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Liza

Sábado, 4 de julio, 1953

Cuando Liza Mellincamp rememora la última vez que vio a Violet Sullivan, el recuerdo más vivido que le viene a la cabeza es el color de su quimono de seda, de un tono azul «cerúleo»; una palabra, esta, que a los catorce años ni siquiera formaba parte de su vocabulario y que aprendería más tarde. En la espalda llevaba bordado con punto satinado un dragón, cuyo cuerpo arqueado y extraña cara, semejante a la de un perro, resaltaban por sus colores verde lima y naranja. De la boca del dragón ascendía una espiral de llamas rojas como la sangre.

Esa última noche llegó a casa de los Sullivan a las seis. Violet tenía que salir a las seis y cuarto y, como de costumbre, aún no se había vestido ni peinado. La puerta de la calle estaba abierta; cuando Liza se acercó, Baby, el pomerano de color beis de Violet, un cachorro de tres meses, empezó a ladrar con penetrante voz canina y a dar zarpazos a la mosquitera, que acabó perforada aquí y allá. Tenía los ojos negros y pequeños, un botón negro por nariz y un lazo rosa fijado a la cabeza con algún tipo de cola. Alguien había regalado el perro a Violet hacía menos de un mes, y ella se había encariñado mucho con él y se lo llevaba de un lado a otro en una enorme canasta de mimbre. Liza sentía cierta aversión por Baby, y las dos veces que Violet dejó allí el perro, lo encerró en el guardarropa de la entrada para no tener que oír sus ladridos. Le había dado la idea Foley, que detestaba al perro aún más que ella.

Liza llamó al marco de la puerta con los nudillos, un sonido casi inaudible entre los ladridos de Baby. Violet contestó:

—¡Pasa! ¡Estoy en la habitación!

Liza abrió la mosquitera, apartó al perro con el pie y atravesó la sala de estar para llegar al dormitorio que compartían Violet y Foley. Liza sabía a ciencia cierta que a menudo Foley acababa durmiendo en el sofá, sobre todo cuando bebía, cosa que hacía casi a diario, y más aún si le había levantado la mano a Violet y ella había dejado de hablarle durante un par de días o el tiempo que fuese. A Foley no le gustaba nada que ella lo condenase al silencio, pero para entonces él ya estaba arrepentido de haberle pegado y no habría tenido valor para protestar. Contaba a quien estuviera dispuesto a escucharlo que ella se lo había buscado. Todo lo malo que le ocurría a Foley era culpa de los demás.

Baby entró en la habitación detrás de ella, una bola peluda de energía nerviosa con un penacho por cola. Era demasiado pequeño para subir a la cama de un salto, así que Liza lo alzó en brazos y lo dejó encima. Daisy, la hija rubia de Violet, leía tendida en la cama el cómic de la Pequeña Lulú que Liza le había regalado la última vez que fue a cuidarla, hacía dos noches. Daisy era como un gato: siempre estaba ahí al lado, en la habitación, pero se esforzaba en aparentar que tenía la atención puesta en otra cosa. Liza tomó asiento en la única silla del dormitorio. Unas horas antes había estado allí de visita y había visto dos bolsas de papel marrón en esa misma silla. Según Violet, era ropa para la beneficencia, pero Liza reconoció dos de las prendas preferidas de Violet y le extrañó que las donase. Ahora las bolsas habían desaparecido, y Liza tuvo la discreción de no mencionarlas. Violet era poco amiga de preguntas. Si quería que supieras algo, te lo decía a las claras, y lo demás no era asunto tuyo.

—¿No es adorable? —dijo Violet. Hablaba del perro, no de su hija de siete años.

Liza se abstuvo de hacer comentarios. Se preguntaba cuánto tardaría en asfixiar al pomerano mientras Violet estuviera fuera. Violet, sentada en la banqueta frente al tocador, lucía el estridente quimono de color azul con el dragón en la espalda. Ante la mirada de Liza, Violet se aflojó el nudo y dejó caer el kimono para que pudiera examinar el moretón del tamaño del puño de Foley en un pecho. Liza vio tres versiones del moretón en el triple espejo del tocador. Violet era una mujer menuda, tenía una espalda perfecta, la columna muy erguida, la piel impoluta. Aun apretadas contra el asiento, sus nalgas, con hoyuelos, apenas perdían su forma redondeada.

