Salí del coma una semana después.
Lo primero que vi fue un rayo de sol entrando por la ventana y rebotando contra las paredes blancas. En un principio pensé que era de nuevo el embudo de luz que se extiende hacia el otro lado. Pero no. Era la señal de que ya había regresado.
Al mes me dieron el alta, aunque aún me estoy recuperando y debo pasar muchas horas tumbado. Con Helena hablo muy de vez en cuando, pues al parecer ocurrieron demasiadas cosas en el largo tiempo de oscuridad que pasé en la cama 901. Ella se trasladó a Estados Unidos, en un proceso definitivo de expansión de su potente grupo editorial.
Le dije que era una gran oportunidad y que las tinieblas de esta historia ya no tenían nada que ver con ella. Había cumplido su misión y ahora su mundo de luz estaba más allá de este círculo infernal en el cual sólo nos debíamos quedar flotando, como las ánimas del purgatorio, los que llevamos inserta en la sangre la imperiosa necesidad de seguir descubriendo.
Aunque nos vaya la vida en ello.
Laura Burano dejó su empleo y viajó a Holanda para establecer allí una empresa de restauración a particulares. También quiso olvidarlo todo y abandonar cuanto antes aquellos siniestros pozzi. Su última llamada fue especial. Me telefoneó justo al pasar por Hertogenbosch, confirmándome que la casa donde nació El Maestro aún seguía en pie, frente a la explanada del gran incendio, impasible al paso de los siglos.
Me costó mucho tomar la determinación, pero algunas veces me pierdo por el Museo del Prado y vuelvo a quedarme fijo frente a la cara del «hombre-árbol». Entonces, sin que nadie me vea, le pregunto cosas.
Procuro quedarme muy quieto durante el tiempo que haga falta, convencido de que algún día obtendré las respuestas que sigo aguardando.
Aquilino Moraza, detenido en la espectacular operación del hospital, fue ingresado en un psiquiátrico penitenciario en los límites de la provincia. Una noche, pocos días después, apareció ahorcado, y el periódico La Tribuna, casualidades de la vida, le dedicó un breve en la misma página que treinta años antes había informado de la muerte de Lucas Galván en el camposanto.
Nadie supo, sin embargo, un detalle que me confirmó el forense Baltasar Trujillo: bajo la sotana, en el camisón blanco que le cubría de los hombros a las rodillas, había una mano negra abierta. De niño.
Hasta hoy no se ha descubierto a los culpables.
De aquella anciana infernal que quiso conducirme al otro lado a golpe de crufixarium no supe más. Quizá por eso escribo este libro. Consciente de que la batalla continúa y para denunciar lo que, entre todos —incluidos mis queridos amigos muertos—, hemos descubierto pagando un alto peaje en la aventura.
Yo sigo con veintiséis puntos de sutura en un costado. Pero puedo andar y ya veo bien. Por eso respiro tranquilo. Convencido de que mi lucha contra los que han manipulado y ocultado ciertos fragmentos de la Historia proseguirá mientras haya un solo lector dispuesto a acompañarme.
Hoy mismo, al caer la tarde, he regresado a Tinieblas. Allí, en la tumba solitaria, en la misma que iba a acoger mi cuerpo, previo asesinato ritual, he depositado tres flores en recuerdo de Lucas, Sebastián y Klaus.
En honor a su memoria mi cruzada continúa.