Quinientos años justos.
Cinco siglos exactos después del viaje de Hyeronimus van Acken a través del puente que separa las orillas de la existencia, inicio mi propio viaje. Se repite la escena de una de las tablas custodiadas en Venecia. Comienza mi propia ascensión de las ánimas, ya voy hacia ellas. Ya acudo a su llamada deslizándome por el túnel infinito. He jugado y he perdido.
¿O he ganado?
Pongo mi mano en la frente, para no ser deslumbrado, y veo, muy al fondo, aquella luz primigenia pulsante. La luz de la esencia infinita de la que todo parte. La del principio y el fin.
Noto un calor que me envuelve y me acurruco cogiendo mis rodillas. Una atmósfera salada, suave. Una placenta que queda atrás, abriéndose como una bolsa transparente y perdiéndose ingrávida hacia mi espalda, hacia un área adonde ya no puedo mirar, recto el cuello que avanza en una sola dirección como drakkar de un barco antiguo.
Sin posibilidad de regreso.
En los laterales de aquel resplandor circular aparecen cuadrados que emergen de pronto, escenas, diapositivas vivas colgadas en la exposición de uno mismo. Allí estoy, mirándome a mí, con los ojos tristes, con la bata de rayas verdes y el gato bordado en el bolsillo. Con el pelo a tazón, posando para una foto que ahora veo desde el otro lado. Y la soledad del primer día de colegio, y un balón, y un desayuno con mis padres, y el sol entrando por la ventana. Y el primer beso, y el primer fracaso.
Todo cada vez más deprisa, circulando hasta fundirse en una tira silenciosa, sin voces ya, pero con olores. Con olores del recuerdo y del tiempo. Con las calles viejas de la niñez y los pájaros de la mañana posándose en la buhardilla. Me dejo llevar, nadando, sintiendo el frío del agua del mar, viendo a mi abuelo llevándome en brazos y protegiéndome de las olas.
Me estiro, haciendo una cuña con mis brazos, adentrándome más, penetrando como una flecha en esa blancura. Y al final las siluetas me llaman. Una levanta los brazos hacia arriba. Entonces siento miedo. El resplandor se va apagando y aquella figura danza mostrándome sus palmas oscuras.
Es la señal de los herejes… que también me aguardan.
A un lado, muy cerca de mi hígado, noto una cara que brota. Una faz viva que me ha salido del cuerpo como una prolongación de mi anatomía. Un rostro que me mira con una gaita sobre el cráneo. Es la cabeza del mismísimo «hombre-árbol» que se ríe y me observa con sus ojos de huevo blanco. Quiero taparme pero no puedo. Algo va mal. Me noto virar a mi derecha. No veo a los seres queridos.
¿Dónde están? ¿Dónde estoy?
Me fundo con el borde del tubo de círculos concéntricos.
Noto que me quemo, que me corto en dos, que sale un brillo, como si el contacto de mi yo provocase chispas en la superficie pulida. Alguien me arrastra, me desvía del camino. Tengo que llegar a la luz del otro mundo, a reunirme con las ánimas. Pero no puedo. Doy brazadas y el aire se vuelve más denso. Me hundo. La mitad de mi estructura la tengo ya fuera. Un ojo está en el embudo de blancura, el otro en una noche infinita, sin estrellas. Un cosmos apagado que es un gran precipicio de vértigo interminable. De él, como una marabunta que avanza desde alguna dimensión perdida, empiezan a llegar sonidos. Sonidos de dolor. Y escucho.
Caballos, gritos, fuego, es una visión de otro tiempo. Una escena que no es mi vida. ¿Qué hace allí?
Miro a la cara del «hombre-árbol» que ha salido de mi hígado. Junto a ella, flotando como yo pero quedándose poco a poco atrás, un individuo despeinado, nariz aguileña, bigote lacio, gesto ausente, envuelto en un gabán negro. Me recuerda tanto a…
Intento verlo bien pero algo me empuja, noto sus manos de hierro en los riñones, precipitándome hacia la zona oscura. Y entonces los sonidos me envuelven, lejos ya del túnel de la claridad prodigiosa. Estoy en un espacio negro, quizá para siempre. El desvanecimiento otra vez, como un ascensor que baja mil pisos en un segundo. El corazón y los pulmones suben ingrávidos. Soy invisible. Aire. Me noto caer y el sonido de las llamas cada vez es más fuerte y me envuelve por completo como una cápsula ardiente. Entonces, veo cosas, escucho cosas de nuevo. Más nítidas…
Me han lanzado hacia otra dimensión del tiempo. Estoy en la historia que nunca viví. Y veo un pueblo que me resulta familiar. Las casas no parecen derruidas y aún tienen techos. Hay unas hogueras en mitad del cementerio que también conozco. Y relinchos de animales asustados.
