43

—No oye nada. No siente nada. Procuren que no las note disgustadas.

El doctor se marchó y junto a mi cabeza estaban ya aquellas dos mujeres mirándome fijamente.

Sí que oía. Perfectamente. El olor a menta y la respiración fría cada vez que exhalaba rebotaba en la máscara de plástico que cubría mi nariz y mi boca. No podía moverme, pero sí enfocar mi mirada hacia abajo para ver aquel montón de vendas cubriéndome por completo. Los brazos surcados por agujas y cables verdes y blancos. Y varios goteros con suero transparente. Y las pantallas. Las pantallas parecidas a las de mis amigos de la policía científica o de la radio. Los monitores verdes con sus gráficas arriba y abajo.

En cuanto el médico desapareció por la puerta las dos mujeres se abrazaron llorando desconsoladamente. Helena y Laura. Deslumbrantes.

Pero… ¿qué había pasado?

Hablaban sin parar. Yo sólo podía escuchadas dejando de respirar, deteniendo el maldito émbolo del aire. Aguantando unos segundos para escuchar nítidamente sus voces sofocadas. Entrecortadas. Cada cierto tiempo entrelazaban sus brazos de nuevo y reposaban la cabeza de una sobre los hombros de la otra.

—¡Lo sabía! ¡Sabía que iba a ir allí! Por eso llamé a la Guardia Civil y entonces…

Casi me ahogué por aguantar. Notaba mi debilidad. Antes yo creo que pasaba del minuto o minuto y medio bajo el agua. Diez segundos son suficientes. Helena estaba rota de dolor, tanto como mis riñones. Esos en los que notaba una punzada atravesando la carne viva.

—El sueño me lo dijo. Fue lo que vi en mi pesadilla lo que me hizo llamar…

Al parecer, la noche anterior a mi último viaje a Tinieblas, Helena vio algo a los pies de su cama. Se despertó y allí estaba la figura de Lucas Galván. Ella creyó vedo así. Pero en vez de sentir pavor como hacía treinta años, lo que percibió fue una sensación de profunda tristeza y una certeza: que yo había ido al pueblo maldito, quizá a encontrarme con la misma muerte que el reportero argentino. Con esa seguridad llamó a la Guardia Civil de los Montes de Toledo, y fue entonces cuando se encontraron con un todoterreno con las puertas abiertas, en mitad de un camino que casi nunca tomaba nadie. Más allá vieron a unas figuras moviéndose en el camposanto. Las vieron huir, una muy alta y la otra extraordinariamente baja, como un enano. Sobre una de las lápidas había un cuerpo, el mío, tumbado boca abajo, con los brazos en cruz, un golpe seguramente letal en el cráneo y una puñalada en el riñón derecho, perpendicular a la columna, de donde manaba abundante sangre.

Así supe de mi suerte.

Laura Burano tenía un recorte de prensa entre las manos.

Lo movía de un lado a otro y yo procuraba fijarme. En un momento de reposo lo dejó sobre la mesilla y leí lo que pude. Entonces casi volví a desvanecerme, a sumergirme en otro de esos sueños malditos.

—¡No te vayas ahora, Aníbal! ¡Aguanta, por favor!

En el periódico aparecía la fotografía de mi amigo Klaus. Con su bigote de morsa y su cara sonrosada. Ponía que se había tirado por el balcón. Desde la buhardilla de su estudio, en su caserón perdido en el campo.

No pude leer más que el antetítulo:

Los ladrones robaron un valioso grabado recién adquirido por el experto.

Sentí las punzadas por todo el cuerpo, como si los demonios de El Bosco estuvieran atravesándome con mil lanzas del infierno. Creo que hasta me moví, como en un espasmo. Después, aunque no cerré los ojos, un velo negro, a cortes, como una pantalla que se va atrancando, mi vista fue desapareciendo. Entonces escuché el tumulto y lo que hablaban entre los tres…

—Se ha acelerado el pulso… no se preocupen. ¡Enfermera! ¡Aumente la dosis intravenosa en doscientos miligramos!