A Violet no le incomodaba en absoluto que Liza la viera desnuda. Cuando esta iba a cuidar de la niña, Violet salía a menudo en cueros del cuarto de baño, tras quitarse la toalla para ponerse un poco de colonia de violetas en las corvas. Liza procuraba apartar la vista mientras Violet iba de aquí para allá en la habitación, se detenía en algún momento a encender un Old Gold y lo dejaba en el reborde de un cenicero. Sin embargo, no podía resistir seguir con la mirada el cuerpo de Violet. A la gente se le iban los ojos detrás de ella fuera a donde fuera. Tenía la cintura estrecha y los pechos turgentes, sólo un poco caídos, como sacos llenos de arena casi hasta el límite de su capacidad. Liza tenía tan poco pecho que apenas llenaba las copas de su sujetador de talla AA, por más que Ty cerrase los ojos y empezase a resoplar cada vez que la sobaba. Después de besarse durante un rato, y aunque ella se resistiese, él encontraba la manera de desabotonarle la blusa y apartar la copa del sujetador para rodear con la palma de la mano el incipiente pecho. Luego le cogía la mano y, emitiendo un sonido entre lloriqueo y gemido, la obligaba a restregársela entre las piernas.

En las charlas para el grupo de adolescentes de la parroquia, la mujer del pastor siempre aleccionaba a las chicas sobre el toqueteo pasado de rosca, poco aconsejable, ya que era el camino más rápido al coito y otras formas de conducta licenciosa. Y por si eso fuera poco, la mejor amiga de Liza, Kathy, se había dejado atrapar recientemente por el Movimiento de Rearme Moral, que predicaba Sinceridad Absoluta, Pureza Absoluta, Altruismo Absoluto y Amor Absoluto. Este último punto era el que más interesaba a Liza. Ty y ella habían empezado a salir en abril, aunque el contacto físico era limitado. Después de lo ocurrido en su anterior colegio, él no podía permitir que su tía descubriese la relación. A Liza nadie la había besado antes, y nadie le había hecho las cosas en las que Ty la iniciaba durante sus ratos juntos. Naturalmente, no estaba dispuesta a llegar hasta el final, pero no veía qué mal podía haber en que Ty juguetease con sus tetas si así él se quedaba contento. Y esa era ni más ni menos la opinión de Violet. Cuando Liza le confesó por fin lo que le pasaba, Violet dijo: «Vamos, cielo, ¿y a ti qué más te da? Déjalo que se divierta. Es un chico guapo, y si tú no cedes, otra lo hará».

Violet llevaba el pelo teñido de un color rojo sorprendente, más anaranjado que rojo, de hecho, y que ni siquiera intentaba parecer natural. Tenía los ojos verde claro y usaba un carmín rosa intenso. Sus labios formaban dos anchas tiras de un lado a otro de la boca, tan tersas como la orilla de un retal de seda. Su tez pálida presentaba un matiz dorado, como el del buen papel de los libros impresos hace mucho tiempo. Liza era pecosa y solían salirle granos «esos días del mes». Violet tenía el cabello tan sedoso como el de un anuncio de champú, y a Liza, en cambio, se le abrían las puntas por un error de cálculo con el producto para hacerse la permanente en casa que le había dado Kathy la semana anterior. Kathy había entendido mal las instrucciones y a consecuencia de ello le había achicharrado el pelo a Liza. El cabello aún le olía a huevos podridos a causa de las lociones que se había aplicado.

A Violet le gustaba salir, y Liza cuidaba de Daisy tres o cuatro veces por semana. Por las noches, Foley rara vez estaba; se iba a beber al Blue Moon, que era el único bar del pueblo. Era obrero de la construcción, y al final de la jornada necesitaba «remojarse el gaznate», según sus propias palabras. Decía que no estaba dispuesto a quedarse en casa cuidando de Daisy, y Violet, por descontado, no tenía la menor intención de pasarse las horas muertas allí con la niña mientras Foley se divertía. Durante el curso, Liza acabó haciendo los deberes en casa de los Sullivan después de acostar a Daisy. A veces la visitaba Ty, o Kathy se quedaba con ella para leer revistas de cine juntas. Habría sido preferible la revista True Confessions, pero a Kathy le preocupaban los pensamientos impuros.