—¿Osáis, mísero infiel, no revelar la ubicación de la tabla que solicita el rey?
El padre Atienza agarra al hombre por el cuello. Hasta Felipe II le pide calma desde el interior de la reluciente armadura que utiliza para las grandes ocasiones. A su vera, el bibliotecario Benito Arias Montano suplica clemencia, mirando hacia atrás y viendo horrorizado cómo todo el pueblo es conducido al camposanto donde ya crepitan tres grandes piras alimentadas por unos monjes encapuchados. Hombres, mujeres y niños, despojados de sus ropas, van en fila india, alzando sus manos, dejándose atar a los palos. Conscientes de que su destino está marcado.
—¡Hereje infecto! ¡Sabemos que la trajeron aquí hace mucho tiempo! ¡Nos lo ha confirmado uno de nuestros consejeros! ¡Hablad ya!
La respuesta es una mirada fría, acurrucada pero sin atisbo de rendición. Y el silencio.
—¿No os dais cuenta de que vamos a prender fuego a todas estas creaciones satánicas y a cada uno de vosotros si no nos llevamos el maldito cuadro que desea su majestad? —insiste el fraile golpeándole la cabeza contra la pared de la ermita.
El individuo de barba, muy delgado, es el único que porta un andrajo a modo de vestimenta, se lo han dejado puesto quizá por ser el líder espiritual de esa comunidad asentada en Tinieblas. Apoya su espalda en las piedras y lentamente hace un gesto que enerva aún más a la comitiva…
—¡Hijo del diablo! ¡Aún osáis mostramos las palmas de las manos pintadas de negro! ¡Siervo del mal! ¡Contemplaréis de qué forma limpiamos esta tierra de vuestro pus hediondo!
Comienzan a escucharse los gritos desde la explanada del camposanto. El fuego crepita con la carne humana en su interior y caen cenizas y gotas de grasa hirviente al pie de los sarcófagos de piedra que algunos canteros que acompañan la comitiva regia se han encargado de reabrir uno a uno. Les hincan una especie de palanca y con un golpe de mazo las carcasas de piedra, como si se horadase en un gran panal, van abriendo sus fauces dispuestas a albergar los cuerpos carbonizados que un poco más allá se amontonan. Después, a cada mano negra plasmada en la superficie, le van pasando un manto de pintura blanca.
—¿Sois el líder de este hatajo de perdidos? ¿El que deja morir a los suyos por proteger la tabla?
Tras estas palabras, echando espumarajos por la boca de la fuerza con que las pronuncia, el padre Atienza, sudoroso, propina una patada en la cara del individuo famélico y silencioso de larga cabellera albina. Éste, a pesar de sangrar por la nariz, como si no sintiese nada, alza su dedo índice y señala al fresco que tiene sobre la cabeza. Una escena grandiosa en la que un Dios Padre deforme y cruel, lejos de la caridad que predicaba Cristo, sonríe malévolo ante el dolor de los condenados. Ahora el resplandor del fuego, entrando por el ventanuco, se añade fantasmagóricamente a las rectas llamas pintadas por el viejo maestro que un día llegó hasta allí, otorgándoles una sensación de movimiento. Como un balanceo.
A su lado hay un ser del mismo tamaño e igual importancia, batallando de tú a tú, como una sombra de otro mundo que intentase vencer a ese pantocrátor que porta un libro en las manos. Justo a ese punto indica con su brazo tembloroso Benito Arias, consejero del rey…
—Ego sum lux mundi… ¡Yo soy la luz del mundo! ¿No lo entendéis? Entregaos a él, abandonad vuestro culto infame de las sombras, pedid por vuestros pecados y reuníos con la gracia del Señor… ¡No os atormentéis más y confesadnos dónde está la tabla para detener esta barbarie! ¡Tened piedad de los vuestros!