—Mire, doctor, estamos muy asustadas. Nos han ocurrido a todos una serie de cosas que…

—Discúlpeme, señora —respondió el médico a Helena—, pero creo que eso es mejor que se lo cuenten todo a la policía. Es un tema que tiene que ver con su área. Nosotros sólo podemos velar por la salud del enfermo. Bastante hemos hecho con recuperarlo de la muerte.

Al parecer había estado cincuenta y tres minutos más allá que aquí. Navegando en una franja desconocida que se extiende entre dos mundos. Temía quedarme ciego, pues mi visión no regresaba. Y no podía gritar para decido. Nadie parecía enterarse de que yo no podía ver nada. Sólo escuchaba la respiración, el olor a menta, y las palabras…

—¿Cómo le contaremos lo de Sebastián? —dijo la voz cada vez más lejana de Laura Burano.

Aquella tarde, en la sala novena del hospital, supe que no sólo Klaus se precipitó al vacío después de que alguien entrase por su ventana, escalando como una sombra, sino que mi amigo, el entrañable editor Sebastián Márquez, había sido encontrado asesinado en un rincón de su estudio. Esta noticia no salió en ninguna parte, sólo en los boletines radiofónicos y sin decir nombres. Quizá yo mismo la escuché parcialmente, envuelta de interferencias, mientras acudía al pueblo maldito.

Ocurrió la última noche que le vi, cuando quedó a la espera de los gamberros que habían golpeado su puerta. No debió de llamar a la policía. O se presentaron antes de la hora anteriormente repetida. Su muerte fue distinta. Se había desangrado por cuatro puñaladas en la espalda, a la altura de los riñones. Y su grabado también había desaparecido, aunque esto sólo lo sabían Helena y Laura Burano, amigas a raíz de la doble tragedia.

Lo que más me impresionó fue una frase de la primera, casi al despedirse:

—¿Estás segura de que son manos blancas las que aparecieron en la puerta del taller?

Laura, antes de que se escuchasen los dos últimos besos y un llanto largo, respondió que sí. Que ella misma las limpió con alcohol nada más llegar a España. Aún estaban allí y la policía no les había hecho ni caso. Que eran manos grandes, dejando marcas de pintura blanca o cal sobre la madera de aquella pequeña puerta. Dos días después del accidente de Klaus, ocurrido en la misma madrugada y quizá a la misma hora de la muerte de Sebastián, la conservadora italiana estuvo llamando a mi teléfono durante horas. Al final, establecidos ciertos contactos, supo de mi accidente tras pasar la noche en Tinieblas. Las dos se conocieron en la sala de la UVI, conmigo en coma, y fueron contándose todo, sintiendo cada vez más miedo.

Por eso reconocía perfectamente quién era la que lloraba a cada ocasión.

—¡Hasta siempre!

Sentí la mano de Helena en aquella despedida. Hasta entonces no había notado el tacto de nada. Y su piel caliente, con cuidado para no lastimarme, recorrió la palma y el antebrazo. Me debían de dar por desahuciado. Escuché llegar a un sacerdote de la capilla diciendo algo. Algo que me aterró…

—Yo no le daré la extremaunción. Enterado de su situación, es el párroco de San Pedro Mártir quien quiere personarse para efectuarla. Ha insistido mucho y estará al llegar. En ese momento aquí no debe haber nadie más. Ni siquiera los médicos…

Quise gritar, arrojarme al suelo, extender los brazos. Pero era imposible. Sólo la respiración y el dolor en el pecho. Aquilino Moraza iba a venir en mitad de la madrugada… El mismo que me recomendó ir al monasterio donde se guardaba el archivo diocesano el día que estuvieron a punto de matarme. El mismo que me engañó intentando disuadirme de esta historia. El mismo que medía uno noventa y cinco de estatura. Como el monje encapuchado que entró aquella tarde, sin mostrar el rostro bajo su capuchón, dispuesto a acabar conmigo en aquella sala de los legajos. El mismo que vi en la última escena, a mi espalda, con su sotana movida por el viento, en la ermita de Tinieblas.

Ése era el que iba a venir.

—¿Quién es usted? ¡No puede…!

