el cadáver, ni el coche, ni indicio alguno, así que ¿quién sabe?

—¿Qué tiene eso que ver con la hija?

—Daisy Sullivan es una vieja amiga mía. Está aquí de vacaciones, y pasará un par de días conmigo. Yo me crie en el norte del condado y nos conocemos desde niñas. Estudiamos juntas desde primaria hasta el instituto, ella iba dos cursos por detrás del mío. Es hija única, y te puedo asegurar que el asunto de su madre la ha desquiciado de mala manera.

—¿Y cómo ha sido eso?

—Verás, para empezar, bebe más de la cuenta, y cuando bebe, coquetea, y cuando coquetea, se cuelga del primer fracasado que se le cruza por delante. En cuestión de hombres, tiene pésimo gusto…

—Oye, la mitad de las mujeres que conozco tienen mal gusto en cuestión de hombres.

—Ya, bueno, pero el suyo es peor. Siempre anda buscando el «verdadero amor», pero no tiene la menor idea de lo que es. Tampoco yo, pero al menos no me caso con cualquier holgazán. Se ha divorciado cuatro veces y se la reconcome la rabia. Yo soy su única amiga.

—¿Cómo se gana la vida?

—Con la transcripción médica. Se pasa el día sentada en un cubículo con unos auriculares mecanografiando todo ese rollo que dictan los médicos para acompañar sus gráficos. No lo hace a disgusto, pero empieza a darse cuenta de lo limitada que es su vida. Su mundo se ha ido encogiendo cada vez más y ahora es del tamaño de un ataúd. En su opinión, no tendrá la cabeza sobre los hombros hasta que sepa qué ocurrió con su madre.

—Por lo que se ve, la cosa viene de lejos. ¿Cuántos años tiene?

—Pues yo cumpliré cuarenta y tres este mes, así que Daisy debe de tener cuarenta, cuarenta y uno…, por ahí andará. A duras penas sé cuándo es mi cumpleaños, o sea que el suyo ni te cuento. Tenía siete cuando su madre se esfumó.

—¿Y el padre? ¿Por dónde anda en estos momentos?

—Todavía ronda por aquí, pero su vida ha sido un infierno. Nadie quiere saber nada de él. La gente lo ha rechazado; en fin, esas gilipolleces tribales de antes. Bien podría ser un fantasma. Oye, sé que a estas alturas hay pocas posibilidades, pero Daisy va muy en serio. Si fue cosa del padre, ella tiene que saberlo, y si no fue él, piensa en el servicio que le harás. No te imaginas lo trastornada que está. Él también, dicho sea de paso.

—¿No ha pasado ya mucho tiempo?

—Pensaba que te atraían los retos.

—¿Treinta y cuatro años después? Estás de broma.

—A mí no me parece tan complicado. Sí, puede que hayan pasado unos cuantos años, pero plantéatelo de este modo: quizás el asesino ya esté dispuesto a sincerarse para quitarse el peso de la conciencia.

—¿Por qué no hablas con Dolan? Conoce a muchos policías en el norte del condado. Tal vez pueda ayudaros, o al menos poneros en la dirección correcta.

—No, imposible. Ya he hablado con Dolan. Stacey y él se van de pesca durante tres semanas, y me ha dicho que te llame a ti. Según él, en casos como este eres un auténtico terrier.

—Vaya, se lo agradezco, pero no me veo capaz de seguir el rastro a una mujer que lleva treinta y cuatro años desaparecida. No sabría por dónde empezar.

—Podrías leer los artículos publicados por la prensa en su día.

—Eso por descontado, pero seguro que Daisy está perfectamente capacitada para hacerlo. Mándala a la hemeroteca…

—Ya tiene todo el material. Me dijo que te enviaría la carpeta con mucho gusto.

—Tannie, no quiero parecer desconsiderada, pero en el pueblo hay media docena de detectives más. Prueba con alguno de ellos.

—No me apetece en absoluto. Para empezar, sólo con ponerlos al corriente me llevaría una eternidad. Tú al menos has oído hablar de Violet Sullivan. Eso ya es algo.

—También he oído hablar de Jimmy Hoffa, y no por eso voy a salir a buscarlo.