El hombre sólo mira al rey. Y éste parece escucharle con suma atención, pero sin decir nada…
—Vuestro consejero no os mintió. Seguro que fue algún traidor al que dejamos entrar en nuestras ceremonias y que luego vendió su alma al mejor postor. La pintura que tanto os interesa fue traída aquí hace casi cien años por el monogramista que aprendió de El Maestro con el fin de copiar una parte en esta gran bóveda para iniciar la gran labor de la ensoñación. Le fue encomendada la misión de salvarla y nuestros hombres la rescataron de la cárcel de Venecia para traerla a lugar seguro. Con ella a su lado, reflejó la esencia que sólo conocemos los iniciados y dejó escrito el modo de acceder a lo que está más allá de la vida. Es esto que está aquí, pero que jamás sabréis interpretar…
—Pero ¿dónde está la tabla original? ¡Decidlo ya o sufriréis más que ninguno! ¡Os juro que es vuestra última oportunidad! —grita el padre Atienza apartando de un empujón al conciliador bibliotecario.
—No merecéis esa sabiduría. Y moriréis sin atisbar lo que viene tras el último paso. Ya estáis malditos… por los siglos de los siglos.
—¡Engendro de todos los demonios! ¡El crufixarium! ¡Que le practiquen el crufixarium de inmediato! —vocifera el fraile apretando los puños mientras Felipe II, con el semblante quizá impresionado por la serenidad de aquel hombre, opta por salir de la ermita.
Veo entonces, desde mi atalaya invisible, como entra uno de los encapuchados que estaba quemando a la gente afuera. Lleva un cuchillo corto y ancho, reluciente y con el mango de madera negra. Coloca de espaldas al sujeto y le arranca los andrajos que lleva puestos.
—Oh magister, imprimatur anima invocat…
La extraña letanía, leída del propio fresco, se repite en la voz del anciano hasta que la daga penetra en el espacio intercostal y con una serie de movimientos rápidos destroza la zona renal dibujando en la carne una cruz perfecta. Cae como un saco, hacia atrás, sin gritar de dolor…
—Por Dios bendito… ¡No podemos llegar a esto! ¡No podemos actuar con esta locura propia de las bestias!
—¡Callad, bibliotecario, y no nombréis al Señor en vano! Él y sólo Él sabe bien cuál es nuestro cometido. ¿Acaso no recordáis lo que hicieron estos hijos de mala madre con el párroco?
—Lo sé, pero no podemos arrasar un pueblo entero por venganza. Esto tendrá consecuencias y además… ¡parece que el diablo estuviese manejándonos a todos en esta espiral de sangre y fuego que no termina!
—¡Cerrad la boca! Vuestras lecturas demasiado ambiguas y que deberían estar prohibidas os han ensuciado el pensamiento. ¡Esto es una santa cruzada y de ella se sabrá lo que nosotros queramos que se sepa!
Arias Montano, cada vez más hundido por el horror que le envuelve, se echa a llorar poniéndose las manos sobre el rostro.
—Sois el rey y vos de naturaleza tibia y así es imposible acabar con esta podredumbre de Satanás. ¡Trocearon al cura sobre el altar! ¿Me oís? ¡Eso es lo que hicieron!
—Padre, por favor, olvidémonos de la tabla y huyamos. ¡Dejemos libres a esos otros!
El monarca está de pie, en silencio, observando el humo cada vez más negro y grasiento que sale de la pila de cuerpos humanos. Ya apenas queda nadie. Han muerto casi todos. Se dirige hacia allí, con la color demudada, pensando quizá en las palabras de maldición escuchadas al anciano de la ermita.
Dentro continúa la conversación entre los dos religiosos.
—¡Este despojo ha osado insultamos y maldecimos! ¡Y todo por culpa de esa maldita pintura que tanto os interesa! No me culpéis a mí, pues habéis sido el rey y vos quienes os habéis empeñado en encontrar esa creación maléfica. ¡Yo sólo cumplo órdenes del Altísimo!
—Actuar de este modo tan brutal —responde el aludido entre sollozos— puede traemos problemas, padre Atienza. Ya sabéis cómo están las cosas de la fe en Europa y yo tengo mis temores después de lo que estoy viendo aquí.