Sonó un golpe seco. E instantáneamente un cuerpo cayó al suelo. Presentí que era el guarda de seguridad que la policía judicial había puesto a la puerta de mi habitación. No sabría decir la hora, pero por el silencio absoluto debían de ser las tres o las cuatro de la madrugada. Se abrió la puerta muy lentamente y escuché pasos. Pasos de más de una persona, y quise quitarme la maldita máscara y los goteros. Y las vendas y las agujas. Y huir. Sentí que el corazón me latía muy fuerte. Lo escuchaba retumbando ahí adentro, en el pecho, como un tambor que solapaba los pitidos de la máquina que comenzaban también a hacerse audibles.

—Ave María Purísima…

La voz ronca de Moraza se hizo presente. Cada vez más cerca. Después, por lo bajo, una risa. La inconfundible risa de una vieja.

Escuché cómo arrastraban una silla para que el cura se sentara. Percibí después el aliento helado de la anciana; tan baja que su cabeza debía de llegar justo al almohadón, respirando muy cerca de mi cuello.

Me temblaba todo el cuerpo y no sé si eso sería perceptible para ellos. No había voces de médico, ni de ninguna visita, ni de ningún familiar. Solos los tres en el peor momento. Entonces Aquilino Moraza comenzó a hablar muy despacio, con la risa de aquella vieja diabólica sonando de vez en cuando, como si nunca dejase de reírse de mi suerte. Lo que escuché, tendido en la cama y ciego, me hacía seguir respirando muy fuerte, como dando las últimas boqueadas de mi vida.

—Venimos aquí para darte nuestro particular sacramento. Yo me iré y ella, fiel aliada, rematará la labor. Para ella ha sido fácil subir por la escalera de emergencia sin ser vista. Hay poca vigilancia ahí afuera y nadie sospechará de mí. Ni las huellas coincidirán cuando te encuentren la señal bendita en la espalda, querido amigo. Lo tenemos todo bien atado, como siempre ha sido.

Escuché la unión de dos metales. Como un brindis macabro. Y pensé en los anillos. En el resplandor de los dedos de la vieja, y en el sello extraño y antiguo que llevaba Moraza y al que no presté excesiva atención. De haberlo hecho posiblemente hubiese visto la conexión.

—Los Signori di Notte estaban perfectamente coordinados, como los tentáculos que van a una misma cabeza. Pero la suerte os salvó en el último instante dentro de los pozzi de Venecia. Una pena. Por eso hemos tenido que diversificar el esfuerzo y actuar uno a uno. Ninguno nos lo ha puesto muy difícil…

Escuchaba los pitidos de la máquina, que debía de estar a los pies de la cama, informando de los latidos de mi corazón, y confié en que algún médico, alguna enfermera, se presentase allí para salvarme.

—La verdad es que Lucas Galván sí nos lo hizo aún más complicado. Un hombre que creyó en la fe de los herejes y que, como no podía ser de otro modo, tuvo que pagarlo. Después de muchos años de tranquilidad, desde que ajusticiamos a aquel pobre historiador que descubrió las pinturas ocultas de El Jardín de las Delicias, todo era calma. Como debe ser. Con una única fe y con los Hermanos del Libre Espíritu haciendo pequeñas tropelías sin importancia. Siempre intentando robar los cuadros del pintor demoníaco para tratar de volver a unirlos a fin de dotarlos de su antiguo poder. Descalabrándose incluso para conseguido… ¡Cosa de locos!

En un momento el cura quedó en silencio. Ordenó a la vieja que se escondiera y percibí cómo su aliento se iba alejando hasta desaparecer. Él se levantó y oí que la puerta se abría ligeramente. Después, a mi pesar, se volvía a cerrar y los pasos firmes regresaban a mi vera.

Escuché un seseo muy particular. El de un cuchillo cuando sale de la funda.

—Matar a Galván fue divertido. Su última noche allí vio cosas que no cabían siquiera en su mente. Nuestra verdugo le dio su toque, apareciendo por la espalda, y cayó de bruces aún con el espanto en los ojos. Temor de Dios…

La risa de la vieja volvió a hacerse presente. Los pasos cortos avanzaron desde el ángulo opuesto en el que se había refugiado unos minutos por orden del párroco. Ahora venía a por mí para terminar la tarea inconclusa en el camposanto.