Violet sonrió a Liza cruzando una mirada con ella en el espejo hasta que Liza desvió la vista. (Violet sonreía con los labios cerrados porque tenía una mella en un diente delantero debido a un golpe que se dio una vez contra una puerta tras haberla empujado Foley). Violet la apreciaba. Liza se daba cuenta y eso despertaba en ella un sentimiento de afecto. Saberse bien considerada por Violet le bastaba para corretearle detrás como un cachorro extraviado.

Concluida la inspección del pecho, Violet volvió a taparse con el quimono y se lo ciñó a la cintura. Dio una honda calada al cigarrillo y lo dejó en el cenicero para acabar de maquillarse.

—¿Qué tal te va con ese novio tuyo?

—Bien.

—Ándate con cuidado. Ya sabes que él, en teoría, no debería salir con nadie.

—Lo sé. Ya me lo dijo, y me parece muy injusto.

—Injusto o no, a su tía le daría un ataque si se enterase de que tiene novia, y más tratándose de una chica como tú.

—¡Vaya, gracias! ¿Y qué le he hecho yo a esa mujer?

—Piensa que eres una mala influencia porque tu madre está divorciada.

—¿Te lo ha dicho ella?

—Más o menos —contestó Violet—. Me la encontré en el supermercado e intentó sonsacarme. Alguien te vio con Ty y le faltó tiempo para irle a ella con el cuento. No me preguntes quién se fue de la lengua porque ella no soltó prenda. Le dije que estaba mal de la cabeza. Aunque le hablé con respeto, me aseguré de que captaba bien el mensaje. En primer lugar, dije, tu madre no te dejaría salir con chicos a tu edad. Tienes catorce años escasos…, absurdo, dije. Y en segundo lugar, es imposible que te veas con Ty porque te pasas todo el tiempo que tienes libre conmigo. Me pareció que con eso se daba por satisfecha, aunque estoy segura de que a mí me tiene la misma ojeriza que a ti. Imagino que no considera que estamos a la altura de ella y su queridísimo sobrino. Luego arrugó el morro y pasó a contarme que, en el antiguo colegio de Ty, una chica se vio metida en un buen lío por un desliz, tú ya me entiendes.

—Lo sé. Él me dijo que sentía lástima por ella.

—Y por eso le hizo el gran favor de tirársela. Una chica con suerte, ¿no?

—Todo eso ya pasó.

—Y que lo digas. Hazme caso: nunca te fíes de un tío obsesionado con meterse en tus bragas.

—¿Aunque me quiera?

—Si te quiere, todavía menos, y si tú lo quieres a él, peor que peor.

Violet cogió el rímel y empezó a maquillarse las pestañas inclinándose ante el espejo.

—Tengo Coca-Colas en la nevera y un helado de vainilla por si os apetece a Daisy y a ti.

—Gracias.

Tapó el rímel y se abanicó la cara con una mano para que aquel espectacular fleco de pringue negro se secara. Abrió el joyero y eligió seis pulseras, unos finos aros de plata que se deslizó uno tras otro en torno a la mano derecha. Sacudió el antebrazo para hacerlos tintinear como campanillas. En la muñeca izquierda se ciñó el reloj, de estrecha correa negra en forma de cordón. Descalza, se levantó y cruzó la habitación hasta el armario.

En el dormitorio apenas se veían indicios de Foley, el cual guardaba su ropa, apretujada, en un armario de madera contrachapada en un rincón de la habitación de Daisy, y como Violet se complacía en decir: «Más le vale no quejarse, por la cuenta que le trae». Liza la observó mientras colgaba el quimono de un gancho que daba al interior de la puerta del armario. Llevaba unas bragas blancas de nailon, pero no se había molestado en ponerse sujetador. Se calzó unas sandalias y, con un balanceo de pechos, se agachó para abrocharse las correas. A continuación se puso un vestido de tirantes blanco y azul lavanda, a topos, con cremallera en la espalda, y Liza le ayudó a subírsela. El vestido le quedaba muy ajustado, y aunque Violet se hubiera dado cuenta de que los pezones se le marcaban debajo tan nítidamente como dos monedas, no hizo comentario alguno. Liza estaba un tanto acomplejada por su figura, que se le había comenzado a desarrollar a los doce años. Llevaba blusas de algodón holgadas —por lo general de Ship’n Shore—, y le preocupaba que se le transparentasen las tiras del sujetador o las bragas, cosa que, entre los chicos del colegio, le hacía pasar mucha vergüenza. Ty tenía diecisiete años y, como lo habían trasladado de otro colegio, no se comportaba tan estúpidamente como los demás, que hacían pedorretas y gestos obscenos agitando el puño ante la bragueta del pantalón.