—Sólo te pido que hables con ella…

—Hablar no sirve de nada…

—Te propongo una cosa —me interrumpió—: pásate por el Sneaky Pete’s y te prepararé un bocadillo. Gratis, a cuenta de la casa, de balde. No tienes que hacer nada más que escucharla.

La promesa de comida gratis me hizo perder la concentración. El bocadillo al que se refería era la especialidad de la casa en el Sneaky Pete’s, que, según Dolan, era lo único digno de pedirse allí: salami picante en un panecillo con semillas de amapola y queso a la pimienta fundido. La innovación de Tannie consistía en añadir un huevo frito encima. Me avergüenza reconocer con qué facilidad me dejo seducir. Eché una ojeada al reloj: las once y cuarto y me moría de hambre.

—¿Cuándo?

—¿Qué te parecería ahora mismo? Vivo a media manzana, andando desde mi apartamento, Daisy llegará antes que tú en coche.

Preferí recorrer a pie las seis manzanas hasta el Sneaky Pete’s en un vano esfuerzo por retrasar la conversación. Era una típica mañana de septiembre, un día destinado a convertirse en réplica exacta del día precedente y del posterior: sol a raudales después de unas horas de nubes y claros, con temperaturas máximas cercanas a los veinticinco grados y mínimas suficientes para desear dormir bajo un edredón de plumas por la noche. En el cielo, las aves migratorias, alertadas por las variaciones en la luz otoñal, volaban en cuña hacia sus territorios invernales. Ese era el lado bueno de vivir en el sur de California; el lado malo era la monotonía de la vida. Al final, incluso un tiempo magnífico pierde la gracia cuando no hay nada más.

Esa semana las fuerzas del orden locales se preparaban para el Congreso sobre la Prevención de la Delincuencia en California, que se celebraría de miércoles a viernes, y yo sabía que Cheney Phillips, de la Brigada contra el Vicio del Departamento de Policía de Santa Teresa, estaría ocupado. La perspectiva no me desagradaba en absoluto. Como mujer picajosa que soy, me alegraba poder pasar un tiempo sola. Cheney y yo «salíamos» desde hacía tres meses, si se quiere usar ese término para describir una relación entre solteros divorciados cercanos a los cuarenta. Yo desconocía sus intenciones, pero por mi parte no tenía previsto volver a casarme. ¿Quién necesita semejantes molestias? Tanta vida en común puede sacarla a una de quicio.

Aun sin haber oído la larga y triste historia de Daisy, podía hacer un cálculo de probabilidades. No se me ocurría ni remotamente cómo buscar a una mujer desaparecida hacía tres décadas. Si aún vivía, debió de tener sus razones para fugarse, optando por mantenerse alejada de su única hija. Por otra parte, todavía rondaba por allí el marido de Violet, ¿y qué ganaba él con aquello? Lo lógico era pensar que, si hubiese querido encontrarla, él mismo habría contratado a un detective en lugar de dejar que lo hiciera Daisy tantos años después. Ahora bien, si sabía que ella estaba muerta, ¿por qué someterse a tales trámites cuando podía ahorrarse la pasta?

El problema era que Tannie me caía simpática, y si Daisy era amiga suya, para mí adquiría automáticamente cierto rango. No mucho, debo admitir, pero sí lo suficiente para escucharla. Por eso, una vez cumplimentadas las presentaciones y ya con el bocadillo delante, fingí prestar atención en lugar de dedicarme a divagar sobre mis asuntos. El panecillo, untado de mantequilla y bien tostado en la plancha, presentaba un intenso color marrón y estaba crujiente en los bordes. Las rodajas de salami picante se habían amalgamado con el queso fundido (Monterey Jack salpicado de pimienta roja). Cuando levanté la parte superior, la yema del huevo frito seguía hinchada, y supe que rezumaría en cuanto lo mordiese, embebiendo el pan. Es raro que no dejase escapar un gemido sólo de pensarlo.