—Descuidad, que yo tengo un plan…
El menudo fraile, con el pelo pegado a la calva, ríe henchido de orgullo antes de confesar…
—Fundaré una orden, un cuerpo de gloriosos cruzados que estarán siempre alerta ante cualquier rebrote que intenten estos adoradores del diablo. Dejadlo de mi cuenta.
—Pero ¿esa orden existe ya?
En ese instante alguien abre la puerta de madera de la ermita y la humareda con olor a carne quemada penetra en el interior, cubriendo el cuerpo asaeteado del anciano que aún agoniza en un rincón. El pantocrátor ríe con su boca profunda y sus globos oculares sin expresión. Al lado, la figura del Imprimatur, quizá por una ilusión óptica, parece cambiar su gesto. Es algo casi imperceptible, parecido a un sutil espejismo. A pesar de ello ambos religiosos lo han notado en el instante mismo de ocurrir.
Y se han echado atrás.
—¿Lo habéis visto? —repite Arias Montano dos o tres veces sin apartar sus ojos del fresco.
—¿A qué os referís?
Atienza lo sabe perfectamente. Aquella cara del ser sombrío que pugna con Dios Padre en la bóveda ha variado su cara. Ahora es terrible, mucho más que antes. Y les mira.
—¡Que traigan pintura negra y borren todo eso de inmediato!
—Pero ¿osaréis cubrir a Dios Padre? ¡Eso es pecado mortal! —replicó el bibliotecario aún sin despegar la mirada de aquel rostro arcaico recién transformado.
—¿No me oís, soldado? ¡Haced desaparecer ese demonio infame! ¡Rápido!
—Señor, me presento aquí por otra cuestión —la voz surge de una de esas capuchas de monje donde sólo se ve penumbra y no asoma ni un atisbo de rostro humano.
—¿Qué queréis? —replica Atienza fijándose en que el recién ajusticiado por el método del crufixarium se ha girado, quizá en un estertor de la muerte, y ahora sonríe.
—Hemos encontrado la tabla. Estaba en uno de los sepulcros de piedra que tenía una mano negra dibujada.
Salen en estampida los dos frailes dispuestos a darle la noticia al rey. En el exterior perciben que aún no se han apagado los gritos. Se detienen en seco y a la vez, sintiendo de nuevo un escalofrío al escuchar, simplemente por el tono tan violento y apocalíptico, una serie de sentencias que sin duda son maldiciones. Terroríficas maldiciones propias de un tiempo muy remoto.
—¡Majestad! ¿Qué os ocurre, majestad? ¿No lo habéis oído? ¡Hemos encontrado lo que buscábamos! ¡Hay que trasladar el cuadro a El Escorial de inmediato y marchamos de aquí cuanto antes!
Toman del brazo metálico y plateado al monarca. Pero éste no responde ni se mueve. Sólo mira fijo, como bajo el influjo cimbreante de la única hoguera que queda encendida. En su interior hay un niño que no muere. El último hereje. Un niño que alza los brazos en una danza maléfica, mostrando las palmas abiertas. Manos negras carbonizadas que ya empiezan a caerse a trozos, ardiendo por dentro. La cara se apergamina. Abre la boca y está toda hecha carbón, como podrida. Ríe y mira fijamente al hombre más poderoso de la tierra. El fuego sigue envolviéndolo pero no lo tumba. Todos los verdugos, ropajes oscuros y dagas sujetas por el cordel que recorre la cintura, están asombrados y de rodillas. Nadie se atreve a subir al entramado de maderos al rojo vivo.
Pero no son las brasas las que les frenan. Es el temor a esas blasfemias jamás antes escuchadas en la boca de ningún otro ser…
—¡Purgatorio…!
El niño ríe antes de que la cabeza vaya hacia atrás y caiga como una piedra, dejando el cuerpo contorneándose durante unos segundos eternos, decapitado. Los brazos siguen arriba. Lo último que ha dicho es algo comprensible, señalando a Felipe II…
—¡Te perseguiré hasta en el purgatorio!
Después todo se me va nublando. Y vuelvo a escuchar voces. Ya no hay túnel de luz. No sé dónde estoy, todo vuelve atrás. El vértigo. El corazón otra vez como un maquinario que se mueve continuamente. Un pitido constante retumba en mi cabeza. Y una respiración fuerte y helada me envuelve.
Huelo a menta, que entra hasta los pulmones.