—¿A qué hora son los fuegos artificiales? —preguntó Liza.

Violet volvió a aplicarse carmín y luego frotó los labios entre sí para que quedaran homogéneos. Tapó la barra.

—Cuando se haga de noche. A las nueve, supongo —dijo. Se inclinó, se retocó el carmín con un pañuelo de papel y, con el dedo índice, se limpió un trazo de color en los dientes.

—¿Foley y tú volveréis a casa después?

—No, seguramente pasaremos por el Moon.

Liza sabía que la pregunta estaba de más. Siempre era así. Llegaría a casa a eso de las dos de la madrugada. Liza, soñolienta y atontada, cobraría sus cuatro dólares y regresaría a casa en la oscuridad.

Violet se cogió la mata de pelo, se la trenzó y la sostuvo en alto sobre la cabeza para ver el efecto.

—¿Qué te parece? ¿Recogido o suelto? Aún hace un calor de mil demonios.

—Mejor suelto.

Violet sonrió.

—Antes la vanidad que la comodidad. Me alegra comprobar que algo has aprendido de mí.

Se soltó el pelo y lo sacudió de modo que la melena, con todo su peso, osciló de un lado a otro de su espalda.

Esa era la sucesión de los hechos tal como la recordaba Liza: presentación, nudo y desenlace. Parecía la secuencia de una película que se repitiese una y otra vez. Daisy leyendo su cómic, Violet desnuda, y después enfundada en el vestido de tirantes a topos con cremallera. Violet trenzándose el pelo de color rojo intenso y luego sacudiéndolo. El recuerdo de Ty Eddings aparecía por ahí en medio, encajonado en algún sitio, debido a lo que ocurrió después. El otro único momento que quedó grabado en su memoria tuvo lugar tras un salto en el tiempo de unos veinte minutos. Liza se hallaba en el cuarto de baño, pequeño y no del todo limpio, donde las toallas olían a humedad. Daisy, en la bañera, tenía el precioso pelo rubio recogido con un pasador; estaba sentada en medio de una nube de espuma, que sostenía en la palma de las manos para colocársela en los hombros como un buen abrigo de pieles. Después de bañar y ponerle el camisoncito a Daisy, Liza le daría la pastilla que Violet le dejaba siempre que salía.

En el cuarto de baño el ambiente era sofocante, olía por todas partes al jabón con aroma de pino que Liza había echado mientras corría el agua para que se formara espuma. Liza, sentada en la tapa del inodoro, vigilaba a Daisy, no fuese a hacer alguna tontería como ahogarse o meterse jabón en los ojos. Liza se aburría ya, porque el trabajo de canguro era un tostón en cuanto Violet se marchaba. Sólo lo hacía porque se lo pedía Violet, ¿quién podía negarle algo? Los Sullivan no tenían televisor. Los Cramer eran la única familia con televisor del pueblo. Liza y Kathy veían la tele casi todas las tardes, pero últimamente Kathy andaba un poco malhumorada, en parte por Ty y en parte por Violet. Si de Kathy dependiese, Liza y ella pasarían juntas todas las horas del día. A Liza, al principio, Kathy la divertía, pero ahora la agobiaba.

Justo cuando Liza se inclinaba y agitaba la mano en el agua de la bañera, Violet abrió la puerta y asomó la cabeza con Baby en los brazos. El perro les ladró, con mirada vivaz y una alegría un tanto insolente.

—Eh, Lies, me marcho —dijo Violet—. Hasta luego, niñas.

A Violet le gustaba llamarla «Lies», una forma abreviada de «Liza» pero escrita de manera distinta, o al menos eso se imaginaba Liza.

Daisy levantó la cara y, arrugando los labios, exclamó:

—¡Un beso!

—Un beso, un beso desde aquí, tesoro —respondió Violet—. Mamá acaba de pintarse los labios y no quiere que se le corra el carmín. Sé buena y haz todo lo que te diga Liza.

Violet lanzó un beso a Daisy. La niña simuló atraparlo y luego se lo devolvió, contemplando con un brillo en los ojos a su madre, que estaba radiante. Liza se despidió con la mano y, cuando la puerta se cerró, una vaharada de colonia con aroma a violetas penetró en el cuarto de baño arrastrada por una ráfaga de aire frío.