Las dos se sentaron a la mesa frente a mí. Tannie apenas hizo comentarios para que Daisy y yo tuviésemos ocasión de entendernos. Observando a aquella mujer, me costó creer que sólo fuese dos años menor que Tannie. La piel de Tannie, a sus cuarenta y tres, presentaba esas leves arrugas que inducen a pensar en demasiado humo de tabaco y poco protector solar. Daisy, en cambio, tenía la tez pálida y facciones delicadas. En sus ojos pequeños y azules se advertía una expresión de ansiedad, y llevaba el lacio cabello de color castaño claro recogido en un alborotado moño sujeto mediante un palillo chino. Varios mechones sueltos pendían del moño, y yo albergaba la esperanza de que se quitase el palillo y se rehiciese el peinado. Adoptaba malas posturas, con los hombros encorvados, quizá porque no había tenido una madre que le insistiese hasta la saciedad en la conveniencia de mantener la espalda erguida. Se había mordido las uñas de tal manera que sentí deseos de ocultar las puntas de mis dedos en la palma de la mano por si acaso.

Mientras yo saboreaba mi bocadillo, ella se entretenía con el suyo, separando pequeñas porciones que amontonaba en el plato. Se llevaba a la boca uno de cada tres pedazos y apartaba el resto. Consideré que aún no la conocía lo suficiente para pedirle un trozo. De momento la había dejado llevar el rumbo de la conversación, pero después de treinta minutos de cháchara no había sacado todavía el tema de su madre. Esa era mi hora del almuerzo. Como no disponía de todo el día, decidí intervenir y zanjar la cuestión lo antes posible. Me limpié las manos con una servilleta de papel, la arrugué y la remetí bajo el borde del plato.

—Me ha dicho Tannie que estás interesada en localizar a tu madre.

Daisy lanzó una mirada a su amiga como si buscase su apoyo. Al acabar de comer, había empezado a morderse las uñas del mismo modo que un fumador encendería un pitillo.

Tannie esbozó una breve sonrisa y dijo:

—Puedes estar tranquila, de verdad. Ha venido a escucharte.

—No sé qué decir. Es una historia larga y complicada.

—Eso ya lo suponía. ¿Por qué no empiezas por decirme qué quieres?

Daisy recorrió el local con la mirada como si buscase un sitio por donde escapar. Educadamente, aunque sin apartar la vista de ella, esperé mientras hacía acopio de valor para hablar. Procuré no perder la paciencia, pero ante silencios como el de ella me entraban ganas de morder a alguien.

—Quieres…, ¿qué? —dije extendiendo una mano hacia ella.

—Quiero saber si está viva o muerta.

—¿Tienes alguna idea al respecto?

—Ninguna fiable. No sé qué sería peor. Unas veces pienso una cosa y otras todo lo contrario. Si vive, quiero saber dónde encontrarla y por qué no se ha puesto nunca en contacto. Si está muerta, quizá me duela, pero al menos conoceré la verdad.

—Encontrar una respuesta a estas alturas, tanto en un sentido como en otro, no será nada fácil.

—Lo sé, pero no puedo vivir así. Me he pasado toda la vida preguntándome qué fue de ella, por qué se marchó, si quiso volver pero no pudo por algún motivo.

—¿No pudo?

—Quizás está en la cárcel o algo así.

—¿No has sabido nada de ella en treinta y cuatro años?

—No.

—¿Nadie la ha visto ni ha tenido noticias de ella?

—No que yo sepa.

—¿Y su cuenta bancaria? ¿No refleja ningún movimiento?

Daisy negó con la cabeza.

—Nunca tuvo cuenta corriente ni de ahorros.

—Te das cuenta de lo que eso implica, ¿verdad? Probablemente está muerta.

—Entonces, ¿por qué no se nos ha comunicado la muerte? Cogió el bolso al irse. Llevaba el carnet de conducir. Si hubiese tenido un accidente, alguien nos habría informado.

—En el supuesto de que la hubiesen encontrado —precisé—. El mundo es muy grande. Podría haberse despeñado por un precipicio o estar en el fondo de un lago. De vez en cuando alguien desaparece por los resquicios. Sé que resulta difícil aceptarlo, pero así es.

—No paro de pensar que tal vez la asaltaron o la abdujeron, o que a lo mejor se puso enferma. Quizás huyó porque no fue capaz de afrontarlo. Te preguntarás, supongo, qué más da si fue lo uno o lo otro, pero a mí sí me importa.

—¿De verdad crees que es posible encontrarla después de tanto tiempo?

Se inclinó hacia mí.

—Oye, tengo un buen empleo y un buen salario. Puedo pagar lo que haga falta.