—Dejar al reportero argentino con vida hubiera sido demasiado peligroso para nuestros intereses. Por eso le fuimos volviendo loco como a ti. Con las llamadas oportunas, con las amenazas, con los cebos. Los periodistas sois presa fácil. ¿Quieres volver a escuchar la voz que te ha perseguido todo este tiempo?

Moraza rió y después la anciana pronuncio la palabra «purgatorio» exactamente tal y como yo la había registrado en la cinta magnetofónica en el camposanto. Tal y como posteriormente apareció en un mensaje de móvil. Era ella, y había estado siguiéndome, siempre a mi espalda, como una rémora demoníaca.

—Los Señores de la Noche —prosiguió el cura recreándose en sus palabras— seguimos fielmente los dictámenes de nuestro sagrado padre Atienza, el mismo que fue ingresado en el manicomio tras el incendio de El Escorial por culpa de aquellos cuadros malditos. El mismo que juró establecer esta orden prodigiosa que vengaría la muerte del rey. El mismo que enseñó la nueva estrategia a otros sacerdotes ingresados en aquellos pabellones psiquiátricos. ¡Los trataban como a locos y la locura la tenía el resto, que era incapaz de ver el peligro que nos poseería de no actuar con firmeza!

Noté una bocanada de humo. Estaba fumando y la lanzaba sobre mi rostro. La nariz y la boca no lo notaban, cubiertas por la máscara. Pero los ojos sí. Y escocía.

—El monarca baluarte de la cristiandad murió maldito. Eso sólo lo sabemos unos pocos. Maldito por el último hereje quemado en el camposanto. Desde entonces la batalla continúa sin piedad ni misericordia para vengar aquella ofensa.

Es difícil describir el dolor que sobrevino después. Fueron tirones, decenas de tirones desgarrando la piel, levantando las vendas. Las sondas y los cables se me arrancaron. Me sentí como una marioneta que manejaban a placer. Creo que moví las manos y noté cómo el líquido, no sé si de mi sangre o de los sueros, me caía por los antebrazos. Ya estaba de espaldas, manipulado por aquellas garras diestras en su labor.

—Ya te advertí en nuestra primera entrevista. El reportaje no merecía la pena. La historia está escrita por nosotros y nadie la va a cambiar. Entrometerse en sus designios es cosa prohibida. Tú, como tantos otros, sentiste la llamada herética y te adentraste en ella, sin comprender que ajena a vuestra curiosidad insana se disputa una batalla entre el bien y el maal, ynosotros somos el bien. Ellos, con sus artes ensoñadoras y sus ritos paganos, conectan con otra realidad que flota y que es maligna. Pero les seduce como humanos. Así, estas almas imperfectas atraen a quien pueda denunciar los hechos para reescribir el pasado. Ése es su cometido. Dejarnos por mentirosos. En ocasiones transmiten un mensaje, intentando que alguien continúe el camino para desvelar lo que pasó. Nosotros, sencillamente, obramos para que todo siga como está. Para que nadie se pregunte nada. Para que nadie ose revisar nuestros preceptos. Como debe ser. Como el justo Dios manda…

En ese instante el pavor había remitido. Era consciente de mi suerte y en el estado en que me encontraba preferí la ceguera a tener esa imagen ante mí. Noté la punta de la daga de nuevo en mi riñón, separando las vendas y apósitos que cubrían la herida. Noté que la hoja entraba de nuevo por la misma abertura inacabada en el camposanto. La otra mano, abierta y con uñas largas, sujetaba mi nuca. Luego escuché los rezos del padre Moraza alejándose. Cerrando la puerta.

—In nomine pater, fili…

Después llegó el caos. Los gritos en el pasillo. Los objetos cayéndose y el cuchillo que, creo, no entró tanto como pretendía en el calor de mis entrañas.

—¡Alto o disparo!

Escuché la frase varias veces. Y un corpachón que caía al suelo con gran estruendo. Probablemente el de Moraza. Eran policías, alertados quizá por alguno de los miembros de seguridad que habían denunciado la agresión a un compañero en la planta novena.

Un segundo antes la vieja había huido. Había salido por algún lado zigzagueando como una serpiente venenosa. Por la ventana, por la puerta… ¡Por la escalera de incendios!

Quise gritar y decirlo. Pero fue imposible. Me notaba cada vez más débil, más liviano, más viajero hacia la nada infinita.