—No hablo de eso. Hablo de probabilidades. Yo podría perder mucho tiempo y tú malgastar mucho dinero para, al final, estar en el mismo punto. Casi podría garantizártelo.

—No pido ninguna garantía.

—¿Y entonces qué pides?

—Que me ayudes, sólo eso. Dime que lo intentarás, por favor.

Me quedé mirándola. ¿Qué debía contestar? Aquella mujer hablaba muy en serio, era justo reconocerlo. Miré el plato y, con el dedo índice, recogí un pegote de queso caído y me lo llevé a la lengua. Aún estaba sabroso.

—Una pregunta: ¿investigó en su día alguien la desaparición?

—La oficina del sheriff.

—Estupendo. Eso está bien. ¿Les has preguntado qué hicieron?

—Esperaba que tú te ocupases de eso. Sé que mi padre denunció la desaparición. He visto una copia del informe, así que me consta que habló al menos con un inspector, aunque no recuerdo cómo se llamaba. Está retirado, creo.

—Seguramente es fácil averiguarlo.

—No sé si Tannie te lo ha mencionado, pero mi padre piensa que tenía un lío con otro hombre y que se fugó con él.

—Un lío. ¿Y en qué se basa?

—En su comportamiento anterior. Mi madre era una cabeza de chorlito…, o al menos eso dice todo el mundo.

—En el supuesto de que hubiese otro hombre, ¿se te ocurre quién pudo ser? —pregunté.

—No, pero ella tenía bastante dinero apartado, suficiente para mantenerse. Al menos por una temporada.

—¿Cuánto?

—Eso nunca quedó del todo claro. Según ella, cincuenta mil dólares, pero no llegó a verificarse.

—¿De dónde sacó una cantidad así?

—Del pago de un seguro. Por lo que tengo entendido, hubo algún problema cuando me dio a luz. Parece que en el parto el médico la pifió, y a ella tuvieron que practicarle una histerectomía de urgencia. Contrató a un abogado y presentó una demanda. Al margen de cuánto cobró, firmó un acuerdo de confidencialidad donde se comprometió a mantener en secreto los detalles.

—Es evidente que lo cumplió.

—Sí, bueno, pero nadie se lo creyó. Tenía algo guardado en una caja de seguridad, en un banco del pueblo, y pasó a vaciarla la semana que se marchó. También se llevó el Chevrolet que mi padre le había regalado el día anterior.

—Dice Tannie que tampoco hay rastro del coche.

—Exacto. Es como si ella y el coche se hubiesen evaporado.

—¿Qué edad tenía tu madre cuando desapareció?

—Veinticuatro.

—Es decir, que ahora tendría… ¿Cuántos años? ¿Cincuenta y ocho o así?

—Exacto.

—¿Cuánto tiempo estuvieron casados tus padres?

—Ocho años.

Puede que los números no sean mi fuerte, pero en esa ocasión el dato no me pasó inadvertido.

—Así pues, tenía dieciséis años cuando se casó —deduje.

—Quince. Tenía dieciséis cuando yo nací.

—¿Qué edad tenía él?

—Diecinueve. No les quedó más remedio. Ella estaba embarazada.

—Ya me imagino. —Examiné su rostro—. Según me ha dicho Tannie, hay gente en Serena Station convencida de que la mató él.

Daisy lanzó una mirada a Tannie, y esta dijo:

—Daisy, es la verdad. Tienes que hablarle sin tapujos.

—Lo sé, pero me cuesta hablar de esto, y más si él no está delante para dar su versión.

—Puedes confiar en mí o no, eso es cosa tuya. —Aguardé un par de segundos y añadí—: Intento tomar una decisión. No puedo trabajar en el vacío. Necesito toda la información posible.

Daisy se ruborizó un poco.

—Perdona. Tenían lo que suele llamarse una «relación inestable». Eso lo recuerdo incluso yo. Discusiones a grito pelado. Bofetadas. Platos rotos. Portazos. Acusaciones, amenazas.

Se llevó el dedo índice a la boca y empezó a mordisquearse la uña. Mirándola, me puse tan nerviosa que a punto estuve de darle un manotazo.

—¿Te pegaba alguno de ellos?

Negó rotundamente con la cabeza.

—Yo me quedaba en mi habitación hasta que acababan las peleas.

—¿Avisó ella alguna vez a la policía?

—Dos o tres que yo recuerde, aunque seguramente fueron más.

—¿A ver si adivino? Tu madre lo amenazaba con presentar cargos, pero al final se echaba atrás y acababan otra vez como dos tórtolos.

—Me parece que alguien de la oficina del sheriff trabajaba en eso. Recuerdo que venía por casa. Un ayudante con un uniforme de color tostado.

—Para intentar convencerla de que tomara medidas.

—Eso mismo. Debió de dar algún paso. Alguien me contó que ella había solicitado una orden de alejamiento, pero por alguna metedura de pata el juez no llegó a firmarla.

—Así que, después de la desaparición, y dado su historial conyugal, la oficina del sheriff habló con tu padre pensando que quizá tuviese algo que ver en el asunto.

—Bueno, sí, pero yo no creo que fuese él.

—¿Y si averiguo que efectivamente fue él? En ese caso no sólo habrás perdido a tu madre, sino también a tu padre. Ahora al menos lo tienes a él. ¿Estás dispuesta a correr ese riesgo?

Las lágrimas se amontonaron a lo largo de sus párpados inferiores como una línea plateada.

—Necesito saberlo.

Se llevó una mano a la boca para contener el temblor de sus labios. Con el llanto, su tez había adquirido una rojez dispareja, como si padeciese de repente urticaria. Se requería valor para hacer lo que estaba haciendo, eso tenía que reconocérselo. Para remover polvo antiguo. La mayoría de la gente se conformaría con esconderlo debajo de la alfombra.

Tannie se sacó un pañuelo del bolsillo de los vaqueros y se lo dio. Daisy se tomó tiempo para enjugarse los ojos y sonarse. Procuró serenarse antes de apartar el pañuelo.

—Lo siento.

—Podrías haber hecho esto hace años. ¿Por qué ahora?

—Empecé a pensar. Muchas de las personas que la conocían han muerto; aún viven unas cuantas, pero están desperdigadas. Si lo atraso mucho más, no quedará nadie.

—¿Sabe tu padre qué te propones?

—Esto no es cosa suya. Es cosa mía.

—Aun así, podría afectarle a él.

—Ese es un riesgo que tendré que correr.

—¿Por qué?

Escondió las manos debajo de los muslos, bien para calentárselas, bien para frenar el temblor.

—Estoy atascada. No consigo superarlo. Mi madre se marchó cuando yo tenía siete años. Pum. Se largó. Quiero saber por qué. Tengo derecho a esa información. ¿Qué hice para merecer una cosa así? Sólo pido eso. Si está muerta, bien. Y si resulta que la mató él, pues que así sea. Al menos sabré que no se fue porque me rechazaba. —Los ojos se le anegaron en lágrimas e intentó reprimirlas con un rápido parpadeo—. ¿Te han abandonado alguna vez? ¿Sabes qué se siente? ¿Pensar que a nadie le importas un carajo?

—Tengo cierta experiencia en eso —contesté con cautela.

—En mi caso, este hecho ha marcado mi vida —dijo pronunciando con toda claridad cada palabra.

Empecé a hablar, pero me interrumpió.

—Sé qué vas a decir: «Lo que hizo tu madre no tuvo nada que ver contigo». ¿Sabes cuántas veces lo he oído? «No fue culpa tuya. La gente tiene sus propias razones para hacer lo que hace». Gilipolleces. ¿Y quieres saber cuál es el colmo? Se llevó el perro. Un pomerano ladrador que se llamaba Baby y que no hacía ni un mes que lo tenía.

No se me ocurrió qué responder, así que mantuve la boca cerrada.

Guardó silencio por un momento.

—No puedo tener a un hombre en mi vida porque no me fío de nadie. Me han hecho daño más de una vez y sólo de pensar que puede volver a ocurrirme me paraliza. ¿Sabes a cuántos psicólogos he visitado? ¿Sabes cuánto dinero he gastado intentando encontrar la paz? Me echan. ¿Has oído algo semejante? Levantan las manos y me reprochan que no hago mi trabajo. ¿Qué trabajo? ¿Qué clase de trabajo puede hacerse con eso? Se me atraganta. ¿Por qué, al marcharse, me dejó a mí y se llevó el puto perro?